1.
El matrimonio por conveniencia que le abrió el camino a una luminaria de la matemática: la rusa Sofya Kovalevskaya 13 enero 2018 Sofya
Kovalevskaya tiene 8 años. Está en su habitación, rodeada de hojas con fórmulas
y símbolos matemáticos que su padre pegó en las paredes porque no alcanzó el
papel tapiz. Las ve
una y otra vez, se enfoca en una sección e intenta buscar la secuencia en otra
parte del cuarto. Pasan horas, siente curiosidad, ansias por entender
ese mundo "nuevo y maravilloso", como después lo describiría. Crece, se
hace mujer y su veneración por las matemáticas se intensifica. Decide
que debe casarse, pero no porque esté enamorada, desee tener hijos o quiera
salir de la casa de sus padres. Quiere casarse porque quiere ser libre
para estudiar, quiere ser libre para salir de Rusia. En su sociedad, la del imperio ruso, las mujeres
tienen prohibido estudiar en la universidad y las
que aspiran a hacerlo en uno de los poquísimos países con menos restricciones,
tienen que contar con el permiso de su padre o de su esposo. Viajar
sola también es complicado. De hecho, estar casada le facilitará obtener un
pasaporte. Sofya tiene una meta clara. Rumbo al
altar "Aunque
el papá de Kovalevskaya era más receptivo que muchos padres de la época a la
idea de que su hija estudiara matemáticas en un nivel avanzado, tanto ella como
su hermana creían que nunca les daría permiso para ir a estudiar a Europa
Occidental", le cuenta a BBC Mundo Ann Hibner Koblitz, autora de "A Convergence of Lives: Sofia Kovalevskaia -
Scientist, Writer, Revolutionary" ("Una convergencia de vidas:
Sofia Kovalevskaia - científica, escritora, revolucionaria"). Fue así como Sofya, quien
nació en 1850 y también era conocida como Sonya, ideó un plan junto a su
hermana mayor, Aniuta. "Se
puso de moda un tipo especial de matrimonio por conveniencia. Se buscaba a un
hombre liberal, comprometido políticamente, que se prestara a fingir un
matrimonio legal con el único objetivo de ayudar a su esposa a eludir
las trabas y dificultades de una sociedad que discriminaba brutalmente a las
mujeres. Después, cada uno hacía la vida por su cuenta", cuenta el
profesor J.M. Méndez Pérez, del departamento de Análisis Matemático de la Universidad
de La Laguna, de
Tenerife, en una biografía de Kovalevskaya. Para ese
fin, Aniuta escogió a un editor y traductor que simpatizaba con ideas políticas
liberales y que era aficionado a la biología: Vladimir Kovalevsky. Pero él
tenía otra idea en mente: a Sofya. Aunque
aceptó que sería un matrimonio por conveniencia, prefirió a la hermana
menor. La esposa
El padre
de Sofya, Vassily Krukovsky, quien ignoraba la verdadera intención de la pareja,
no estaba muy convencido del matrimonio, pero terminó cediendo
ante la determinación de su hija, como cuenta Roger Cooke en su libro "The Mathematics of Sonya Kovalevskaya"
("Las matemáticas de Sonya Kovalevskaya"). La boda de Sofya y Vladimir
se celebró en 1868 y el apellido de ella pasó a ser: Kovalevskaya. Se fueron
a vivir a San Petersburgo, "donde al menos podría asistir a algunas clases
en la universidad, eso sí, siempre que fuera acompañada de su marido o
tío", indica el autor. Y es que
su tío, al igual que su padre, fue clave para que Sofya empezara —cuando era
una niña— a fascinarse por los números. "La
familia de Kovalevskaya era rica y noble", me cuenta Sergei Pilyugin,
profesor de la facultad de Matemáticas y Mecánica de la Universidad
de San Petersburgo. En casa
tuvo una gran educación. El famoso
Karl Weierstrass En
compañía de Vladimir, Sofya abandonó Rusia. Estuvieron en Viena y después se
radicaron en Alemania. "Allí, aunque no era
legal, si los profesores lo autorizaban, podía asistir a clase", explica
Méndez Pérez. Y lo
logró, pudo escuchar a eruditos de la física y la matemática de la época. Aunque
sabía que en Alemania no iba a poder inscribirse en la universidad,
trató de obtener el apoyo de una figura respetada en el mundo de la matemática
con algo en la mira: forjar una reputación para buscar trabajo. Tras
impresionar con su talento y rapidez para resolver problemas
matemáticos a quien es considerado el padre del análisis matemático
moderno, Karl Weierstrass, Sofya consiguió que le diera clases particulares en
Berlín. Y se
llegó a ese punto porque la eminencia de esa disciplina en el siglo XIX no
obtuvo permiso de las autoridades universitarias para que Sofya asistiera a las
clases. Vladimir,
el paleontólogo Su esposo
Vladimir era un amante de la investigación científica y llevó a cabo estudios
en ciencias naturales y paleontología. En un
viaje que hizo junto a su esposa a Inglaterra, se reunió con un
amigo. Nada más y nada menos que con el hombre que cambió la forma
como se percibe y estudia la naturaleza: Charles Darwin. Y es que, como indica Cooke
en su libro, Vladimir había publicado una traducción de "Variación de
plantas y animales domesticados" ("Variation
of Plants and Animals under Domestication") de Darwin. En el
capítulo del Diccionario Completo de Biografía Científica, dedicado a Vladimir,
se le llama uno de los fundadores de la paleontología evolutiva. "Basando
su argumentación evolutiva en la teoría de Darwin, Kovalevsky estableció la
concepción de la evolución adaptativa e inadaptativa en el caso especial de las
extremidades de los ungulados", señala el diccionario. "Kovalevsky
era un darwinista consecuente y atribuía los cambios evolutivos en las
formas fósiles no a la autogénesis, ni al uso o desuso de partes (corporales),
sino a la selección natural". También
hizo un doctorado en geología y fue profesor asociado en la Universidad
de Moscú. La vida
de casados El
matrimonio por conveniencia seguía su curso, cada uno dedicado a su
carrera científica. Pero, como cuenta Méndez
Pérez, "las peleas y desavenencias eran cada vez más frecuentes en la
pareja". De hecho,
según Koblitz, "Vladimir era muy inestable y volátil".
Y una
anécdota que cuenta Méndez Pérez en su biografía, publicada en la Gaceta de la Real Sociedad
Matemática Española, es clave para comprender el rumbo que tomaría la carrera
de Sofya: "Un
día Sonya le explicó a Weierstrass —que estaba confuso con la forma tan
extraña de comportarse que tenían estos supuestos esposos— cuál era la
situación real de su matrimonio. Para ayudarla, Weierstrass se ofreció a
dirigirle la tesis (de doctorado)". El
maestro usó su influencia para que la universidad alemana de Gotinga
"autorizara en 1874 la lectura de la Tesisin absentia, es decir, sin la habitual defensa
oral". De esa
forma, Sofya se convirtió en Doctora en Matemáticas y con ello
en la primera mujer en Europa que lo conseguía. ¿Amor? En 1875,
la pareja regresó a Rusia y tuvo una hija. Le
pregunto a Ann Hibner Koblitz: ¿terminaron enamorándose? "'Enamorarse'
podría ser una forma muy romántica de plantearlo", me dice. "Se
convirtieron más bien en 'amigos con beneficios' si hablamos en
lenguaje moderno". Pero
otros expertos, como Pilyugin, creen que sí hubo amor y que se
enamoraron. Y si hay
algo que Hibner Koblitz reconoce es que Sofya "se preocupaba sinceramente
por el bienestar de su esposo" y de su hija. La
tragedia Estando
en Rusia, Vladimir hizo una serie de inversiones en negocios inmobiliarios, en
gran parte para financiar los proyectos académicos de ambos, pero los negocios
fracasaron dramáticamente. En un viaje que Sofya hizo
a París, recibió una trágica noticia: su esposo se había suicidado. Vladimir estaba sumido "en una profunda depresión" y "fue
incapaz de soportar los fracasos de sus negocios y la acusación de fraude que
pesaba sobre él. Este hecho sumió a Kovalevskaya —que sentía
remordimientos por este trágico final— en un estado de absoluto abatimiento
y abandono, llegando sus amigos más cercanos a temer por su vida", escribe
Méndez Pérez. Sin
embargo, Sofya salió adelante y se dedicó más que nunca a su pasión y catapultó
su nombre como una de las matemáticas más brillantes de la historia. En 1883
aceptó la invitación a impartir clases de matemáticas en la Universidad
de Estocolmo. En 1889 fue promovida a Profesora titular, un hecho
también histórico: fue la primera mujer que lo conseguía en Europa. "En
el siglo XIX eso era prácticamente imposible", indica a BBC Mundo, Yakov
Nikitin, profesor de la facultad de Matemáticas de la Universidad
de San Petersburgo. Sofya, la
grande En muchos
aspectos, Sofya fue una pionera. "Fue
la primera mujer en tener una cátedra universitaria y la primera mujer en ser
elegida como miembro de la Academia Imperial
(Rusa) de Ciencias, cuyas reglas cambiaron para permitir su membrecía",
señala Koblitz, quien también es profesora emérita de Estudios de Mujeres y
Género de la Universidad
del Estado de Arizona. "Su trabajo fue
importante no solo por su aporte a la teoría básica de las ecuaciones en
derivadas parciales, sino también porque algunas especulaciones que hizo
sobre soluciones posibles a problemas abiertos han terminado siendo
correctas". Sofya
inventó formas de analizar el movimiento de un cuerpo en rotación sobre
un punto fijo, lo cual, explica Koblitz, se conoce como el Kovalevskaya top. Y ahí es
en parte donde reside la trascendencia de su legado. "Su
logro más importante es la investigación de la teoría de rotación de cuerpos
rígidos", señala Nikitin. "Los primeros pasos cruciales fueron dados
por los grandes matemáticos Euler y Lagrange. Kovalevskaya resolvió el tercer y
último caso de la teoría". Pero no
se limitó a ese campo, también hizo investigación en física matemática,
mecánica celeste, teoría potencial y cálculo. Uno de sus
aportes más famosos fue el teorema Cauchy-Kovalevskaya" Sergei
Pilyugin, Universidad de San PetersburgoPilyugin me dice que se siente orgulloso del legado de su compatriota y
es que, resalta, fue una de las primeras mujeres cuya investigación
científica fue ampliamente conocida en todo el mundo. "Uno
de sus aportes más famosos fue el teorema Cauchy-Kovalevskaya, el cual
generalmente se incluye en cursos universitarios de matemática", indica el
profesor. Más allá
de la ciencia Pese a
sus grandes logros y a los premios y honores que recibió (en vida), Sofya tenía
un salario muy inferior al de sus colegas hombres que desempeñaban las mismas
funciones. Su vida
la hizo convertirse en una promotora de los derechos de las
mujeres y la llevó a expresar su rechazo al orden social y político
que reinaba en la Rusia de su
tiempo. Para muchos fue una revolucionaria, una progresista. Y es que
"en la Rusia
zarista a lo más que podían aspirar era a matricularse en una especie de curso
superior para mujeres, en los que primaba la enseñanza literaria en
detrimento de la científica", cuenta Méndez Pérez. Para
Koblitz, Sofya es una inspiración que supera las fronteras de la ciencia y la
literatura, pues también fue escritora. "Fue
una pionera (…) Fue realmente cool.
La tragedia es que ella probablemente estaría impactada y decepcionada al ver
cuánta discriminación de género todavía hay en el mundo", reflexiona la
profesora. Ella fue
sin duda la primera mujer que tuvo una carrera universitaria profesional como
la entendemos hoy Michele
Audin, autora Tras un
viaje a Italia, Sofya regresó a Estocolmo y en el trayecto contrajo un catarro
que terminó en neumonía. Murió el
18 de febrero de 1891. Tenía 41 años. Michele
Audin resumió magistralmente su legado en el libro "Remembering Sofya Kovalevskaya" ("Recordando a Sofya
Kovalevskaya"): "Ella
fue sin duda la primera mujer que tuvo una carrera universitaria profesional
como la entendemos hoy: probó teoremas originales que le otorgaron el título de
doctora, impartió cursos, se preocupó por la
política, creyó en las responsabilidades de los científicos,
viajó, demostró más teoremas, participó (sin mucho entusiasmo) en reuniones de
comité... ....tuvo
una hija, fue editora de una revista internacional (Acta Matemática), luchó por
los derechos de las mujeres, atendió y contribuyó a reuniones científicas,
estuvo lista para ser promovida, escribió informes y cartas de recomendación,
viajó para reunirse con colegas de otras universidades".
2.
Sofía Kovalevskaya: la mujer que empapeló su habitación con teoremas 13 octubre 2016A los once años de edad, Sofía (a veces llamada Sonja) Kovalevskaya
empapeló las paredes de su habitación con las hojas de
unas notas sobre cálculo diferencial e integral del
matemático ruso Mikhail Ostrogradski,
notas que provenían de los años de universidad de su padre. Así fue
como Sofia se familiarizó con el cálculo. La afición le venía de su tío Pyotr Krukovsky,
que le enseñó las primeras nociones hasta que por sí misma desarrolló
una atracción tal por las matemáticas que las describió como “una misteriosa ciencia que abre a sus iniciados un nuevo mundo de maravillas, inaccesible a los mortales comunes”.Sofía,
nacida el 15 de enero de 1850 en San Petersburgo, de una familia noble,
fue educada en su casa con tutores que su padre contrataba, tratando de
sortear el impedimento para que las mujeres pudieran estudiar matemáticas. Estas dificultades la llevaron a casarse a los dieciocho años con un joven paleontólogo, Vladimir Kovalevski,
y así poder entrar en la universidad. Este matrimonio de conveniencia
(su hermana mayor Anna hizo lo mismo) le causaría muchísima tristeza y
tensiones durante los quince años que duró, hasta el suicidio de
Vladimir. Pero era la única manera con la que podía independizarse y
seguir sus estudios universitarios.
Sofía se traslada primero a Heilderberg en 1869, y al terminar allí
sus estudios en 1871, a Berlín; en ambos lugares despierta la admiración
de sus profesores por su increíble talento. En Berlín comienza su tesis doctoral con Karl Weierstrass, aunque no se la permite tomar clases y es Weierstrass mismo quien le enseña en privado.
En 1874 Kovalevskaya defiende su tesis doctoral por la Universidad de Gotinga,
aunque sigue sin poder ser profesora. Vuelve a Rusia y se le ofrece
únicamente un puesto para la enseñanza secundaria, que rechaza con
amargura e ironía diciendo que “nunca se le dio bien la tabla de multiplicar”.
Sobrevive escribiendo críticas de teatro y artículos de ciencia para un
periódico de San Petersburgo, ya que Vladimir era incapaz de obtener un
puesto académico por aquel entonces.
En 1878 tiene una hija y dos años después vuelve a las matemáticas.
En la primavera de 1883, su marido Vladimir se suicida. El matemático
sueco Gösta Mittag-Leffler, a quien Sofía conocía de su
época de estudios con Weierstrass, le ofrece un puesto en Estocolmo,
donde en 1884 se convierte en la primera mujer catedrática en ciencias en la Europa del Norte.
Poco después, la Academia Imperial de Ciencias Rusa la nombra
académica, aunque siguen sin permitirle ser profesora en Rusia. El 10 de
febrero de 1891, en la cúspide de su prestigio internacional, muere de
gripe.
Sofía fue siempre una mujer preocupada por su tiempo. Al poco de
comenzar sus estudios en Heilderberg, había viajado a Londres con su
marido, y allí conoció a Charles Darwin y a Thomas Huxley, de quien Vladimir era colega; también conoció a George Eliot y a Herbert Spencer, con quien, con solo diecinueve años, inició un debate sobre la capacidad de abstracción de la mujer.
La peonza de Kovalevskaya
George Eliot, en Middlemarch, hace una referencia a
las complicaciones del movimiento de revolución de un sólido irregular,
tema del trabajo de Sofía, creadora del llamado trompo o peonza de Kovalevskaya. Sofía explota un nuevo tipo de simetrías y resuelve un problema que había planteado Leonhard Euler acerca de la rotación de un cuerpo sólido en torno a un punto. Partidaria del socialismo utópico, viajó en 1871 a París participando
en la Comuna. En Estocolmo, se hizo amiga de la hermana de
Mittag-Leffler, la escritora y actriz Anne Charlotte Edgren-Leffler,
llegando incluso a generarse rumores de una relación sentimental entre
ambas.
Las aportaciones
matemáticas de Sofía, aparte de su trabajo sobre las
rotaciones de los cuerpos rígidos (que le valió el Premio Bordin en 1886), se centró en las ecuaciones en derivadas parciales, donde demostró lo que hoy se conoce como Teorema de Cauchy-Kovalevskaya. Sofía Kovalevskaya dejó también una novela, “La chica nihilista”,
con una gran componente autobiográfica. Digamos para terminar que fue
una gran matemática y contribuyó mucho a que se reconociera el derecho
de las mujeres a seguir carreras universitarias. https://www.bbvaopenmind.com/ciencia/matematicas/sofia-kovalevskaya-la-mujer-que-empapelo-su-habitacion-con-teoremas/
3.
Sofía Kovalevskaya, la primera matemática profesional
La
investigadora rusa, fallecida el 10 de febrero de 1891, también
escribió varias novelas y participó en el movimiento nihilista 11 feb 2019 En 1874, la Universidad de Gotinga (Alemania) otorgó el
título de doctora a Sofía Kovalevskaya. Tenía 24 años. Su tesis se
componía de tres partes, cada una de las cuales habría bastado para
defender una tesis “ordinaria” (es decir, la tesis de un hombre). Una de
ellas trataba sobre la forma de los anillos de Saturno. La más
importante, aquella que había realmente impresionado a su profesor,
enunciaba y demostraba una importante propiedad general sobre las
soluciones de una ecuación en derivadas parciales: el teorema de Cauchy-Kovalesvskaya, como se conoce en la actualidad. Aunque
leyó la tesis en Gotinga, Kovalevskaya había estudiado en Heidelberg y
sobre todo en Berlín, donde la universidad era tan reaccionaria que no
permitía a las mujeres tan siquiera poner los pies en sus edificios. Su
profesor, Karl Weierstrass,
uno de los fundadores del análisis matemático moderno, debía repetirle
en su propia casa las clases que daba en la universidad. Para
llegar tan lejos, Kovalevskaya había mostrado una gran determinación:
para abandonar su Rusia natal, donde las mujeres no podían cursar
estudios superiores, y estudiar matemáticas en Alemania había tenido que
buscar a un joven dispuesto a contraer con ella un matrimonio “blanco”.
Lo encontraría en Vladimir Kovalevski, un biólogo apasionado por los
fósiles y traductor de Darwin al ruso, con quien se casó a los 19 años.
Se trasladaron a Heidelberg en 1869. La hermana de Sofía también viajaba
con ellos – un marido bastaba entonces para cuidar de dos damas – pero
siguió rumbo a París para cumplir con su destino. Sofia y Vladmir la
visitaron en 1871 y vivieron durante unas semanas la Comuna de París, un
paréntesis “revolucionario” en sus estudios. Cuando ambos hubieron leído sus tesis volvieron a Rusia,
donde ninguno pudo encontrar un trabajo a la altura de su formación.
Vivieron varios años infelices, en los que abandonaron su actividad
científica, tuvieron una hija y perdieron mucho dinero. Entonces
Kovalevskaya decidió volver a las matemáticas y dejar a su marido.
Estaba en París cuando se enteró de su suicidio en Moscú. Hoy
nos cuesta entenderlo, pero fue precisamente su condición de viuda la
que hizo que sus colegas se preocuparan de ayudarla a encontrar un
trabajo. GöstaMittag-Leffler, matemático sueco, también antiguo alumno
de Weierstrass, consiguió que la recientemente creada universidad de
Estocolmo la contratara. Se trasladó a Suecia en 1883 y comenzó una
nueva vida: la de una matemática profesional, con clases, viajes y
congresos, reuniones de comisiones y de comités, y sobre todo, volcada a
la investigación. Llevaba tiempo dándole vueltas a un
problema de mecánica clásica: describir el movimiento de un sólido
fijado por un punto. Era una cuestión difícil, en la que no había habido
ningún avance desde las contribuciones de matemáticos tan prestigiosos
como Euler y Lagrange en el siglo dieciocho. Sin embargo, Kovalevskaya
tenía una brillante idea para resolverlo. Su trabajo, que hoy en día se
conoce como la “peonza de Kovalevskaya”, le valió un premio de la Academia de Ciencias de París, que recogió a finales de 1889. Kovalevskaya
gozó de un gran reconocimiento por parte de los matemáticos de su
tiempo: en Alemania, en Francia, en Suecia, pero también en Italia e
incluso, con retraso, en Rusia. Su teorema sobre las ecuaciones en
derivadas parciales sigue siendo uno de los resultados de base en esta
área de las matemáticas, y su peonza ha inspirado bellos trabajos de
geometría algebraica a finales del siglo veinte. Su herencia matemática
es importante pese a su no muy larga vida. En efecto,
como una auténtica heroína del siglo diecinueve, murió de neumonía a los
41 años. Tenía aún muchas ideas, y no solo matemáticas, también
literarias; años antes había escrito unas y la novela Memorias de juventud Una nihilista.
Se dice que sus últimas palabras, el 10 de febrero de 1891, fueron
“Demasiada felicidad”. La escritora canadiense Alice Munro las convirtió
en el título del hermoso cuento que le dedicó. https://elpais.com/elpais/2019/02/11/ciencia/1549900143_078413.html
4.
Sofia Kovalevskaya o el camino poético de la matemática “Es imposible ser matemático sin tener alma de poeta […]
El poeta debe ser capaz de ver lo que los demás no ven,
debe ver más profundamente que otras personas.
Y el matemático debe hacer lo mismo.
S. KOVALEVSKAYA
La fascinante personalidad de Sofía Kovalevski, delineada por su
afición a la literatura y las matemáticas, muestra que así como no hay
oposición entre el poeta y el matemático, tampoco la hay entre la matemática y
la mujer. Sofía plantea que lo que hermana al poeta y al matemático es su
capacidad para profundizar en la realidad y advertir lo que otros no ven, y
para ello hace falta el poder creador que se logra a través del esfuerzo, la
perseverancia y la imaginación. Y es precisamente por tales características que
el espíritu libre de Sofía urbanizará, con su trayectoria vital e intelectual,
la vía femenina de la matemática del siglo XIX en su versión académica y
profesional, lo que hace posible afirmar que, tal como reza el título del libro
de Susana Mataix, Matemática es nombre de mujer, ambos términos remiten
perfectamente a su género sin contradicción alguna. La nota femenina en la
matemática encuentra en esta mujer rusa una digna embajadora que dedicó su
efímera pero productiva existencia a incursionar en un espacio donde fuese
posible ser matemática y poeta no obstante ser mujer. Y su búsqueda –como
sabemos hoy– la llevó a encontrar un lugar propio en esos dos mundos. Sofía
decidió escribir su vida y su trayectoria intelectual con letras y números,
dejando así su nombre tallado en la historia de un modo perdurable. Pero siendo
que la historia suele ocultar o cuando menos opacar a sus figuras femeninas, es
preciso obligarnos a recordar quién fue y qué hizo Sofía Kovalevski.
Sofía Vassilievna Korvin-Krokovskaya (su nombre se translitera como Sophie,
Sonya, Sonja o Sonia, cuyo apellido Kovalevskaya, con que después será
conocida, significa la “mujer de Kovalevski”) nació el 15 de enero de 1850 en
Moscú, en el seno de una familia perteneciente a la nobleza rusa, y murió el 10
de febrero de 1891 en Estocolmo. Su padre, Vasili Korvin-Krukovsky, era militar
y llegó a ser general al servicio del zar nicolás I; su madre, Elizaveta
Shubert, miembro de la alta burguesía, era hija del astrónomo de origen alemán
Fiodor Fiodorovitch Schubert. El hecho fortuito de haber nacido en semejante
familia la favoreció en muchos aspectos; sobre todo porque tuvo una educación
esmerada que desde su más tierna infancia le permitió determinar claramente sus
aficiones e intereses y descubrir la vocación que daría sentido a su vida.
Las mujeres de entonces veían su destino concretado a una vida mediocre y
rutinaria y al papel de esposa y madre, pero no fue éste el suyo. Y no lo fue
porque Sofía descubrió muy pronto que el universo que deseaba habitar era el
del conocimiento, un mundo hecho de letras y de números en que no tenían cabida
alguna convencionalismos ni cortapisas; por eso supo también desde pequeña que
debía ir a contracorriente y luchar por construirse ese espacio. Y justamente a
eso dedicó su vida entera.
Sofía, luchadora recalcitrante, rebelde y ajena a la pauta que dictaba su
época, demostró también tempranamente que la libertad de espíritu nada tenía
que ver con su condición de mujer y, por ende, que debía hacerlo prevalecer a
cualquier precio. Y si éste era el de ser considerada una “monstruosidad” o una
“anomalía de la naturaleza” –como muchos años después dijera de ella August
Strindberg–, poco o nada habría de importarle si en cambio alcanzaba su meta.
Sofía, que en el nombre llevaba su sino (“sabiduría”), se aprestó a librar su
guerra, y podemos decir que venció con las mejores armas: las del intelecto y
la imaginación. Tal vez sea por ello que Walter Gratzer no vacila en
presentarla del modo siguiente: “Fue una matemática de gran talento. Su nombre
aparece en los libros de texto actuales y en el teorema de Cauchy-Kovalevsky de
las ecuaciones diferenciales, y también hizo notables contribuciones a la
mecánica y la física, especialmente a la teoría de la propagación de la luz en
sólidos cristalinos. Su vida es materia de una novela romántica”.
Y quizás esta novela de su vida la constituyan dos circunstancias que
diferenciaron su crianza de la de la mayoría de las mujeres de su época y
condición, como lo ha señalado Ann Hibnerkoblitz: el hecho familiar inicial que
determinó su formación científica, y la atmósfera sociopolítica que hace
respirar a Sofía los aires de un tiempo nuevo que, centrado en la filosofía
nihilista, habría de llevarla por el camino de la lucha y la reivindicación de
los derechos femeninos. Ambas circunstancias han de marcar la trayectoria
existencial e intelectual de esta mujer rusa del siglo XIX, que hoy puede
representar el papel de heroína de una novela cuya trama instaura con su tejido
histórico la realidad última de una mujer que supo vivir y pensar bajo su
propio riesgo, convirtiendo así la ficción en realidad. Sofía se muestra ante
nosotros como la romántica protagonista de la novela de su propia vida, que
termina también romántica y hasta paradójicamente de manera absurda, pues
cuando finalmente empezaba a disfrutar los merecidos frutos de su esfuerzo, la
muerte canceló sus senderos y la obligó al silencio. Pero habrá que decir que
la muerte no acabó con su obra, y que en el colmo de la paradoja fue justamente
ella, la muerte, la que descorrió los velos que la encubrían y terminó por
lanzarla al reconocimiento y a la fama: “La noticia de su muerte conmovió a
todo el mundo. Matemáticos, artistas e intelectuales de toda Europa enviaron
telegramas y flores. En todos los periódicos y revistas aparecieron artículos
alabando a esta mujer excepcional”.
Ahora bien, digamos que reconocimiento y fama le vienen a Sofía de muchos
asaltos que, ganados con denuedo, pronto se convirtieron en cruentas batallas
que terminarían por configurar una sola guerra: la del derecho de ser una mujer
ocupada en tareas intelectuales –literarias y científicas– en un mundo que sólo
otorgaba semejante privilegio a los varones. Por ende, la vida de Sofía se
puede ver como la lucha por saber de una mujer rusa, como bien reza el título
de la obra de Xaro nomdedeu Moreno. Y en este sentido cabría referirse a ella
no sólo por lo que específicamente aportó al campo de la matemática, sino
también por su labor en el campo político y social, donde luchó por los
derechos de las mujeres desde una trinchera nihilista. En efecto, Sofía,
matemática y poeta, afincó sus ideas en las teorías nihilistas de la época, las
que “se oponían a todo lo que representaba la sociedad rusa tradicional,
cuestionando todas las formas de autoridad y considerando la destrucción del
viejo orden como la principal herramienta de cambio político. Frente al orden
patriarcal, [los nihilistas] creían en la igualdad de sexos; frente a la
religión cristiana, eran ateos y materialistas; frente a la familia
tradicional, reivindicaban las comunas y el amor libre; frente al orden social
establecido, creían en la evolución y el progreso rechazando todas las
convenciones e ideas preestablecidas. Y, por encima de todo, reivindicaban el
papel de la ciencia como fuerza liberadora en la construcción de una nueva
sociedad, desterrando la superstición, la ignorancia y los privilegios”.
Podemos decir, entonces, que la lucha de Sofía –personal y socialmente– se
centró en la reivindicación del papel de las mujeres en el mundo político e
intelectual, de lo que ella misma es el mejor ejemplo. Sofía Kovalevskaya fue
así una literata y matemática nihilista, abogada de derechos de la mujer en el
siglo XIX y “Princesa de la
Ciencia”, título con que pasó a la historia.
Y de entre toda su actividad, es esta última la que aquí nos interesa por el
momento, ya que la presencia de Sofía Kovalevski en las páginas de la historia
de la matemática no es de ningún modo ni azarosa ni gratuita. Los hechos
muestran que su obra merece ser consignada en ese recuento, pues no hay duda de
que –tal como ha sido aceptado por la mayoría de los estudiosos– “fue una gran
matemática: creativa, original e innovadora”. Y claro está que en la historia
contemporánea de las matemáticas su nombre ha de figurar como el de la primera
mujer que logró reconocimiento profesional y académico en esa rama del
conocimiento. Sofía fue la primera en adquirir un título de doctora en
matemáticas, la primera catedrática de matemáticas en una universidad europea,
la primera en obtener el Premio Bordin de Matemáticas y, por si fuera poco,
también la primera en ocupar un puesto de editora en una revista científica.
Con semejantes credenciales, tendríamos que hacer gala de mezquindad para
regatearle el sitio que le corresponde, pese a lo cual no falta quien así lo
haga. Por ello, en lo que sigue trataremos de hacer un retrato de Sofía para
mostrar cómo llegó esta rusa a cristalizar su quehacer científico. Y dado que
ello daría para un libro completo, nos limitaremos aquí a señalar algunos de
sus logros que, en síntesis, se refieren a las investigaciones centradas en el
análisis matemático, que han hecho que su nombre pase a la historia con el
teorema de Cauchy- Kovaleskaya. Por otro lado, cabe también señalar, para tener
una idea clara de la amplitud del horizonte científico de su trabajo, que
aquello por lo que fue conocida en toda Europa –su especialización, digamos–
fue la teoría de funciones abelianas, que su estudio sobre los anillos de
Saturno representa su aportación a la matemática aplicada, que su mayor éxito matemático
fue la investigación sobre la rotación de un sólido alrededor de un punto fijo
y que su labor última aborda una simplificación de uno de los teoremas de
Bruns.
Preguntémonos primeramente cómo fue posible que Sofía fecundara de tal modo el
territorio de una ciencia que parece ser impenetrable a la mayoría de las
personas. Ya hemos adelantado que este camino lo inaugura a través de las
letras; en efecto, sabemos por la propia Sofía que desde pequeña, una vez
asomada al mundo del intelecto, se apasionó por la literatura y por las
ciencias. La niña rusa se internó así en el mundo de las letras y los números:
amaba la lectura, la poesía y el lenguaje de la matemática. Este amor por la
lectura le hacía sentir que tenía un alma de poeta, la que al correr de los
años la llevaría de la mano por los cauces de la creación literaria, aunque fue
ciertamente la matemática el objetivo vital que la guiaba: “Comencé a sentir
una atracción tan intensa por las matemáticas, que empecé a descuidar mis otros
estudios”; “no entendía el significado de los conceptos, pero actuaban sobre mi
imaginación, inspirándome un respeto por las matemáticas como una ciencia
excitante y misteriosa que abría las puertas a sus iniciados a un mundo
maravilloso, inaccesible al resto de los mortales”. Así pues, se dio a la tarea
de emprender por sí misma la aventura de desentrañar los misterios de la
ciencia de esos números que tanto la intrigaban, y parece ser que todo ello
comenzó durante las discusiones que tenía con su tío Piotr Vasilievch Krukovsky,
un apasionado de las matemáticas, quien le explicaba la cuadratura del círculo
o la resolución de ecuaciones.
Pero junto a ello está también la famosa anécdota del papel tapiz que cubría la
pared de su cuarto, pues fue al contemplarlo cómo la niña adquirió conciencia
clara de su verdadera vocación. De ambos hechos da cuenta Sofía en la extensa
cita que sigue:
Más que nada, [mi tío] amaba comunicar las cosas que había logrado
leer y aprender en el curso de su larga vida. Fue durante tales conversaciones
cuando tuve ocasión de oír por primera vez ciertos conceptos matemáticos que me
causaron una fuerte impresión. Mi tío hablaba de la “cuadratura del circulo”,
de la asíntota –esa línea recta a la que una curva se aproxima constantemente
sin alcanzarla nunca– y de otras muchas cosas que eran completamente
ininteligibles para mí y que, pese a todo, parecían misteriosas y profundamente
atractivas al mismo tiempo. Y a todo esto, reforzando aún más el impacto que me
produjeron estos términos matemáticos, el destino añadió otro suceso
completamente accidental. Antes de nuestro traslado al campo desde Kaluga, toda
la casa fue repintada y empapelada. El papel de pared había sido encargado a
Petersburgo, pero no se había calculado muy bien la cantidad necesaria y por
ello faltaba papel para una habitación. Al principio se intentó encargar más
papel […], pero con la laxitud campesina y la característica inercia rusa todo
quedó pospuesto indefinidamente, como suele suceder en tales situaciones.
Mientras tanto pasaba el tiempo, y aunque todos estaban intentando, decidiendo
y disponiendo, la redecoración del resto de la casa se concluyó. Finalmente se
decidió que sencillamente no valía la pena molestarse en enviar un mensajero
especial a la capital, a quinientas verstas de distancia, para un simple rollo
de papel de pared. Considerando que todas las demás habitaciones estaban
arregladas, la de los niños podría decorarse muy bien sin papel especial. Se
podría pegar simplemente papel normal en las paredes, teniendo en cuenta en
especial que nuestro desván de Polibino estaba lleno de montones de periódicos
viejos acumulados durante muchos años y que permanecían allí en total desuso.
Dio la feliz casualidad de que allí en el ático, en el mismo montón que los
viejos periódicos y otras basuras, estaban almacenadas las notas de clase
litografiadas del curso impartido por el académico Ostrogradsky sobre cálculo
diferencial e integral al que mi padre había asistido cuando era un oficial muy
joven del ejército. Y fueron estas hojas las que se utilizaron para empapelar
las paredes de mi habitación infantil.
Yo tenía entonces unos once años. Cuando miré un día las paredes, advertí que
en ellas se mostraban algunas cosas que yo ya había oído mencionar a mi tío.
Puesto que en cualquier caso yo estaba completamente electrizada por las cosas
que él me contaba, empecé a examinar las paredes con mucha atención. Me
divertía examinar estas hojas, amarillentas por el tiempo, todas moteadas con
una especie de jeroglíficos cuyos significado se me escapaba por completo, pero
que –esa sensación tenía– debían significar algo muy sabio e interesante. Y
permanecía frente a la pared durante horas, leyendo y releyendo lo que estaba
allí escrito. Tengo que admitir que entonces no podía dar ningún sentido a nada
de ello y, pese a todo, algo parecía empujarme hacia esta ocupación. Como
resultado de mi continuo examen aprendí de memoria mucho de lo escrito, y
algunas de las fórmulas, en su forma puramente externa, permanecieron en mi
memoria y dejaron una huella profunda. Recuerdo en particular que en la hoja de
papel que casualmente estaba en el lugar más destacado de la pared había una
explicación de los conceptos de cantidades infinitamente pequeñas y de límite.
La profundidad de esa impresión quedó en evidencia varios años más tarde,
cuando yo estaba tomando lecciones del profesor A. n. Strannolyubsky en
Petersburgo. Cuando él explicaba esos mismos conceptos se quedaba sorprendido
de la velocidad con la que yo los asimilaba y decía: “Tú los has entendido como
si los supieses de antemano”. Y, de hecho, desde un punto de vista formal,
buena parte de este material había sido familiar para mí desde hacía mucho
tiempo.
Por consiguiente, en parte por la influencia del tío y en parte por el papel de
pared, resultó que Sofía ya no pudo pensar en otra cosa que en estudiar la
ciencia misteriosa de la matemática. Pero el padre no gustaba de tales
aficiones pues pensaba, con la mentalidad que regía la época, que las mujeres
no debían dedicarse a menesteres intelectuales, así que decidió poner fin a las
extravagantes aspiraciones de la hija y suspender sus clases, cosa que no
sirvió de nada porque Sofía se empeñó en lo suyo y encontró el modo de burlar
la prohibición del padre: “Puesto que yo estaba todo el día bajo la vigilancia
estricta de mi institutriz, me vi obligada a practicar alguna astucia sobre
esta materia. Al acostarme solía poner el libro [el Curso de Álgebra de
Bourdon, que ella había conseguido a través de su tutor] bajo mi almohada, y
luego, cuando todos estaban durmiendo [con el ogro de una institutriz inglesa
al otro lado de una cortina en la misma habitación] leía por la noche bajo la
tenue luz de la lámpara o la linterna”. A ello habría que añadir otro suceso:
el profesor Tyrtov presentó a la familia un libro de física que había escrito,
texto que por supuesto Sofía leyó y en el que se encontró con las funciones
trigonométricas, las que no entendía. Preguntó a su autor sobre ellas y éste se
dedicó a explicárselas; sorprendido de la facilidad que la chica tenía para
comprender todo aquello, aconsejó al padre que permitiera a su hija estudiar
matemáticas. Sofía relata este episodio del modo siguiente: “Pero cuando le
conté los medios que había utilizado para explicar las fórmulas
trigonométricas, él cambió su tono por completo. Fue directamente a mi padre
argumentando acaloradamente la necesidad de proporcionarme la instrucción más
seria, e incluso comparándome con Pascal”. Podemos asumir la sorpresa del
maestro ante la inteligencia de la alumna; la comparación con Pascal no podía
ser más clara y, sin embargo, el padre no quiso dar su brazo a torcer. Pero la
convicción de Sofía fue más fuerte que cualquier obstáculo y decidió que habría
de estudiar matemáticas a cualquier costo, y no como mera aficionada, sino
profesionalmente, de modo que decidió ir a la universidad.
Los obstáculos serían aquí más grandes todavía, puesto que, aparte de la
negativa familiar, tendría que luchar contra todos los convencionalismos
sociales de la época. En efecto, los estudios universitarios no estaban
permitidos a las mujeres, de modo que la primera batalla que Sofía debía
emprender era la de conseguir ser aceptada como estudiante en una de ellas. He
aquí por qué la joven Sofía comulgó de inmediato con los ideales de los nihilistas
rusos y se involucró activamente en su movimiento. Para ella, la promulgación
de la importancia de la educación y la defensa y emancipación de las mujeres
coincidía perfectamente con las ideas con que quería amueblar su propia
existencia: romántica y avispada, esta rusa decimonónica se dio a la tarea de
convertir su sueño en realidad. Sus años de juventud fueron, pues, años de
rebelión nihilista que la llevaron a confrontar todos los valores de su tiempo,
y en esta lucha ayudó a pavimentar el camino del feminismo ruso.
Así que nuestra futura matemática convino en celebrar un “matrimonio ficticio”
que lograra romper las cadenas familiares y sociales y lanzarse fuera de Rusia
en busca de la universidad que diera cabida a su inquietud científica. Un “matrimonio
blanco” consistía en encontrar a un hombre que accediera en casarse con una
mujer, aunque sin consumar el matrimonio. La idea era simple: se pasaba de la
potestad del padre a la del marido para que éste le concediera el poder de ser
libre y ocuparse de su propia vida. En el caso de muchas otras jóvenes rusas de
ese siglo, como en el de la propia Sofía, ese poder de elección así obtenido
fue empleado para dedicarse libremente a los estudios, y las universidades
europeas se vieron entonces rodeadas por mujeres eslavas que exigían ser
educadas en ellas. Pues bien, si el camino de la libertad había que empezarlo a
andar a través de un matrimonio de conveniencia –habrá pensado Sofía–, tendría
entonces que casarse, y así lo hizo. A los 18 años se casó con Vladimir
Kova-levski.y y pudo entonces abandonar Rusia y empezar así un intenso
recorrido intelectual que atraviesa el horizonte científico y social del siglo
XIX.
Una vez casada, se instaló con su marido en Heidelberg, donde se le permitió
asistir a la universidad como oyente, y después, en Berlín, tuvo oportunidad de
estudiar con Karl Weierstrass (1815-1987), catedrático de matemáticas en dicha
institución, quien no obstante ser también uno de los que se oponían a que las
mujeres ingresaran a las aulas universitarias, después de su experiencia con
Sofía se convirtió en su mayor protector y defensor. Y no era poca cosa que
Weierstrass, reconocido en su tiempo como el padre del análisis matemático,
fuese justamente quien, descubierto el genio matemático de su alumna, se diese
a la tarea de promoverla de tal modo que logró que finalmente le fuese otorgado
a Sofía un título académico. Así, aunque el maestro no logró que Sofía fuera
aceptada formalmente como estudiante en la Universidad de Berlín,
accedió a ser su profesor de matemáticas, de manera que Sofía recibió la
enseñanza del mejor matemático de la época, quien además la incluyó en su
círculo y la apoyó en sus investigaciones. En el año de 1874 decidió que su
alumna estaba lista para obtener un doctorado, pero viendo que Berlín no era el
sitio propicio para ello, la recomendó a un ex alumno que se encontraba en la Universidad de Gotinga
para que, en ausencia y tras la sola presentación de sus trabajos, se le
concediera el grado. Haciendo peripecias aquí y allá, logró finalmente que una
de sus investigaciones –la disertación sobre la teoría de ecuaciones en
derivadas parciales– fuese aceptada como trabajo de tesis. Sofía obtuvo así su
doctorado en matemáticas summa cum laude, tenía 23 años y fue el primer doctorado
en matemáticas que se concedía a una mujer en la historia.
Hay que hacer notar que este triunfo de Sofía marcó un hito fundamental en su
carrera, y también constituye una de las páginas más memorables de la historia
de la matemática puesto que, para alcanzar semejante reconocimiento, no
escribió una tesis sino tres, cada una de las cuales tenía el carácter de
disertación; las dos primeras versaban sobre temas de matemáticas (Sobre la
teoría de ecuaciones en derivadas parciales y Sobre la reducción de una
determinada clase de integrales abelianas de tercer orden a las integrales
elípticas) y la tercera sobre astronomía (Suplementos y observaciones a las
investigaciones de Laplace sobre la forma de los anillos de Saturno). Según
dijo Charles Hermite en 1889, uno de tales artículos “es considerado como el
primer resultado significativo de la teoría general de las ecuaciones
diferenciales parciales”. En otro de estos trabajos “hizo una generalización
del trabajo del francés Augustin Cauchi, que ahora se conoce como teorema de
Cauchy-Kovalevski, elemento básico en ecuaciones con derivadas parciales”. Y se
ha dicho que “sus artículos publicados en 1884 recibieron elogios incluso de
Henri Poincaré”.
A pesar de estos logros, sobreviene después un vacío en su vida profesional,
cuando regresa a su país y pretende dar clases en la universidad sin
conseguirlo. no es sencillo ahí obtener un puesto y trabajar profesionalmente;
pero además sucederá que, consumado el matrimonio con Vladimir, en 1878 nacerá
su hija y nuestra matemática, abandonando de momento su vocación, se dedicará a
su familia. En esta época escribe algunos relatos de ficción, teatro y
artículos de divulgación científica y crea un salón literario, pero nuevas
circunstancias la devolverán a sus trabajos matemáticos: su marido se suicida y
ella reinicia su relación con los antiguos colegas, lo que finalmente la pondrá
en el camino de lograr un puesto en la universidad.
Sucede que en 1885 es designada catedrática en la Universidad de
Estocolmo gracias a las diligencias de Gosta Mittag-Leffler (1846-1927), alumno
también de su antiguo profesor Weierstrass, lo que la convierte en la primera
profesora universitaria en toda Europa. «El puesto docente que se le ofrecía no
era oficialmente remunerado; le pagaban sus alumnos a través de una suscripción
popular. Aun así, su llegada fue un acontecimiento que apareció en la prensa.
Un periódico le dio la bienvenida llamándola “Princesa de la Ciencia”, a lo que ella
replicó: “¡Una princesa! ¡Si tan solo me asignaran un salario!”». Durante el
curso siguiente fue oficialmente nombrada profesora por un periodo de cinco
años, y en 1889 fue nombrada, al fin, profesora vitalicia. Sofía había mostrado
su competencia y abría así las puertas de la enseñanza a otras mujeres.
Más logros la esperaban. En 1888 es premiada por la Academia de Ciencias de
París con el Premio Bordin de Matemáticas por su trabajo intitulado Problemas
de rotación de un cuerpo sólido sobre un punto fijo, problema ante el que
habían fracasado los más notables matemáticos y en el cual ella logra resolver
las famosas ecuaciones de Euler. Éste fue el reconocimiento científico de más
nombradía que se le podía conceder por sus investigaciones, y Sofía fue la
primera mujer en recibirlo. Lo mismo cabe decir del reconocimiento que la Academia Rusa de las
Ciencias le otorga el 2 de diciembre de 1889 al nombrarla miembro de dicha
institución, y sería también la primera mujer en merecer tal distinción. A lo
largo de esa extraordinaria ruta fue amiga y colega de los más grandes
matemáticos de la época, como Weierstrass, Poincaré, Chevichev, Hermie, Picard
o Mittag-Leffler, así como de científicos como Charles Darwin y Thomas Huxley,
la novelista George Elliot, el dramaturgo Heinrich Ibsen, los químicos Dimitri
Mendeleyev y Alfred nobel, el explorador, científico y diplomático noruego
Fridtjof nansen, el naturalista, filósofo, psicólogo y sociólogo británico
Herbert Spencer y muchos otros personajes. La relación con ellos da cuenta de
la relevancia que Sofía adquirió en los círculos intelectuales de la época.
Desgraciadamente poco pudo disfrutar Sofía de semejantes triunfos. El 10 de
febrero de 1891 muere de neumonía en Estocolmo. Sofía tenía entonces 41 años y,
según se dice, sus últimas palabras fueron: “Demasiada felicidad”. Y
ciertamente no podemos sino creer que la tuvo, puesto que Sofía había logrado
convertir su sueño en realidad. Romántica y poéticamente, esta rusa del siglo
XIX transitó por todos los itinerarios que hasta entonces habían sido un
privilegio masculino y escribió con letras y números el sentido de su propia
existencia, mostrando que la fuerza y la libertad del espíritu se delinean
también a través de una figura femenina capaz de dejar impreso en las páginas
de la historia de la matemática un nombre de mujer: Sofía Kovalevskaya.