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Édouard Schuré

Segunda parte de:
Los Grandes Iniciados
1889



LIBRO PRIMERO
RAMA
EL CICLO ARIO



II
LA MISIÓN DE RAMA


Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían aún la antigua Escitia, que se extendía desde el Océano Atlántico a los mares polares. Los Negros habían llamado a ese continente, que habían visto nacer isla por isla: “la tierra emergida de las olas”. ¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco, quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y profundas, con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a los flancos de las montañas! En las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo, vastas como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras, el mugido de los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas de caballos salvajes, pasando veloces con la crin al viento. El hombre blanco que habitaba en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse dueño de su tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex, el arco y la flecha, la honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados, hasta la muerte: el perro y el caballo. El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de madera, le había dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la tierra, sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio. Montados sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch, aterrorizaban a la pantera y al león, que entonces habitaban en nuestros bosques. La civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu existían. En todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos, elevaban a sus antepasados menhires monstruosos.
Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo, a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al dragón de fuego en el otro mundo. De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega un papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La religión comenzaba así por el culto a los antepasados.
Los Semitas encontraron al Dios único — el Espíritu Universal —, en el desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus múltiples, en el fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron los primeros escalofríos de lo Invisible, las visiones del más allá. Por esta razón el bosque encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca. Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí siempre en el curso de las edades, como a su fuente de Juvencia, al templo de la gran madre Herta. Allí duermen sus dioses, sus amores, sus misterios perdidos.
Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios humanos, y la sangre, de los herolls corría sin cesar sobre los dólmenes, al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas feroces.
Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad, llamado Ram, que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario. El joven druida era dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus influencias. Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado “el que sabe”; el pueblo le nombraba “el inspirado de la paz”.
Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros le habían hecho copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. E1 vio en esto la pérdida de su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo?. Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto sacrílego. De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los Negros, los Blancos habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonados hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación.
Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció que una voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre de majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente. Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello quería decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de muérdago. — “¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas, aquí lo tienes”. Y sacando de su seno un podón de oro, cortó con él la rama y se la dio. Después murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el
muérdago y desapareció.
Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado. Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo curó. Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que
éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad. Los discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós.
Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo. Desde entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria, instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo del año y que llamó la Noche-Madre (del nuevo Sol), o la grande' renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa: “la esperanza de la salvación está en el bosque”. Los Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo.
Pero Rama, el “inspirado de la paz”, tenía más vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y hembras de dar fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas con su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron contra él sentencias de muerte.
Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido, fue execrado por el otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo.
Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre los jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón.
Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Ram opuso el Carnero, el jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión de todos sus partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus. Los pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza blanca se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina. “¡Muera el Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al Toro!”, gritaban los amigos de Ram. Una guerra formidable era inminente. Ante tal eventualidad, Ram vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?. Entonces tuvo un nuevo sueño.
El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas. En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella. “¡En nombre de los antepasados detén tu brazo!”, gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el trueno retumbó en los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío. Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Ram vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata. En el lugar de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su
izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Ram, estoy contento de ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa?. Es la copa de la Vida y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer”. Ram hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió, espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo se ensanchó; sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento.
Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del Zodíaco los destinos de la humanidad.
— “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Ram a su Genio. Y el Genio respondió: — “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú
difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino, ¡ve!”. Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.

IV
EL TESTAMENTO DEL GRAN ANTEPASADO

Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los ante pasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado. Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía. Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año. Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad. Ella le dijo: “Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo”. Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Susla Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme”. Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”. En seguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba: “Rama! ¡Rama!”. Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: — ¡A mí! — y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte del Himavat.
Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible.” Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real. (Los cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de la tiara papal tienen ese origen). Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza! Al fijar los doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba con las influencias del sol y en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada. (He aquí cómo los signos del Zodíaco representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica — 1. El Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja. — 2. El toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en el fango le priva de ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los Celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse. 3. Géminis expresa la alianza de Rama con los Turanios. — 4. Cáncer, sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho. 5. Leo, los combates contra sus enemigos. — 6. La Virgen alada, la victoria. — 7. Libra, la igualdad entre los vencedores y los vencidos. — 8. Escorpio, la revolución y la traición. 9. Sagitario, la venganza que emplea. —10. Capricornio. — 11. Acuario. — 12. Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia. — Se puede encontrar esa explicación del Zodíaco tan atrevida como rara. Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis de Fabre d’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas perspectivas. — He dicho que estos signos leídos en el orden inverso marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diversos grados que era preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza; Aries, el asterismo del Fuego o del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento de la Verdad). Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa. En los tiempos védicos el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes psicopómpico de los Indos. piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó.


V
LA RELIGIÓN VÉDICA

Por su genio organizador, el gran iniciador de los Arios había creado en el centro del Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de vida que debía irradiar en todos sentidos. Las colonias de los Arios primitivos se repartieron por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus cultos y sus dioses. De todas esas colonias, la rama de los Arios de la India es la que más se aproxima a los Arios primitivos. Los libros sagrados de los Hindúes, los Vedas, tienen para nosotros un triple valor. En primer término nos conducen al foco de la antigua y pura religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes. Ellos nos dan en seguida la clave de la India. En fin, nos muestran una primera cristalización de las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las religiones arias.
Aquí nos limitaremos a un breve resumen de la parte externa y del núcleo de la religión védica.
(Los brahmanes consideran a los Vedas como sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las ciencias. La palabra Veda significa saber. Los sabios de Europa han sido justamente atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación. Al principio no han visto en ellos más que una poesía patriarcal; luego han descubierto allí no solamente el origen de los grandes mitos indo-europeos y de nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un profundo sistema religioso y metafísico. (Véase Bergaine, La religión de los Vedas, así como el bello y luminoso trabajo de M. Auguste Barth, Les religións de l’Inde). — El porvenir les reserva quizá una última sorpresa, que será la de encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, que la ciencia moderna está próxima a descubrir). Nada más sencillo y más grande que aquella religión, en la que un profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente. Antes del nacimiento del día, un hombre, un jefe de familia se halla en pie ante un altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de madera. En sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey del sacrificio. Mientras la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una mujer que sale del baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe pronuncia una oración, una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el Sol), a los Asuras (a los espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor fermentado de la asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses invisibles la oración purificada que sale de los labios del patriarca y del corazón de la familia.
El estado de alma del poeta védico está igualmente alejado del sensualismo helénico (hablo de los cultos populares de la Grecia, no de la doctrina de los iniciados griegos), que representa a los dioses cósmicos con hermosos cuerpos humanos, y del monoteísmo judaico, que adora al Eterno sin forma, como presente en todas partes. Para el poeta védico, la
Naturaleza
semeja a un velo transparente, detrás del cual se mueven fuerzas imponderables y divinas. A estas fuerzas es a las que invoca, a las que adora, a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado de sus metáforas. Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la potencia creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema solar. Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo, lanza el rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en la vida

atmosférica, en “el gran transparente de los aires”. Cuando ellos invocan a Varuna (el Urano de los griegos), el Dios del cielo inmenso, luminoso, que abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan más aun. “Si Indra representa la vida activa y militante del cielo, Varuna representa su inmutable majestad. Nada iguala a la magnificencia de las descripciones que de Él hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su vestido, el huracán su soplo. Él es quien ha establecido sobre cimientos inconmovibles el cielo y la tierra y
quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y conserva todo. Nada podría alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero sabe todo y ve todo lo que es y lo que será. Desde las cumbres del cielo, donde reside en un palacio de mil puertas, Él distingue la huella de los pájaros en el aire y la de los navíos sobre las olas. Desde allí, desde lo alto de su trono de oro con cimientos de bronce, contempla y juzga las obras de los hombres. Él es quien mantiene el orden en el Universo y en la sociedad; Él castiga al culpable; Él es misericordioso con el hombre que se arrepiente. Por eso hacia Él se eleva el grito de angustia del remordimiento; ante su casa el pecador va a descargarse del peso de su falta.
Por otra parte, la religión védica es ritualista, a veces altamente especulativa. Con Varuna, desciende a las profundidades de la conciencia y realiza la noción de la santidad”. Agreguemos que esta religión se eleva a la pura noción de un Dios único que penetra y domina al gran Todo.
Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos arrojan en anchas ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la envoltura externa de los Vedas. Con la noción de Agni, del fuego divino, tocamos el nudo de la doctrina, a su fondo esotérico y trascendente. En efecto, Agni es el agente cósmico, el principio universal por excelencia. “No es solamente el fuego terrestre del relámpago y del sol. Su verdadera patria es el cielo invisible, místico, estancia de su eterna luz y de los primeros principios de todas las cosas. Sus nacimientos son infinitos: bien que brote del trozo de madera en el que duerme como el embrión en la matriz, bien que, “Hijo de las Ondas”, se lance, con el ruido del trueno, desde los ríos celestiales donde los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado con aranis de oro. El es el hermano mayor de los dioses, pontífice en el cielo como en la tierra, y él ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván y los Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como protector, huésped y amigo de los hombres. Amo y generador del sacrificio, Agni viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto es el sacrificio. Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y conserva la vida universal; en una palabra, es la potencia cosmogónica.
“Soma es el compañero de Agni. En realidad es el brebaje de una planta fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio. Pero, al igual que Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema está en las profundidades del tercer cielo, donde Surya, la hija del sol, le ha infiltrado, donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador. De allí es de donde el Halcón, un símbolo del rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres. Los dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo serán a su vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los bienaventurados. Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre, penetra a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y da su
vuelo a la oración. Alma del cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él forma con Agni un par inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las estrellas”. (A. Barth. Les religions de l’Inde).
La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios esenciales del universo, según la doctrina esotérica y según toda filosofía viva. Agni es el Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno femenino, el Alma del mundo o substancia etérea, matriz de todos los mundos visibles e invisibles a nuestros ojos, la Naturaleza, en fin, o la materia sutil en sus infinitas transformaciones. (Lo que prueba indudablemente que Soma representaba el principio femenino absoluto, es que los brahmanes lo
identificaron más tarde con la luna. La luna simboliza el principio femenino en todas las religiones antiguas, así como el sol simboliza el principio masculino). La unión perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia de Dios.
De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos fecunda. Los Vedas hacen del acto cosmogónico un sacrificio perpetuo. Para producir todo lo existente, el Ser supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su unidad. Ese sacrificio es, pues, considerado como el punto vital de todas las fusiones de la Naturaleza. Esta idea sorprende al principio; mas es muy profunda cuando se reflexiona sobre ella y contiene en germen toda la doctrina teosófica de la evolución de Dios en el mundo, la síntesis esotérica del
politeísmo y del monoteísmo. Ella dará vida a la doctrina dionisíaca de la caída y de la redención de las almas, que florecerá en Hermes y en Orfeo. De ahí brotará la doctrina del Verbo divino proclamada por Krishna, predicada por Jesús Cristo.
El sacrificio del fuego con sus ceremonias y sus plegarias, centro inmutable del culto védico, se convierte así en la imagen del gran acto cosmogónico. Los Vedas dan una importancia capital a la oración, a la fórmula de invocación que acompaña al sacrificio. Por esta razón, consideran a la plegaria como una diosa: Brahmanaspati. La fe en el poder evocador y creador de la palabra humana, acompañada del movimiento poderoso del alma, o de una intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y la razón de la doctrina egipcia y caldea de la magia. Para el sacerdote védico y brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte del culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden.
En cuanto a la inmortalidad del alma, los Vedas la afirman tan alta y claramente como es posible hacerlo. “Es una parte inmortal del hombre; ella es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos, inflames con tus fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos, en el cuerpo glorioso formado por ti”. Los poetas védicos no indican solamente el destino del alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde ha nacido el alma?. “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que se van y
vuelven a venir”. He ahí en dos palabras la doctrina de la reencarnación que jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo, entre los Egipcios y los Órficos, en la filosofía de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios, el arcano de los arcanos.
¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las grandes líneas de un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica del universo?. No hay allí solamente la intuición profunda de las verdades intelectuales anteriores y superiores a la observación; hay, además, unidad y amplitud de miras en la comprensión de la Naturaleza, en la coordinación de sus fenómenos. Como un hermoso cristal de roca, la conciencia del poeta védico refleja el sol de la eterna verdad, y en ese prisma brillante se juntan ya todos los rayos de la teosofía universal. Los principios de la doctrina permanente son todavía más visibles aquí que en los otros libros sagrados de la India, y en las otras religiones
semíticas o arias, a causa de la singular franqueza de los poetas védicos y de la transparencia de esa religión primitiva, tan alta y tan pura. En aquella época, la distinción entre los misterios y el culto popular no existía. Pero leyendo atentamente los Vedas, detrás del padre de familia o el poeta oficiante de los himnos, se ve ya otro personaje más importante: el Rishi, el sabio, el iniciado, de quien ha recibido la verdad. Se ve también que esa verdad se ha transmitido por una tradición ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la raza aria. He ahí, pues, al pueblo ario lanzado en la carrera de conquista y civilización, a lo largo del Indus y del Ganges. El genio invisible de Rama, la inteligencia de las cosas divinas, Deva Nahousha, reina sobre él. Agni, el fuego sagrado, circula por sus venas. Una aurora rosada envuelve a esta edad de juventud, de fuerza, de virilidad. La familia está constituida, la mujer respetada. Sacerdotisa en el hogar, a veces compone y canta ella misma los himnos. “Que el marido de esta esposa viva cien otoños”, dice un poeta. Se ama a la vida; pero se cree también en su más allá. El rey habita en un castillo sobre la colina que domina al pueblo. En la guerra va montado en un carro brillante, vestido con armas relucientes, coronado con una tiara, y resplandece como el dios Indra.
Más tarde, cuando los brahmanes hayan establecido su autoridad, se verá elevarse cerca del palacio espléndido del Maharaja, o gran rey, la pagoda de piedra de donde saldrán las artes, la poesía y el drama de los dioses, gesticulado y cantado por las bailarinas sagradas. Por el momento las castas existen, pero sin rigor, sin barrera absoluta. El guerrero es sacerdote y el sacerdote guerrero, más frecuentemente servidor oficiante del jefe o del rey.
Más he aquí un personaje de aspecto pobre y de gran porvenir. Cabellos y barba incultos, medio desnudo, cubierto de harapos rojos. Ese muní, ese solitario habita cerca de los lagos sagrados, en las soledades salvajes, donde se dedica a la meditación y a la vida ascética. De cuando en cuando viene para amonestar al jefe o al rey. Frecuentemente le rechazan, le desobedecen; pero le respetan y le temen. Ejerce ya un poder temible. Entre aquel rey, sobre su carro dorado, rodeado por sus guerreros, y este muní casi desnudo, sin otras armas que su pensamiento, su palabra y su mirada, habrá una lucha, y el vencedor formidable no será el rey; será el solitario, el mendigo descarnado, porque tendrá la ciencia y la voluntad. La historia de esa lucha es la del brahmanismo, como más tarde será la del buddhismo, y en ella se resume casi toda la historia de la India.



LA JUVENTUD DE KRISHNA

Al pie del monte Meru se extendía un fresco valle lleno de praderas y dominado por vastos bosques de cedros, por donde pasaba el soplo puro del Himavat. En este alto valle habitaba un pueblo de pastores sobre el cual reinaba el patriarca Nanda, amigo de los anacoretas. Allí Devaki encontró un refugio contra las persecuciones del tirano de Madura; y allí, en la morada de Nanda, nació su hijo Krishna. A excepción de Nanda, nadie supo quién era la extranjera y de dónde procedía aquel hijo. Las mujeres del país dijeron únicamente: “Es un hijo de los Gandharvas. (Son los genios que, en toda la poesía india, se supone presiden a los matrimonios de amor). Porque los músicos de Indra deben haber presidido a los amores de esa mujer que parece una ninfa celeste, una Apsara”. El hijo maravilloso de la mujer desconocida creció entre los rebaños y los pastores, ante los ojos de su madre. Le llamaban “el Radiante”, porque su sola presencia, su sonrisa y sus grandes ojos tenían el don de difundir la alegría. Animales, niños, mujeres, hombres, todo el mundo le quería, y él parecía querer a todo el mundo, sonriendo a su madre, jugando con las ovejas y los niños de su edad o hablando con los viejos. El niño Krishna no tenía temor alguno; lleno de audacia ejecutaba acciones sorprendentes. A veces se le encontraba en los bosques, recostado sobre el musgo, abrazando a jóvenes panteras y abriéndoles la boca sin que se atreviesen a morderle. Tenía también inmovilidades repentinas, admiraciones profundas, tristezas extrañas. Entonces se apartaba de todos, y grave, absorto, miraba sin responder. Pero sobre todas las cosas y todos los seres, Krishna adoraba a su joven madre, tan bella, tan radiante, que le hablaba del cielo de los Devas, de combates heroicos y de cosas maravillosas que ella había aprendido con los anacoretas. Y los pastores que conducían sus rebaños bajo los cedros del monte Meru decían: “¿Quién es esta madre y quién su hijo?. Aunque vestida como nuestras mujeres, parece una reina. El hijo maravilloso se ha criado con los nuestros, y sin embargo no se les parece. ¿Es un genio?. ¿Es un dios?. Quienquiera que sea, nos traerá felicidad”.
Cuando Krishna tuvo quince años, su madre Devaki fue vuelta a llamar por el jefe de los anacoretas. Un día desapareció sin decir adiós a su hijo. Krishna, no viéndola ya, fue a buscar al patriarca Nanda y le dijo:
— ¿Dónde está mi madre?.
Nanda respondió, inclinando la cabeza: — Hijo mío, no me lo preguntes. Tu madre ha partido para un largo viaje. Ha vuelto al país de donde vino, y no sé cuándo volverá. Krishna no respondió nada, pero cayó en una meditación tan profunda que todos los niños se apartaban de él como sobrecogidos por un
temor supersticioso. Krishna abandonó a sus compañeros, dejó sus juegos, y perdido en sus pensamientos, se fue solo por el monte Meru y erró así durante varias semanas. Una mañana llegó a una alta cima cubierta de árboles, desde donde la vista se extendía sobre la cordillera del Himavat. De repente divisó cerca de él un anciano, de elevada estatura, vestido con el traje blanco de los anacoretas, en pie bajo los cedros gigantescos, bañado por la luz matutina. Parecía un centenario; su barba de nieve y su frente brillaban con majestad. El joven lleno de vida y el anciano se miraron largo tiempo. Los ojos del viejo se posaban con complacencia sobre Krishna. Éste quedó tan maravillado al verle, que enmudeció lleno de admiración. Aunque por primera vez le veía, pareció conocerle.
— ¿A quién buscas? — le dijo por fin el anciano.
— A mi madre.
— Tu madre no está ya aquí.
— ¿Dónde la encontraré?.
— Al lado de Aquel que no cambia nunca.
— Pero ¿cómo encontrar a Aquel?.
— Busca.
— Y a ti, ¿te volveré a ver?.

— Sí; cuando la hija de la Serpiente incite al crimen al hijo del Toro, entonces me volverás a ver en una aurora de púrpura. Entonces matarás al Toro y aplastarás la cabeza de la Serpiente. Hijo de Mahadeva, sabe que tú y yo no formamos más que uno solo en Aquél. ¡Busca, busca, busca siempre! Y el centenario extendió las manos en signo de bendición. Después se volvió dando algunos pasos bajo los altos cedros, en dirección del Himavat. De pronto pareció a Krishna que su forma majestuosa se volvía transparente, después temblorosa, y desapareció en el brillo de las finas hojas de las ramas, en una vibración luminosa. (Es una creencia constante en la India que los grandes ascetas pueden manifestarse a distancia bajo una apariencia visible, mientras su cuerpo queda sumergido en un sueño cataléptico). Cuando Krishna descendió del monte Meru, parecía como transformado.  Una energía nueva irradiaba de su ser. Reunió a sus compañeros y les dijo:
“Vamos a luchar contra los toros y las serpientes; vamos a defender a los buenos y a subyugar a los malvados”.
Con el arco en la mano y la espada al cinto, Krishna y sus amigos, los hijos de sus pastores, convertidos en guerreros, comenzaron a batir las selvas luchando contra las bestias feroces. En el fondo de los bosques, se oían los aullidos de las hienas, los chacales, los tigres, y los gritos de triunfo de los jóvenes. Krishna mató y domó leones, hizo la guerra a reyes y libertó a tribus oprimidas. Más la tristeza invadía el fondo de su corazón. Su alma sólo tenía un deseo profundo, misterioso, oculto: encontrar a su madre y volver a hallar al extraño y sublime anciano. Recordaba sus palabras: “¿No me prometió que le vería cuando aplastase la cabeza de la serpiente?. ¿No me dijo que encontraría a mi madre al lado de Aquel que no cambia nunca?”. Pero por mucho que luchaba y vencía, no había vuelto a ver ni al viejo sublime ni a su madre radiante. Un día oyó hablar de Kalayeni, el rey de las serpientes, y pidió luchar con el más terrible de sus animales en presencia del mago negro. Se decía que aquel animal, adiestrado por Kalayeni, había ya devorado centenares de hombres, y que su mirada
helaba de espanto a los más valientes. Del fondo del templo tenebroso de Kali, Krishna vio salir, a la voz de Kalayeni, un largo reptil azul verdoso. La
serpiente enderezó lentamente su cuerpo grueso, hinchó su cresta rojiza, y sus ojos penetrantes se encendieron en su cabeza monstruosa, cubierta de conchas relucientes. “Esta serpiente, dijo Kalayeni, sabe muchas cosas, es un demonio poderoso. No se las dirá más que a quien la mate; ella mata a los vencidos. Te ha visto, te mira, estás en su poder. Sólo te resta adorarla o perecer en una lucha insensata”. A estas palabras, Krishna se indignó, porque sentía que su corazón era como la punta del rayo. Miró a la serpiente y se lanzó sobre ella, cogiéndola por debajo de la cabeza. Hombre y serpiente rodaron por las escaleras del templo. Pero antes que el reptil se le hubiese enroscado, Krishna le cortó la cabeza con su espada y, desembarazándose del cuerpo, que se retorcía aún, el joven vencedor levantó, con aire de triunfo, la cabeza de la serpiente en su mano izquierda. Aquella cabeza vivía aún; miraba a Krishna y le dijo: “¿Por qué me has matado, hijo de Mahadeva? ¿Crees encontrar la verdad matando a los vivos?. ¡Insensato: no la encontrarás más que agonizando tú mismo. La muerte está en la vida, la vida está en la muerte. Teme a la hija de la serpiente y a la sangre vertida? ¡Guárdate! ¡Ten cuidado!”. Hablando así, la serpiente murió. Krishna dejó caer la cabeza del reptil y se marchó lleno de horror. Kalayeni dijo: “No puedo nada sobre este hombre; sólo Kali podría dominarle con un encanto”.
Tras un mes de abluciones y de oración en la orilla del Ganges, luego de haberse purificado en la luz del sol y en el pensamiento de Mahadeva, Krishna volvió a su país natal, entre los pastores del monte Meru. La luna de otoño mostraba sobre los bosques de cedros su globo resplandeciente; de noche el aire se embalsamaba con el perfume de los lirios silvestres, donde las abejas murmuraban durante el día. Sentado bajo un gran cedro, al borde de una pradera, Krishna, cansado de los varios combates de la tierra, soñaba en combates celestes y en lo infinito del cielo. Cuanto más pensaba en su radiante madre y en el anciano sublime, más sus hazañas juveniles le parecían despreciables, y más las cosas del cielo se le hacían vivas. Un encanto consolador, una divina reminiscencia, le inundaban por completo. Un himno de reconocimiento a Mahadeva subió de su corazón y desbordó de sus labios en una melodía, suave y angélica. Atraídas por aquel canto maravilloso, las Gopis, las hijas y las mujeres de los pastores, salieron de sus moradas. Las primeras, al ver a las mayores de la familia en su camino, volvieron a entrar en seguida, después de simular que cogían flores. Algunas se aproximaron más, llamando: ¡Krishna!, ¡Krishna!, y después huyeron avergonzadas. Animándose poco a poco, las mujeres rodearon a Krishna por grupos, como gacelas tímidas y curiosas encantadas por sus melodías. Él, abstraído en el sueño de los dioses, no las veía. Atraídas más y más por su canto, las Gopis comenzaron a impacientarse de que no se fijara en ellas. Nichdali, la hija de Nanda, con los ojos cerrados, había caído en una especie de éxtasis. Su hermana Sarasvati, más atrevida, se deslizó al lado del hijo de
Devaki, y le dijo con voz cariñosa:
— ¡Oh, Krishna! ¿No ves que te escuchamos y que no podemos dormir en nuestras moradas?. Tus melodías nos han embelesado, ¡Oh, héroe adorable!, y henos aquí, encadenadas a tu voz, y no pudiendo ya vivir sin ti.
— Canta más — dijo una joven —; enséñanos a modular nuestras voces.
— Enséñanos la danza — dijo una mujer, y Krishna, saliendo de su sueño, lanzó sobre las Gopis benévolas miradas. Les dirigió palabras amables, y cogiéndolas de la mano, las hizo sentar sobre el césped, a la sombra de los grandes cedros, bajo la luz de la luna brillante. Entonces les contó lo que había visto en su ensimismamiento: la historia de los dioses y de los héroes, las guerras de Indra, y las hazañas del divino Rama. Mujeres y mozas escuchaban encantadas. Aquellas narraciones duraban hasta el alba. Cuando la rosada aurora subía tras el monte Meru, y los kokilas comenzaban a cantar bajo los cedros, las hijas y las mujeres de los Gopis volvían furtivamente a sus viviendas. Pero al día siguiente, en cuanto la luna mágica mostraba su creciente, volvían más ávidas dé escucharle. Krishna, al ver que se exaltaban con sus relatos, las enseñó a cantar con sus voces y a figurar con sus gestos las acciones sublimes de los héroes y de los dioses. A las unas dio vinas, de cuerdas vibrantes como almas; a las otras, címbalos, sonoros como los corazones de los guerreros, y tambores, que imitaban el trueno. Eligiendo a las más bellas, las animaba con sus pensamientos, y, con los brazos extendidos, andando y moviéndose en un sueño divino, las bailarinas sagradas representaban la majestad de Varuna, la cólera de Indra matando al dragón, o la desesperación de Maya abandonada. De este modo, los combates y la gloria eterna de los dioses, que Krishna había contemplado en sí mismo, revivían en aquellas mujeres dichosas y transfiguradas.
Una mañana, las Gopis se habían dispersado. Los timbres de sus instrumentos variados, de sus voces musicales y alegres se habían perdido a lo lejos. Krishna, solo bajo el gran cedro, vio venir a las dos hijas de Nanda: Sarasvati y Nichdali, que se sentaron a su lado. Sarasvati, echando sus brazos alrededor del cuello de Krishna, y haciendo ruido con sus brazaletes, le dijo: “Al enseñarnos los cantos y las danzas sagradas, has hecho de nosotras las más dichosas de las mujeres; pero seremos las más desdichadas cuando te marches. ¿Qué será de nosotras cuando no te veamos más?. ¡Oh Krishna! Sé nuestro esposo: mi hermana y yo seremos tus mujeres fieles, y nuestros ojos no tendrán el dolor de perderte”. Mientras Sarasvati hablaba así, Nichdali cerró los párpados como si cayera en éxtasis.
— Nichdali; ¿Por qué cierras los ojos? — preguntó Krishna.
— Está celosa — respondió Sarasvati riendo —. No quiere ver mis
brazos rodeando tu cuello.
— No — respondió Nichdali ruborizándose —: cierro los ojos para contemplar tu imagen que está grabada en el fondo de mí misma. Krishna, puedes marchar: no te perderé nunca. Krishna estaba pensativo. Rechazó sonriendo los brazos de Sarasvati, que apasionadamente oprimían su cuello, y mirando alternativamente a las dos mujeres, pasó sus brazos alrededor de sus talles. Primero posó su boca sobre los labios de Sarasvati, luego sobre los ojos de Nichdali. En esos dos largos besos, el joven Krishna pareció sondear y saborear todas las voluptuosidades de la tierra. Más, de repente, se estremeció y
dijo:
— Eres hermosa, ¡Oh, Sarasvati!, tú cuyos labios tienen el perfume del ámbar y de todas las flores; eres adorable, ¡Oh Nichdali!, tú cuyos párpados
velan profundos ojos y sabes sondear tu propia alma. Os amo a las dos. Pero ¿Cómo voy a ser vuestro esposo, puesto que mi corazón tendría que dividirse
entre ambas?.
— ¡No amará nunca! — dijo Sarasvati con despecho.
— Sólo amaré con amor eterno...
— ¿Y qué es preciso para que ames así? — dijo Nichdali con ternura.
Krishna se había levantado; sus ojos llameaban.
— ¿Para amar con amor eterno? — dijo —. ¡Es preciso que la luz del día se extinga, que el rayo caiga en mi corazón, y que un alma se lance fuera de mí hasta el fondo del cielo!
Mientras hablaba, pareció a las jóvenes que crecía de un codo. De repente, tuvieron miedo de él, y volvieron a su casa llorando. Krishna tomó solo el camino del monte Meru. La noche siguiente, las Gopis se reunieron para sus juegos, pero en vano esperan a su maestro. Había desaparecido, no dejando más que una esencia, un perfume de su ser: los cantos y las danzas sagradas.



V
INICIACIÓN

Entre tanto, el rey Kansa, al saber que su hermana Devaki había vivido con los anacoretas, sin haberla podido descubrir, empezó a perseguirlos como a bestias feroces, teniendo aquéllos que refugiarse en la parte más recóndita y más salvaje de la selva. Entonces su jefe, el viejo Vasichta, el centenario, se
puso en camino para hablar al rey de Madura. Los guardias vieron con admiración aparecer ante las puertas del palacio a un anciano ciego, guiado por una gacela que llevaba atada. Llenos de respeto al rishi, le dejaron pasar. Vasichta se aproximó al trono, donde Kansa estaba sentado al lado de Nysumba, y le dijo:
— Kansa, rey de Madura, desgraciado de ti, hijo del Toro, que persigues a los solitarios de la selva santa. Desgraciada de ti, hija de la Serpiente, que le
inspiras el odio. Vuestro castigo está próximo. Sabed que el hijo de Devaki vive. Vendrá cubierto con una armadura invulnerable y te arrojará desde tu
trono a la ignominia. Ahora, temblad y temed; es el castigo que los Devas os asignan.
Los guerreros, los guardias, los servidores, se habían prosternado ante el santo centenario, que volvió a salir conducido por su gacela, sin que nadie se
atreviera a tocarle. Pero a partir de aquel día, Kansa y Nysumba pensaron en los medios de hacer morir secretamente al rey de los anacoretas. Devaki había
muerto, y nadie aparte de Vasichta sabía que Krishna era su hijo. El ruido de las hazañas de éste había llegado a oídos del rey. Kansa pensó: “Tengo necesidad de un hombre fuerte para defenderme! El que ha matado a la gran serpiente de Kalayeni, no tendrá miedo del anacoreta”. Kansa mandó decir al
patriarca Nanda: “Envíame al joven héroe Krishna para que sea el conductor de mi carro y mi primer consejero”. (En la India antigua, esas dos funciones estaban con frecuencia reunidas en una misma persona. Los conductores de los carros de los reyes eran grandes personajes y frecuentemente los ministros de los monarcas. Los ejemplos son numerosísimos en la poesía indostánica). Nanda comunicó a Krishna la orden del rey y Krishna respondió: “Iré.” Aparte pensaba: “¿El rey de Madura será Aquel que no cambia jamás?. Por él sabré dónde está mi madre”. Kansa, viendo la fuerza, la destreza y la inteligencia de Krishna, le estimaba mucho y le confió la guardia de su reino. Nysumba, al ver al héroe del monte Meru, se estremeció en su carne con un deseo impuro, y
su espíritu sutil tramó un proyecto tenebroso a la luz de un pensamiento criminal.
Sin que el rey lo supiera, llamó a su gineceo al conductor del carro. Como maga que era, poseía el arte de rejuvenecerse momentáneamente por medio de filtros poderosos. El hijo de Devaki encontró a Nysumba, la de los senos de ébano, casi desnuda, sobre un lecho de púrpura: anillos de oro ceñían sus tobillos y sus brazos; una diadema de piedras preciosas chispeaba sobre su cabeza. A sus pies ardía un pebetero de cobre, del que se escapaba una nube de perfumes.
—Krishna — dijo la hija del rey de las serpientes —, tu frente es más tranquila que la nieve del Himavat y tu corazón es como la punta del rayo. En tu inocencia resplandeces sobre los reyes de la, tierra. Aquí, nadie te ha reconocido; tú te ignoras a ti mismo. Yo sola sé quién eres; los Devas han hecho de ti el dueño de los hombres; yo sola puedo hacer de ti el dueño del mundo. ¿Quieres?.
— Si Mahadeva habla por tu boca — dijo Krishna con grave acento — me dirás, dónde está mi madre y dónde encontraré al gran anciano que me habló bajo los cedros del monte Meru.
— ¿Tu madre? — dijo Nysumba con desdeñosa sonrisa —; no soy yo ciertamente quien te lo enseñará; en cuanto a tu anciano, no le conozco. ¡Insensato!, persigues sueños y no ves los tesoros de la tierra que yo te ofrezco. Hay seres que llevan la corona y que no son reyes. Hay hijos de pastores que llevan la realeza en su frente y que no conocen su fuerza. Tú eres fuerte, joven, bello; los corazones están contigo. Mata al rey durante su sueño y yo pondré la corona sobre tu cabeza y serás el dueño del mundo. Porque yo te amo y me estás predestinado. Lo quiero, lo ordeno. Mientras hablaba así, la reina se, había levantado imperiosa, fascinante, terrible como una hermosa serpiente. En pie sobre su lecho, lanzó con sus ojos negros una llama tan sombría en los ojos límpidos de Krishna, que éste se estremeció espantado. En aquella mirada, el infierno se le apareció. Vio el abismo del templo de Kali, diosa del Deseo y de la Muerte, y las serpientes que allí se retorcían en una agonía eterna. Entonces, repentinamente, los ojos de Krishna parecieron como dos dagas. Sus miradas traspasaron a la reina de parte a parte, y el héroe del monte Meru exclamó:
— Soy fiel al rey que me ha tomado por defensor; pero tú, sábelo: Nysumba lanzó un grito penetrante, y rodó sobre su cama, mordiendo la púrpura. Toda su juventud ficticia se había desvanecido, volviéndose vieja y arrugada. Krishna, dejándola con su cólera, salió. Perseguido noche y día por las palabras del anacoreta, el rey de Madura dijo a su conductor de carro:
— Desde que el enemigo ha puesto el pie en mi palacio, no duermo ya en paz sobre mi trono. Un mago infernal llamado Vasichta, que vive en una profunda selva, ha venido a lanzarme su maldición. Desde entonces, no respiro: el anciano ha emponzoñado mis días. Pero contigo no temo nada, no le temo.
Ven conmigo a la selva maldita. Un espía que conoce todos los senderos nos conducirá.
“En cuanto lo veas, corre hacia él y hiérelo, sin darle tiempo a decirte una palabra o lanzarte una mirada. Cuando esté herido mortalmente, pregúntale dónde está el hijo de mi hermana Devaki, y cuál es su nombre. La paz de mi reino depende de este misterio”.
— En verdad — respondió Krishna —, no he tenido miedo de Kalayeni ni de la serpiente de Kali. ¿Quién podría hacerme temblar ahora?. Por poderoso que sea ese hombre, sabré lo que te oculta.
Disfrazados de cazadores, marchaban sobre un carro tirado por caballos fogosos; el espía que había explorado la selva iba detrás. Era el principio de la estación de lluvias. Los ríos se henchían, las plantas recubrían los caminos, y la línea blanca de las cigüeñas surcaba las brumas. Cuando se aproximaron al
bosque sagrado, el horizonte se ensombreció, el sol se veló, la atmósfera se llenó de una niebla cobriza. Del cielo tempestuoso pendían nubes como trombas, sobre la cabellera asustada de los bosques.
— ¿Por qué — dijo Krishna al rey — el cielo se ha oscurecido de repente, y la selva se pone negra?.
— Lo sé — dijo el rey de Madura —; es Vasichta, el malvado solitario, que ensombrece el cielo y eriza contra mí el bosque maldito. Pero, Krishna,
¿tienes miedo?.
— Aunque el cielo cambie de aspecto y la tierra de color, nada temo.
— Entonces, avanza.
Krishna fustigó a los caballos, y el carro entró bajo la sombra espesa de las baobabs, corriendo algún tiempo con velocidad maravillosa. Pero la selva se volvía cada vez más salvaje y más terrible. Los relámpagos la iluminaron; el trueno retumbó.
— Jamás — dijo Krishna — he visto el cielo tan negro ni retorcerse así los árboles. ¡Bien poderoso es tu mago! 

    Krishna, matador de serpientes, héroe del monte Meru, ¿Tienes miedo?.
— Aunque la tierra tiemble y el cielo se hunda, no tengo miedo.
— Entonces, ¡adelante!
De nuevo el intrépido conductor fustigó a los caballos, y el carro continuó su carrera. Entonces, la tempestad se volvió tan espantosa que los árboles gigantes se inclinaron. La selva sacudida gimió como estremecida por el alarido de mil demonios. El rayo cayó al lado de los viajeros; un boabab roto obstruyó el camino; los caballos se detuvieron, y la tierra tembló.
— ¿Es, pues, un dios tu enemigo? — dijo Krishna —. Porque Indra mismo
le protege.
— Tocamos al objetivo — dijo el espía al rey —. Mira este sendero entre el césped. Al final se ve una cabaña miserable. Allí habita Vasichta, el gran muni, el que alimenta a los pájaros, temido por las fieras y protegido por una gacela, Pero ni por una corona de rey daré un paso más.
A estas palabras, el rey de Madura se había puesto lívido. “¿Es allí realmente, detrás de aquellos árboles?”. Y cogiéndose tembloroso a Krishna, murmuró en voz baja, estremeciéndose todos sus miembros: — Vasichta, Vasichta, el que medita mi muerte, está allí. Me ve desde el fondo de su retiro... Su ojo me persigue. ¡Líbrame de él!
— Sí, por Mahadeva — dijo Krishna, bajando del carro y saltando por encima del tronco del baobab —, quiero ver al que te hace temblar así.
El muni centenario Vasichta vivía hacía un año en aquella cabaña escondida en lo más profundo de la selva santa, esperando la muerte. Antes de morir el cuerpo, se había libertado de la prisión de la materia. Sus ojos se habían extinguido, pero veía por el alma. Su piel percibía apenas el calor y el frío, pero su espíritu vivía, en una unidad perfecta con el Espíritu soberano.
No veía ya las cosas de este mundo más que a través de la luz de Brahma, rezando, meditando sin cesar. Un discípulo fiel le llevaba diariamente a la ermita los granos de arroz de que vivía. La gacela que comía en su mano, le advertía bramando de la proximidad de las fieras. Entonces las alejaba murmurando un mantra, y extendiendo su bastón de bambú de siete nudos. En cuanto a los hombres, quienesquiera que fuesen, los veía por medio de su mirada interna, desde varias leguas de distancia.
Krishna, marchando por el estrecho sendero, se, encontró de repente frente a Vasichta. El rey de los anacoretas estaba sentado, las piernas cruzadas sobre una estera, apoyado contra el poste que sostenía su cabaña, en una paz profunda. De sus ojos de ciego salía un resplandor interno de vidente. En cuanto Krishna le vio, reconoció que era “¡el sublime anciano!”. Sintió una conmoción de alegría, y el respeto inclinó hacia él su alma entera. Olvidando al rey, su carro y su reino, se arrodilló ante el santo y le adoró.
Vasichta parecía verle. Su cuerpo, apoyado en la cabaña, se enderezó por una ligera oscilación, extendió los dos brazos para bendecir a su huésped y sus
labios murmuraron la sílaba sagrada: ¡AUM! (En la iniciación brahmánica significa: el Dios supremo, el Dios Espíritu. Cada una de estas letras

corresponde a una de las facultades divinas, popularmente hablando a una de las personas de la Trinidad). El rey Kansa, al no oír nada, ni ver volver a su conductor, se deslizó con furtivo paso por el sendero y quedó petrificado de asombro viendo a Krishna arrodillado ante el santo anacoreta. Éste dirigió a
Kansa sus ojos de ciego y, levantando su bastón, dijo:
— Rey de Madura, vienes a matarme; está bien.
Porque vas a libertarme de la miseria de este cuerpo. ¿Quieres saber dónde está el hijo de tu hermana Devaki, que ha de destronarte?. Helo aquí, indinado ante mí y ante Mahadeva, y es Krishna, tu propio conductor. Considera cuán insensato eres y cuán maldito, puesto que tu enemigo más terrible es ese mismo. Me lo has traído para que yo le diga que es el predestinado. ¡Tiembla! Estás perdido, pues tu alma infernal va a ser la presa de los demonios.
Kansa escuchaba estupefacto. No osaba mirar al anciano cara a cara; pálido de ira y viendo a Krishna de rodillas, cogió su arco, y tendiéndolo con toda su fuerza, lanzó una flecha contra el hijo de Devaki. Pero el brazo había temblado, y la flecha se desvió, yéndose a clavar en el pecho de Vasichta, que, con los brazos en cruz, parecía esperarla como en éxtasis.
Un grito se oyó, un grito terrible, no del pecho del anciano, sino del de Krishna. E1 había sentido vibrar la flecha en su oído, la había visto en la carne del santo... y le parecía que se había clavado en su propio corazón; de tal modo su alma en ese instante se había identificado con la del rishi. Con esta flecha aguda, todo el dolor del mundo traspasó el alma de Krishna, la desgarró hasta sus profundidades.

Entre tanto, Vasichta con la flecha en su pecho, sin cambiar de postura, agitaba aún los labios y murmuró:
— Hijo de Mahadeva, ¿Por qué lanzar ese grito? 
Matar es vano. La flecha no puede herir al alma, y la víctima es el vencedor del asesino. Triunfa, Krishna; el destino se cumple; yo vuelvo a Aquel que no cambia jamás. Que Brahma reciba mi alma. Pero tú, su elegido, salvador del mundo, ¡en pie!, ¡Krishna!, ¡Krishna!
    Krishna se levantó con la mano en su espada; quiso volverse contra el rey. Pero Kansa había huido.
Entonces un resplandor hendió el negro cielo, y Krishna cayó a tierra como herido por el rayo bajo una luz deslumbradora. Mientras su cuerpo permanecía insensible, su alma, unida a la del anciano, por el poder de la simpatía, subió en los espacios. La tierra, con sus ríos, sus mares, sus continentes, desapareció como una negra esfera y los dos se levantaron al séptimo cielo de los Devas, hasta el Padre de los seres, el sol de los soles, Mahadeva, la inteligencia divina. Ambos se sumergieron en un océano de luz que se abría ante ellos. En el centro de la esfera, Krishna vio a Devaki, su madre radiante, su madre glorificada, que con sonrisa inefable, le tenía los brazos, le atraía a su seno. Millares de Devas venían a beber en la radiación de la Virgen-Madre, como en un foco incandescente. Y Krishna se sintió reasorbido en una mirada de amor de Devaki. Entonces, del corazón de la madre luminosa, su ser irradió a través de todos los cielos. Sintió que él era el Hijo, el alma divina de todos los seres, la Palabra de Vida, el Verbo creador superior a la vida universal; él la penetraba, sin embargo por la esencia del dolor, por el fuego de la oración y la felicidad de un divino sacrificio.
Cuando Krishna volvió en sí, el trueno retumbaba aún en el cielo, la selva estaba sombría y torrentes de lluvia caían sobre la cabaña. Una gacela lamía la sangre sobre el cuerpo del asceta atravesado. “El anciano sublime” ya no era más que un cadáver. Pero Krishna se levantó como resucitado. Un abismo le separaba del mundo y de sus vanas apariencias. El había percibido la gran verdad y comprendido su misión. En cuanto al rey Kansa, lleno de espanto, huía sobre su carro perseguido por la tempestad, y sus caballos se encabritaban como fustigados por mil demonios.
(La leyenda de Krishna nos lleva a la fuente misma de la idea de la Virgen-Madre, el Hombre-Dios y de la Trinidad. En la India, esta idea aparece, desde el origen, en su simbolismo transparente, con su profundo sentido metafísico. En el libro Y, capítulo II, él Vishnu-Purana, después de contar la concepción de Krishna por Devaki, añade: “Nadie podía mirar a Devaki a causa de la luz que la envolvía, y los que contemplaban su esplendor sentían su espíritu turbado; los dioses, invisibles a los mortales, celebraban continuamente sus alabanzas desde que Vishnú estaba encerrado en su persona”. Ellos decían: “Tú eres esa Prakriti infinita y sutil y que llevó antes a Brahma en su seno; tú fuiste luego la diosa de la Palabra, la
energía del Creador del universo y la madre de los Vedas. ¡Oh, tú!, ser eterno, que comprendes en tu substancia la esencia de todas las cosas creadas, tú eres idéntica con la creación, tú eres el sacrificio de donde procede cuanto produce la tierra; tú eres la madera que por el frotamiento engendra el fuego. Como Aditi, eres la madre de los dioses; como Diti, eres
la de los Daytas, sus enemigos. Tú eres la luz de donde nace el día, eres la humildad, madre de la verdadera sabiduría, tú eres la política de los reyes, madre del orden; tú eres el deseo de que nace el amor; tú eres la satisfacción de donde la resignación deriva; tú eres la inteligencia, madre de la ciencia; tú eres la paciencia, madre del valor; todo el firmamento y las estrellas son tus hijos; de ti procede todo cuanto existe... Tú has descendido a la tierra para la salvación del mundo. Ten compasión de nosotros, ¡Oh Diosa!, y muéstrate favorable al universo; sé orgullosa de llevar en ti al Dios que sostiene al mundo”. Este pasaje prueba que los brahmanes identificaban a la madre de Krishna con la substancia universal y el principio femenino de la Naturaleza. De éste hicieron ellos la segunda persona de la Trinidad divina, de la tríada inicial y no manifestada. El Padre, Nara (Eterno-Masculino); la Madre, Nari (Eterno-Femenino) y el hijo, Viradi (Verbo-Creador), tales son las facultades divinas. En otros términos: el principio intelectual, el principio plástico, el principio productor. Los tres juntos constituyen la natura naturans, para emplear un término de Spinoza. El mundo organizado, el universo vivo, natura naturata, es el producto del verbo
creador, que se manifiesta a su vez bajo sus formas: Brahma, el Espíritu, corresponde al mundo divino; Vishnú, el alma, responde al mundo humano; Siva, el cuerpo, se refiere al mundo natural. En estos tres mundos, el principio masculino y el principio femenino (esencia y substancia) son igualmente activos, y el Eterno femenino se manifiesta a la vez en la naturaleza terrestre, humana y divina. Isis es triple, Cibeles también. Se ve, así concebida, que la doble trinidad, la de Dios y la del Universo, contiene los principios y el cuadro de una teodicea y de una cosmogonía. Es justo reconocer que esta idea-madre ha salido de la India. Todos los templos antiguos, todas las grandes religiones y varias filosofías célebres, la han adoptado. Desde el tiempo de los apóstoles y en los primeros siglos del cristianismo, los iniciados cristianos reverenciaban el principio femenino de la naturaleza visible e invisible, bajo el nombre de Espíritu Santo, representado por una paloma, signo de la potencia femenina en todos los templos de Asia y de Europa. Si después la Iglesia ha ocultado y perdido la clave de sus misterios, su sentido se halla aún escrito en sus símbolos.

VI
LA DOCTRINA DE LOS INICIADOS

Krishna fue saludado por los anacoretas como el sucesor esperado y predestinado de Vasichta. Se celebró el srada, o ceremonia fúnebre del santo anciano, en la selva sagrada, y el hijo de Devaki recibió el bastón de siete nudos, signo de mando, después de haber hecho el sacrificio del fuego en presencia de los más antiguos anacoretas, de los que saben de memoria los tres Vedas. En seguida, Krishna se retiró al monte Meru para meditar allí su doctrina y el camino de salvación para los hombres. Sus meditaciones y sus austeridades duraron siete años. Entonces sintió que había dominado a su naturaleza terrestre por medio de su naturaleza divina, y que se había identificado suficientemente, con el Sol de Mahadeva para merecer el nombre de hijo de Dios. Entonces llamó a su lado a los anacoretas jóvenes y ancianos para revelarles su doctrina. Encontraron ellos a Krishna purificado y engrandecido: el héroe se había transformado en santo; no había perdido la fuerza de los leones, pero había ganado la dulzura de las palomas. Entre los que acudieron en primer término se encontraba Arjuna, un descendiente de los reyes solares, uno de los Pandavas destronados por los Kuravas o reyes lunares. El joven Arjuna era apasionado, lleno de fuego, pero pronto a descorazonarse y caer en la duda, y se entusiasmó apasionadamente con las doctrinas de Krishna.
Sentado bajo los cedros del monte Meru, frente al Himavat, Krishna comenzó a hablar a sus discípulos de las verdades inaccesibles a los hombres que viven en la esclavitud de los sentidos. Les enseñó la doctrina del alma inmortal, de sus renacimientos, y de su unión mística con Dios. “El cuerpo decía —, envoltura del alma que en él mora, es una cosa finita; pero el alma que le habita es invisible, imponderable, incorruptible, eterna. (El enunciado
de esta doctrina, que fue más tarde la de Platón, se encuentra en el libro I del Bhagavad Gita en forma de diálogo entre Krishna y Arjona).
El hombre terrestre es triple como la divinidad que refleja: inteligencia, alma y cuerpo. Si el alma se une a la inteligencia, alcanza Satwa, la sabiduría y la paz; si el alma permanece incierta entre la inteligencia y el cuerpo, entonces está dominada por Raja, la pasión, y va de objeto a objeto en un círculo fatal; si, finalmente, el alma se abandona al cuerpo, entonces cae en Tama, la sinrazón, la ignorancia y la muerte temporal. He ahí lo que cada hombre puede observar en tí mismo y a su alrededor. (Libros XIII a XVIII Bhagavad Gita).
— Pero — preguntó Arjona — ¿Cuál es el destino del alma después de la muerte?. ¿Obedece siempre a la misma ley, o puede escapar de ella?. — Jamás la escapa y obedece siempre — respondió Krishna —. He ahí el misterio de los renacimientos. Como las profundidades del cielo se abren a los rayos de las estrellas, así las profundidades de la vida se iluminan a la luz de esta verdad. “Cuando el cuerpo se disuelve, y Satwa (la sabiduría) domina, el alma se eleva a las regiones de esos seres puros que tienen el conocimiento del Altísimo. Cuando el cuerpo experimenta esta disolución, mientras Raja (la pasión) reina, el alma vuelve a habitar de nuevo entre los que están apegados a las cosas de la tierra. Del mismo modo, si el cuerpo es destruido cuando Tama (la ignorancia) predomina, el alma oscurecida por la materia es de nuevo atraída por alguna matriz de seres irracionales”. (Ibid, Libro XIV).
— Eso es justo — dijo Arjona —. Pero enséñanos ahora lo que es, en el curso de los siglos, de los que han seguido la sabiduría y van a habitar después de su muerte en los mundos divinos.
— El hombre sorprendido por la muerte en la devoción — respondió Krishna —, luego de haber gozado durante varios siglos de las recompensas debidas a sus virtudes, en las regiones superiores, vuelve a habitar en una familia santa y respetable. Pero esta clase de regeneración en esta vida es muy difícil de obtener. El hombre así nacido de nuevo, se encuentra con el mismo grado de aplicación y de progreso, en cuanto al entendimiento, que los que tenía en su primer cuerpo, y comienza otra vez a trabajar para perfeccionarse en devoción. (Ibid, libro Y).
— De modo — dijo Arjuna — que aun los buenos se ven forzados a renacer y recomenzar la vida del cuerpo. Pero enséñanos, ¡Oh señor de la vida!, si para aquel que desea la sabiduría no hay fin a los eternos renacimientos.
— Escuchad, pues — dijo Krishna —, un grandísimo y profundo secreto, el misterio soberano, sublime y puro. Para alcanzar la perfección hay que conquistar la ciencia de la unidad, que está por encima de la sabiduría; hay que elevarse al ser divino que está por encima del alma, sobre la inteligencia misma. Mas este ser divino, este amigo sublime, está en cada uno de nosotros. Porque Dios reside en el interior de todo hombre, pero pocos saben encontrarle. He ahí la vía de salvación. Una vez que hayas presentido al ser perfecto que está sobre el mundo y en ti mismo, decídete a abandonar al enemigo, que toma la forma del deseo. Domad vuestras pasiones. Los goces que procuran los sentidos son como las matrices de los sufrimientos que han de venir. No hagáis solamente el bien: sed buenos.
Que el motivo esté en el acto y no en sus frutos. Renunciad al fruto de vuestras obras, pero que cada una de vuestras acciones sea como una ofrenda al Ser
supremo. El hombre que hace sacrificio de sus deseos y de sus obras al ser de que proceden los principios de todas las cosas y por quien el universo ha sido formado, obtiene por este sacrificio la perfección. Unido espiritualmente, alcanza esa sabiduría espiritual que está por encima del culto de las ofrendas, y siente una felicidad divina. Porque el que encuentra en si mismo su felicidad, su gozo, y al mismo tiempo también su luz, es Uno con Dios. Y, sabedlo: el alma que ha encontrado a Dios, queda libertada del renacimiento y de la muerte, de la vejez y del dolor, y bebe el agua de la inmortalidad. (Bhagavad Gita, passim).
De este modo, Krishna explicaba su doctrina a sus discípulos y por la contemplación interna les elevaba, poco a poco, a las sublimes verdades que se le habían revelado bajo el relámpago de la visión. Cuando hablaba de Mahadeva, su voz se volvía más grave, sus facciones se iluminaban. Un día, Arjuna, lleno de curiosidad y de audacia, le dijo: — Haznos ver a Mahadeva en su forma divina. ¿No pueden nuestros ojos contemplarle?. Entonces Krishna, levantándose, comenzó a hablar del ser que respira en todos los seres, el de las cien mil formas, el de innumerables ojos, el de caras vueltas hacia todos lados, y que, sin embargo, las sobrepasa con toda la altura del infinito; el que, en su cuerpo inmóvil y sin límites, encierra al universo moviente con todas sus divisiones. “Si en los cielos brillara al mismo tiempo el resplandor de mil soles, dijo Krishna, esto se parecería apenas al resplandor del único Todopoderoso”. Mientras hablaba así de Mahadeva, un rayo tal brotó de los ojos de Krishna, que los discípulos no pudieron sostener su brillo y se prosternaron a sus pies. Los cabellos de Arjuna se erizaron sobre su cabeza y encorvándose dijo, juntando las manos: “Maestro, tus palabras nos espantan y no podemos sostener la vista del gran Ser que tú evocas ante nuestros ojos. Ella nos abruma”. (Véase esta transfiguración de Krishna en el Libro XI del Bhagavad Gita. Se la puede comparar con la transfiguración de Jesús, XVI, San Mateo. Véase el libro VIII de esta obra).

Krishna continuó: “Escuchad lo que él nos dice por mi boca: Yo y vosotros hemos tenido varios renacimientos. Los míos sólo de mí son conocidos, pero vosotros no conocéis ni tan siquiera los vuestros. Aunque yo no estoy, por mi naturaleza, sujeto al nacimiento y a la muerte y soy el dueño de todas las criaturas, sin embargo, como mando en mi naturaleza, me hago visible por mi propia potencia y cuantas veces la virtud declina en el mundo y el vicio y la injusticia dominan, me hago visible, y así me encuentro de edad en edad, para la salvación del justo, la destrucción del malvado y el restablecimiento de la virtud. El que conoce, según la verdad, mi naturaleza y mi obra divina, al dejar su cuerpo no vuelve a renacer de nuevo, sino que viene a mí”. (Bhagavad Gita, libro IV. Traducción de Emile Bournouf. Cf. Schlegel et Wilkins).
Hablando así, Krishna miró a sus discípulos con dulzura y benevolencia. Arjuna exclamó:
— ¡Señor!, tú eres nuestro dueño, tú eres el hijo de Mahadeva. Lo veo en tu bondad, en tu encanto inefable aun más que en tu resplandor terrible. No es en los vértigos del infinito donde los Devas te buscan y te desean; es bajo la forma humana como te quieren y te adoran. Ni la penitencia, ni las limosnas, ni los Vedas, ni el sacrificio valen lo que una sola de tus miradas. Tú eres la Verdad. Condúcenos a la lucha, al combate, a la muerte. A dondequiera que sea, te seguiremos.
Sonrientes y encantados, los discípulos se agrupaban alrededor de Krishna, diciendo:
— ¿Cómo no lo hemos visto antes?. Es Mahadeva quien habla en ti.
Él respondió:
— Vuestros ojos no estaban abiertos. Os he comunicado el gran secreto.
No lo digáis más que a quienes puedan comprenderlo. Sois mis elegidos; vosotros veis el objetivo; la multitud no ve más que una pequeña porción del camino. Y ahora vamos a predicar al pueblo la vía de la salvación.


VII
EL TRIUNFO Y LA MUERTE

Después de haber instruido a sus discípulos en el monte Meru, Krishna fue con ellos a las orillas del Djamuna y del Ganges, para convertir al pueblo. Entraba en las cabañas y se detenía en las poblaciones. Al atardecer, en los alrededores de las aldeas, la multitud se agrupaba a su alrededor. Lo que predicaba ante todo el pueblo era la caridad hacia el prójimo. “Los males con que afligimos a nuestros semejantes, decía, nos persiguen como la sombra al cuerpo. Las obras que tienen como base el amor al prójimo, son las que deben ser ambicionadas por el justo, pues serán las que pesen más en la balanza celeste. Si acompañas a los buenos, tus ejemplos serán inútiles; no temas el vivir entre los malos para conducirlos hacia el bien. El hombre virtuoso es semejante al árbol gigantesco, cuya bienhechora sombra da a las plantas que le rodean la frescura de la vida”. A veces, Krishna, cuya alma desbordaba ahora un perfume de amor, hablaba de la abnegación y del sacrificio con suave voz e imágenes seductoras: “Como la tierra soporta a quienes la pisotean y desgarran su seno al labrarla, así debemos devolver el bien por el mal. El hombre honrado debe caer bajo los golpes de los perversos como el árbol sándalo, que cuando se le corta, perfuma el hacha que le ha herido”. Cuando los semisabios, los incrédulos, le pedían les explicara la naturaleza de Dios, respondía con sentencias como ésta: “La ciencia del hombre sólo es vanidad: todas sus buenas acciones son ilusorias cuando no sabe relacionarlas a Dios. El que es humilde de corazón y de espíritu, es amado por Dios y no tiene necesidad de otra cosa. El infinito y el espacio pueden únicamente comprender lo infinito; sólo Dios puede comprender a Dios”.
No eran esas las únicas cosas nuevas de sus enseñanzas. Embelesaba y arrastraba a la multitud, sobre todo por lo que decía del Dios vivo, de Vishnú.
Enseñaba que el señor del universo se había encarnado ya más de una vez entre los hombres; se había manifestado sucesivamente en los siete rishis, Vyasa y en Vasichta, y se manifestaría aún de nuevo. Pero Vishnú, al decir de Krishna, gustaba a veces de hablar por boca de los humildes: en un mendigo, en una
mujer arrepentida, en un niño. Contaba al pueblo la parábola del pobre pescador Durga, que había encontrado a un niño medio muerto de hambre bajo un tamarindo. El buen Durga, aunque abrumado por la miseria y cargado de numerosa familia, que no sabía cómo alimentar, se emocionó de piedad por el pobre niño y le llevó a su casa. El sol se había puesto, la luna subía sobre el Ganges, la familia había pronunciado la oración de la noche, cuando el niño murmuró a media voz: “El fruto del kataca purifica el agua; de igual modo las buenas acciones purifican el alma. Toma tus redes, Durga; tu barca flota sobre el Ganges”. Durga echó sus redes y cuando las retiró se rompían bajo el peso del pescado. El niño había desaparecido. Así, decía Krishna, cuando el hombre olvida su propia miseria por la de los demás, Vishnú se manifiesta y le hace dichoso en su corazón. Por medio de tales ejemplos, Krishna predicaba el culto de Vishnú. Todos se maravillaban de encontrar a Dios tan cerca de su corazón cuando hablaba el hijo de Devaki. El renombre del profeta del monte Meru se difundió por la India. Los pastores que le habían visto crecer y habían asistido a sus primeras hazañas, no podían creer que aquel santo personaje fuera el héroe impetuoso que habían conocido. Él viejo Nanda había muerto. Pero sus dos hijas Sarasvati y Nichdali, que Krishna amaba, vivían aún. Diverso había sido su destino. Sarasvati, irritada por la partida de Krishna, había buscado el olvido en el matrimonio; había sido la mujer de un hombre de casta noble, que la tomó por su belleza, pero en seguida la había repudiado y vendido a un wayshia o comerciante. Sarasvati había dejado por desprecio a aquel hombre, para
convertirse en una mujer de mala vida. Luego, un día, desolada en su corazón, llena de remordimientos y de asco, volvió hacia su país y fue a buscar
secretamente a su hermana Nichdali.
Ésta, pensando siempre en Krishna como si estuviera presente, no se había casado, y vivía con un hermano como sirvienta. Sarasvati le contó sus infortunios y su vergüenza, y Nichdali le respondió:
— ¡Pobre hermana mía! Te perdono; pero mi hermano no te perdonará.
Sólo Krishna podría salvarte.
Una llama brilló en los apagados ojos de Sarasvati.
— ¡Krishna! — dijo —. ¿Qué ha sido de él?.
— Es un santo, un gran profeta. Ahora predica en las orillas del Ganges.
— Vamos a buscarle — dijo Sarasvati —. Y las dos hermanas se
pusieron en camino: la una agostada por las pasiones, la otra perfumada de inocencia, y, sin embargo, las dos consumidas por un mismo amor. Krishna se disponía a enseñar su doctrina a los guerreros o kchatryas. Porque por turno predicaba a los brahmanes, a los hombres de la casta militar
y al pueblo. A los brahmanes les explicaba, con la calma de la edad madura, las verdades profundas de la ciencia divina; ante los rajas celebraba las virtudes guerreras y familiares con el fuego de la juventud; al pueblo le hablaba, con la sencillez de la infancia, de caridad, de resignación y de esperanza. Krishna estaba sentado a la mesa de un festín, en casa de un jefe renombrado, cuando dos mujeres pidieron ser presentadas al profeta. Las dejaron entrar a causa de su traje de penitentes. Sarasvati y Nichdali fueron a postrarse ante los pies de Krishna. Sarasvati exclamó con emoción e inundada en lágrimas:

— Desde que nos dejaste, he pasado mi vida en el error y el pecado; pero si tú lo quieres, Krishna, puedes salvarme... Nichdali añadió:
— ¡Oh Krishna! Cuando te oí en otro tiempo, supe que te amaba
para siempre; ahora que te vuelvo a encontrar en tu gloria, sé que eres el hijo de Mahadeva. Y las dos besaron sus pies. Las rajas dijeron: — ¿Por qué, santo rishi, dejas a esas mujeres del pueblo insultarte con sus palabras insensatas?
Krishna les respondió:
— Dejadlas expansionar su corazón: valen ellas más que vosotros. Porque ésta tiene la fe y la otra el amor. Sarasvati, la pecadora, queda salvada desde este momento, porque ha creído en mí, y Nichdali, en su silencio, ha amado más a la verdad que vosotros con todos vuestros gritos. Sabed, pues, que mi madre radiante, que vive en el sol de Mahadeva, le enseñará los misterios del amor eterno, cuando todos vosotros estéis aún sumergidos en las tinieblas de las vidas inferiores.
A partir de aquel día, Sarasvati y Nichdali siguieron los pasos de Krishna con sus discípulos. E inspiradas por él, enseñaron a las otras mujeres.
Kansa reinaba aún en Madura. Después del asesinato del anciano Vasichta, el rey no había encontrado paz sobre su trono. La profecía del anacoreta se había realizado: el hijo de Devaki vivía. El rey le había visto, y ante su mirada había sentido fundirse su fuerzo y su reinado. Temblaba por su vida como una hoja seca, y frecuentemente, a pesar de sus guardias, se volvía bruscamente, esperando ver al joven héroe, terrible y radiante, ante su puerta. Por su parte, Nysumba, acostada en su lecho, en el fondo del gineceo, pensaba en sus poderes perdidos. Guando supo que Krishna profeta predicaba en las orillas del Ganges, persuadió al rey a que enviara contra él una tropa, para que lo trajeran atado. Cuando Krishna vio a los soldados, sonrió y les dijo:
— Sé quienes sois y por qué venís. Presto estoy a seguiros ante vuestro rey; pero antes dejadme hablaros del rey del cielo, que es el mío. Y comenzó a hablar de Mahadeva, de su esplendor y de sus manifestaciones. Cuando terminó, los soldados rindieron sus armas a Krishna, diciendo:
— No te llevaremos prisionero ante nuestro rey, sino que te seguiremos ante el tuyo. Y quedaron con él. Kansa, al saber esto, quedó aterrado. Nysumba le
dijo:
— Envíale los personajes principales del reino. Así se hizo. Fueron a la población en que Krishna predicaba. Habían prometido no escucharle. Pero cuando vieron el brillo de su mirada, la majestad de su aspecto, y el respeto que le tenía la muchedumbre, no pudieron privarse de escucharle. Krishna les habló de la servidumbre interior de los que hacen el mal, y de la libertad celeste de los que hacen el bien.
Los kchatryas quedaron sobrecogidos de gozo y de sorpresa, porque se sintieron como libertados de un peso enorme.
— En verdad, eres un gran mago — dijeron —, porque habíamos jurado conducirte ante el rey con cadenas de hierro; pero nos es imposible hacerlo, puesto que nos has libertado de las nuestras.
Fueron, pues, ante Kansa y le dijeron:
— No podemos traerte ese hombre. Es un profeta muy grande, y no tienes nada que temer de él. El rey, viendo que todo era inútil, hizo triplicar sus guardias y poner férreas cadenas a todas las puertas de su palacio. Sin embargo, un día oyó un gran ruido en la ciudad, gritos de alegría y de triunfo. Los guardias vinieron a decirle: “Es Krishna, que entra en Madura. El pueblo hunde las puertas y rompe las cadenas de hierro”. Kansa quiso huir, pero los guardias mismos le obligaron a permanecer en su trono.
En efecto: Krishna, seguido de sus discípulos y de un gran número de anacoretas, hacía su entrada en Madura, empavesada con estandartes, en medio de una multitud nutrida de hombres, que parecía un mar agitado por el viento. Entraba bajo una lluvia de guirnaldas y de flores. Todos le aclamaban. Ante los templos, los brahmanes se agrupaban bajo los plátanos sagrados, para saludar al hijo de Devaki, al vencedor de la serpiente, al héroe del monte Meru; pero sobre todo al profeta de Vishnú. Seguido de brillante cortejo, y saludado como un libertador por el pueblo y los kchatryas, Krishna se presentó ante el rey y la reina.
— Sólo has reinado por la violencia y el mal — dijo Krishna a Kansa — y has merecido mil muertes, porque has matado al santo anciano Vasichta. Sin embargo, no morirás aún. Quiero probar al mundo que no es quitándoles la vida como se triunfa de los enemigos vencidos, sino perdonándoles.
— Mago malvado — dijo Kansa —, me has robado mi corona y mi reino. Mátame.
— Hablas como un insensato — dijo Krishna —. Porque si murieras en tu estado de locura, de endurecimiento y de crimen, serías irremediablemente perdido en la otra vida. Si, al contrario, comienzas a comprender tu locura y a arrepentirte de ella, tu castigo será menor, y por la intercesión de los espíritus puros, Mahadeva te salvará un día.
Nysumba, inclinada al oído del rey, murmuró:
— ¡Insensato!, aprovecha la locura de su orgullo. En tanto que se vive, queda la esperanza de vengarse. Krishna comprendió lo que había dicho, sin haberlo oído, y la lanzó una mirada severa, de penetrante piedad.
— ¡Ah, desgraciada!; siempre tu veneno. Corruptora, maga negra, tú no tienes ya en tu corazón más que el veneno de las serpientes. Extírpatelo, o algún día me veré obligado a aplastar tu cabeza. Y ahora irás con el rey a un lugar de penitencia para expiar tus crímenes, bajo la vigilancia de los brahmanes.
Después de estos acontecimientos, Krishna, con el consentimiento de los grandes del reino y del pueblo, consagró a Arjuna, su discípulo, el más ilustre descendiente de la raza solar, como rey de Madura, y dio la autoridad suprema a los brahmanes, que se convirtieron en instructores de los reyes.
Krishna continuó siendo el jefe de los anacoretas, que formaron el conjunto superior de los brahmanes. A fin de substraer este consejo a las persecuciones,
hizo construir para ellos y para sí una ciudad fuerte en medio de las montañas, defendida por una alta muralla y por población escogida. Se llamaba Dwarka. En el centro de esta ciudad se encontraba el templo de los iniciados, cuya parte más importante estaba oculta en los subterráneos. (El VishnuPurana, libro Y, capítulos XXII y XXX, habla en términos bastante transparentes de esta ciudad: “Krishna decidió, pues, construir una ciudadela donde la tribu Yada encontraría un refugio seguro, y que fuera tan fuerte, que las mismas mujeres pudiesen defenderla. La ciudad de Dwarka estaba protegida por elevadas murallas, embellecida por jardines y estanques, y era tan espléndida como Amaravati, la ciudad de Indra”. En aquella ciudad plantó el árbol Parijata “cuyo suave olor perfuma a lo lejos la tierra. Todos los que se aproximaban a él se encontraban en disposición de acordarse de su existencia anterior”. Ese árbol es
evidentemente el símbolo de la ciencia divina y de la iniciación: el mismo que volvemos a encontrar en la tradición caldea, y que pasó desde ella al Génesis hebraico. Después de la muerte de Krishna, la ciudad queda sumergida, el árbol sube al cielo; pero el templo queda. Si todo ello tiene un sentido histórico, quiere decir, para quien conozca el lenguaje ultrasimbólico y prudente de los indios, que un sicario cualquiera arrasó la ciudad, y que la iniciación fue cada vez más secreta).
Entre tanto, cuando los reyes del culto lunar supieron que un rey del culto solar había subido al trono de Madura y que los brahmanes iban a ser los dueños de la India, formaron entre sí una poderosa liga para arrojarle del trono. Arjuna, por su parte, agrupó a su alrededor todos los reyes del culto solar, de la tradición blanca, aria, védica. Desde el fondo del templo de Dwarka, Krishna les seguía, les dirigía. Los dos ejércitos se encontraban en presencia, y la batalla decisiva era inminente. Sin embargo, Arjuna, al faltarle a su lado el maestro, sentía turbarse su espíritu y debilitarse su valor. Una mañana, al romper el día, Krishna apareció ante la tienda del rey, su discípulo.
— ¿Por qué — dijo severamente el maestro — no has comenzado el combate que ha de decidir si los hijos del sol o los de la luna van a reinar sobre la tierra?
— Sin ti no puedo hacerlo — dijo Arjona —. Mira esos dos ejércitos inmensos y esas multitudes que van a perecer.
Desde la eminencia en que estaban colocados, el señor de los espíritus y el rey de Madura contemplaron los dos ejércitos innumerables, alineados en orden, uno frente al otro. Se veían brillar las cotas de malla dorada de los jefes; millares de guerreros, caballos y elefantes, esperaban la señal del combate. En este momento, el jefe del ejército enemigo, el más anciano de los Kuravas, sopló en su caracola marina, en la gran caracola cuyo sonido parecía el rugido de un león. A este ruido pronto se oyó sobre el vasto campo de batalla un inmenso rumor, el relinchar de los caballos, un ruido confuso de armas, de tambores y de trompas. Arjuna no tenía más que montar sobre su carro arrastrado por caballos blancos y soplar en su caracola azulada, de un azul celeste, para dar la señal de combate 'a los hijos del Sol. Pero, he ahí que el rey sintió fundirse su corazón, sumergido en la piedad, y dijo muy abatido:
— Al ver esta multitud venir a las manos, siento decaer mis miembros: mi boca se seca, ni cuerpo tiembla, mis cabellos se erizan sobre mi cabeza, mi piel arde, mi espíritu gira en torbellinos. Veo malos augurios. Ningún bien puede venir de esta matanza. ¿Qué haremos con reinos, placeres, y aun con la misma vida?. Aquellos para quienes deseamos reinos, placeres y alegrías, en pie están ahí para batirse, olvidando su vida y sus bienes. Preceptores, padres,
hijos, abuelos, nietos, tíos, parientes, van a degollarse. No tengo gana de hacerlos morir para reinar sobre los tres mundos, y mucho menos aun para reinar sobre esta tierra. ¿Qué placer experimentaría yo en matar a mis enemigos?. Una vez muertos los traidores el pecado recaerá sobre nosotros.
— ¿Cómo te ha sorprendido — dijo Krishna — ese azote del miedo, indigno del sabio, fuente de infamia que nos arroja del cielo?. No seas afeminado. ¡En pie! Pero Arjuna, descorazonado, se sentó en silencio y dijo:
— No combatiré.
Entonces Krishna, el rey de los espíritus, replicó con ligera sonrisa:
— ¡Oh, Arjuna! Te he llamado el rey del sueño para que tu espíritu esté siempre en vela. Pero tu espíritu se ha dormido, y tu cuerpo ha vencido a tu alma. Lloras sobre lo que no se debiera llorar, y tus palabras están desprovistas de sabiduría. Los hombres instruidos no se lamentan ni por los vivos ni por los muertos. Yo y tú y esos conductores de hombres, siempre hemos existido, y jamás dejaremos de ser en el futuro. De igual modo que el alma experimenta la infancia, la juventud y la vejez en este cuerpo, así también las sufrirá en otros cuerpos. Un hombre de discernimiento no se turba por ello. ¡Hijo de Bhárata!, soporta la pena y el placer con ecuanimidad.
Aquellos a quienes estas cosas no alcanzan ya, merecen la inmortalidad. Los que ven la esencia real, ven la verdad eterna que domina al alma y al cuerpo.
Sábelo, pues: lo que impregna todas las cosas, está por encima de la destrucción. Nadie puede destruir lo Inagotable. Todos esos cuerpos no durarán: tú lo
sabes. Pero los videntes saben también que el alma encarnada es eterna, indestructible e infinita. Por tal razón, ¡Ve al combate, descendiente de Bhárata! Los que creen que el alma mata o muere, se engañan igualmente. Ni mata, ni puede ser muerta. Ella no ha nacido y no muere, y no puede perder el ser que siempre ha tenido. Al modo como una persona se quita vestidos viejos para tomar otros nuevos, así el alma encarnada rechaza su cuerpo para tomar otros. Ni la espada la corta, ni el fuego la quema, ni el agua la moja, ni el aire la seca. Es impermeable e incombustible. Duradera, firme, eterna, ella atraviesa todo. Tú no debieras, pues, inquietarte del nacimiento ni de la muerte, ¡Oh Arjuna!, porque para el que nace, la muerte es cierta, y para el que muere, lo es el renacimiento. Da frente a tu deber sin pestañear; porque para un kchatrya nada hay mejor que un combate justo. ¡Dichosos los guerreros que consideran la batalla como una puerta abierta para el cielo! Pero si no quieres combatir en este justo combate, caerás en el pecado, abandonando tu deber y tu fama. Todos los seres hablarán de tu infamia eterna, y la infamia es peor que la muerte para el que ha sido elevado a los hombres. (Principio del Bhagavad Gita).
A estas palabras del maestro, Arjuna quedó sobrecogido de vergüenza, y sintió hervir su sangre real con su valor. Entonces se lanzó sobre su carro y dio la señal del combate. Krishna dijo adiós a su discípulo y dejó el campo de batalla, porque estaba seguro de la victoria de los hijos del Sol.
Krishna había comprendido que, para hacer aceptar su religión a los vencidos, le era preciso ganar sobre su alma una última victoria, más difícil que la de las armas. De igual modo que el santo Vasichta había muerto atravesado por una flecha por revelar la verdad suprema a Krishna, así Krishna debía morir voluntariamente bajo los golpes de su enemigo mortal, para implantar hasta en el corazón de sus adversarios la fe que él había predicado a sus discípulos y al mundo. Sabía que el antiguo rey de Madura, lejos de hacer penitencia, se había refugiado en casa de su suegro Kalayeni, el rey de las serpientes. En su odio, siempre excitado por Nysumba, hacía vigilar a Krishna por espías, acechando la hora propicia para matarle. Krishna sentía, por otra parte, que su misión había terminado, y no pedía para ser completa más que el sello supremo del sacrificio. Por esta razón, cesó de evitar y de paralizar a su enemigo por el poder de su voluntad. Sabía que, si cesaba de defenderse por esta fuerza oculta, el golpe por largo tiempo meditado le alcanzaría en la sombra. Pero el hijo de Devaki quería morir lejos de los hombres, en las soledades del Himavat. Allí se sentiría más cerca de su madre radiante, del sublime anciano, y del sol de Mahadeva. Krishna partió, pues, para una ermita que se encontraba en un lugar silvestre y desolado, al pie de las altas cimas del Himavat. Ninguno de sus
discípulos había penetrado sus designios. Sólo Sarasvati y Nichdali los leyeron en los ojos del maestro por la adivinación que reside en la mujer y en el amor.
Cuando Sarasvati comprendió que él quería morir, se echó a sus pies, los besó con fuerza, y exclamó:
— ¡Maestro, no nos dejes!
Nichdali le miró, y le dijo sencillamente:
— Sé a donde vas. Puesto que te hemos amado, déjanos seguirte.
Krishna respondió:
— En mi cielo, nada se rehusará al amor. Venid.
Después de un largo viaje, el profeta y las santas mujeres llegaron a unas cabañas agrupadas alrededor de un gran cedro sin hojas, sobre una montaña
amarillenta y rocosa. Por un lado, las inmensas cúpulas de nieve del Himavat. Del otro, en la profundidad, un dédalo de montañas; a lo lejos, la llanura, la
India perdida como un sueño en una bruma dorada. En aquella ermita vivían algunos penitentes vestidos con cortezas de árbol, con los cabellos en desorden y la barba larga sobre un cuerpo lleno de fango y de polvo, con miembros desecados por el soplo del viento y el calor del sol. Algunos sólo tenían su piel seca sobre el esqueleto. Viendo aquel lugar triste, Sarasvati exclamó:
— La tierra está lejos y el cielo es mudo. Señor, ¿Por qué nos has conducido a este desierto abandonado de Dios y de los hombres?.
— Ora — respondió Krishna —, si quieres que la tierra se acerque y que el cielo te hable.
— Contigo el cielo siempre está presente — dijo Nichdali —; pero, ¿Por qué el cielo quiere abandonarnos?.
— Es preciso — dijo Krishna — que el hijo de Mahadeva muera atravesado por una flecha, para que el mundo crea en su palabra.
— Explícanos ese misterio.
— Ya lo comprenderéis después de mi muerte. Oremos.
Durante siete días hicieron rezos y abluciones. El semblante de Krishna se transfiguraba y parecía más radiante. El séptimo día, hacia la puesta del sol, las dos mujeres vieron a unos arqueros subir hada la ermita.
— Ahí están los arqueros de Kansa que te buscan — dijo Sarasvati —.
Maestro, defiéndete.
Pero Krishna, de rodillas al lado del cedro, no salía de su oración. Los arqueros llegaron y miraron a las mujeres y a los penitentes. Eran soldados rudos, de caras amarillas y negras. Al ver la figura extática del santo, se detuvieron. Al pronto, trataron de sacarle de su éxtasis dirigiéndole preguntas, injuriándole y arrojándole piedras. Pero nada pudo hacerle salir de su inmovilidad. Entonces se arrojaron sobre él y le ataron al tronco del cedro. Krishna dejó hacer todo esto como en un sueño. Luego, los arqueros, colocándose a distancia, se pusieron a tirar sobre él, excitándose los unos a los otros. A la primera flecha que le atravesó, brotó la sangre, y Krishna exclamo: “Vasichta, los hijos del Sol han vencido”. Cuando la segunda flecha vibró en su carne, dijo: “Madre mía radiante, que los que me aman entren conmigo en tu luz”. A la tercera, dijo solamente: “¡Mahadeva!” Y luego, con el nombre de Brahma, entregó el espíritu.
Se había puesto el Sol. Un gran viento se elevó, una tempestad de nieve bajó del Himavat sobre la tierra. El cielo se veló. Un torbellino negro barrió las montañas. Aterrados de lo que habían hecho, los asesinos huyeron, y las dos mujeres, heladas de espanto, rodaron desvanecidas sobre el suelo, como bajo
una lluvia de sangre. El cuerpo de Krishna fue quemado por sus discípulos en la ciudad santa de Dwarka. Sarasvati y Nichdali se arrojaron a la hoguera para
unirse a su dueño y maestro, y la multitud creyó ver al hijo de Mahadeva lleno de luz, con sus dos esposas.
Después de esto, una gran parte de la India adopto el culto de Vishnú,
que conciliaba los cultos solares y lunares en la religión de Brama.


VIII
IRRADIACIÓN DEL VERBO SOLAR

Tal es la leyenda del Krishna, reconstruida en su conjunto orgánico y colocada en la perspectiva de la historia. Ella arroja una viva luz sobre los orígenes del Brahmanismo. Claro que es imposible probar por documentos positivos que tras del mito de Krishna se oculta un personaje real. El triple velo qué cubre el embrión de todas las religiones orientales, es más espeso en la India que en parte alguna, porque los brahmanes, dueños absolutos de la sociedad india, únicos guardianes de sus tradiciones, las han modelado y reformado con frecuencia en el curso de las edades. Pero es justo añadir que han conservado fielmente todos los elementos constitutivos, y que, si su doctrina sagrada se ha desarrollado con los siglos, su centro no se ha desplazado jamás. No podemos, pues, como lo hace la mayor parte de los sabios europeos, explicar una figura como la de Krishna, diciendo: “Es un cuento de nodriza injertado en un mito solar, con una fantasía filosófica hilvanada sobre el conjunto”.
No es así, creemos, como se funda una religión que dura miles de años, engendra una poesía maravillosa, varias grandes filosofías, resiste al ataque formidable del buddhismo, a las invasiones mongolas, mahometanas, a la conquista inglesa, y conserva hasta en su decadencia profunda el sentimiento de
su inmemorial y alto origen. (La grandeza de Sakhia Muni reside en su caridad sublime, en su reforma moral, y en la revolución social que trajo por la caída de las castas osificadas. E1 Buddha dio al Brahmanismo envejecido una sacudida semejante a la que el protestantismo dio al catolicismo de hace trescientos años: le obligó a prepararse para la lucha y a regenerarse. Pero Sakhia Muni no añadió nada a la doctrina esotérica de los brahmanes, y divulgó solamente algunas de sus partes. Su psicología es, en el fondo, la misma, aunque siga un camino diferente. (Véase mi artículo sobre la Leyenda de Budha. Revue des Deux-Mondes, 1º de julio de 1885). Si el Budha no figura en este libro, no es porque desconozcamos su lugar en la cadena de los grandes iniciados, sino a causa del plan especial de esta obra. Cada uno de los reformadores o filósofos que hemos elegido, está destinado a mostrar a la doctrina de los misterios
bajo una nueva faz, y en cierta etapa de su evolución. Desde este punto de vista, el Budha hubiera resultado duplicado: por una parte con
Pitágoras, a través de quien he desarrollado la teoría de la reencarnación y de la evolución de las almas; por otra, con Jesucristo, que promulgó, tanto para el Occidente como para el Oriente, la fraternidad y la caridad universales. En cuanto al libro, muy interesante por otra parte y muy digno de ser leído; “El Budhismo Esotérico”, de Sinnett, cuyo origen algunas personas atribuyen a pretendidos adeptos que viven actualmente en el Tibet, me es imposible hasta nueva orden, ver en él otra cosa que una muy hábil compilación del Brahmanismo y del Budhismo, con ciertas ideas de la Kábala, de Paracelso, y algunos datos de la ciencia moderna).
No: siempre hay un grande hombre en el origen de una gran institución. Considerando el papel predominante del personaje Krishna en la tradición épica y religiosa, sus aspectos humanos por una parte, y por la otra, su identificación constante con Dios manifestado o Vishnú, fuerza nos es creer que él fue el creador del culto Vishnuita, que dio al Brahmanismo su virtud y su prestigio. Es, pues, lógico admitir que en medio del caos religioso y social que creaba en la India primitiva la invasión de los cultos naturalistas y apasionados, apareció un reformador luminoso que renovó la pura doctrina aria por la idea de la Trinidad y del Verbo divino manifestado, que puso el sello a su obra por el sacrificio de su vida, y dio así a la India su alma religiosa su forma nacional y su organización definitiva.
La importancia de Krishna nos parecerá aun mayor y de un carácter realmente universal, si notamos que su doctrina encierra dos ideas madres, dos principios organizadores de las religiones y de la filosofía esotérica. Estos son: la doctrina orgánica de la inmortalidad del alma o de las existencias progresivas por la reencarnación, la que corresponde a la Trinidad o Verbo divino revelado en el hombre. No he hecho más que indicar (Véase la nota sobre Devaki a propósito de la visión de Krishna), el alcance filosófico de esta concepción central, que, bien comprendida, tiene su repercusión animadora en todos los dominios de la ciencia, del arte y de la vida. Debo limitarme, para concluir, a una nota histórica.
La idea de que Dios, la Verdad, la Belleza y la Bondad infinitas se revelan en el hombre consciente con un poder redentor que resalta hacia las profundidades del cielo por la fuerza del amor y del sacrificio, esa idea fecunda entre todas, aparece por primera vez en Krishna. Ella se personifica en el momento en que, saliendo de su juventud aria, la humanidad va a hundirse más y más en el culto de la materia. Krishna le revela la idea del Verbo divino; ella no lo olvidará ya. Y tendrá tanta más sed de redentores y de hijos de Dios cuanto más profundamente sienta su descenso. Después de Krishna, hay como una poderosa irradiación del verbo solar a través de los templos de Asia, de África y de Europa. En Persia, es Mithras, el reconciliador del luminoso Ormuzd y del sombrío Ahrimán; en Egipto, es Horus, el hijo de Osiris y de Isis; en Grecia, es Apolo, el Dios del Sol y de la Tierra; es Dionisos, el resucitador de las almas. En todas partes el dios solar es un dios mediador, y la luz es también la palabra de vida. ¿No es de ella también de donde brotó la idea mesiánica?. Sea de ello lo que quiera, por Krishna entró esa idea en el mundo antiguo; por Jesús irradiará sobre toda la tierra.
Mostraré en lo que sigue de esta historia secreta de las religiones, cómo la doctrina del ternario divino se liga a la del alma y de su evolución, cómo y por qué ellas se suponen y se completan recíprocamente. Digamos ante todo que su punto de contacto forma el centro vital, el foco luminoso de la doctrina esotérica. A no considerar las grandes religiones de la India, del Egipto, de Grecia y de Judea más que por el lado exterior, no se ve otra cosa que discordia, superstición, caos. Pero sondead los símbolos, interrogad a los misterios, buscad la doctrina madre de los fundadores y de los profetas, y la armonía se hará en la luz. Por diversos caminos, con frecuencia tortuosos, se llegará al mismo punto; de suerte que penetrar en el arcano de una de esas religiones, es también penetrar en los de las otras. Entonces sé produce un fenómeno extraño. Poco a poco, pero en una esfera creciente, se ve brillar la doctrina de los iniciados en el centro de las religiones, como un sol que disipa su nebulosa. Cada religión aparece como un planeta distinto. Con cada una de ellas cambiamos de atmósfera y de orientación celeste, pero siempre el mismo Sol nos ilumina. La India, la gran soñadora, nos sumerge con ella en el sueño de la eternidad. El Egipto grandioso, austero como la muerte, nos invita al viaje de ultratumba. La Grecia encantadora nos arrastra a las fiestas mágicas de la vida, y da a sus misterios la seducción de las formas, tan pronto encantadoras como terribles, de su alma siempre apasionada. Pitágoras, en fin, formula científicamente la doctrina esotérica, le da quizá la expresión más completa y más sólida que haya jamás tenido; Platón y los Alejandrinos no fueron más que sus vulgarizadores. Acabamos de remontarnos hasta su fuente en los juncares del Ganges y las soledades del Himalaya.

Se pregunta Schelling  ¿No es cierto que nuestra personalidad espiritual que nos sigue en la muerte, está presente ya en nosotros de un modo actual, que ella no nace entonces, que es simplemente libertada y se muestra en el momento en que no está ligada al mundo exterior por los sentidos?. El estado post mortem es, pues, más real que el estado terrestre. Porque, en esta vida, lo accidental, mezclándose a todo, paraliza en nosotros lo esencial. Schelling llama lisamente al estado futuro: clarividencia. El espíritu, desembarazado de todo lo que hay de accidental en la vida terrestre, se vuelve más vívido y más fuerte; el malvado se vuelve más malvado, el bueno mejor.

Fuente: https://www.coursehero.com/file/33951693/Schure-Edouard-Los-Grandes-Iniciadospdf/


Amiga, Amigo:
Lo expuesto en esta Segunda Parte en la que he dividido algunos capítulos del libro Los Grandes Iniciados de Édouard Schuré desde cuyo vínculo se lo obtiene gratis desde Google en su versión completa en archivo pdf para quien quiera conocer su totalidad.

Se trata de una obra iniciática que el autor recibió por inspiración y revelación tras arduo trabajo de investigación tomada de tratados ocultos de la logia (o las logias) a la que con seguridad Schuré fue adepto de alto grado en la maestría y, en especial motivado por su amada iniciada Margarita Albana, griega de naci­miento que había vivido en la Indiay se estableciera en Florencia y quien con su amor a Schuré estimuló y... Vamos a continuación al escrito 542 que dará fin a esta presentación a esta Magna Obra.




Dr. Iván Seperiza Pasquali
Quilpué, Chile
Julio de 2020
Portal MUNDO MEJOR: http://www.mundomejorchile.com/
Correo electrónico: isp2002@vtr.net