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Édouard Shuré
Tercera parte y final de:
Los Grandes Iniciados
1889
LIBRO III
HERMES
LOS MISTERIOS DE EGIPTO
¡Oh, alma ciega! ármate con la antorcha de los Misterios, y en la noche terrestre descubrirás tu Doble luminoso, tu alma celeste. Sigue a ese divino guía, y que
él sea tu Genio. Porque él tiene la clave de tus existencias pasadas y futuras. Llamada a los iniciados, (del Libro de los Muertos). Escuchad en vosotros mismos y mirad en el Infinito del Espacio y del Tiempo. Allí se oye el canto de los Astros, la voz de los Números, la armonía de las Esferas. Cada sol es un pensamiento de Dios y cada planeta un modo de este pensamiento. Para conocer el pensamiento divino, ¡Oh, almas!, es para lo que bajáis y subís
penosamente el camino de los siete planetas y de sus siete cielos. ¿Qué hacen los astros? ¿Qué dicen los números? ¿Qué ruedan las Esferas? ¡Oh, almas perdidas o salvadas!: ¡ellos dicen, ellos cantan, ellas ruedan, vuestros destinos! Fragmento (de Hermes).
HERMES
La raza negra que sucedió a la raza roja austral en la dominación del mundo, hizo del alto Egipto su principal santuario. El nombre de Hermes Toth, ese misterioso y primer iniciador del Egipto en las doctrinas sagradas, se relaciona sin duda con una primera y pacífica mezcla de la raza blanca y de la raza negra en las regiones de la Etiopía y del alto Egipto, largo tiempo antes de la época aria. Hermes es un nombre genérico como Manú y Buddha pues designa a la vez a un hombre, a una casta y a un Dios. Como hombre, Hermes es el primero, el gran iniciador del Egipto; como casta, es el sacerdocio depositario de las tradiciones ocultas; como Dios, es el planeta Mercurio, asimilado con su esfera a una categoría de espíritus, de iniciadores divinos; en una palabra: Hermes preside a la región supraterrena de la iniciación celeste. En la economía espiritual del mundo, todas esas cosas están ligadas por secretas afinidades como por un hilo invisible. El nombre de Hermes es un talismán que las resume, un sonido mágico que las evoca. De ahí su prestigio. Los griegos, discípulos de los egipcios, le llamaron Hermes Trismegisto o tres veces grande, porque era considerado como rey, legislador y sacerdote. Él caracteriza a una época en que el
sacerdocio, la magistratura y la monarquía se encontraban reunidos en un solo cuerpo gobernante. La cronología egipcia de Manetón llama a esa época el reino de los dioses. No había entonces ni papiros ni escritura fonética, pero la ideografía existía ya: la ciencia del sacerdocio estaba inscrita en jeroglíficos sobre las columnas y los muros de las criptas.
Considerablemente aumentada, pasó más tarde a las bibliotecas de los templos. Los egipcios atribuían a Hermes cuarenta y dos libros sobre la ciencia oculta. El libro griego conocido por el nombre de Hermes Trismegisto encierra ciertamente restos alterados, pero infinitamente preciosos, de la antigua teogonía, que es como el fíat lux de donde Moisés y Orfeo recibieron sus primeros rayos. La doctrina del Fuego Principio y del Verbo Luz, encerrada en la Visión de Hermes, será como la cúspide y el centro de la iniciación egipcia. Trataremos ahora de encontrar esta visión de los maestros, en rosa mística que se abre en la noche del santuario y en el arcano de
las grandes religiones. Ciertas palabras de Hermes, impregnadas de
sabiduría antigua, son propias para prepararnos a ello.
“Ninguno de nuestros pensamientos — dice a su discípulo Asklepios — puede concebir a Dios, ni lengua alguna puede definirle. Lo que es incorpóreo, invisible, sin forma, no puede ser percibido por nuestros sentidos; lo que es eterno, no puede ser medido por la corta regla del tiempo: Dios es, pues, inefable. Dios puede, es verdad, comunicar a algunos elegidos la facultad de elevarse sobre las cosas naturales para percibir alguna radiación de su perfección suprema; pero esos elegidos no encuentran palabra para traducir en lenguaje vulgar la Visión inmaterial que les ha hecho estremecer. Ellos pueden explicar a la humanidad las causas secundarias de las creaciones que pasan bajo sus ojos como imágenes de la vida universal, pero la causa primera queda velada y no llegaríamos a comprenderla más que atravesando la muerte”. Así hablaba Hermes del Dios desconocido, en el pórtico de las criptas. Los discípulos que penetraban con él en sus profundidades, aprendían a conocerle como ser viviente.
(La teología sabia, esotérica — dice M. Maspéro — es monoteísta desde los tiempos del antiguo Imperio. La afirmación de la unidad fundamental del ser divino, se lee expresada en términos formales y de una gran energía en los textos que se remontan a aquella época. Dios es el Uno único, el que existe por esencia, el solo que vive en substancia, el solo generador en el cielo y en la tierra que no haya sido engendrado. A la vez Padre, Madre e Hijo, él engendra, concibe y es perpetuamente; y esas tres personas, lejos de dividir la unidad de la naturaleza divina, concurren a su infinita perfección. Sus atributos son: la inmensidad, la eternidad, la independencia, la voluntad todopoderosa, la bondad sin límites. “Él crea sus propios miembros que son los dioses”, dicen los viejos textos. Cada uno de esos dioses secundarios, considerados como idénticos al Dios Uno, puede formar un tipo nuevo de donde emanan a su vez, y por el mismo procedimiento, otros tipos inferiores. — Histoire andenne des penpla de l’Orient).
El libro habla de su muerte como de la partida de un dios. “Hermes vio el conjunto de las cosas, y habiendo visto, comprendió, y habiendo comprendido, tenía el poder de manifestar y de revelar. Lo que pensó lo escribió; lo que escribió lo ocultó en gran parte, callándose con prudencia y hablando a la vez, a fin de que toda la duración del mundo por venir buscase esas cosas. Y así, habiendo ordenado a los dioses sus hermanos que le sirvieran de cortejo, subió a las estrellas”.
Se puede, en rigor, aislar la historia política de los pueblos,
mas no así su historia religiosa. Las religiones de la Asiria,
Egipto, Judea y Grecia no se comprenden más que cuando se vislumbra su punto de unión con la antigua religión indoaria. Tomadas aparte, son otros tantos enigmas y charadas; vistas en conjunto y desde arriba, con una soberbia evolución donde se domina y se explica recíprocamente. En una palabra, la historia de una religión será siempre estrecha, supersticiosa y falsa; sólo hay verdad en la historia religiosa de la humanidad. Desde tal altura no se sienten más que las corrientes que dan la vuelta al globo. El pueblo egipcio, el más independiente y el más cerrado de todos a las influencias exteriores, no pudo substraerse a esta ley universal. Cinco mil años antes de nuestra era, la luz de Rama, encendida en el Irán, irradió sobre el Egipto y vino a ser la ley de Ammón-Rá, el dios solar de Thebas. Esa constitución le permitió desafiar tantas revoluciones. Menes fue el primer rey de justicia, el primer faraón ejecutor de aquella ley. Él se guardó bien de arrebatar al Egipto su antigua teología, que era la suya también, y no hizo más que confirmarla y ensancharla, añadiéndole una organización social nueva: el sacerdocio, es decir, la enseñanza, en un primer consejo; la justicia en otro; el gobierno en los dos; la monarquía concebida como delegada y sometida a su
fiscalización; la independencia relativa de los nomos o municipalidades, como base de la sociedad. Es lo que podemos llamar el gobierno de los iniciados. Tenía por clave de bóveda una síntesis de las ciencias conocidas bajo el nombre de Osiris (O-Sir-Is), el señor intelectual. La gran pirámide es un símbolo y su gnomon matemático. El faraón que recibía su nombre de iniciación en el templo, que ejercía el arte sacerdotal y real sobre el trono, era, pues, un personaje bien distinto del déspota asirio, cuyo poder arbitrario estaba cimentado sobre el crimen y la sangre. El faraón era el iniciado coronado, o por lo menos, el discípulo y el instrumento de los iniciados. Durante siglos, los faraones defenderán, contra el Asia despótica y contra la Europa anárquica, la ley del Morueco, que representaba entonces los derechos de la justicia y del arbitraje internacional según enseñara Rama con su ejemplo.
Hacia el año 2200 antes de Jesucristo, el Egipto sufrió la crisis más temible por que un pueblo puede atravesar: la de la invasión extranjera y de una semiconquista. La invasión fenicia era en sí misma la consecuencia del gran cisma religioso en Asia, que había sublevado a las masas populares, sembrado la discordia en los templos. Conducida por los reyes pastores llamados Hicsos, esa invasión lanzó un diluvio sobre el Delta y el Egipto medio. Los reyes cismáticos traían consigo una
civilización corrompida, la malicia jónica, el lujo del
Asia, las costumbres del harén, una idolatría grosera. La existencia nacional del Egipto estaba comprometida, su intelectualidad en peligro, su misión universal amenazada. Pero llevaba en sí un alma de vida, es decir, un cuerpo orgánico de iniciados, depositarios de la antigua ciencia de Hermes y de Am-món-Rá. ¿Qué hizo aquella alma?
Retirarse al fondo de sus santuarios, replegarse en sí misma para resistir mejor al enemigo. En apariencia, el sacerdocio se inclinó ante la invasión y reconoció a los usurpadores que llevaban la ley del Toro y el culto del buey Apis. Sin embargo, ocultos en los templos, los dos consejos guardaron allí, como un depósito sagrado, su ciencia, sus tradiciones, la antigua y pura religión, y con ella la esperanza de una restauración de la dinastía nacional. En esta época fue cuando los sacerdotes difundieron entre el pueblo la leyenda de Isis y de Osiris, del desmembramiento de este último y de su resurrección próxima por su hijo Horus, que volvería a encontrar sus miembros dispersos arrastrados por el Nilo. Se excitó la imaginación de la multitud por la pompa de las ceremonias públicas. Se sostuvo su amor a la vieja religión representándole las desgracias de la Diosa, sus lamentos por la pérdida de su esposo celeste, y la esperanza que ella tenía en su hijo Horus, el divino mediador. Pero al mismo tiempo, los iniciados juzgaron necesario hacer inatacable la verdad esotérica recubriéndola con un triple velo. A la difusión del culto popular de Isis y de Osiris corresponde la organización interior y sabia de los pequeños y de los grandes Misterios. Se les rodeó de barreras casi infranqueables, de peligros tremendos. Se inventaron las pruebas morales, se exigió el juramento del silencio, y la pena de muerte fue rigurosamente aplicada contra los iniciados que divulgaban el menor detalle de los Misterios. Gracias a esta organización severa, la iniciación egipcia llegó a ser, no solamente el refugio de la doctrina esotérica, sino también el crisol de una resurrección nacional y la escuela de las religiones futuras. Mientras los usurpadores coronados reinaban en Memphis, Thebas se preparaba lentamente para la regeneración del país. De su templo, de su arca solar,
salió el salvador del Egipto, Amos, que arrojó a los Hicsos del país después de nueve siglos de dominación, restauró la ciencia egipcia en sus derechos y la
religión viril de Osiris.
De este modo los Misterios salvaron el alma del Egipto de la tiranía extranjera, y esto para bien de la humanidad. Porque tal era entonces la fuerza de su disciplina, el poder de su iniciación, que encerraba en sí una mejor fuerza moral, su más alta selección intelectual. La iniciación antigua reposaba sobre una concepción del hombre a la vez más
sana y más elevada que la nuestra. Nosotros hemos disociado la
educación del cuerpo de la del alma y del espíritu. Nuestras ciencias físicas y naturales, muy avanzadas en sí mismas, hacen abstracción del principio del alma y de su difusión en el universo; nuestra religión no satisface las necesidades de la inteligencia, nuestra medicina no quiere saber nada ni del alma ni del espíritu. El hombre contemporáneo busca el placer sin la felicidad, la felicidad sin la ciencia, y la ciencia sin la sabiduría. La antigüedad no admitía que se pudiesen separar tales cosas. En todos los dominios, ella tenía en cuenta la triple naturaleza del hombre. La iniciación era un adiestramiento gradual de todo el ser humano hacia las cimas vertiginosas del espíritu, desde donde se puede dominar la vida. “Para alcanzar la maestría — decían los sabios de entonces — el hombre tiene necesidad de una refundición total de su ejercicio simultáneo de la voluntad, de la intuición y del razonamiento. Por su completa concordancia, el hombre puede desarrollar sus facultades hasta límites incalculables. El alma tiene sentidos dormidos: la iniciación los despierta. Por medio de un estudio profundo, una aplicación constante, el hombre puede ponerse en relación consciente con las fuerzas ocultas del universo. Por un esfuerzo prodigioso, puede alcanzar la perfección espiritual directa, abrirse las vías del más allá, y hacerse capaz de dirigirse a ellas. Entonces, solamente, puede decir que ha vencido al destino y conquistado su libertad divina. Entonces sólo, el iniciado puede llegar a ser iniciador, profeta y teurgo, es decir: vidente y creador de almas. Porque sólo el que se domina a sí mismo puede dirigir a los otros; sólo es libre el que puede libertarse, únicamente puede emancipar el que está emancipado.
Así pensaban los iniciados antiguos. Los más grandes de entre ellos vivían y obraban en consecuencia. La verdadera iniciación era una cosa bien distinta a un sueño nuevo, y mucho más que una simple enseñanza científica, era la creación de un alma por sí misma, su germinación sobre un plano superior, su floración en el mundo divino. Trasladémonos al tiempo de los Ramsés, a la época de Moisés y de Orfeo, hacia el año 1300 antes de nuestra era, y tratemos de penetrar en el corazón de la iniciación egipcia. Los monumentos figurados, los libros de Hermes, la tradición judía y griega, (IAMBAIXOT, περί
Μυστηρίων
λόγος), permiten hacer revivir sus fases ascendentes y formarnos una idea de su más alta revelación.
LA VISIÓN DE HERMES
(La visión de Hermes se encuentra al comienzo de los libros de Hermes Trismegisto bajo el nombre de Poimandres. La antigua tradición egipcia sólo nos ha llegado bajo una forma alejandrina ligeramente alterada. Yo he tratado de reconstituir ese fragmento capital de la doctrina hermética, en el sentido de la alta iniciación y de la síntesis esotérica que representa).
“Un día Hermes se quedó dormido después de reflexionar sobre el origen de las cosas. Una pesada torpeza se apoderó de su cuerpo; pero a medida que su cuerpo se embotaba, su espíritu subía por los espacios. Entonces le pareció que un ser inmenso, sin forma determinada, le llamaba por su nombre.
— ¿Quién eres? — dijo Hermes asustado.
— Soy Osiris, la inteligencia soberana, y puedo revelarte todas las cosas. ¿Qué deseas?
— Deseo contemplar la fuente de los seres, ¡Oh divino Osiris!, y conocer a Dios.
— Quedarás satisfecho.
En este momento Hermes se sintió inundado por una luz deliciosa. En sus ondas diáfanas pasaban las formas encantadoras de todos los seres. Pero de repente, espantosas tinieblas de forma sinuosa descendieron sobre él. Hermes quedó sumergido en un caos húmedo lleno de humo y de un lúgubre
zumbido. Entonces una voz se elevó del abismo. Era el grito de la luz. En seguida un fuego sutil salió de las húmedas profundidades y alcanzó las alturas etéreas. Hermes subió con él y se volvió a ver en los espacios. El caos sé despejaba en el abismo; coros de astros se esparcían sobre su cabeza, y la voz de la luz llenaba lo infinito.
— ¿Has comprendido lo que has visto? — dijo Osiris a Hermes encadenado en su sueño y suspendido entre tierra y cielo
— No — dijo Hermes —. Bueno: pues vas a saberlo. Acabas de ver lo que es desde toda la eternidad. La luz que has visto al principio, es la inteligencia divina que contiene todas las cosas en potencia y encierra los modelos de todos los seres. Las tinieblas en que has sido sumergido en
seguida, son el mundo material en que viven los hombres de la tierra;
el fuego que has visto brotar de las profundidades, es el Verbo divino. Dios es el Padre, el Verbo es el Hijo, su unión es la Vida.
— ¿Qué sentido maravilloso se ha abierto en mí? — dijo Hermes —. Ya no veo con los ojos del cuerpo, sino con los del espíritu. ¿Cómo ocurre eso?
— Hijo de la tierra — respondió Osiris — es porque el Verbo está en ti.
Lo que en ti oye, ve, obra, es el Verbo mismo, el fuego sagrado, la palabra creadora.
— Puesto que así es — dijo Hermes —, hazme ver la vida de los mundos, el camino de las almas, de dónde viene el hombre y adonde vuelve.
— Hágase todo según tu deseo.
Hermes se volvió más pesado que una piedra y cayó a través de los espacios como un aerolito. Por fin se vio en la cumbre de una montaña. Estaba oscura; la tierra era sombría y desnuda; sus miembros le parecían pesados como hierro.
— ¡Levanta los ojos y mira! — dijo la voz de Osiris.
Entonces, Hermes vio un espectáculo maravilloso. El espacio infinito, el cielo estrellado le envolvían en siete esferas luminosas. De una sola mirada, Hermes vio los siete cielos escalonados sobre su cabeza como siete globos transparentes y concéntricos, cuyo centro sideral él ocupaba. El último tenía como cintura la vía láctea. En cada esfera giraba un planeta acompañado de una forma, signo y luz diferente. Mientras que Hermes deslumbrado contemplaba esta floración esparcida y sus movimientos majestuosos, la voz dijo:
— Mira, escucha y comprende. Tú ves las siete esferas de toda vida. Al través de ellas tiene lugar la caída de las almas y su ascensión. Los siete planetas con sus Genios son los siete rayos del Verbo Luz. Cada uno de ellos domina en una esfera del Espíritu, en una fase de la vida de las almas. El más aproximado a ti es el Genio de la Luna, el de inquietante sonrisa y coronado por una hoz de plata. Éste preside a los nacimientos y a las muertes. El desagrega las almas de los cuerpos y las atrae en su rayo. Sobre él, el pálido Mercurio muestra el camino a las almas descendentes o ascendentes, con su caduceo que contiene la ciencia. Más arriba la brillante Venus sostiene el espejo del Amor, donde las almas por turno se olvidan y se reconocen. Sobre éste, el Genio del Sol eleva la antorcha triunfal de la eterna Belleza. Más arriba aún, Marte blande la espada de la justicia. Reinando sobre la esfera azulada, Júpiter sostiene el cetro del poder supremo, que es la Inteligencia divina. En los límites del mundo, bajo los signos
del Zodíaco, Saturno lleva el globo de la sabiduría
universal. (Desde luego que estos dioses tenían otros nombres en la lengua egipcia. Pero los siete dioses cosmogónicos se corresponden en todas las mitologías por su sentido y sus atributos. Ellos tienen su raíz común en la antigua tradición esotérica. Como la tradición occidental ha adoptado los nombres latinos, nosotros los conservamos para mayor claridad).
— Veo — dijo Hermes — las siete regiones que comprenden el mundo visible e invisible; veo los siete rayos del Verbo Luz, del Dios único que los atraviesa y gobierna. Pero ¡Oh maestro mío!, ¿En qué forma tiene lugar el viaje de los hombres a través de todos esos mundos?
— ¿Ves — dijo Osiris — una simiente luminosa caer de las regiones de la vía láctea en la séptima esfera? Son gérmenes de almas. Ellas viven como vapores ligeros en la región de Saturno, dichosas, sin preocupación, ignorantes de su felicidad. Pero al caer de esfera a esfera revisten envolturas cada vez más pesadas. En cada encarnación adquieren un nuevo sentido corporal, conforme al medio en que habitan. Su energía vital aumenta; pero a medida que entran en cuerpos más espesos, pierden el recuerdo de su origen celeste. Así tiene lugar la caída de las almas procedentes del divino Éter. Más y más prisioneras de la materia, más y más embriagadas por la vida, se precipitan como una lluvia de fuego, con estremecimientos de voluptuosidad, a través de las regiones del Dolor, del Amor y de la Muerte, hasta su prisión terrestre, donde tú gimes retenido por el centro ígneo de la tierra y donde la vida divina parece un vano sueño.
— ¿Pueden morir las almas? — preguntó Hermes.
— Sí — respondió la voz de Osiris —; muchas perecen en el descenso fatal. El alma es hija del cielo y su viaje es una prueba. Si en su amor desenfrenado de la materia pierde el recuerdo de su origen, la brasa divina que en ella estaba y que hubiera podido llegar a ser más brillante que una estrella, vuelve a la región etérea, átomo sin vida, y el alma se desagrega en el torbellino de los elementos groseros.
A esas palabras de Osiris, Hermes se estremeció. Porque una tempestad rugiente le envolvió en una nube negra. Las siete esferas desaparecieron bajo espesos vapores. Vio allí espectros humanos lanzando extraños gritos, llevados y desgarrados por fantasmas de monstruos y de animales, en medio de gemidos y de blasfemias sin nombre.
— Tal es — dijo Osiris — el destino de las almas irremediablemente bajas y malvadas. Su tortura sólo termina con su destrucción, que es la pérdida de toda conciencia. Pero mira: los vapores se disipan,
las siete esferas reaparecen bajo el firmamento. Mira de este lado.
¿Ves aquel enjambre de almas que tratan de remontarse a la región lunar? Las unas son rechazadas hacia la tierra, como torbellinos de pájaros bajo los golpes de la tempestad. Las otras alcanzan a grandes aletazos la esfera superior, que las arrastra en su rotación, una vez llegadas allá, recobran la visión de las cosas divinas. Pero esta vez no se contentan con reflejarlas en el sueño de una felicidad imponente. Ellas se impregnan de aquellas cosas con la lucidez de la conciencia iluminada por el dolor, con la energía de la voluntad adquirida en la lucha. Ellas se vuelven luminosas, porque poseen lo divino en sí mismas y lo irradian en sus actos. Templa, pues, tu alma, ¡Oh Hermes!, y serena tu espíritu oscurecido, contemplando esos vuelos lejanos de almas que remontan las siete esferas y allí se esparcen como haces de chispas. Porque tú también puedes seguirlas; basta quererlo para elevarse. Mira como ellas se enjambran y describen coros divinos. Cada una se coloca bajo su genio preferido. Las más bellas viven en la región solar, las más poderosas se elevan hasta Saturno. Algunas se remontan hasta el Padre: entre las potencias, potencias ellas mismas. Porque allí donde todo acaba, todo comienza eternamente, y las siete esferas dicen juntas: “¡Sabiduría!, ¡Amor!, ¡Justicia!,
¡Belleza!, ¡Esplendor!, ¡Ciencia!, ¡Inmortalidad!”.
— “He ahí — decía el hierofante — lo que ha visto el antiguo Hermes y lo que sus sucesores nos han transmitido. Las palabras del sabio son como las siete notas de la lira que contienen toda la música, con los números y las leyes del universo. La visión de Hermes se asemeja al cielo estrellado cuyas profundidades insondables están sembradas de constelaciones. Para el niño, sólo es una bóveda con clavos de oro; para el sabio es el espacio sin límites, donde giran los mundos con sus ritmos y sus signos evocadores y las claves mágicas; cuanto más aprendas a contemplarla y a comprenderla, más verás
extenderse sus límites, porque la misma ley orgánica gobierna todos los mundos”. Y el profeta del templo comentaba el texto sagrado. Él explicaba que la doctrina del Verbo Luz representa la divinidad en el estado estático, en su equilibrio perfecto. Él demostraba su triple naturaleza, que es a la vez
inteligencia, fuerza y materia; espíritu, alma y cuerpo; luz, verbo y vida. La esencia, la manifestación y la substancia, son tres términos que se suponen
recíprocamente. Su unión constituye el principio divino e intelectual por excelencia, la ley de la unidad ternaria, que de arriba abajo domina la creación.
Habiendo conducido así a su discípulo al centro ideal del universo, al
principio generador del Ser, el Maestro lo difundía en el tiempo
y el espacio, lo sacudía en floraciones múltiples. Porque
la segunda parte de la visión
representa a la divinidad en estado dinámico, es decir, en evolución activa; en otros términos: el universo visible e invisible, el acto viviente. Las siete esferas relacionadas con siete planetas simbolizan siete principios, siete estados diferentes de la materia y del espíritu, siete mundos diversos que cada hombre y cada humanidad se ven forzados a atravesar en su evolución a través de un sistema solar. Los siete Genios, o los siete Dioses cosmogónicos, significaban los espíritus superiores y directores de todas las esferas, salidos también de la evolución inevitable. Cada gran Dios era, para un iniciado antiguo, el símbolo y el patrón de legiones de espíritus que reproducían su tipo bajo mil variantes, que, desde su esfera, podían ejercer una acción sobre el hombre y sobre las cosas terrestres. Los siete Genios de la visión de Hermes son los siete Devas de la India, los siete Amshapands de Persia, los siete grandes Ángeles de la Caldea, los siete Séphiroths (Hay diez Séphiroths en la Kábala. Los tres primeros representan el ternario divino, los otros siete la evolución del universo) de la Cabala, los siete Arcángeles del Apocalipsis cristiano. Y el gran septenario que abarca el universo no vibra únicamente en los siete colores del arco iris, en las siete notas de la escala musical; se manifiesta también en la constitución del hombre, que es triple por esencia, pero séptuple por su evolución. (Daremos aquí los términos egipcios de esa constitución septenaria del hombre que se vuelve a encontrar en la Kábala: Chat, cuerpo material Anch, fuerza vital; Ka, doble etéreo o cuerpo astral; Hati, alma animal; Bai, alma racional; Cheibi, alma espiritual; Ku, espíritu divino. Veremos el desarrollo de las ideas fundamentales de la doctrina esotérica en el libro de Orfeo y, sobre todo, en el de Pitágoras).
De modo — decía el hierofante para terminar — que has penetrado hasta el umbral del gran arcano. La vida divina se te ha aparecido bajo los fantasmas de la realidad. Hermes te ha hecho conocer el cielo invisible, la luz de Osiris, el Dios oculto del universo que respira por millones de almas, anima los globos errantes y los cuerpos en movimiento. Ahora puedes tú dirigirte a él y elegir tu camino para ascender hasta el Espíritu puro. Porque tú perteneces desde ahora a los resucitados en vida. Recuerda que hay dos clases principales en la ciencia. He aquí la primera: “Lo externo es como lo interno de las cosas; lo pequeño es como lo grande: sólo hay una ley, y el que trabaja es Uno. Nada hay pequeño ni grande en la economía divina”. He aquí la segunda: “Los hombres son dioses mortales, y los dioses son los hombres inmortales, dichoso el que comprende estas palabras porque
posee la clave de todas las cosas. Recuerda que la ley del misterio
cubre la gran verdad. El conocimiento total sólo puede ser revelado a nuestros hermanos que han atravesado por las mismas pruebas que nosotros. Es preciso medir la verdad según las inteligencias: velarla a los débiles, a los que volvería locos, ocultarla a los malvados que sólo pueden percibir fragmentos que emplearían como armas de destrucción. Enciérrala en tu corazón y que te hable por tu obra. La ciencia será tu fuerza, la fe tu espada y el silencio tu armadura infrangible”.
Las revelaciones del profeta de Ammón-Rá, que abrían al nuevo iniciado tan vastos horizontes sobre sí mismo y sobre el universo, producían sin duda una impresión profunda cuando eran dichas sobre el observatorio de un templo de Thebas, en la calma lúcida de una noche egipcia. Los arcos, las bóvedas y las terrazas blancas de los templos dormían a sus pies, entre los macizos negros de los nopales y los tamarindos. A distancia, grandes monolitos, estatuas colosales de los Dioses, fijas como jueces incorruptibles, sobre el lago silencioso. Tres pirámides, figuras geométricas del tetragrámaton y del septenario sagrado, se perdían en el horizonte, espaciando sus triángulos en el tenue gris del aire. El insondable firmamento hormigueaba de estrellas. ¡Con qué nuevos ojos miraba aquellos astros que le pintaban como moradas futuras! Cuando, en fin, el esquife dorado de la luna emergía del sombrío espejo del Nilo, que se perdía en el horizonte como una larga serpiente azulada, el neófito creía ver la barca de Isis que navegaba sobre el río de las almas y las lleva hacia el sol de Osiris. Él se acordaba del Libro de los muertos, y el sentido de todos aquellos símbolos se revelaba ahora a su espíritu. Después de lo que había visto y aprendido, podía creerse en el reino crepuscular del Amenti, misterio interregno entre la vida terrestre y la vida celeste, donde los difuntos, al principio sin ojos y sin palabra, recobran poco a poco la vista y la voz. Él también iba a emprender el gran viaje, el viaje del infinito, a través de los mundos y las existencias. Ya Hermes le había absuelto y juzgado digno. Él le había dicho la clave del gran enigma: “Una sola alma, la grande alma del Todo, ha engendrado, al repartirse, todas las almas que se agitan en el universo”. Armado con el gran secreto, él subía a la barca de Isis, que partía. Elevada a los espacios etéreos, ella flotaba en las regiones intersiderales. Ya los anchos rayos de una inmensa aurora traspasaban los velos azulados de los horizontes celestes; ya el coro de los espíritus gloriosos, de los Akhium Seku que han llegado al eterno reposo, cantaba: “¡Levántate, Ra Hermakuti, sol de los espíritus! Los que están en tu barca, están en exaltación. Ellos lanzan exclamaciones en la barca de los
millones de años. El gran ciclo divino se colma de gozo
devolviendo gloria a la gran barca sagrada. Se celebran regocijos en la capilla misteriosa.
¡Levántate, AmmónRá Hermakuti, sol que se
crea a sí mismo!”. Y el iniciado respondía con estas orgullosas palabras: “He alcanzado el punto de la verdad y de la justificación. Yo resucito como un Dios vivo e irradio en el coro de los Dioses que habitan en el cielo, porque soy de su raza”.
Tales pensamientos y tan audaces esperanzas podían pasar por el espíritu del adepto en la noche que seguía a la ceremonia mística de la resurrección. Al día siguiente, en las avenidas del templo, bajo la luz que ciega, aquella noche sólo le parecía un sueño; pero ¡qué sueño inolvidable aquel primer viaje en lo impalpable y lo invisible! De nuevo leía la inscripción de la estatua de Isis: “Ningún mortal ha levantado mi velo.” Una punta del velo se había levantado, sin embargo, pero para volver a caer en seguida, y él se había despertado en la tierra de las tumbas. ¡Qué lejos estaba del término soñado! Porque es bien largo el viaje en la barca de los millones de años. Pero, por lo menos, había entrevisto el objetivo final. Su visión del otro mundo, aunque no fuera más que un sueño, un bosquejo infantil de su imaginación aún llena de los vapores de la tierra, ¿Podía hacerle dudar de esa otra conciencia que había sentido germinar en sí mismo, de ese doble misterioso, de ese Yo celeste que se le había aparecido en su belleza astral como una forma viva, y que le había hablado en su sueño? ¿Era un alma hermana, era un genio, o sólo era un reflejo de su espíritu íntimo, presentimiento de un ser futuro? Maravilla y misterio. Seguramente era una realidad, y si aquella alma era la suya, era la verdadera. Para volverla a encontrar, ¿Qué no haría? Viviría millones de años, pero no olvidaría aquella hora divina en que había visto a su otro Yo puro y radiante. (En la doctrina egipcia el hombre era considerado como no teniendo conciencia en esta vida mas que del alma animal y del alma racional, llamadas batí y bal. La parte superior de su Ser, el alma espiritual y el espíritu divino, cheybi y Ku, existen en él en estado de germen inconsciente, y se desarrollan después de esta vida, cuando el hombre llega a ser un Osiris).
La iniciación había terminado. El adepto era consagrado sacerdote de Osiris. Si era egipcio, quedaba agregado al templo; si extranjero, le permitían a veces volver a su país para fundar allí un culto o cumplir una misión. Pero antes de partir, prometía solemnemente por un juramento terrible, guardar un silencio absoluto sobre los secretos del templo. Jamás debía revelar lo que había visto u oído, ni divulgar la doctrina de Osiris
más que bajo el triple velo de los símbolos
mitológicos o de los misterios. Si violaba ese juramento, una muerte fatal le alcanzaba pronto o tarde, por lejos que estuviese. Pero el silencio era el escudo de su fuerza.
Vuelto a las playas del mar Jónico, a su ciudad turbulenta, bajo el choque de las pasiones furiosas, en aquella multitud de hombres que vivían como insensatos ignorándose a sí mismos, con frecuencia volvía a pensar en el Egipto, en las pirámides, en el templo de Ammón-Rá. Entonces, el sueño de la cripta volvía, y como el loto se balancea allá sobre las ondas del Nilo, así siempre aquella visión blanca sobrenadaba por encima del río fangoso y turbio de la vida En las horas escogidas él escuchaba su voz, que era la voz de la luz. Despertándose en su ser, una música íntima le decía: “El alma es una luz velada. Cuando se la abandona, se oscurece y se apaga; pero cuando se vierte sobre ella el óleo santo del amor, se enciende como una lámpara inmortal”.
***
El libro lo finaliza
Schuré con el amplio capítulo dedicado al
más grande de los Grandes Iniciados. De él dejo su
sección inicial y la final, la cual corresponde al
término de la Gran Obra de Los Grandes Iniciados:
LIBRO VIII
JESÚS
III
PERMANENCIA DE JESÚS CON LOS ESENIOS EL BAUTISMO DEL JORDÁN Y LA ENCARNACIÓN DE CRISTO
¿Qué hizo Jesús de los trece a los treinta años?
Los Evangelios no dicen de ello una palabra. Existe ahí una
intencionada laguna y un profundo misterio. Porque todo profeta, por
grande que sea, necesita pasar por la Iniciación. Precisa
desvelar su prístina alma para que se capacite de sus fuerzas y
cumpla su nueva misión. La esotérica tradición de
los teósofos de la antigüedad y de nuestros tiempos
están contestes al afirmar que sólo los esenios
podían iniciar al Maestro Jesús, postrera cofradía
en la que todavía subsistían las tradiciones del
profetismo y que habitaba en aquel entonces las orillas del Mar Muerto.
Los esenios, de los que Filón de Alejandría ha revelado
las costumbres y la doctrina secreta, eran sobre todo conocidos como
terapeutas o sanadores mediante los poderes del Espíritu. Asaya
quiere decir médico. Los esenios eran médicos del alma.
Los evangelistas guardaron absoluto silencio, tan profundo como el
callado Mar Muerto, sobre la Iniciación del Maestro
Jesús, porque así convenía a la humanidad profana.
Sólo nos han revelado su último término en el
Bautismo del Jordán. Pero reconocida, por una parte, la
individualidad trascendente del
Maestro Jesús, idéntica a la del profeta de Ahura-Mazda,
y por otra, que el Bautismo del Jordán oculta el formidable
Misterio de la encarnación de Cristo,
según manifiestan, por medio de interpretables símbolos,
que planean sobre el relato evangélico, las ocultas Escrituras,
podemos revivir, en sus fases
esenciales, esta preparación al más extraordinario acontecimiento de la historia, de modalidad única.
En la desembocadura del Mar Muerto, el valle del Jordán ostenta
el más impresionante espectáculo de Palestina. Nada se le
puede comparar. Descendiendo de las alturas estériles de
Jerusalén, percíbese una extensión desolada
recorrida por un soplo sagrado que sobrecoge el ánimo. Y, a la
primera ojeada, se comprende que los grandes acontecimientos religiosos
de la tierra hayan tenido lugar allí. Una elevada franja de vaporoso azul llena el horizonte. Son las
montañas de Moab. Sus cimas mondas se escalonan en domos y
cúpulas. Pero la grandiosa franja horizontal, perdida en
polvaredas de bruma y de luz, domina su tumultuoso Océano, como
domina al tiempo la eternidad. Incomparablemente calva,
distingüese la cumbre del monte Nebo, donde rindió
Moisés su alma a Javé. Entre los abruptos cimales de
Judá y la inmensa cordillera de Moab se extiende el valle del
Jordán, árido desierto bordeado de praderas y de pomos
arbóreos.
Enfrente se divisa el oasis de Jericó con sus palmeras y sus
viñedos, altos como plátanos y el tapiz de césped
que ondula en primavera salpicado por anémonas rojas. Corre el
Jordán aquí y allá entre dunas y arenas blancas
para perderse en el Mar Muerto. Y éste aparece como un
triángulo azul entre los elevados promontorios de Moab y de
Judá que se oprimen sobre él como para mejor cobijarlo.
En torno del lago maldito que recubre, según la bíblica
tradición, Sodoma y Gomorra, engullidas por un abismo de fuego,
reina un silencio de muerte. Sus aguas saladas y aceitosas, cargadas de
asfalto matan cuanto bañan. Ninguna vela lo surca, ningún
pájaro lo cruza. Sobre los guijarros de sus playas áridas
no se encuentra más que pescado muerto o blancuzcos esqueletos
de áloes y sicómoros. Y sin embargo la superficie de esta
masa líquida, color lapislázuli, es un espejo
mágico. Varía incesantemente de aspecto, como un
camaleón. Siniestro y plomizo durante la tempestad, abre el sol
el límpido azul de sus profundidades y refleja, en
imágenes fantásticas, las colosales arquitecturas de los
montes y el juego de las nubes. Y el lago de la muerte se convierte en
el lago de las visiones apocalípticas. Este valle del
Jordán, tan fértil antaño, devastado en la
actualidad, termina en la angostura del Mar Muerto como en un infierno
sin salida. Semeja un lugar distante del mundo, lleno de espantables
contrastes. Naturaleza volcánica, frenéticamente
conmovida por las potestades productivas y destructivas.
El voluptuoso oasis de Jericó, regado por fuentes sulfurosas,
parece ultrajar, con su soplo tibio, los convulsionados montes de
demoníacas formas. Aquí mantenía el rey Herodes su
harén y sus palacios suntuosos, mientras que a lo lejos, en las
cavernas de Moab, tronaba la voz de los profetas. Las huellas
de Jesús, impresas sobre aquel suelo, han acallado los últimos estertores de las
urbes infames. Es un país marcado por el sello despótico del Espíritu. Todo
allí es sublime: su tristeza, su inmensidad y su silencio.
Expira la palabra humana porque no se ha hecho más que para la
palabra de Dios. Compréndese que los esenios eligieran por
retiro el más lejano extremo del lago, al que llama la Biblia
“Mar Solitario”. Engaddi es una angosta terraza
semicircular situada al pie de un acantilado de trescientos metros,
sobre la costa occidental de la Asfáltida, junto a los montes de
Judá. En el primer siglo de nuestra era, veíanse las
moradas de los terapeutas construidas con tierra seca. En una estrecha
barranca cultivaban el sésamo, el trigo y la vid. La mayor parte
de su existencia la pasaban entre la lectura y la meditación.
Allí fue iniciado Jesús en la tradición
profética de Israel y en las concordantes de los magos de
Babilonia y de Hermes sobre el Verbo Solar. Día y noche, el
predestinado Esenio leía la historia de Moisés y los
profetas, pero sólo por medio de la meditación y de la
iluminación interior acrecentadas en él, obtuvo
conciencia de su misión.
Cuando leía las palabras del Génesis, resonaban en
él como el armonioso tronar de los astros rodando en sus
esferas. Y esta palabra creó las cosas, en cuadros inmensos:
“Elohim dice: ¡Hágase la Luz! Y la Luz se hizo.
Elohim separa la Luz de las Tinieblas”. Y veía
Jesús nacer los mundos, el sol y los planetas. Pero una noche,
cuando frisaba ya en los treinta años, llenole de asombro
mientras dormía en su cueva la visión de Adonai, quien no
se le había aparecido desde su infancia... Entonces, con la
rapidez del rayo, recordó que mil años antes había
sido ya su profeta. Bajo el torrente ígneo que le
invadía, comprendió que él, Jesús de
Nazareth, fue Zoroastro, bajo las cumbres del Albordj. Entre los arios,
había sido el profeta de Ahura-Mazda. ¿Volvía a la
tierra para afirmarlo de nuevo? Júbilo, gloria, felicidad
inaudita... ¡Vivía y respiraba en la misma Luz! ...
¿Qué nueva misión le encomendaba el temible Dios?
Siguieron semanas de embriaguez silenciosa y concentrada en las que
revivía el Galileo su vida pasada. Luego, dibujó la
visión como una nube en el abismo. Y parecióle entonces
que abrazaba los siglos transcurridos desde su muerte con el ojo de
Ormuz-Adonai. Esto causóle un dolor agudo. Como el lienzo
tembloroso de un cuadro inmenso, descorrióse ante él la
decadencia de la raza aria, del pueblo judío y de los
países grecolatinos. Contempló sus vicios, sus dolores y
sus crímenes. Vio la tierra abandonada de los Dioses.
Porque la mayoría de los antiguos Dioses hablan abandonado a la humanidad
pervertida y el Insondable, el Dios-Padre, se hallaba demasiado lejos de la
pobre conciencia humana. Y el Hombre, pervertido, degenerado,
moría sin conocer la sed de los Dioses ausentes. La mujer, que
necesitaba ver a Dios al través del Hombre, moría al
carecer de Héroe, de Maestro, de Dios vivo. Se convertía
en víctima o cortesana, como la sublime y trágica
Mariana, hija de los Macábeos, que quiso con inmenso amor al
tirano Herodes y no halló más que los celos, la
desconfianza y el puñal asesino...
Y el Maestro Jesús, errando sobre los acantilados de Engaddi
oía la lejana pulsación rítmica del lago. Esta voz
densa que se amplificaba repercutiendo en las anfractuosidades de las
rocas, como vasto gemido de mil ecos, parecía entonces el grito
de la marea humana elevándose hasta Adonai para reclamarle un
profeta, un Salvador, un Dios... Y el antiguo Zoroastro, convertido en
el humilde Esenio, también invocaba al Señor
¿Descendería el Rey de los Arcángeles solares para
dictarle su misión? Pero no descendía. Y en vez de la
visión esplendorosa, una negra cruz se le aparecía en la
vigilia y el sueño. Interior y exteriormente, flotaba ante su
presencia. Le acompañaba en la playa, le seguía sobre los
grandes acantilados, erguíase en la
noche como sombra gigantesca entre el Mar Muerto y el estrellado cielo.
Cuando interrogaba al impasible fantasma, Una voz respondía
desde el fondo de sí mismo:
— Has erigido tu cuerpo sobre el altar de Adonai, como
áurea y marfileña lira. Ahora tu Dios te reclama para
manifestarse a los hombres. ¡Él te busca y te reclama!
¡No escaparás! ¡Ofrécete en holocausto!
¡Abraza la cruz!
Y Jesús temblaba de pies a cabeza.
En la misma época, murmullos insólitos pusieron en
guardia a los solitarios de Engaddi. Dos esenios que volvían del
Jordán anunciaron que Juan Bautista predicaba el arrepentimiento
de los pecados a orillas del río, entre una turba inmensa.
Anunciaba al Mesías diciendo: “Yo os bautizo con agua.
Aquel que vendrá os bautizará con fuego”. Y la
agitación cundía en toda la Judea. Una mañana,
paseaba el Maestro Jesús por la playa de Engaddi con el
centenario patriarca de los esenios. Dijo Jesús al jefe de la
cofradía: — Juan Bautista anuncia al Mesías.
¿Quién será? Contempló el anciano durante
largo rato al grave discípulo y dijo:
— ¿Por qué lo preguntas si ya lo sabes?
— Quiero escucharlo de tus labios.
—
Pues bien, ¡tú serás! Te hemos preparado durante
diez años. La luz se ha hecho en tu alma, pero falta
todavía la actuación de la voluntad. ¿Te hallas
presto? Por toda respuesta extendió Jesús los brazos en
forma de cruz y bajó la cabeza. Entonces el viejo terapeuta se
prosternó ante su discípulo y besó sus
pies, que inundó con un torrente de lágrimas mientras decía:
— En ti, pues, descenderá el Salvador del mundo. Sumergido
en un terrible pensamiento, el Esenio consagrado al magno sacrificio,
lo dejó hacer sin moverse. Cuando el centenario se
levantó, dijo Jesús:
— Estoy presto.
Miráronse de nuevo. La misma luz e idéntica
resolución brillaban en los húmedos ojos del maestro y en
la ardorosa mirada del discípulo. — Ve al Jordán
— dijo el anciano —, Juan te espera para el bautismo.
¡Ve en nombre de Adonai! Y el Maestro Jesús partió acompañado de dos jóvenes esenios.
Juan Bautista, en quien quiso reconocer luego Cristo al profeta Elias,
representaba entonces la postrera encarnación del antiguo
profetismo espontáneo e impulsivo. Rugía todavía
en él uno de aquellos ascetas que anunciaron a los pueblos y a
los reyes las venganzas del Eterno y el reinado de la justicia,
impelidos por el Espíritu. Apretujábase en torno de
él, como una ola, una multitud abigarrada, compuesta de todos
los elementos de la sociedad de entonces, atraída por su palabra
poderosa. Había en ella fariseos hostiles, samaritanos
entusiastas, peajeros candidos, soldados de Herodes, barbudos pastores
idumeos con sus rebaños de cabras, árabes con sus
camellos y aun cortesanas griegas de Séforis atraídas por
la curiosidad, en suntuosas literas con su séquito de esclavas.
Acudían todos con sentimientos diversos para “escuchar la
voz que repercutía en el desierto”. Hacíase
bautizar el que quería, pero no se consideraba esto un
entretenimiento.
Bajo la palabra imperiosa, bajo la mano ruda del Bautista, se
permanecía sumergido durante algunos segundos en las aguas del
río. Y se salía purificado de toda mancha y como
transfigurado. ¡Pero cuán duro el momento que
transcurría! Durante la prolongada inmersión, se
corría el riesgo de perecer ahogado. La mayor parte
creían morir y perdían el conocimiento. Decíase
que algunos habían perecido. Pero eso no había hecho
más que interesar más al pueblo en la peligrosa ceremonia.
Aquel
día, la multitud que acampaba en torno del recodo del
Jordán en donde predicaba y bautizaba Juan, se había
revolucionado. Un maligno escriba de Jerusalén, instigado por
los fariseos, habíala amotinado, diciendo al hombre vestido de
piel de camello: “Un año hace que nos anuncias al
Mesías que debe
trastornar los poderes de la tierra y restablecer el reinado de David.
¿Cuándo vendrá? ¿Dónde está?
¿Quién es? ¡Muéstranos al Macabeo, al rey de
los judíos! Somos muchos en número y armamentos. Si eres
tú, dínoslo y guíanos al asalto de los maqueroes,
al palacio de Herodes o la Torre de Sión, ocupada por los
romanos. Se dice que eres Elias. Pues bien, ¡conduce a la
multitud!...”
Se lanzaron gritos, lucieron lanzas. Una amenazadora oleada de
entusiasmo y de cólera impulsó a la muchedumbre hacia el
profeta. Ante esta revuelta, echóse Juan encima de los
amotinados, con su barbuda faz de asceta y de león visionario, y
gritó: “¡Atrás, raza de chacales y de
víboras! El rayo de Jehová os amenaza”. Y en la
mañana de aquel día emanaron vapores sulfurosos del Mar
Muerto. Una nube negra cubrió todo el valle del Jordán,
envuelto en tinieblas.
Un trueno retumbó a lo lejos. A aquella voz del cielo que
parecía responder a la voz del profeta, la turba, sobrecogida de
supersticioso temor, retrocedió, dispersándose en el
campamento. En un abrir y cerrar de ojos hízose el vacío
en torno del irritado profeta, hasta quedar completamente solo junto a
la profunda ensenada donde finge el Jordán un broche entre
enramadas de tamarindos, cañaverales y lentiscos.
Al cabo de un rato clareó el cielo en el cénit. Una leve bruma semejante
a difusa luz se extendió sobre el valle, ocultando las cumbres y
dejando sólo al descubierto las faldas de las montañas
que teñía con reflejos cobrizos. Juan vio llegar a los
tres esenios. A ninguno conocía, pero reconoció la orden
a que pertenecían por sus blancas vestiduras. El más
joven de los tres se le dirigió diciendo:
— El patriarca de los esenios ruega a Juan el profeta que
administre el bautismo a nuestro hermano elegido, al Nazareno
Jesús, sobre cuya testa jamás ha pasado el hierro.
— ¡Que el Eterno lo bendiga! ¡Que penetre en la onda
sacra! — dijo Juan sobrecogido de respeto ante la majestad del
desconocido, de elevada talla, bello como un ángel y
pálido como un muerto, que avanzaba ante él, con los ojos
bajos. Sin embargo, no se daba cuenta aún el Bautista del
sublime Misterio de
que iba a ser oficiante.
Titubeó
un instante el Maestro Jesús antes de penetrar en el estanque
que formaba un leve remanso del Jordán. Luego se sumergió
resueltamente en él y desapareció bajo sus ondas.
Tendía Juan su mano sobre el agua limosa murmurando sus palabras
sacramentales. En la orilla opuesta, presas de mortal angustia, los dos
esenios permanecían inmóviles. No se permitía
ayudar al bautizado a salir del agua. Creíase que un efluvio del
Divino Espíritu entraba en él por influjo de la mano del
profeta y el agua del río. La mayoría salían
reavivados de la prueba. Algunos murieron y otros enloquecían
como posesos. A éstos se les llamaba endemoniados. ¿Por
qué tardaba Jesús en salir del Jordán donde el
siniestro remanso continuaba burbujeando en el lugar fatídico?
En aquel momento, en el silencio solemne, tenia lugar un acontecimiento
de trascendencia incalculable para el mundo. Si bien lo presenciaron
millares de invisibles testigos, sólo lo vieron cuatro sobre la
tierra: ambos esenios, el Bautista y el mismo Jesús. Tres mundos
experimentaron como el surcar de un rayo proveniente del mundo
espiritual, que atravesó la atmósfera astral y la terrena
hasta repercutir en el físico mundo humano. Los terrestres
actores de aquel drama cósmico fueron afectados en diversa
forma, aunque con idéntica intensidad. ¿Qué
pasó desde el primer momento en la conciencia del Maestro
Jesús? Una sensación de ahogo bajo la inmersión,
seguida de una convulsión terrible. El cuerpo etéreo se
desprende violentamente de la envoltura física. Y
durante algunos segundos, toda la vida pasada se arremolina en un caos.
Luego un alivio inmenso y la oscuridad de la inconsciencia. El Yo
trascendente, el alma inmortal del Maestro Jesús, ha abandonado
para siempre su cuerpo físico sumergida de nuevo en el aura
solar que la aspira. Pero simultáneamente, por un movimiento
inverso, el Genio solar, el Ser sublime que llamamos Cristo, se apodera
del abandonado cuerpo y se posesiona de él hasta la
médula, para animar con nueva llama esta lira humana preparada
durante centenares de generaciones y por el holocausto de su profeta.
¿Fue este acontecimiento lo que hizo fulgurar el cielo azul con
el resplandor de un rayo? Los dos esenios contemplaron, iluminado, todo
el
valle del Jordán. Y ante su lumbre cegadora, cerraron los ojos
como si hubieran visto un esplendoroso Arcángel precipitarse en
el río, la cabeza baja,
dejando tras sí miríadas de espíritus, como un reguero de llamas.
E1
Bautista nada vio. Aguardaba, con profunda angustia, la
reaparición del sumergido. Cuando por fin el bautizado
salió del agua, un escalofrío sagrado recorrió el
cuerpo de Juan, porque del Esenio parecía chorrear la luz, y la
sombra que velaba su semblante habíase trocado en majestad
serena. Un resplandor, una dulzura tal emanaba de su mirada, que, en un
instante, el hombre del desierto sintió que desaparecía
toda la amargura de tu vida. Cuando, ayudado de sus discípulos,
revistió otra vez el Maestro Jesús el manto de los
esenios, hizo al profeta merced de su bendición y despedida.
Entonces Juan, sobrecogido de súbito transporte, vio la inmensa
aureola que flotaba en torno del cuerpo de Jesús, sobre su
cabeza, milagrosa aparición, vio planear una paloma de
incandescente luz semejante a fundido argento al salir del crisol.
Sabía Juan, por la tradición de los profetas, que la
Paloma Yona simboliza, en el mundo astral, el Eterno-Femenino celeste,
el Arcano del amor divino, fecundador y transformador de almas, al que
llamarían los cristianos Espíritu Santo.
Simultáneamente oyó, por segunda vez en su vida, la
Palabra primordial que resuena en los arcanos del ser y que lo
había impulsado antaño hacia el
desierto, como toque de trompeta. Ahora retumbaba como un tronar
melodioso. Su significado era: “He aquí a mi Hijo
bienamado: hoy lo he engendrado. (Léase
esta postrera alusión en el primitivo Evangelio hebreo y en los
antiguos textos de los sinópticos. Más tarde se
substituyó por la que se
lee ahora: “Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto todo mi
afecto”, lo que aparece como vana repetición. Precisa
añadir que en el sagrado
simbolismo, en esta oculta escritura adaptada a los Arquetipos del
mundo espiritual, la sola presencia de la mística Paloma en el
bautismo de Juan indica la encarnación de un Hijo de Dios). Solamente entonces comprendió Juan que Jesús era el Mesías predestinado.
Vio cómo se alejaba, a pesar suyo. Seguido de sus dos
discípulos, atravesó Jesús el campamento, donde
pululaban, mezclados, camellos, asnos, literas de mujeres y
rebaños de cabras, elegantes seforianas y rudos moabitas,
dispersos entre abigarrado gentío.
Cuando hubo desaparecido Jesús, creyó ver aún el
Bautista flotar en los aires la aureola sutil cuyos rayos se
proyectaban en la lejanía. Entonces el profeta entristecido
sentóse sobre un montículo de arena y ocultó su
frente entre las manos.
Advenía la noche, con sereno cielo. Enardecidos por la actitud
humilde del Bautista, los soldados de Herodes y los peajeros conducidos
por el
emisario de la sinagoga, se acercaron al rudo predicador. Inclinado sobre él, el astuto escriba dijo con sarcasmo:
— Vamos a ver. ¿Cuándo nos vas a mostrar al
Mesías? Juan contempló severamente al escriba y sin
levantarse contestó:
— ¡Insensatos! ¡Acaba de pasar entre vosotros!... ¡y no lo habéis reconocido!
— ¿Qué dices? ¿Es acaso ese Esenio el Mesías? Entonces, ¿Por qué no le sigues?
— No me está permitido. Es preciso que él crezca
mientras yo disminuya. Se acabó mi tarea. No predicaré
más... ¡Id a Galilea!
Un soldado de Herodes, una especie de Goliat con semblante de verdugo
que respetaba al Bautista y se complacía oyéndole,
murmuró alejándose con piadosa amargura:
— ¡Pobre hombre! ¡Su Mesías lo ha puesto
enfermo! Pero el escriba de Jerusalén partió
riéndose a grandes carcajadas, gritando:
— ¡Qué imbéciles sois! Se ha vuelto loco...
¡Os habréis convencido de que he obligado a callar a
vuestro profeta!
* * *
Tal fue el
descenso del Verbo Solar en el Maestro Jesús. Hora solemne,
capital momento de la Historia. Misteriosamente — y con
qué inmenso amor las divinas potestades actuaron desde lo alto
durante milenios, para cobijar al Cristo y lograr que luciera para la
humanidad al través de otros Dioses.
Vertiginosamente — y con qué frenético deseo
— el océano humano alzóse desde sus profundidades
como un torbellino valiéndose del pueblo judío para
formar en su cima un cuerpo digno de recibir al Mesías. Y por
fin se cumplió el deseo de los ángeles, el sueño
de los magos, el clamor de los profetas.
Juntáronse ambas espirales. El torbellino del amor divino
unióse al torbellino del dolor humano. Se formó la tromba.
Y, durante tres años, el Verbo Solar recorrerá la tierra
a través de un cuerpo lleno de fortaleza y de gracia, para
probar a todos los hombres que Dios existe, que la Inmortalidad no es
una palabra vana y que los que aman, creen y esperan, pueden alcanzar
el cielo al través de la muerte y de la
Resurrección.
V
RENOVACIÓN DE LOS MISTERIOS PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO
Rientes y soleados fueron los tres años del ministerio de
Jesús. La vida errante a orillas del lago y a través de
los campos compártese con las más graves
enseñanzas. La terapéutica del cuerpo y del alma alterna
con los ejercicios de la superior videncia. A veces, diríase que
asciende vertiginosamente el Maestro para elevar a los suyos a su
propia espiritual altura A medida que se eleva, la inmensa
mayoría le abandona en el camino. Sólo tres le
acompañan hasta la cima, donde caen postrados como bajo los
rayos de la revelación.
Tal es la radiosa manifestación, de hermosura y fuerza
crecientes, de Cristo a través del maestro Jesús. Luego,
bruscamente, precipítase el Dios de esta gloriosa cumbre hasta
el abismo de ignominia. Voluntariamente, ante los ojos de sus mismos
discípulos, déjase prender por sus enemigos,
entregándose
sin resistencia a los peores ultrajes, al suplicio y a la muerte. ¿Por qué esta honda caída?
Platón, este prodigioso y modesto iniciado que establece un lazo
de transición entre el genio helénico y el cristianismo,
ha dicho en cierto lugar que “crucifícase el alma del
mundo sobre la trama del universo en todas las criaturas y aguarda su
liberación”. Raro concepto en donde el autor del Tuneo
parece presentir la misión de Cristo en su aspecto más
íntimo y trascendente. Porque esta palabra contiene a la vez el
enigma de la evolución planetaria y su solución por el
Misterio de la cruz. Después del largo encadenamiento del alma
humana en los lazos de la materia, no falta más que el
sacrificio de un Dios para librarla y mostrarle la senda del
Espíritu.
Dicho en otra forma: para cumplir su misión después de
haber iniciado Cristo a sus discípulos, debía, para
completar su educación, atravesar una iniciación
personal. El Dios debía descender hasta lo más hondo del
dolor y de la muerte para identificarse con el corazón y la
sangre de la humanidad, imprimiendo a la tierra renovado impulso.
El poderío espiritual se halla en razón directa con los
dones del alma. He aquí por qué dándose a la
humanidad, penetrando en humano cuerpo y
aceptando
el martirio, significó para el mismo Cristo una
superación. Y aparecen los nuevos Misterios, con carácter
único como jamás se vieron y como indudablemente no se
verán jamás en el transcurso de las futuras evoluciones
terrestres, sujetas a metamorfosis múltiples. Porque se
inició en estos Misterios a un Dios, Arcángel Solar,
actuando de hierofante el Padre, el Espíritu puro.
Del Cristo resucitado sale el Salvador de la humanidad. De lo que
resulta, para el hombre, una considerable expansión de su zona
de percepción espiritual y, por consecuencia, una incalculable
amplitud de sus destinos físico y celeste.
Más de un año hacía que acechaban los fariseos a
Jesús. Pero éste no quiso entregarse hasta llegar su
hora. ¡Cuántas veces discutiera con ellos en el umbral de
las sinagogas y bajo los grandes pórticos del templo de
Jerusalén, donde paseaban, con suntuosidad vestidos, los
más altos dignatarios del religioso poder! ¡Cuántas
veces los redujo al silencio con su inapelable dialéctica,
opiniendo a sus ardides más sutiles lazos! ¡Y
cuántas veces también les atemorizara con sus palabras,
que parecían descendidas del cielo, como el rayo: “En tres
días derribaré el templo y en tres días lo
reconstruiré”! Harto a menudo retábales de frente y
algunos de sus epítetos clavábanse en sus carnes como
arpones: “¡Hipócritas! ¡Raza de
víboras! ¡Sepulcros blanqueados!”. Y cuando,
furioso, intentaron prenderle en el mismo templo, Jesús, ante
varias tentativas, apeló al mismo medio que empleara más
tarde Apolonio de Tyana, ante el tribunal del emperador Dominiciano.
Rodeóse de invisible velo y desapareció a sus ojos.
“Y pasó entre ellos sin ser visto”, dicen los
Evangelios. Sin embargo, todo se hallaba preparado en la gran Sinagoga
para juzgar al peligroso profeta que amenazó destruir el templo
y que se llamaba el Mesías. Desde el punto de vista de la ley
judía, ambas ofensas eran suficientes para condenarle a muerte.
Caifas dijo en pleno sanhedrín: “Precisa que un solo
hombre perezca para todo el pueblo de Israel”. Y cuando el cielo
habla por boca del infierno, la catástrofe es inminente.
En fin, la conjunción de los astros bajo el signo de la Virgen,
señaló la fatídica hora en el cuadrante del cielo
como en el cuadrante de la historia y proyectó su negro dardo en
el alma solar de Cristo. Reúne a sus apóstoles en el
retirado paraje de costumbre, una cueva del Monte de los Olivos, y les
anuncia su muerte próxima. Consternados, no lo comprenden ni lo
comprenderán hasta más tarde. Es día de Pascua.
Dispone Jesús el ágape de despedida en una morada de
Jerusalén.
Y
he aquí a los doce apóstoles sentados en la sala
abovedada, próxima la noche. Sobre la mesa humea el cordero
pascual, que para los judíos
conmemora la huida del Egipto, que será el símbolo de la
suprema víctima. Al través de las ventanas arcadas,
dibújase la oscura silueta de la ciudadela de David, la
centelleante techumbre de oro del templo de Herodes, la siniestra
fortaleza Antonia, donde impera la lanza romana, bajo la pálida
lumbre del crepúsculo.
Hay un depresivo silencio en el ambiente, una atmósfera
aplastante y rojiza. Juan, que ve y presiente más que los otros,
pregúntase por qué, en la oscuridad creciente, aparece en
torno de la cabeza de Cristo un halo suave de donde emergen rayos
furtivos que pronto se apagan, como si la hondura del alma de
Jesús temblara y se estremeciera ante su resolución
postrera. Y calladamente el discípulo amado inclina su cabeza
sobre el corazón del Maestro.
Por fin rompe éste el silencio: “En verdad os digo que uno
de vosotros me traicionará esta noche”. Como grave
murmullo, recorre la palabra los doce,
semejante a la alarma de naufragio en una nave en peligro.
“¿Quién? ¿Quién?”. Y
Jesús, señalando a Judas que oprime su bolsa,
convulsivamente, añade sin cólera: “Ve y haz lo que
debes”. Y viéndose descubierto, sale el traidor con
reconcentrada ira. Entonces Jesús, partiendo el pan y
presentando la copa, pronuncia solemnemente las palabras que consagran
su misión y que repercuten al través de los siglos:
“Tomad... éste es mi cuerpo. Bebed... ésta es mi
sangre”. Los apóstoles sobrecogidos comprenden menos
todavía. Sólo Cristo sabe que en aquel momento ejecuta el
supremo acto de su vida. Por medio de sus palabras, inscritas en lo
Invisible, se ofrece a la humanidad, se sacrifica con
antelación. Momentos antes, el Hijo de Dios, el Verbo,
más libre que todos los Elohim, hubiera podido retroceder
rehusando el sangriento holocausto.
Ahora ya no puede. Las palabras han recibido su juramento. Y, como una
aureola inmensa, sienten los Elohim que asciende hacia ellos la divina
contraparte de Jesús-Cristo, su alma solar, con todos sus
poderes. Y la retienen en su círculo atento, fulgurante prenda
de divino sacrificio que no devolverán hasta después de
su muerte. Sobre la tierra no permanece más que el Hijo del
Hombre, víctima que avanza hacia el suplicio. Pero sólo
Él conoce también el significado de “el cuerpo y la
sangre de Cristo”. Remotamente, ofrecieron los Tronos su cuerpo
para la creación de la nebulosa. Soplaron los Arqueos (Representaciones del Vital principio ― N
de la T.) y
en la saturniana noche apareció el sol. Dieron los
Arcángeles su alma de fuego para crear a los Ángeles,
prototipos del Hombre. Y por último, daría Cristo su
cuerpo para salvar a la humanidad. De su sangre debía surgir la
fraternidad humana, la regeneración de la especie, la
resurrección del alma...
Y mientras ofrece a sus discípulos el cáliz donde rojea
el áspero vino judío..., piensa de nuevo Jesús en
su visión celeste, su sueño cósmico anterior
a su encarnación, cuando respiraba todavía en la zona
solar, cuando le ofrecieron los doce grandes profetas a El, el
decimotercio, el amargo cáliz.., que aceptó.
Pero los apóstoles, excepto Juan, que percibe lo inefable, no
pueden comprender. Presienten que algo terrible se acerca y tiemblan y
palidecen. La incertidumbre, la duda, madre del pavor cobarde, les
sobrecoge.
Cuando Cristo se levanta y dice: “Vayamos a orar a
Getsemaní”, los discípulos le siguen dos a dos. Y
el triste cortejo sale por la profunda poterna de la puerta de oro,
desciende por el siniestro valle de Hinnom, cementerio judío, y
el valle de la Sombra Mortal. Traspasan el puente de Cedrón y
ocúltame en la cueva del Monte de los Olivos.
Los apóstoles permanecen mudos, impotentes, aterrados. Bajo los
viejos árboles del monte, de retorcidos gestos, de follaje
espeso, el círculo infernal se
estrecha sobre el Hijo del Hombre para oprimirle con su mortal argolla.
Duermen los apóstoles. Ora Jesús y su frente se cubre de
un sudor de sangre. Era necesario que sufriera la angustia sofocante,
que bebiera hasta las heces el cáliz, que saboreara la amargura
del abandono y de la desesperación humana.
Por fin, lucieron armas y antorchas bajo los árboles. Y aparece
Judas con los soldados y, acercandose a Jesús, le da el beso de
traición que le designa a los guerreros mercenarios. Hay en
verdad una dulzura infinita en la respuesta de Cristo: “Amigo
mío, ¿A qué viniste?”. Aplastante dulzura
que arrastrará al traidor hasta el suicidio, a pesar de la
negrura de su alma.
Transcurrido este acto de amor perfecto, Jesús
permanecerá impasible hasta el fin. Se hallaba acorazado contra
todas las torturas. Helo aquí ante el sumo sacerdote Caifas,
tipo del saduceo empernido y del orgullo sacerdotal falto de fe.
Se confiesa Jesús el Mesías y desgarra el
pontífice sus vestiduras condenándole con ello a muerte.
Pilatos, pretor de Roma, intenta salvar al Galileo creyéndole un
inofensivo visionario, porque este pretendido “Rey de
los
Judíos” que se llama “hijo de Dios”,
añade que “su reino no es de este mundo”. Pero los
sacerdotes judíos, evocando la sombra celosa de César y
la turba aullando: “Crucifícale”, deciden al
procónsul, después de lavarse las manos por tal crimen, a
entregar al Mesías en manos de los brutales legionarios romanos.
Y le revisten con manto de púrpura, ciñen su frente con
corona de espinas y colocan una caña en sus manos como irrisorio
cetro. Llueven sobre él golpes e insultos. Evidenciando su
desprecio hacia los judíos, exclama Pilatos: “He
aquí a vuestro rey”. Y añade con amarga
ironía: ¡Ecce Homo! como si toda la abyección y la
miseria humana se condensaran en el profeta flagelado.
La claudicante antigüedad y aun los mismos estoicos no
comprendieron mejor que Pilatos al Cristo de la Pasión. No
vieron más que el exterior represivo, su aparente inercia que
les soliviantaba de indignación...
Sin embargo, todos los acontecimientos de la vida de Jesús
poseen a la vez que una trascendencia simbólica, una
significación mística que influye en la humanidad futura.
Los pasos de la Cruz, evocados, en astrales imágenes por los
santos de la Edad Media, se convirtieron para ellos en instrumentos de
iniciación y perfeccionamiento. Los hermanos de San Juan y los
templarios, los cruzados que concibieron la conquista de
Jerusalén para alzarla a capital
del mundo, los misteriosos rosacruces de XIV siglo, que prepararon la
reconciliación de la ciencia con la fe, del Oriente con el
Occidente por medio de una magna sabiduría, todos estos hombres
consagrados a la actividad espiritual en el más amplio sentido
de la palabra, hallarían en la Pasión de Cristo una
inagotable fuente de poder. Al contemplar la Flagelación, la
imagen moribunda de Cristo les decía: “Aprende de
mí a permanecer impasible bajo los azotes del destino,
resistiendo todos los dolores, y adquirirás un nuevo sentido: la
comprensión del dolor, sentimiento de la unidad con todos los
seres. Porque si consentí en sacrificarme para todos los
hombres, fue para enseñorearme de lo mis profundo de su
alma”. La Corona de espinas les inclinó a desafiar moral e
intelectualmente al mundo, soportando el desprecio y el ataque contra
lo más caro y querido, diciéndoles: “Arrostra
valientemente los golpes, cuando todos se vuelven contra ti. Aprende a
afirmar contra la negación del mundo. Sólo así te
convertirás en ti mismo”.
La escena de la Cruz a cuestas les sugería una nueva virtud
diciendo: “Esfuérzate en sobrellevar el mundo sobre tu
conciencia como consintiera Cristo en llevar la Cruz para identificarse
con la tierra. Aprende a sobrellevar el cuerpo como una cosa externa.
Necesario es que el espíritu sujete al cuerpo
con
su voluntad como sujeta la mano el martillo”. Por tanto, el
Misterio de la Pasión no significó en manera alguna para
el Occidente y los pueblos norteños un motivo de pasividad, sino
una renovación de energía por medio del Amor y del
Sacrificio.
La escena del Gólgota es el último término de la
vida de Cristo, el sello impreso sobre su misión, y por tanto,
el más profundo Misterio de dolor es algo tan sagrado, que
mostrar su imagen a los ojos de la multitud puede parecer
sacrílega profanación.
¿A qué viene la lúgubre escena de la
crucifixión?, se preguntaban los paganos de los primeros siglos.
¿De este martirio cruel ha de surgir la salvación del
mundo? Y muchos pensadores modernos han repetido: ¿La muerte de
un justo tiene que salvar necesariamente a la humanidad? ¡En tal
caso Dios es un verdugo y el universo un potro de tortura! Rodolfo
Steiner ha dado a tan agudo problema la más filosófica
respuesta: “Hay que evidenciar a los ojos del mundo que siempre
lo espiritual ha vencido a lo material. La escena del Gólgota no
es otra cosa que una Iniciación transportada sobre el plano de
la historia universal. De las gotas de sangre vertidas sobre la cruz,
mana un torrente de vida para el espíritu. La sangre es la
substancialización del yo. Con la sangre derramada en el
Gólgota penetraría el amor de Cristo en el humano
egoísmo como vivificante fluido”.
Lentamente, la cruz se levanta sobre la siniestra colina que domina
Sión. En la víctima ensangrentada que se estremece y
palpita bajo el infame suplicio, respira un alma sobrehumana. Pero
Cristo entregó sus poderes a los Elohim, y siéntese como
desprendido de su aura solar, en soledad horrible, en lo más
hondo de un abismo de tinieblas donde gritan los soldados y vociferan
los enemigos.
Oscura nube pesa sobre Jerusalén. La terrena atmósfera es
sólo un prisma de la vida universal. Sus fluidos, vientos,
elementales espíritus, alimentase a veces con las pasiones
humanas mientras responden a las impulsaciones cósmicas por
medio de sus tempestades y convulsiones. Y llegaron para Jesús
las horas de agonía, aplastantes como eternidades. A pesar de
los desgarramientos del suplicio, continúa siendo el
Mesías. Perdona a sus verdugos, consuela al ladrón que
mantiene la fe. Próxima la muerte, siente Jesús la
abrasante sed de los ajusticiados, presagio de liberación. Pero
antes de vaciar su cáliz, debía experimentar este
sentimiento de soledad que le obligaría a exclamar: “Padre
mío, ¿Por qué me has abandonado?”, seguido
de la palabra suprema: “Todo ha terminado”, que imprime el
sello del Eterno sobre la frente de los siglos suspensos.
Un
postrera exclamación brota del pecho del crucificado con
estridencias de clarín o semejante al simultáneo
desgarrar de las cuerdas de un arpa. Tan terrible y poderoso fue aquel
grito, que los legionarios romanos retrocedieron balbuciendo:
“¿Sería acaso el Hijo de Dios?”.
Ha muerto Cristo y, sin embargo, Cristo está vivo,
¡Más vivo que nunca! A los ojos de los hombres, no resta
de él más que un cadáver suspendido bajo un cielo
más oscuro que el averno. Pero en los mundos astral y
espiritual, refulge un chorro de luz seguido del retumbar de un trueno
de mil ecos. De un solo ímpetu, el alma de Cristo
refúndese en su aura solar seguida por océanos de almas y
saludada por el hosanna de las regiones celestes. Desde entonces hasta
ahora, los videntes de ultratumba y los Elohim saben que se ganó
la victoria, que se ha desvanecido el aguijón de la muerte, que
se ha resquebrajado la lápida que cubre los sepulcros,
viéndose las almas flotar sobre sus esqueletos mondos. Cristo ha
reintegrado su reino con sus poderes centuplicados por su sacrificio. Y
ya con renovado impulso se halla presto a penetrar en el corazón
del Infinito, en el burbujeante centro de luz, de amor y de belleza al
que llama su Padre. Pero su compasión le atrae hacia la tierra
de la que por martirio ha devenido dueño.
Una bruma siniestra, un melancólico silencio continúan
envolviendo a Jerusalén. Las santas mujeres lloran sobre el
cadáver del Maestro. José de Arimatea le da sepultura.
Los apóstoles se ocultan en las cavernas del valle de Hinnom,
perdida toda esperanza, ya que desapareció el Maestro.
Nada ha cambiado, en apariencia, en el opaco mundo de materia. Y sin
embargo, un singular acontecimiento ha ocurrido en el templo de
Herodes. En el preciso momento en que Jesús expiraba, el
espléndido velo de lino, de jacinto y púrpura
teñido, que cubría el tabernáculo, se
desgarró de arriba abajo. Y un levita que pasaba vio en el
interior del santuario el arca de oro contorneada por querubines de oro
macizo con sus alas tendidas hacia la bóveda. Y sucedió
algo inaudito, porque los ojos profanos pudieron contemplar el misterio
del santo de los santos donde el propio pontífice máximo
no podía penetrar más que una vez al año. Los
sacrificadores echaron a la multitud temerosos de que presenciara el
sacrilegio.
He aquí el significado del hecho: la imagen del Querubín
que tiene cuerpo de león, alas de águila y cabeza de
ángel, semeja la de la esfinge y simboliza la evolución
completa del alma humana, su descenso en la carne y
su
retorno al Espíritu. Cristo hizo que se desgarrara el velo del
santuario resolviendo el enigma de la Esfinge. En adelante, el Misterio
de la vida y de la evolución se hace asequible para cuantos osan
y quieren. Y ahora, para explicar la misión realizada por el
espíritu de Cristo, mientras los suyos velaban sus exequias,
debemos apelar una vez más al acto capital de la
iniciación egipcia. Permanecía el iniciado tres
días y tres noches sumergido en letárgico sueño en
el interior de un sarcófago, bajo la vigilancia
del hierofante. Durante este tiempo y con relación a su grado de
adelanto, efectuaba su viaje por el otro mundo.
Según el lenguaje de los tiempos era como resucitado y dos veces
nacido, porque recordaba al despertar su anterior permanencia en
él imperio de los muertos. También realizó Cristo
su viaje cósmico mientras permanecía en el sepulcro antes
de su resurrección espiritual a los ojos de los suyos.
Todavía hay en ello un paralelismo entre la Iniciación
antigua y los modernos Misterios que aportó Cristo al mundo.
Paralelismo, aunque también mayor amplitud. Porque el viaje
astral de un Dios que atravesara la prueba de la muerte física
debía, necesariamente, pertenecer a una índole distinta,
de más vasto alcance que el tímido bogar de un simple
mortal en el reino de los muertos, en la barca de Isis. (Esta
barca era en realidad el cuerpo etéreo del iniciado, que el
hierofante separaba del cuerpo físico, arrastrado por el
torbellino de las corrientes astrales).
Dos
corrientes psicofluídas envuelven al globo terrestre con anillos
múltiples como eléctricas serpientes en perpetuo
movimiento. Moisés llama a una Horeb y Orfeo llámala
Erebo. Podría llamarse también fuerza centrípeta
porque tiene su centro en el interior de la tierra y a ella conduce
todo cuanto se precipita en su flujo torrencial. Es el abismo de las
generaciones, del deseo y de la muerte; la esfera de
experimentación llamada también por las religiones
purgatorio. Arrastra en sus remansos y torbellinos a todas las almas
todavía sujetas a sus pasiones terrenas. A la otra corriente la
denomina Moisés Yona y podríamos definirla como fuerza
centrífuga, porque en
ella subyace la potencialidad de expansión como en la otra la de
contracción y se halla relacionada con todo el Cosmos. Por ella
ascienden las almas al sol y al cielo y por su mediación
también se hacen asequibles las divinas influencias. Por ella
descendiera Cristo bajo el símbolo de la Paloma.
Si los iniciados predispuestos para el viaje cósmico por un alma
altamente evolucionada hubieran sabido en todo tiempo alcanzar la
corriente
yona
después de su muerte, la inmensa multitud, de almas
entenebrecidas por los vahos de la carne, difícilmente
volverían, sin abandonar apenas de una encarnación a otra
la región de Horeb. El tránsito de Cristo por los limbos
crepusculares, abrió una brecha perdurando en circuitos
luminosos y franqueando de nuevo a las almas
perdidas, como las del segundo círculo del Infierno del Dante, las rutas celestes.
Así alumbraría la misión de Cristo, ampliando los
límites de la vida después de la muerte como ampliara y
alumbrara la vida sobre la tierra. Pero lo esencial de su misión
consiste en llevar la certeza de la resurrección espiritual en
el corazón de los apóstoles que debían divulgar su
pensamiento por el mundo. Después de resucitar por sí
mismo debía resucitar en ellos y por ellos para que este hecho
planeara sobre toda la historia futura. La resurrección de
Cristo debía ser la prenda de la resurrección de las
almas en esta vida como de su fe en la otra. Por ello no bastaba que
Cristo se manifestara a los suyos en visión astral durante el
profundo sueño. Necesitaba mostrarse durante la vigilia, en el
plano físico, y que la resurrección tuviera para ellos,
en cierto aspecto, una
apariencia material.
Y tal fenómeno, aunque difícil para otros, podía
fácilmente realizarlo Cristo, porque el cuerpo etéreo de
los grandes Adeptos — y el de Cristo debía
poseer una vitalidad particularmente sutil e intensa — se
conserva durante mucho tiempo después de acaecida su muerte,
perdurando en la materia una
porción de su influjo. Basta que el Espíritu la anime para en determinadas condiciones hacerla visible.
La fe en la resurrección no nace bruscamente en los
apóstoles, sino que debía insinuarse en ellos como una
voz que persuade por el acento del corazón, como un soplo de
vida que se comunica. Se posesiona de su alma como avanza
paulatinamente el día, transcurrida la profunda noche. Tal es el
alba clara que se alza sobre la grisácea Palestina.
Escalónanse las apariciones de Cristo para surtir efectos
crecientes. Leves al principio y fugitivas como sombras, aumentan luego
en radiación y fuerza. Pero ¿Cómo ha desaparecido
el cuerpo de Jesús? ¿Lo ha consumido el Fuego Original
bajo el aliento de las Potestades como el de Zoroastro, de
Moisés y Elias y tembló por ello la tierra, la guardia
derribada, como describe el Evangelista? ¿O bien, sutilizado,
espiritualizado hasta el punto de despojarse de toda partícula
material fundióse entre los elementos como un perfume en el
agua, como un bálsamo en el aire? Sea lo que fuere, mediante
maravillosa
alquimia se diluyó en la atmósfera su quintaesencia
exquisita. Pero he aquí a María Magdalena, portadora de
esencias, viendo en el sepulcro vacío a “dos
ángeles de faz radiosa y vestiduras niveas”.
Vuélvese asustada y se encuentra con un personaje que no
reconoció, sobresaltada, y cuya voz pronuncia su nombre:
“María...” Conmovida hasta la médula reconoce
al Maestro y se arroja a sus pies para rozar el extremo de su
túnica. Pero Él, como si temiera el contacto harto
material de aquella de quien “alejara siete demonios”,
dice: “No me toques... ¡Ve y di a los apóstoles que
he resucitado!”.
Aquí habla el Salvador a la mujer apasionada, a la pecadora
convertida en fervorosa del Señor. Con una sola palabra vierte
hasta el fondo de su corazón el bálsamo de eterno Amor,
porque sabe que al través de la Mujer alcanzará el alma
de la humanidad. Cuando Jesús se aparece luego secretamente a
los once, reunidos en una casa de Jerusalén y les da cita en
Galilea, el Maestro reúne su rebaño electo para la obra
futura.
En el patético crepúsculo de Emaus, el divino sanador de
almas enciende de nuevo la fe en el ardiente corazón de dos
discípulos afligidos. En las playas del lago de
Tiberíades se aparece a Pedro y a Juan, preparándolos
para su difícil misión. Y cuando por fin se muestra a los
suyos por vez postrera sobre la
montaña de Galilea, les dice estas palabras: “Id y
predicad el Evangelio por doquiera... ¡Yo estaré con
vosotros hasta el fin del mundo!”. Es la solemne despedida del
Maestro y el testamento del Rey de los Arcángeles solares.
Así el místico acontecimiento de la resurrección,
que debía nacer entre los apóstoles como tímida
aurora, se intensifica y aclara, finalizando en un glorioso poniente
que consolida su pensamiento eterno, envolviéndolo en su
púrpura suntuosa y profética.
Una vez más, años más tarde, aparecerá
Cristo de una manera excepcional a Pablo, su adversario, en el camino
de Damasco, para convertirlo en su más fervoroso defensor.
Si las precedentes apariciones de Cristo se hallan como revestidas de
un nimbo de ensueño, posee ésta un carácter
histórico incontestable. Más insólita que las
otras, posee una radiación victoriosa. Todavía la
cantidad de fuerza aplicada se equipara con el resultado perseguido.
Porque de esta visión fulminante debía salir la
misión del apóstol de los gentiles, que
convertiría al Cristo a la humanidad greco-latina y por ella a
todo el Occidente.
Como
astro radiante, promesa de un mundo que vendrá, planea sobre la
densa bruma del horizonte, así la resurrección espiritual
planea sobre la obra entera de Cristo. Es su necesaria
conclusión y su corolario.
Ni el odio, ni la duda ni el mal han sido desterrados. No deben
desaparecer todavía, porque son a manera de fermentos para la
evolución. Pero en adelante, nada podrá arrancar del
corazón del hombre la Esperanza inmortal. Por cima de fracasos y
muertes, un coro inextinguible cantará al través de las
edades: “¡Cristo ha resucitado! ¡Se han abierto las rutas de la tierra y del cielo!”.
Fuente: https://www.coursehero.com/file/33951693/Schure-Edouard-Los-Grandes-Iniciadospdf/
Así
Édouard Schuré finaliza su monumental obra "Los Grandes Iniciados".
Amiga, Amigo:
Estamos en plena pandemia china mundial que, en lo que se enfoque nos
tiene seriamente afectados. Schuré con su gran obra
reforzó la FE y, durante un programa un médico argentino
hizo una analogía que debo acá destacar, dijo: En el Covid 19 el que tiene FE está con un medicamento más.
La biografía real
de Schuré destaca que no puede separarse de su idealismo místico, por lo menos
en sus rasgos más acusados; y así, por ejemplo, cuando llegó, todavía muy
joven, a Alemania para preparar allí una historia de la poesía popular y del
lirismo alemanes (publicada luego en París en 1868 bajo el título Histoire du Lied), estableció
contacto, en el curso de la primera representación de Tristán e Isolda de Wagner, a
la que asistió en Munich en 1865 y durante la cual conoció a Wagner, con la
magia oculta de la orquesta wagneriana. El futuro, de manera injusta contaminó
a Wagner y se dice que en 1933, el año en que Hitler subió al poder, se
cumplía el 50º aniversario de la muerte del compositor Richard Wagner y hubo
una conmemoración en el festival de Bayreuth bajo el nombre “Wagner y la nueva
Alemania”. La conexión entre el compositor de ópera del siglo XIX y el dictador
del siglo XX existió desde los inicios del Partido Nazi y se fortaleció y
desarrolló durante todos los años del dominio de Hitler. Es probable que no
haya ningún otro músico tan ligado al nazismo como Wagner y ninguna otra música
tan contaminada con asociaciones ideológicas del Tercer Reich. El que los
nazis adoptaran a Wagner, nada que ver con Wagner y su arte.
Otro caso por el estilo ocurrióle en su permanencia en Italia (1871-73), donde
se enamoró de una bella mujer aficionada a las ciencias ocultas. La fuerza del
destino tiene hilos conductor que, a su debido tiempo, se manifiestan para que
la persona vaya hacia donde debe ir y logre los medios para su plan de vida
cumplir. No es casualidad es una CAUSALIDAD de vida sorprendente como lo fue en
la vida de Édouard Schuré. Nacido en Francia en 1841, la música lo llevó a ser
un admirador de Wagner a quien conoció al radicarse en Alemania, cuya compleja
obra musical tal parece era iniciática y Schuré entendió en su armonía densa y
la melodía infinita. Dice: "Tres grandes personalidades actuaron de una
manera soberana sobre mi vida: Richard Wagner, Margarita Albana y Rudolf
Steiner. Si pudiera investigar el misterio de estas tres personalidades y hacer
la síntesis, habría solucionado el problema de mi vida." (En su Diario
en 1910).
Rudolf Steiner entre 1902 y 1912 Junto con María von Sivers funda centros
teosóficos en Alemania y en el extranjero. Intensa actividad de conferenciante
tanto en el ámbito público como en los círculos de los miembros de la Sociedad Teosófica.
Fundación, edición y redacción de la revista mensual Lucifer-Gnosis (1903). En ella
aparecen series de artículos que se editarán en forma de libros ¿Cómo se alcanza el conocimiento de los
mundos superiores? (GA 10), La Crónica del Akasha (GA 11), La
Teosofía
y la cuestión social y La
educación del niño. En el semestre invernal (1903-04) da
regularmente ciclos de conferencias públicas en la Casa de los Arquitectos de
Berlín. Entre otros Origen y
destino del hombre (GA 53), Metamorfosis
de la vida anímica (GA 58-59), Respuestas de la ciencia espiritual a los
grandes interrogantes de la existencia (GA 9), obra central para la Antroposofía. . En
1904 se publica el libro Teosofía. Introducción al conocimiento suprasensible
del mundo y del destino humano. En 1907, en el marco del Congreso de la Sociedad Teosófica
Internacional celebrado en Munich, de cuya organización se encarga Rudolf
Steiner, se realiza la escenificación de la obra de Schuré: El drama sagrado de Eleusis con
María von Sivers en el papel principal. La configuración artístico-plástica del
teatro, también realizada por él, permite reconocer sus futuras ideas
arquitectónicas. En 1910 publica los resultados de su investigación sobre
cuestiones cosmológicas y de la evolución, en una obra fundamental La
Ciencia Oculta (GA 13).
Margarita Albana, la musa inspiradora
de Schuré en su extramarital relación de Schuré, fue una muy inteligente griega
de nacimiento que había vivido en la India y se
estableciera en Florencia; fue su gran amor que lo animó en la producción
iniciático literaria de Schuré, incluso la posterior a la muerte de la
inspiradora, ocurrida en 1887. Schuré halló su inspiración final en los viajes
a Oriente — cuna de sus ideas — emprendidos tras el fallecimiento de su (amiga)
amada al grito «¡Ex Oriente Lux!». Sin embargo es la más ignorada
por la historia...
Gracias a esa fuerza del destino tenemos a nuestro alcance a "Los Grandes
Iniciados", algo del nivel oculto de logias iniciáticas no aptas para el
vulgo y que ahora gracias a Internet y Google, tenemos a la mano de quien se de
el pequeño trabajo de buscar y encontrar. Hazlo, Amiga, Amigo: Busca,
Encuentra y ten FE.
Dr. Iván Seperiza Pasquali
Quilpué, Chile
Julio de 2020
Portal
MUNDO MEJOR: http://www.mundomejorchile.com/
Correo
electrónico: isp2002@vtr.net