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Édouard Schuré
Segunda parte de:
Los Grandes Iniciados
1889
LIBRO PRIMERO
RAMA
EL CICLO ARIO
II
LA MISIÓN DE RAMA
Cuatro
o cinco
mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían
aún la antigua Escitia, que se extendía desde el
Océano Atlántico a los mares polares.
Los Negros habían llamado a ese continente, que habían
visto nacer isla por
isla: “la tierra emergida de las olas”.
¡Cuánto contrastaba con su suelo blanco,
quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías
húmedas y profundas,
con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus
brumas adheridas a los
flancos de las montañas! En las praderas y llanuras herbosas,
sin cultivo, vastas
como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras,
el mugido de
los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas
de caballos salvajes,
pasando veloces con la crin al viento. El hombre blanco que habitaba en
esas
selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse
dueño de su
tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex,
el arco y la flecha, la
honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de
lucha, dos amigos excelentes, incomparables y abnegados, hasta la
muerte: el perro y el caballo.
El perro doméstico, convertido en guardián fiel de su
casa de madera, le había dado
seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la
tierra, sometido
a los otros animales; había llegado a ser el rey del espacio.
Montados sobre
caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como
una tromba.
Herían al oso, al lobo, al auroch, aterrorizaban a la pantera y
al león, que
entonces habitaban en nuestros bosques. La civilización
había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la tribu
existían. En todas partes los Escitas, hijos de los
Hiperbóreos, elevaban a sus antepasados menhires monstruosos.
Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y
caballo, a fin, decían, de que el guerrero pudiese cabalgar
sobre las nubes y expulsar al dragón de fuego en el otro mundo.
De ahí la costumbre del sacrificio del caballo que juega un
papel tan preponderante en los Vedas y en los Escandinavos. La
religión comenzaba así por el culto a los antepasados.
Los Semitas encontraron al Dios único — el Espíritu
Universal —, en el desierto, en la cumbre de las montañas,
en la inmensidad de los espacios estelares. Los Escitas y los Celtas
encontraron los Dioses, los espíritus múltiples, en el
fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron
los primeros
escalofríos de lo Invisible, las visiones del más
allá. Por esta razón el bosque
encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza blanca.
Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella
vuelve allí siempre en el curso de las edades, como a su fuente
de Juvencia, al templo de la gran madre Herta. Allí duermen sus
dioses, sus amores, sus misterios perdidos.
Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban
bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa,
como la Voluspa
de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al
principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas
y crueles. Las buenas profetisas
se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios
humanos, y
la sangre, de los herolls corría sin cesar sobre los
dólmenes, al son siniestro
de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los
Escitas feroces.
Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad,
llamado Ram, que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y
espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario. El
joven druida
era dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una
aptitud singular en el
conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos
destilados
y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus
influencias.
Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su
autoridad precoz sobre los
viejos druidas. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras,
de su ser. Su
sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las
inspiradoras de
maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las
convulsiones del delirio.
Los druidas le habían llamado “el que sabe”; el
pueblo le nombraba “el
inspirado de la paz”.
Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la
Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su
sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes de los Negros
le habían hecho copartícipe de sus conocimientos
secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al
ver los sacrificios
humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. E1 vio en esto
la pérdida de
su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por
el orgullo de las
druidesas, por la ambición de los druidas y la
superstición del pueblo?.
Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó
ver en ella un castigo
celeste del culto sacrílego. De sus incursiones a los países del
Sur y de su
contacto con los Negros, los Blancos habían contraído una
horrible enfermedad,
una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre, por
las fuentes de
la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el
aliento se volvía
fétido, los miembros hinchados y corroídos por
úlceras se deformaban, y el
enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos
y el
hedor de los muertos propagaban el azote. Los Blancos consternados
caían y
agonizaban por millares en sus selvas, abandonados hasta por las aves
de
rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de
salvación.
Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un
claro del bosque. Una
noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su
raza, se durmió al
pie del árbol. En su sueño le pareció que una voz
fuerte pronunciaba su nombre
y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre de
majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el
ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual
se enroscaba una serpiente. Ram, admirado, iba a preguntar al
desconocido lo que aquello quería
decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y
le mostró sobre el
árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de
muérdago. —
“¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas,
aquí lo tienes”. Y sacando de su seno un podón de
oro, cortó con él la rama y se la dio. Después
murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el
muérdago y desapareció.
Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy
confortado. Una voz interna le decía que había encontrado
la salvación. No dejó de preparar el muérdago
según los consejos de su divino amigo el de la hoz de oro. Hizo
beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el enfermo
curó. Las curas maravillosas que operó así,
hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. De
todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su
tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que
éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad. Los
discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados
como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós.
Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo. Desde entonces el
muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram
consagró su memoria, instituyendo
la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó
al comienzo del año y
que llamó la Noche-Madre
(del nuevo Sol), o la grande' renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram
había visto en sueños y que había mostrado el muérdago, se le llamó en la
tradición esotérica de los Blancos europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa:
“la esperanza de la salvación está en el bosque”. Los Griegos hicieron de él su
Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de
caduceo.
Pero
Rama, el “inspirado de la paz”, tenía más
vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral,
más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su
pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y hembras de dar fin a
los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el
Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un
sacrilegio atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas con su
poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz, fulminaron contra
él sentencias de muerte.
Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se
pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido, fue execrado por el otro.
Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo.
Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y
unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades
preferidas. Entre los
jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros
cabezas de jabalí o de
búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero
del blasón.
Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban
Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Ram
opuso el Carnero, el
jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él
signo de unión de todos sus partidarios.
Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el principio
de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus. Los
pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza blanca se
separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón
primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina. “¡Muera el
Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al Toro!”, gritaban los
amigos de Ram. Una guerra formidable era inminente. Ante tal eventualidad, Ram
vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería empeorar el mal y obligar a su raza
a destruirse por sí misma?. Entonces tuvo un nuevo sueño.
El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que
cabalgaban sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas
agitadas de las selvas. En
pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a
herir a
un soberbio guerrero, atado ante ella. “¡En nombre de los
antepasados detén tu
brazo!”, gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La
druidesa, amenazando al adversario,
le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero
el trueno retumbó en
los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura radiante
apareció. La
selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el
rayo, y habiéndose roto
los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con
un gesto de desafío.
Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición
reconoció al ser divino,
que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le
pareció más hermoso, pues
todo su cuerpo resplandecía de luz, y Ram vio que se encontraba
ante un templo
abierto, de ancha columnata. En el lugar de la piedra del sacrificio se
elevaba
un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos continuaban desafiando
a la
muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El
Genio celeste
llevaba en su diestra una antorcha, en su
izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Ram, estoy contento de ti.
¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa?.
Es la copa de la Vida
y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer”. Ram hizo lo que le
ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en
las de la mujer, un fuego se encendió, espontáneamente sobre el altar, y ambos
irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo
tiempo el templo se ensanchó; sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda
se convirtió en el firmamento.
Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al
vértice de una montaña bajo el cielo estrellado. En pie,
cerca de él, su Genio le explicaba el
sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos
llameantes del Zodíaco los destinos de la humanidad.
— “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Ram a su Genio. Y el Genio
respondió: — “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina.
Tú
difundirás mi radiación sobre la tierra y yo
acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino,
¡ve!”. Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.
IV
EL TESTAMENTO DEL GRAN
ANTEPASADO
Por su fuerza, por su genio, por
su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el
rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes,
los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un
bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron
a lo
lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos,
la
abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el
respeto de la mujer
en el hogar, el culto de los ante pasados y la institución del
fuego sagrado,
símbolo visible del Dios innominado. Rama se había vuelto
viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado
su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba
sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron
el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar
y de nuevo tuvo un sueño; el
Genio que le inspiraba le habló mientras dormía. Le vio
de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el
vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche
santa, la Noche-Madre
en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año.
Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a
las voces
evocadoras del bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una
magnífica
corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura
de la nieve y
sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la
tempestad. Ella le
dijo: “Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa
radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza
blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has
franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí
la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina
conmigo sobre el mundo”. Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa,
ofreciendo la corona de la Tierra. Susla Tierra
y
tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige:
escúchala o sígueme”. Sita,
aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de
amor, y suplicante
esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su
mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que
separa la posesión completa
del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una
renuncia, la
bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me
olvides”. En seguida la mujer
desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora
levantó su varita mágica
sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de
lágrimas bañaba su
barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba:
“Rama!
¡Rama!”. Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de
luz, exclamó: — ¡A mí!
— y el espíritu divino llevó a Rama sobre una
montaña, al norte del Himavat.
Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de
su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de
los pueblos y les dijo: “No quiero
el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y
observad mi Ley.
Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos
iniciados a una
montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre
vosotros. Guardad el fuego
divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y
como vengador
temible.” Después se retiró con los suyos al monte
Albori, entre Balk y Bamyán,
a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí
enseñaba a sus discípulos
lo que sabía de los secretos de la Tierra y
del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente,
el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de
carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias
de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real. (Los
cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de
personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes
sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de
la tiara papal tienen ese origen). Desde lejos Rama continuaba velando
sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. Los últimos años de su vida
los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del
Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. ¡Extraño
libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin
fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza! Al fijar los
doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se
relacionaba con las influencias del sol y en los doce meses del año; el segundo
relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios
ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos
signos leídos en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas
secretos de la iniciación graduada. (He aquí cómo los signos del Zodíaco
representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio
que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica — 1.
El Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando
su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja. — 2. El toro furioso se
opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en el fango le priva de
ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los Celtas designados por su
propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse. 3. Géminis
expresa la alianza de Rama con los Turanios. — 4. Cáncer, sus meditaciones y
reflexiones sobre lo hecho. 5. Leo, los combates contra sus enemigos. — 6. La
Virgen alada, la victoria. — 7.
Libra, la igualdad entre los
vencedores y los vencidos. — 8. Escorpio, la revolución y la traición. 9.
Sagitario, la venganza que emplea. —10. Capricornio. — 11. Acuario. — 12.
Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia. — Se puede encontrar
esa explicación del Zodíaco tan atrevida como rara. Sin embargo, jamás
astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el
origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y
venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis
de Fabre d’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y
vastas perspectivas. — He dicho que estos signos leídos en el orden inverso
marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diversos grados que era preciso
subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más
célebres de esos emblemas: la
Virgen alada significa la castidad que da la
victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu
divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el
dominio sobre la
Naturaleza; Aries, el asterismo del Fuego o
del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento
de la
Verdad). Ordenó a los suyos que
ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad.
Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama llevando la tiara de cuernos de
carnero, vivía siempre en su montaña santa. En los tiempos védicos el Gran
antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes psicopómpico
de los Indos.
piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los
ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó.
V
LA RELIGIÓN VÉDICA
Por su
genio organizador, el gran iniciador de los Arios había creado en el centro del
Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de vida que debía
irradiar en todos sentidos. Las colonias de los Arios primitivos se repartieron
por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus cultos y sus
dioses. De todas esas colonias, la rama de los Arios de la India es la que más se
aproxima a los Arios primitivos. Los libros sagrados de los Hindúes, los Vedas,
tienen para nosotros un triple valor. En primer término nos conducen al foco de
la antigua y pura religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes.
Ellos nos dan en seguida la clave de la India. En fin, nos muestran una primera
cristalización de las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las
religiones arias.
Aquí nos limitaremos a un breve resumen de la parte
externa y del núcleo de la religión védica. (Los brahmanes consideran a los
Vedas como sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las
ciencias. La palabra Veda significa saber. Los sabios de Europa han sido
justamente atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación. Al
principio no han visto en ellos más que una poesía patriarcal; luego han
descubierto allí no solamente el origen de los grandes mitos indo-europeos y de
nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un
profundo sistema religioso y metafísico. (Véase Bergaine, La religión de los
Vedas, así como el bello y luminoso trabajo de M. Auguste Barth, Les religións
de l’Inde). — El porvenir les reserva quizá una última sorpresa, que será la de
encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, que la
ciencia moderna está próxima a descubrir). Nada más sencillo y más grande que aquella religión,
en la que un profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente.
Antes del nacimiento del día, un hombre, un jefe de familia se halla en pie
ante un altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de
madera. En sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey del
sacrificio. Mientras la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una
mujer que sale del baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe
pronuncia una oración, una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el
Sol), a los Asuras (a los espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor
fermentado de la asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses invisibles
la oración purificada que sale de los labios del patriarca y del corazón de la
familia.
El estado de alma del poeta védico está igualmente
alejado del sensualismo helénico (hablo de los cultos populares de la Grecia, no de la doctrina
de los iniciados griegos), que representa a los dioses cósmicos con hermosos
cuerpos humanos, y del monoteísmo judaico, que adora al Eterno sin forma, como
presente en todas partes. Para el poeta védico, la
Naturaleza semeja a un velo transparente, detrás del cual se
mueven fuerzas imponderables y divinas. A estas fuerzas es a las que invoca, a
las que adora, a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado
de sus metáforas. Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la
potencia creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema
solar. Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo,
lanza el rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en
la vida
atmosférica, en “el gran transparente de los aires”.
Cuando ellos invocan a Varuna (el Urano de los griegos), el Dios del cielo
inmenso, luminoso, que abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan
más aun. “Si Indra representa la vida activa y militante del cielo, Varuna
representa su inmutable majestad. Nada iguala a la magnificencia de las
descripciones que de Él hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su
vestido, el huracán su soplo. Él es quien ha establecido sobre cimientos
inconmovibles el cielo y la tierra y
quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y
conserva todo. Nada podría alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero
sabe todo y ve todo lo que es y lo que será. Desde las cumbres del cielo, donde
reside en un palacio de mil puertas, Él distingue la huella de los pájaros en
el aire y la de los navíos sobre las olas. Desde allí, desde lo alto de su
trono de oro con cimientos de bronce, contempla y juzga las obras de los
hombres. Él es quien mantiene el orden en el Universo y en la sociedad; Él
castiga al culpable; Él es misericordioso con el hombre que se arrepiente. Por
eso hacia Él se eleva el grito de angustia del remordimiento; ante su casa el
pecador va a descargarse del peso de su falta.
Por otra parte, la religión védica es ritualista, a
veces altamente especulativa. Con Varuna, desciende a las profundidades de la
conciencia y realiza la noción de la santidad”. Agreguemos que esta religión se
eleva a la pura noción de un Dios único que penetra y domina al gran Todo.
Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos
arrojan en anchas ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la
envoltura externa de los Vedas. Con la noción de
Agni, del fuego divino, tocamos el nudo de la doctrina, a su fondo esotérico y
trascendente. En efecto, Agni es el agente cósmico, el principio universal por
excelencia. “No es solamente el fuego terrestre del relámpago y del sol. Su
verdadera patria es el cielo invisible, místico, estancia de su eterna luz y de
los primeros principios de todas las cosas. Sus nacimientos son infinitos: bien
que brote del trozo de madera en el que duerme como el embrión en la matriz,
bien que, “Hijo de las Ondas”, se lance, con el ruido del trueno, desde los
ríos celestiales donde los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado con
aranis de oro. El es el hermano mayor de los
dioses, pontífice en el cielo como en la tierra,
y él ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que
Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván y los
Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como
protector, huésped y amigo de los hombres. Amo y generador del sacrificio, Agni
viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto es el
sacrificio. Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y conserva la vida universal; en
una palabra, es la potencia cosmogónica.
“Soma es el compañero de Agni. En realidad es el brebaje
de una planta fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio.
Pero, al igual que Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema
está en las profundidades del tercer cielo, donde Surya, la hija del sol, le ha
infiltrado, donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador. De allí es de
donde el Halcón, un símbolo del rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al
Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres. Los
dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo serán a su
vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los
bienaventurados. Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la
plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre,
penetra a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y
da su
vuelo a la oración. Alma
del cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él forma con Agni un par
inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las estrellas”. (A. Barth. Les
religions de l’Inde).
La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios
esenciales del universo, según la doctrina esotérica y según toda filosofía
viva. Agni es el Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno femenino, el Alma del
mundo o substancia etérea, matriz de todos los mundos visibles e invisibles a
nuestros ojos, la
Naturaleza, en fin, o la materia sutil en sus infinitas
transformaciones. (Lo que prueba indudablemente
que Soma representaba el principio femenino
absoluto, es que los brahmanes lo
identificaron más tarde con la luna. La luna simboliza
el principio femenino en todas las religiones antiguas, así como el sol
simboliza el principio masculino). La unión
perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia de Dios.
De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos
fecunda. Los Vedas hacen del acto cosmogónico un sacrificio
perpetuo. Para producir todo lo existente, el Ser
supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su unidad. Ese sacrificio
es, pues, considerado como el punto vital de todas las fusiones de la Naturaleza. Esta
idea sorprende al principio; mas es muy profunda cuando se reflexiona sobre
ella y contiene en germen toda la doctrina teosófica de la evolución de Dios en
el mundo, la síntesis esotérica del
politeísmo y del monoteísmo. Ella dará vida a la
doctrina dionisíaca de la caída y de la redención de las almas, que florecerá
en Hermes y en Orfeo. De ahí brotará la doctrina del Verbo divino proclamada
por Krishna, predicada por Jesús Cristo.
El sacrificio del fuego con sus ceremonias y sus
plegarias, centro inmutable del culto védico, se convierte así en la imagen del
gran acto cosmogónico. Los Vedas dan una importancia capital a la oración, a la
fórmula de invocación que acompaña al sacrificio. Por esta razón, consideran a
la plegaria como una diosa: Brahmanaspati. La fe en el poder evocador y creador
de la palabra humana, acompañada del movimiento poderoso del alma, o de una
intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y la razón
de la doctrina egipcia y caldea de la magia. Para el sacerdote védico y
brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los
antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el
fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte
del culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden.
En cuanto a la inmortalidad del alma, los Vedas la
afirman tan alta y claramente como es posible hacerlo. “Es una parte inmortal
del hombre; ella es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos,
inflames con tus fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos,
en el cuerpo glorioso formado por ti”. Los poetas védicos no indican solamente
el destino del alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde
ha nacido el alma?. “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que
se van y
vuelven a venir”. He ahí en dos palabras la doctrina de
la reencarnación que jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo,
entre los Egipcios y los Órficos, en la filosofía
de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios, el arcano de los
arcanos.
¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las
grandes líneas de un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica
del universo?. No hay allí solamente la intuición profunda de las verdades intelectuales
anteriores y superiores a la observación; hay, además, unidad y amplitud de
miras en la comprensión de la
Naturaleza, en la coordinación de sus fenómenos. Como un
hermoso cristal de roca, la conciencia del poeta védico refleja el sol de la
eterna verdad, y en ese prisma brillante se juntan ya todos los rayos de la
teosofía universal. Los principios de la doctrina permanente son todavía más
visibles aquí que en los otros libros sagrados de la India, y en las otras
religiones
semíticas o arias, a causa de la singular franqueza de
los poetas védicos y de la transparencia de esa religión primitiva, tan alta y
tan pura. En aquella época, la distinción entre los misterios y el culto
popular no existía. Pero leyendo atentamente los Vedas, detrás del padre de
familia o el poeta oficiante de los himnos, se ve ya otro personaje más
importante: el Rishi, el sabio, el iniciado, de quien ha recibido la verdad. Se
ve también que esa verdad se ha transmitido por una tradición ininterrumpida
que se remonta a los orígenes de la raza aria. He ahí, pues, al pueblo ario
lanzado en la carrera de conquista y civilización, a lo largo del Indus y del
Ganges. El genio invisible de Rama, la inteligencia de las cosas divinas, Deva
Nahousha, reina sobre él. Agni, el fuego sagrado, circula por sus venas. Una
aurora rosada envuelve a esta edad de juventud, de fuerza, de virilidad. La
familia está constituida, la mujer respetada. Sacerdotisa en el hogar, a veces
compone y canta ella misma los himnos. “Que el marido de esta esposa viva cien
otoños”, dice un poeta. Se ama a la vida; pero se cree también en su más allá.
El rey habita en un castillo sobre la colina que domina al pueblo. En la guerra
va montado en un carro brillante, vestido con armas relucientes, coronado con
una tiara, y resplandece como el dios Indra.
Más tarde, cuando los brahmanes hayan establecido su
autoridad, se verá elevarse cerca del palacio espléndido del Maharaja, o gran rey, la pagoda
de piedra de donde saldrán las artes, la poesía y el drama de los dioses,
gesticulado y cantado por las bailarinas sagradas. Por el momento las castas
existen, pero sin rigor, sin barrera absoluta. El guerrero es sacerdote y el
sacerdote guerrero, más frecuentemente servidor oficiante del jefe o del rey.
Más he aquí un personaje de aspecto pobre y de gran
porvenir. Cabellos y barba incultos, medio desnudo, cubierto de harapos rojos.
Ese muní, ese
solitario habita cerca de los lagos sagrados, en las soledades salvajes, donde
se dedica a la meditación y a la vida ascética.
De cuando en cuando viene para amonestar al jefe o al rey. Frecuentemente le
rechazan, le desobedecen; pero le respetan y le temen. Ejerce ya un poder
temible. Entre aquel rey, sobre su carro dorado, rodeado por sus guerreros, y
este muní casi
desnudo, sin otras armas que su pensamiento, su palabra y su mirada, habrá una
lucha, y el vencedor formidable no será el rey; será el solitario, el mendigo
descarnado, porque tendrá la ciencia y la voluntad. La historia de esa lucha es
la del brahmanismo, como más tarde será la del buddhismo, y en ella se resume
casi toda la historia de la
India.
LA JUVENTUD DE KRISHNA
Al
pie
del monte Meru se extendía un fresco valle lleno de praderas y
dominado por vastos bosques de cedros, por donde pasaba el soplo puro
del Himavat. En este alto valle habitaba un pueblo de pastores sobre el
cual
reinaba el patriarca Nanda, amigo de los anacoretas. Allí Devaki
encontró un refugio contra las persecuciones del tirano de
Madura; y allí, en la morada de Nanda, nació su hijo
Krishna. A excepción de Nanda, nadie supo quién era la
extranjera y de dónde procedía aquel hijo. Las mujeres
del país dijeron únicamente: “Es un hijo de los
Gandharvas. (Son los genios que, en toda
la poesía india, se supone presiden a los matrimonios de amor). Porque
los músicos de Indra deben haber presidido a los amores de esa
mujer que parece una ninfa celeste, una Apsara”. El hijo
maravilloso de la mujer desconocida creció entre los
rebaños y los pastores, ante los ojos de su madre. Le llamaban
“el Radiante”, porque su sola presencia, su sonrisa y sus
grandes ojos tenían el don de difundir la alegría.
Animales, niños, mujeres, hombres, todo el mundo le
quería, y él parecía querer a todo el mundo,
sonriendo a su madre, jugando con las ovejas y los niños de su
edad o hablando con los viejos. El niño Krishna no tenía
temor alguno; lleno de audacia ejecutaba acciones sorprendentes. A
veces se le encontraba en los bosques, recostado sobre el musgo,
abrazando a jóvenes panteras y abriéndoles la boca sin
que se atreviesen a morderle. Tenía también inmovilidades
repentinas, admiraciones profundas, tristezas extrañas. Entonces
se apartaba de todos, y grave, absorto, miraba sin responder. Pero
sobre todas las cosas y todos los seres, Krishna adoraba a su joven
madre, tan bella, tan radiante, que le hablaba del cielo de los Devas,
de combates heroicos y de cosas maravillosas que ella había
aprendido con los anacoretas. Y los pastores que conducían sus
rebaños bajo los cedros del monte Meru decían:
“¿Quién es esta madre y quién su hijo?.
Aunque vestida como nuestras mujeres, parece una reina. El hijo
maravilloso se ha criado con los nuestros, y sin embargo no se les
parece. ¿Es un genio?. ¿Es un dios?. Quienquiera que sea,
nos traerá felicidad”.
Cuando Krishna tuvo quince años, su madre Devaki fue vuelta a
llamar por el jefe de los anacoretas. Un día desapareció
sin decir adiós a su hijo. Krishna,
no viéndola ya, fue a buscar al patriarca Nanda y le dijo:
— ¿Dónde está mi madre?.
Nanda respondió, inclinando la cabeza: — Hijo mío,
no me lo preguntes. Tu madre ha partido para un largo viaje. Ha vuelto
al país de donde vino, y no sé cuándo
volverá. Krishna no respondió nada, pero cayó en
una meditación tan profunda que todos los niños se
apartaban de él como sobrecogidos por un
temor supersticioso. Krishna abandonó a sus compañeros,
dejó sus juegos, y perdido en sus pensamientos, se fue solo por
el monte Meru y erró así durante varias semanas. Una
mañana llegó a una alta cima cubierta de árboles,
desde donde la vista se extendía sobre la cordillera del
Himavat. De repente divisó cerca de él un anciano, de
elevada estatura, vestido con el traje blanco de los anacoretas, en pie
bajo los cedros gigantescos, bañado por la luz matutina.
Parecía un centenario; su barba de nieve y su frente brillaban
con majestad. El joven lleno de vida y el anciano se miraron largo
tiempo. Los ojos del viejo se posaban con complacencia sobre Krishna.
Éste quedó tan maravillado al verle, que enmudeció
lleno de admiración. Aunque por primera vez le veía,
pareció conocerle.
— ¿A quién buscas? — le dijo por fin el anciano.
— A mi madre.
— Tu madre no está ya aquí.
— ¿Dónde la encontraré?.
— Al lado de Aquel que no cambia nunca.
— Pero ¿cómo encontrar a Aquel?.
— Busca.
— Y a ti, ¿te volveré a ver?.
— Sí; cuando la hija de la
Serpiente
incite al crimen al hijo del Toro, entonces me volverás a ver en
una aurora de púrpura. Entonces matarás al Toro y
aplastarás la cabeza de la Serpiente. Hijo
de Mahadeva, sabe que tú y yo no formamos más que uno
solo en Aquél. ¡Busca, busca, busca siempre! Y el
centenario extendió las manos en signo de bendición.
Después se volvió dando algunos pasos bajo los altos
cedros, en dirección del Himavat. De pronto pareció a
Krishna que su forma majestuosa se volvía transparente,
después temblorosa, y desapareció en el brillo de las
finas hojas de las ramas, en una vibración luminosa. (Es una creencia constante en la India
que los grandes ascetas pueden manifestarse a distancia bajo una
apariencia visible, mientras su cuerpo queda sumergido en un
sueño cataléptico). Cuando Krishna descendió del monte Meru, parecía como transformado. Una
energía nueva irradiaba de su ser. Reunió a sus compañeros y les dijo:
“Vamos a luchar contra los toros y las serpientes; vamos a defender a los buenos y a subyugar a los malvados”.
Con el arco en la mano y la espada al cinto, Krishna y sus amigos, los hijos de sus pastores, convertidos en guerreros, comenzaron a batir las selvas luchando
contra las bestias feroces. En el fondo de los bosques, se oían
los aullidos de las hienas, los chacales, los tigres, y los gritos de
triunfo de
los jóvenes. Krishna mató y domó leones, hizo la
guerra a reyes y libertó a tribus oprimidas. Más la
tristeza invadía el fondo de su corazón. Su alma
sólo tenía un deseo profundo, misterioso, oculto:
encontrar a su madre y volver a hallar al extraño y sublime
anciano. Recordaba sus palabras: “¿No me prometió
que le vería cuando aplastase la cabeza de la serpiente?.
¿No me dijo que encontraría a mi madre al lado de Aquel
que no cambia nunca?”. Pero por mucho que luchaba y
vencía, no había vuelto a ver ni al viejo sublime ni a su
madre radiante. Un día oyó hablar de Kalayeni, el rey de
las serpientes, y pidió luchar con el más terrible de sus
animales en presencia del mago negro. Se decía que aquel animal,
adiestrado por Kalayeni, había ya devorado centenares de
hombres, y que su mirada
helaba de espanto a los más valientes. Del fondo del templo
tenebroso de Kali, Krishna vio salir, a la voz de Kalayeni, un largo
reptil azul verdoso. La
serpiente enderezó lentamente su cuerpo grueso, hinchó su
cresta rojiza, y sus ojos penetrantes se encendieron en su cabeza
monstruosa, cubierta de conchas relucientes. “Esta serpiente,
dijo Kalayeni, sabe muchas cosas, es un demonio poderoso. No se las
dirá más que a quien la mate; ella mata a los vencidos.
Te ha visto, te mira, estás en su poder. Sólo te resta
adorarla o perecer en una lucha insensata”. A estas palabras,
Krishna se indignó, porque sentía que su corazón
era como la punta del rayo. Miró a la serpiente y se
lanzó sobre ella, cogiéndola por debajo de la cabeza.
Hombre y serpiente rodaron por las escaleras del templo. Pero antes que
el reptil se le hubiese enroscado, Krishna le cortó la cabeza
con su espada y, desembarazándose del cuerpo, que se
retorcía aún, el joven vencedor levantó, con aire
de triunfo, la cabeza de la serpiente en su mano izquierda. Aquella
cabeza vivía aún; miraba a Krishna y le dijo:
“¿Por qué me has matado, hijo de Mahadeva?
¿Crees encontrar la verdad matando a los vivos?.
¡Insensato: no la encontrarás más que agonizando
tú mismo. La muerte está en la vida, la vida está
en la muerte. Teme a la hija de la serpiente y a la sangre vertida?
¡Guárdate! ¡Ten cuidado!”. Hablando
así, la serpiente murió. Krishna dejó caer la
cabeza del reptil y se marchó lleno de horror. Kalayeni dijo:
“No puedo nada sobre este hombre;
sólo Kali podría dominarle con un encanto”.
Tras un mes de abluciones y de oración en la orilla del Ganges,
luego de haberse purificado en la luz del sol y en el pensamiento de
Mahadeva, Krishna volvió a su país natal, entre los
pastores del monte Meru. La luna de otoño mostraba sobre los
bosques de cedros su globo resplandeciente; de noche el aire se
embalsamaba con el perfume de los lirios silvestres, donde las abejas
murmuraban durante el día. Sentado bajo un gran cedro, al borde
de una pradera, Krishna, cansado de los varios combates de la tierra,
soñaba en combates celestes y en lo infinito del cielo. Cuanto
más pensaba en su radiante madre y en el anciano sublime,
más sus hazañas juveniles le parecían
despreciables, y más las cosas del cielo se le hacían
vivas. Un encanto consolador, una divina reminiscencia, le inundaban
por completo. Un himno de reconocimiento a Mahadeva subió de su
corazón y desbordó de sus labios en una melodía,
suave y angélica. Atraídas por aquel canto maravilloso,
las Gopis, las hijas y las mujeres de los pastores, salieron de
sus moradas. Las primeras, al ver a las mayores de la familia en su
camino, volvieron a entrar en seguida, después de simular que
cogían flores. Algunas se aproximaron más, llamando:
¡Krishna!, ¡Krishna!, y después huyeron
avergonzadas. Animándose poco a poco, las mujeres rodearon a
Krishna por grupos, como gacelas tímidas y curiosas encantadas
por sus melodías. Él, abstraído en el sueño
de los dioses, no las veía. Atraídas más y
más por su canto, las Gopis comenzaron a impacientarse de que no
se fijara en ellas. Nichdali, la hija de Nanda, con los ojos cerrados,
había caído en una especie
de éxtasis. Su hermana Sarasvati, más atrevida, se
deslizó al lado del hijo de
Devaki, y le dijo con voz cariñosa:
— ¡Oh, Krishna! ¿No ves que te escuchamos y que no
podemos dormir en nuestras moradas?. Tus melodías nos han
embelesado, ¡Oh, héroe adorable!, y henos aquí,
encadenadas a tu voz, y no pudiendo ya vivir sin ti.
— Canta más — dijo una joven —; enséñanos a modular nuestras voces.
— Enséñanos la danza — dijo una mujer, y
Krishna, saliendo de su sueño, lanzó sobre las Gopis
benévolas miradas. Les dirigió palabras amables, y
cogiéndolas de la mano, las hizo sentar sobre el césped,
a la sombra de los grandes cedros, bajo la luz de la luna brillante.
Entonces les contó lo
que había visto en su ensimismamiento: la historia de los dioses
y de los héroes, las guerras de Indra, y las hazañas del
divino Rama. Mujeres y mozas escuchaban encantadas. Aquellas
narraciones duraban hasta el alba. Cuando la rosada aurora subía
tras el monte Meru, y los kokilas comenzaban a cantar bajo los cedros,
las hijas y las mujeres de los Gopis volvían furtivamente a
sus viviendas. Pero al día siguiente, en cuanto la luna
mágica mostraba su creciente, volvían más
ávidas dé escucharle. Krishna, al ver que se exaltaban
con sus relatos, las enseñó a cantar con sus voces y a
figurar con sus gestos
las acciones sublimes de los héroes y de los dioses. A las unas
dio vinas, de cuerdas vibrantes como almas; a las otras,
címbalos, sonoros como los corazones de los guerreros, y
tambores, que imitaban el trueno. Eligiendo a las más bellas,
las animaba con sus pensamientos, y, con los brazos extendidos, andando
y moviéndose en un sueño divino, las bailarinas
sagradas representaban la majestad de Varuna, la cólera de Indra
matando al dragón, o la desesperación de Maya abandonada.
De este modo, los combates y la gloria eterna de los dioses, que
Krishna había contemplado en sí mismo, revivían en
aquellas mujeres dichosas y transfiguradas.
Una mañana, las Gopis se habían dispersado. Los timbres
de sus instrumentos variados, de sus voces musicales y alegres se
habían perdido a lo lejos. Krishna, solo bajo el gran cedro, vio
venir a las dos hijas de Nanda: Sarasvati y Nichdali, que se sentaron a
su lado. Sarasvati, echando sus brazos alrededor del cuello de Krishna,
y haciendo ruido con sus brazaletes, le dijo: “Al
enseñarnos los cantos y las danzas sagradas, has hecho de
nosotras las más dichosas de las mujeres; pero seremos las
más desdichadas cuando te marches. ¿Qué
será de nosotras cuando no te veamos más?. ¡Oh
Krishna! Sé nuestro esposo: mi hermana y yo seremos tus mujeres
fieles, y nuestros ojos no tendrán el dolor de perderte”.
Mientras Sarasvati hablaba así, Nichdali cerró los
párpados como si cayera en éxtasis.
— Nichdali; ¿Por qué cierras los ojos? — preguntó Krishna.
— Está celosa — respondió Sarasvati riendo —. No quiere ver mis
brazos rodeando tu cuello.
— No — respondió Nichdali ruborizándose
—: cierro los ojos para contemplar tu imagen que está
grabada en el fondo de mí misma. Krishna, puedes marchar: no te
perderé nunca. Krishna estaba pensativo. Rechazó
sonriendo los brazos de Sarasvati, que apasionadamente oprimían
su cuello, y mirando alternativamente a las dos mujeres, pasó
sus brazos alrededor de sus talles. Primero posó su boca sobre
los labios de Sarasvati, luego sobre los
ojos de Nichdali. En esos dos largos besos, el joven Krishna
pareció sondear y saborear todas las voluptuosidades de la
tierra. Más, de repente, se estremeció
y
dijo:
— Eres hermosa, ¡Oh, Sarasvati!, tú cuyos labios
tienen el perfume del ámbar y de todas las flores; eres
adorable, ¡Oh Nichdali!, tú cuyos párpados
velan profundos ojos y sabes sondear tu propia alma. Os amo a las dos. Pero ¿Cómo
voy a ser vuestro esposo, puesto que mi corazón tendría que dividirse
entre ambas?.
— ¡No amará nunca! — dijo Sarasvati con despecho.
— Sólo amaré con amor eterno...
— ¿Y qué es preciso para que ames así? — dijo Nichdali con ternura.
Krishna se había levantado; sus ojos llameaban.
— ¿Para amar con amor eterno? — dijo —.
¡Es preciso que la luz del día se extinga, que el rayo
caiga en mi corazón, y que un alma se lance fuera de mí
hasta el fondo del cielo!
Mientras hablaba, pareció a las jóvenes que crecía
de un codo. De repente, tuvieron miedo de él, y volvieron a su
casa llorando. Krishna tomó solo el camino del monte Meru. La
noche siguiente, las Gopis se reunieron para sus juegos, pero en vano
esperan a su maestro. Había desaparecido, no dejando más
que una esencia, un perfume de su ser: los cantos y las danzas sagradas.
V
INICIACIÓN
Entre
tanto, el rey Kansa, al saber que su hermana Devaki había vivido
con los anacoretas, sin haberla podido descubrir, empezó a
perseguirlos como a bestias feroces, teniendo aquéllos que
refugiarse en la parte más recóndita y más salvaje
de la selva. Entonces su jefe, el viejo Vasichta, el centenario, se
puso en camino para hablar al rey de Madura. Los guardias vieron con
admiración aparecer ante las puertas del palacio a un anciano
ciego, guiado por una gacela que llevaba atada. Llenos de respeto al
rishi, le dejaron pasar. Vasichta se aproximó al trono, donde
Kansa estaba sentado al lado de Nysumba, y le dijo:
— Kansa, rey de Madura, desgraciado de ti, hijo del Toro, que
persigues a los solitarios de la selva santa. Desgraciada de ti, hija
de la Serpiente, que le
inspiras el odio. Vuestro castigo está próximo. Sabed que
el hijo de Devaki vive. Vendrá cubierto con una armadura
invulnerable y te arrojará desde tu
trono a la ignominia. Ahora, temblad y temed; es el castigo que los Devas os asignan.
Los guerreros, los guardias, los servidores, se habían
prosternado ante el santo centenario, que volvió a salir
conducido por su gacela, sin que nadie se
atreviera a tocarle. Pero a partir de aquel día, Kansa y Nysumba
pensaron en los medios de hacer morir secretamente al rey de los
anacoretas. Devaki había
muerto, y nadie aparte de Vasichta sabía que Krishna era su
hijo. El ruido de las hazañas de éste había
llegado a oídos del rey. Kansa pensó: “Tengo
necesidad de un hombre fuerte para defenderme! El que ha matado a la
gran serpiente de Kalayeni, no tendrá miedo del
anacoreta”. Kansa mandó decir al
patriarca Nanda: “Envíame al joven héroe Krishna
para que sea el conductor de mi carro y mi primer consejero”. (En la India
antigua, esas dos funciones estaban con frecuencia reunidas en una
misma persona. Los conductores de los carros de los reyes eran grandes
personajes y frecuentemente los ministros de los monarcas. Los ejemplos
son numerosísimos en la poesía indostánica). Nanda
comunicó a Krishna la orden del rey y Krishna respondió:
“Iré.” Aparte pensaba: “¿El rey de
Madura será Aquel que no cambia jamás?. Por él
sabré dónde está mi madre”. Kansa, viendo la
fuerza, la destreza y la inteligencia de Krishna, le estimaba
mucho y le confió la guardia de su reino. Nysumba, al ver al
héroe del monte Meru, se estremeció en su carne con un
deseo impuro, y
su espíritu sutil tramó un proyecto tenebroso a la luz de un pensamiento criminal.
Sin que el rey lo supiera, llamó a su gineceo al conductor del
carro. Como maga que era, poseía el arte de rejuvenecerse
momentáneamente por medio de filtros poderosos. El hijo de
Devaki encontró a Nysumba, la de los senos de ébano, casi
desnuda, sobre un lecho de púrpura: anillos de oro
ceñían sus tobillos y sus brazos; una diadema de piedras
preciosas chispeaba sobre su cabeza. A sus pies ardía un
pebetero de cobre, del que se escapaba una nube de perfumes.
—Krishna — dijo la hija del rey de las serpientes —,
tu frente es más tranquila que la nieve del Himavat y tu
corazón es como la punta del rayo. En tu inocencia resplandeces
sobre los reyes de la, tierra. Aquí, nadie te ha reconocido;
tú te ignoras a ti mismo. Yo sola sé quién eres;
los Devas han hecho de ti el dueño de los hombres; yo sola puedo
hacer de ti el dueño del mundo. ¿Quieres?.
— Si Mahadeva habla por tu boca — dijo Krishna con grave
acento — me dirás, dónde está mi madre y
dónde encontraré al gran anciano que me habló bajo
los cedros del monte Meru.
— ¿Tu madre? — dijo Nysumba con desdeñosa
sonrisa —; no soy yo ciertamente quien te lo
enseñará; en cuanto a tu anciano, no le conozco.
¡Insensato!, persigues sueños y no ves los tesoros de la
tierra que yo te ofrezco. Hay seres que llevan la corona y que no son
reyes. Hay hijos de pastores que llevan la realeza en su frente y que
no conocen su fuerza. Tú eres fuerte, joven, bello; los
corazones están contigo. Mata al rey durante su sueño y
yo pondré la corona sobre tu cabeza y serás el
dueño del mundo. Porque yo te amo y me estás
predestinado. Lo quiero, lo ordeno. Mientras hablaba así, la
reina se, había levantado imperiosa, fascinante, terrible como
una hermosa serpiente. En pie sobre su lecho, lanzó con sus ojos
negros una llama tan sombría en los ojos límpidos de
Krishna, que éste se estremeció espantado. En aquella
mirada, el infierno se le apareció. Vio el abismo del templo de
Kali, diosa del Deseo y de la Muerte,
y las serpientes
que allí se retorcían en una agonía eterna.
Entonces, repentinamente, los ojos de Krishna parecieron como dos
dagas. Sus miradas traspasaron a la reina de parte a parte, y el
héroe del monte Meru exclamó:
— Soy fiel al rey que me ha tomado por defensor; pero tú,
sábelo: Nysumba lanzó
un grito penetrante, y rodó sobre su cama, mordiendo la
púrpura. Toda su juventud ficticia se había desvanecido,
volviéndose vieja y arrugada. Krishna, dejándola con su
cólera, salió. Perseguido noche y día por las
palabras del anacoreta, el rey de Madura dijo a su conductor de carro:
— Desde que el enemigo ha puesto el pie en mi palacio, no duermo
ya en paz sobre mi trono. Un mago infernal llamado Vasichta, que vive
en una profunda selva, ha venido a lanzarme su maldición. Desde
entonces, no respiro: el anciano ha emponzoñado mis
días. Pero contigo no temo nada, no le temo.
Ven conmigo a la selva maldita. Un espía que conoce todos los senderos nos conducirá.
“En cuanto lo veas, corre hacia él y hiérelo, sin
darle tiempo a decirte una palabra o lanzarte una mirada. Cuando
esté herido mortalmente, pregúntale
dónde está el hijo de mi hermana Devaki, y cuál es
su nombre. La paz de mi reino depende de este misterio”.
— En verdad — respondió Krishna —, no he
tenido miedo de Kalayeni ni de la serpiente de Kali.
¿Quién podría hacerme temblar ahora?. Por poderoso
que sea ese hombre, sabré lo que te oculta.
Disfrazados de cazadores, marchaban sobre un carro tirado por caballos
fogosos; el espía que había explorado la selva iba
detrás. Era el principio de la estación de lluvias. Los
ríos se henchían, las plantas recubrían los
caminos, y la línea blanca de las cigüeñas surcaba
las brumas. Cuando se aproximaron al
bosque sagrado, el horizonte se ensombreció, el sol se
veló, la atmósfera se llenó de una niebla cobriza.
Del cielo tempestuoso pendían nubes como trombas, sobre la
cabellera asustada de los bosques.
— ¿Por qué — dijo Krishna al rey — el
cielo se ha oscurecido de repente, y la selva se pone negra?.
— Lo sé — dijo el rey de Madura —; es
Vasichta, el malvado solitario, que ensombrece el cielo y eriza contra
mí el bosque maldito. Pero, Krishna,
¿tienes miedo?.
— Aunque el cielo cambie de aspecto y la tierra de color, nada temo.
— Entonces, avanza.
Krishna fustigó a los caballos, y el carro entró bajo la
sombra espesa de las baobabs, corriendo algún tiempo con
velocidad maravillosa. Pero la selva se volvía cada vez
más salvaje y más terrible. Los relámpagos la
iluminaron; el trueno retumbó.
— Jamás — dijo Krishna — he visto el cielo tan
negro ni retorcerse así los árboles. ¡Bien poderoso
es tu mago!
— Krishna, matador de serpientes, héroe del monte Meru, ¿Tienes miedo?.
— Aunque la tierra tiemble y el cielo se hunda, no tengo miedo.
— Entonces, ¡adelante!
De nuevo el intrépido conductor fustigó a los caballos, y
el carro continuó su carrera. Entonces, la tempestad se
volvió tan espantosa que los árboles gigantes se
inclinaron. La selva sacudida gimió como estremecida por el
alarido de mil demonios. El rayo cayó al lado de los viajeros;
un boabab roto obstruyó el camino; los caballos se detuvieron, y
la tierra tembló.
— ¿Es, pues, un dios tu enemigo? — dijo Krishna —. Porque Indra mismo
le protege.
— Tocamos al objetivo — dijo el espía al rey
—. Mira este sendero entre el césped. Al final se ve una
cabaña miserable. Allí habita Vasichta, el gran muni, el
que alimenta a los pájaros, temido por las fieras y protegido
por una gacela, Pero ni por una corona de rey daré un paso
más.
A estas palabras, el rey de Madura se había puesto
lívido. “¿Es allí realmente, detrás
de aquellos árboles?”. Y cogiéndose tembloroso a
Krishna, murmuró en voz baja, estremeciéndose todos sus
miembros: — Vasichta, Vasichta, el que medita mi muerte,
está allí. Me ve desde el fondo de su retiro... Su ojo me
persigue. ¡Líbrame de él!
— Sí, por Mahadeva — dijo Krishna, bajando del carro
y saltando por encima del tronco del baobab —, quiero ver al que
te hace temblar así.
El muni centenario Vasichta vivía hacía un año en
aquella cabaña escondida en lo más profundo de la selva
santa, esperando la muerte. Antes de morir el cuerpo, se había
libertado de la prisión de la materia. Sus ojos se habían
extinguido, pero veía por el alma. Su piel percibía
apenas el calor y el frío, pero su espíritu vivía,
en una unidad perfecta con el Espíritu soberano.
No veía ya las cosas de este mundo más que a
través de la luz de Brahma, rezando, meditando sin cesar. Un
discípulo fiel le llevaba diariamente a la ermita los granos de
arroz de que vivía. La gacela que comía en su mano, le
advertía bramando de la proximidad de las fieras. Entonces las
alejaba murmurando un mantra, y extendiendo su bastón de
bambú de siete nudos. En cuanto a los hombres, quienesquiera que
fuesen, los veía por medio de su mirada interna, desde varias
leguas de distancia.
Krishna, marchando por el estrecho sendero, se, encontró de
repente frente a Vasichta. El rey de los anacoretas estaba sentado, las
piernas
cruzadas sobre una estera, apoyado contra el poste que sostenía
su cabaña, en una paz profunda. De sus ojos de ciego
salía un resplandor interno de vidente. En cuanto
Krishna le vio, reconoció que era “¡el sublime
anciano!”. Sintió una conmoción de alegría,
y el respeto inclinó hacia él su alma entera. Olvidando
al rey, su carro y su reino, se arrodilló ante el santo y le
adoró.
Vasichta parecía verle. Su cuerpo, apoyado en la cabaña,
se enderezó por una ligera oscilación, extendió
los dos brazos para bendecir a su huésped y sus
labios murmuraron la sílaba sagrada: ¡AUM! (En la iniciación brahmánica significa: el Dios supremo, el Dios Espíritu. Cada una de estas letras
corresponde a una de las facultades divinas, popularmente hablando a una de las personas de la
Trinidad). El
rey Kansa, al no oír nada, ni ver
volver a su conductor, se deslizó con furtivo paso por el
sendero y quedó petrificado de asombro viendo a Krishna
arrodillado ante el santo anacoreta. Éste dirigió a
Kansa sus ojos de ciego y, levantando su bastón, dijo:
— Rey de Madura, vienes a matarme; está bien.
Porque
vas a libertarme de la miseria de este cuerpo. ¿Quieres saber
dónde está el hijo de tu hermana Devaki, que ha de
destronarte?. Helo aquí, indinado ante mí y ante
Mahadeva, y es Krishna, tu propio conductor. Considera cuán
insensato eres y cuán maldito, puesto que tu enemigo más
terrible es ese mismo. Me lo has traído para que yo le diga que
es el predestinado. ¡Tiembla! Estás perdido, pues tu alma
infernal va a ser la presa de los demonios.
Kansa
escuchaba estupefacto. No osaba mirar al anciano cara a cara;
pálido de ira y viendo a Krishna de rodillas, cogió su
arco, y tendiéndolo con toda su fuerza, lanzó una flecha
contra el hijo de Devaki. Pero el brazo había temblado, y la
flecha se desvió, yéndose a clavar en el pecho de
Vasichta, que, con los brazos en cruz, parecía esperarla como en
éxtasis.
Un
grito se oyó, un grito terrible, no del pecho del anciano, sino
del de Krishna. E1 había sentido vibrar la flecha en su
oído, la había visto en la carne del santo... y le
parecía que se había clavado en su propio corazón;
de
tal modo su alma en ese instante se había identificado con la
del rishi. Con esta flecha aguda, todo el dolor del mundo
traspasó el alma de Krishna, la desgarró hasta sus
profundidades.
Entre tanto, Vasichta con la flecha en su pecho, sin cambiar de postura, agitaba aún los labios y murmuró:
— Hijo de Mahadeva, ¿Por qué lanzar ese grito?
Matar
es vano. La flecha no puede herir al alma, y la víctima es el
vencedor del asesino. Triunfa, Krishna; el destino se cumple; yo vuelvo
a Aquel que no cambia jamás. Que Brahma reciba mi alma. Pero
tú, su elegido, salvador
del mundo, ¡en pie!, ¡Krishna!, ¡Krishna!
— Krishna se levantó con la mano en su espada; quiso volverse contra
el rey. Pero Kansa había huido.
Entonces un resplandor hendió el negro cielo, y Krishna cayó a tierra
como herido por el rayo bajo una luz deslumbradora. Mientras su cuerpo permanecía insensible, su alma, unida a la del anciano, por el poder de la simpatía, subió en los espacios. La tierra, con sus ríos, sus mares, sus continentes, desapareció como una negra esfera y los dos se levantaron al séptimo cielo de los Devas, hasta el Padre de los seres, el sol de los soles, Mahadeva, la inteligencia divina. Ambos se sumergieron en un océano de luz que se abría ante ellos. En el centro de la esfera, Krishna vio a Devaki, su madre radiante, su madre glorificada, que con sonrisa inefable, le tenía los brazos, le atraía a su seno. Millares de Devas venían a beber en la radiación
de la Virgen-Madre,
como en un foco incandescente. Y Krishna se sintió reasorbido en una mirada de amor de Devaki. Entonces, del corazón de la madre luminosa, su ser irradió a través de todos los cielos. Sintió que él era
el Hijo, el alma divina de todos los seres, la Palabra de Vida, el Verbo creador superior a la vida universal; él la penetraba, sin embargo por la esencia del dolor, por el fuego de la oración y la felicidad de un divino sacrificio.
Cuando
Krishna volvió en sí, el trueno retumbaba aún en
el cielo, la selva estaba sombría y torrentes de lluvia
caían sobre la cabaña. Una gacela lamía la sangre
sobre el cuerpo del asceta atravesado. “El anciano sublime”
ya no era más que un cadáver. Pero Krishna se
levantó como resucitado. Un abismo le separaba del mundo y de
sus vanas apariencias. El había percibido la gran verdad y
comprendido su misión. En cuanto al rey Kansa, lleno de espanto,
huía sobre su carro perseguido por la tempestad, y sus caballos
se encabritaban como fustigados por mil demonios.
(La leyenda de Krishna nos lleva a la fuente misma de la idea de la Virgen-Madre, el Hombre-Dios y de la Trinidad. En la India,
esta idea aparece, desde el origen, en su simbolismo transparente, con
su profundo sentido metafísico. En el libro Y, capítulo
II, él Vishnu-Purana, después de contar la
concepción de Krishna por Devaki, añade: “Nadie
podía mirar a Devaki a causa de la luz que la envolvía, y
los que contemplaban su esplendor sentían su espíritu
turbado; los dioses, invisibles a los mortales, celebraban
continuamente sus alabanzas desde que Vishnú estaba encerrado en
su persona”. Ellos decían: “Tú eres esa
Prakriti infinita y sutil y que llevó antes a Brahma en su seno; tú fuiste luego la diosa de la Palabra, la energía
del Creador del universo y la madre de los
Vedas. ¡Oh, tú!, ser eterno, que comprendes en tu
substancia la esencia de todas las cosas creadas, tú eres
idéntica con la creación, tú eres el sacrificio de
donde procede cuanto produce la tierra; tú eres la madera que
por el frotamiento engendra el fuego. Como Aditi, eres la madre de los
dioses; como Diti, eres
la de los Daytas, sus enemigos. Tú eres la luz de donde nace el
día, eres la humildad, madre de la verdadera sabiduría,
tú eres la política de los reyes, madre del orden;
tú eres el deseo de que nace el amor; tú eres la
satisfacción de donde la resignación deriva; tú
eres la inteligencia, madre de la ciencia; tú eres la paciencia,
madre del valor; todo el firmamento y las estrellas son tus hijos; de
ti procede todo cuanto existe... Tú has descendido a la tierra
para la salvación del mundo. Ten compasión de nosotros,
¡Oh Diosa!, y muéstrate favorable al universo; sé
orgullosa de llevar en ti al Dios que sostiene al mundo”. Este
pasaje prueba que los brahmanes identificaban a la madre de Krishna con
la substancia universal y el principio femenino de la Naturaleza. De éste
hicieron ellos la segunda persona de la
Trinidad divina, de la tríada inicial y no manifestada. El Padre, Nara (Eterno-Masculino); la Madre,
Nari (Eterno-Femenino) y el hijo, Viradi (Verbo-Creador), tales son las
facultades divinas. En otros términos: el principio intelectual,
el principio plástico, el principio productor. Los tres juntos
constituyen la natura naturans, para emplear un término de
Spinoza. El mundo organizado, el universo vivo, natura naturata, es el
producto del verbo
creador, que se manifiesta a su vez bajo sus formas: Brahma, el
Espíritu, corresponde al mundo divino; Vishnú, el alma,
responde al mundo humano; Siva, el cuerpo, se refiere al mundo natural.
En estos tres mundos, el principio masculino y el principio femenino
(esencia y substancia) son igualmente activos, y el Eterno femenino se
manifiesta a la vez en la naturaleza terrestre, humana y divina. Isis
es triple, Cibeles también. Se ve, así concebida, que la
doble trinidad, la de Dios y la del Universo, contiene los principios y
el cuadro de una teodicea y de una cosmogonía. Es justo
reconocer que esta idea-madre ha salido de la India. Todos
los templos antiguos, todas las grandes religiones y varias
filosofías célebres, la han adoptado. Desde el tiempo de
los apóstoles y en los primeros siglos del cristianismo, los
iniciados cristianos reverenciaban el principio femenino de la
naturaleza visible e invisible, bajo el nombre de Espíritu
Santo, representado por una paloma, signo de la potencia femenina en
todos los templos de Asia y de Europa. Si
después la Iglesia
ha ocultado y perdido la clave de sus misterios, su sentido se halla aún escrito en sus símbolos.
VI
LA
DOCTRINA DE LOS
INICIADOS
Krishna
fue saludado por los anacoretas como el sucesor esperado y predestinado
de Vasichta. Se celebró el srada, o ceremonia fúnebre del
santo anciano, en la selva sagrada, y el hijo de Devaki recibió
el bastón de siete nudos, signo de mando, después de
haber hecho el sacrificio del fuego en presencia de los más
antiguos anacoretas, de los que saben de memoria los tres Vedas. En
seguida, Krishna se retiró al monte Meru para meditar
allí su doctrina y el camino de salvación para los
hombres. Sus meditaciones y sus austeridades duraron siete años.
Entonces sintió que había dominado a su naturaleza
terrestre por medio de su naturaleza divina, y que se había
identificado suficientemente, con el Sol de Mahadeva para merecer el
nombre de hijo de Dios. Entonces llamó a su lado a los
anacoretas jóvenes y ancianos para revelarles su doctrina.
Encontraron ellos a Krishna purificado y engrandecido: el héroe
se había transformado en santo; no había perdido la
fuerza de los leones, pero había ganado la dulzura de las
palomas. Entre los que acudieron en primer término se encontraba
Arjuna, un descendiente de los reyes solares, uno de los Pandavas
destronados por los Kuravas o reyes lunares. El joven Arjuna era
apasionado, lleno de fuego, pero pronto a descorazonarse y caer en la
duda, y se entusiasmó apasionadamente con las doctrinas de
Krishna.
Sentado bajo los cedros del monte Meru, frente al Himavat, Krishna
comenzó a hablar a sus discípulos de las verdades
inaccesibles a los hombres que viven en la esclavitud de los sentidos.
Les enseñó la doctrina del alma inmortal, de sus
renacimientos, y de su unión mística con Dios. “El
cuerpo decía —, envoltura del alma que en él
mora, es una cosa finita; pero el alma que le habita es invisible,
imponderable, incorruptible, eterna. (El
enunciado
de esta doctrina, que fue más tarde la de Platón, se
encuentra en el libro I del Bhagavad Gita en forma de diálogo
entre Krishna y Arjona). El
hombre terrestre es triple como la divinidad que refleja:
inteligencia, alma y cuerpo. Si el alma se une a la inteligencia,
alcanza Satwa, la sabiduría y la paz; si el alma permanece
incierta entre la inteligencia y el cuerpo, entonces está
dominada por Raja, la pasión, y va de objeto a objeto en un
círculo fatal; si, finalmente, el alma se abandona al cuerpo,
entonces cae en Tama,
la sinrazón, la ignorancia y la muerte temporal. He ahí
lo que cada hombre puede observar en tí mismo y a su alrededor. (Libros XIII a XVIII Bhagavad Gita).
— Pero — preguntó Arjona —
¿Cuál es el destino del alma después de la
muerte?. ¿Obedece siempre a la misma ley, o puede escapar de
ella?. — Jamás la escapa y obedece siempre —
respondió Krishna —. He ahí el misterio de los
renacimientos. Como las profundidades del cielo se abren a los rayos de
las estrellas, así las profundidades de la vida se iluminan a la
luz de esta verdad. “Cuando el cuerpo se disuelve, y Satwa (la
sabiduría) domina, el alma se eleva a las regiones de esos seres
puros que tienen el conocimiento del Altísimo. Cuando el cuerpo
experimenta esta disolución, mientras Raja (la pasión)
reina, el alma vuelve a habitar de nuevo entre los que están
apegados a las cosas de la tierra. Del mismo modo, si el cuerpo es
destruido cuando Tama (la ignorancia) predomina, el alma oscurecida por
la materia es de nuevo atraída por alguna matriz de seres
irracionales”. (Ibid, Libro XIV).
— Eso es justo — dijo Arjona —. Pero
enséñanos ahora lo que es, en el curso de los siglos, de
los que han seguido la sabiduría y van a habitar después
de su muerte en los mundos divinos.
— El hombre sorprendido por la muerte en la devoción
— respondió Krishna —, luego de haber gozado durante
varios siglos de las recompensas debidas a sus virtudes, en las
regiones superiores, vuelve a habitar en una familia santa y
respetable. Pero esta clase de regeneración en esta vida es muy
difícil de obtener. El hombre así nacido de nuevo, se
encuentra con el mismo grado de aplicación y de progreso, en
cuanto al entendimiento, que los que tenía en su primer cuerpo,
y comienza otra vez a trabajar para perfeccionarse en devoción. (Ibid, libro Y).
— De modo — dijo Arjuna — que aun los buenos
se ven forzados a renacer y recomenzar la vida del cuerpo. Pero
enséñanos, ¡Oh señor de la vida!, si para
aquel que desea la sabiduría no hay fin a los eternos
renacimientos.
— Escuchad, pues — dijo Krishna —, un
grandísimo y profundo secreto, el misterio soberano, sublime y
puro. Para alcanzar la perfección hay que conquistar la ciencia
de la unidad, que está por encima de la sabiduría; hay
que elevarse al ser divino que está por encima del alma, sobre
la inteligencia misma. Mas este ser divino, este amigo sublime,
está en cada uno de nosotros. Porque Dios reside en el interior
de todo hombre, pero pocos saben encontrarle. He ahí la
vía de salvación. Una vez que hayas
presentido al ser perfecto que está sobre el mundo y en ti
mismo, decídete a abandonar al enemigo, que toma la forma del
deseo. Domad vuestras pasiones. Los goces que procuran los sentidos son
como las matrices de los sufrimientos que han de venir. No
hagáis solamente el bien: sed buenos.
Que el motivo esté en el acto y no en sus frutos. Renunciad al fruto de
vuestras obras, pero que cada una de vuestras acciones sea como una ofrenda al Ser
supremo. El hombre que hace sacrificio de sus deseos y de sus obras al
ser de que proceden los principios de todas las cosas y por quien el
universo ha sido formado, obtiene por este sacrificio la
perfección. Unido espiritualmente, alcanza esa sabiduría
espiritual que está por encima del culto de las ofrendas,
y siente una felicidad divina. Porque el que encuentra en si mismo su
felicidad, su gozo, y al mismo tiempo también su luz, es Uno con
Dios. Y, sabedlo: el alma que ha encontrado a Dios, queda libertada del
renacimiento y de la muerte, de la vejez y del dolor, y bebe el agua de
la inmortalidad. (Bhagavad Gita, passim).
De este modo, Krishna explicaba su doctrina a sus
discípulos y por la contemplación interna les elevaba,
poco a poco, a las sublimes verdades que se le habían revelado
bajo el relámpago de la visión. Cuando hablaba de
Mahadeva, su voz se volvía más grave, sus facciones se
iluminaban. Un día, Arjuna, lleno de curiosidad y de audacia, le
dijo: — Haznos ver a Mahadeva en su forma divina. ¿No
pueden nuestros ojos contemplarle?. Entonces Krishna,
levantándose, comenzó a hablar del ser que respira en
todos los seres, el de las cien mil formas, el de innumerables ojos, el
de caras vueltas hacia todos lados, y que, sin embargo, las sobrepasa
con toda la altura del infinito; el que, en su cuerpo inmóvil y
sin límites, encierra al universo moviente con todas sus
divisiones. “Si en los cielos brillara al mismo tiempo el
resplandor de mil soles, dijo Krishna, esto se parecería apenas
al resplandor del único Todopoderoso”. Mientras hablaba
así de Mahadeva, un rayo tal brotó de los ojos de
Krishna, que los discípulos no pudieron sostener su brillo y se
prosternaron a sus pies. Los cabellos de
Arjuna se erizaron sobre su cabeza y encorvándose dijo, juntando
las manos: “Maestro, tus palabras nos espantan y no podemos
sostener la vista del gran Ser que tú evocas ante nuestros ojos.
Ella nos abruma”. (Véase
esta transfiguración
de Krishna en el Libro XI del Bhagavad Gita. Se la puede comparar con
la transfiguración de Jesús, XVI, San Mateo. Véase
el libro VIII de esta obra).
Krishna
continuó: “Escuchad lo que él nos dice por mi boca:
Yo y vosotros hemos tenido varios renacimientos. Los míos
sólo de mí son conocidos, pero vosotros no
conocéis ni tan siquiera los vuestros. Aunque yo no estoy, por
mi naturaleza, sujeto al nacimiento y a la muerte y soy el dueño
de todas las criaturas, sin embargo, como mando en mi naturaleza, me
hago visible por mi propia potencia y cuantas veces la virtud declina
en el mundo y el vicio y la injusticia dominan, me hago visible, y
así me encuentro de edad en edad, para la salvación del
justo, la destrucción del malvado y el restablecimiento de la
virtud. El que conoce, según la verdad, mi naturaleza y mi obra
divina, al dejar su cuerpo no vuelve a renacer de nuevo, sino que viene
a mí”. (Bhagavad Gita, libro IV. Traducción de
Emile Bournouf. Cf. Schlegel et Wilkins).
Hablando así, Krishna miró a sus discípulos con dulzura y benevolencia. Arjuna exclamó:
— ¡Señor!,
tú eres nuestro dueño, tú eres el hijo de
Mahadeva. Lo veo en tu bondad, en tu encanto inefable aun más
que en tu resplandor terrible. No es en los vértigos del
infinito donde los Devas te buscan y te desean; es bajo la forma humana
como te quieren y te adoran. Ni la penitencia, ni las limosnas, ni los
Vedas, ni el sacrificio valen lo que una sola de tus miradas. Tú
eres la Verdad. Condúcenos a la lucha, al combate, a la muerte.
A dondequiera que sea, te seguiremos.
Sonrientes y encantados, los discípulos se agrupaban alrededor de Krishna, diciendo:
— ¿Cómo no lo hemos visto antes?. Es Mahadeva quien habla en ti.
Él respondió:
— Vuestros ojos no estaban abiertos. Os he comunicado el gran secreto.
No lo digáis más
que a quienes puedan comprenderlo. Sois mis elegidos; vosotros veis el
objetivo; la multitud no ve más que una pequeña
porción del camino. Y ahora vamos a predicar al pueblo la
vía de la salvación.
VII
EL TRIUNFO Y LA MUERTE
Después de haber instruido a sus discípulos en el monte Meru,
Krishna fue con ellos a las orillas del Djamuna y del Ganges, para convertir al pueblo. Entraba en las cabañas y se detenía en las poblaciones. Al atardecer, en los alrededores de las aldeas, la multitud se agrupaba a su alrededor. Lo que predicaba ante todo el pueblo era la caridad hacia el prójimo. “Los males con que afligimos a nuestros semejantes, decía, nos persiguen como la sombra al cuerpo. Las obras que tienen como base el amor al prójimo, son las que deben ser ambicionadas por el justo, pues serán las que pesen más en la balanza celeste. Si acompañas a los buenos, tus ejemplos serán inútiles; no temas el vivir entre los malos para conducirlos hacia el bien. El hombre virtuoso es semejante al árbol gigantesco, cuya bienhechora sombra da a las plantas que le rodean la frescura de la vida”. A veces, Krishna, cuya alma desbordaba ahora un perfume de amor, hablaba de la abnegación y del sacrificio con suave voz e imágenes seductoras: “Como la tierra soporta a quienes la pisotean y desgarran su seno al labrarla, así debemos devolver el bien por el mal. El hombre honrado debe caer bajo los golpes de los perversos como el árbol sándalo, que cuando se le corta, perfuma el hacha que le ha herido”. Cuando los semisabios, los incrédulos, le pedían les explicara la naturaleza de Dios, respondía con sentencias como ésta: “La ciencia del hombre sólo es vanidad: todas sus buenas acciones son ilusorias cuando no sabe relacionarlas a Dios. El que es humilde de corazón y de espíritu, es amado por Dios y no tiene necesidad de otra cosa.
El infinito y el espacio pueden únicamente comprender lo infinito; sólo Dios puede comprender a Dios”.
No eran esas las únicas cosas nuevas de sus enseñanzas. Embelesaba y arrastraba a la multitud, sobre todo por lo que decía del Dios vivo, de Vishnú.
Enseñaba que el señor del universo se había encarnado ya más de una vez entre los hombres; se había manifestado sucesivamente en los siete rishis, Vyasa y en Vasichta, y se manifestaría aún de nuevo. Pero Vishnú, al decir de Krishna, gustaba a veces de hablar por boca de los humildes: en un mendigo, en una
mujer arrepentida, en un niño. Contaba al pueblo la parábola del pobre pescador Durga, que había encontrado a un niño medio muerto de hambre bajo un tamarindo. El buen Durga, aunque abrumado por la miseria y cargado de
numerosa familia, que no sabía cómo alimentar, se emocionó de piedad por el pobre niño y le llevó a su casa. El sol se había puesto, la luna subía sobre el Ganges, la familia había pronunciado la oración de la noche, cuando el niño murmuró a media voz: “El fruto del kataca purifica el agua; de igual modo las buenas acciones purifican el alma. Toma tus redes, Durga; tu barca flota sobre el Ganges”. Durga echó sus redes y cuando las retiró se rompían bajo el peso del pescado. El niño había desaparecido. Así, decía Krishna, cuando el hombre olvida su propia miseria por la de los demás, Vishnú se manifiesta y le hace dichoso en su corazón. Por medio de tales ejemplos, Krishna predicaba el culto de Vishnú. Todos se maravillaban de encontrar a Dios tan cerca de su corazón cuando hablaba el hijo de Devaki. El renombre del profeta del monte Meru se difundió por la India. Los pastores que le habían visto crecer y habían asistido a sus primeras hazañas, no podían creer que aquel santo personaje fuera el héroe impetuoso que habían conocido. Él viejo Nanda había muerto. Pero sus dos hijas Sarasvati y Nichdali, que Krishna amaba, vivían aún. Diverso había sido su destino. Sarasvati, irritada por la partida de Krishna, había buscado el olvido en el matrimonio; había sido la mujer de un hombre de casta noble, que la tomó por su belleza, pero en seguida la había repudiado y vendido a un wayshia o comerciante. Sarasvati había dejado por desprecio a aquel hombre, para
convertirse en una mujer de mala vida. Luego, un día, desolada en su corazón, llena de remordimientos y de asco, volvió hacia su país y fue a buscar
secretamente a su hermana Nichdali.
Ésta, pensando siempre en Krishna como si estuviera presente, no se había casado, y vivía con un hermano como sirvienta. Sarasvati le contó sus infortunios y su vergüenza, y Nichdali le respondió:
— ¡Pobre hermana mía! Te perdono; pero mi hermano no te perdonará.
Sólo Krishna podría salvarte.
Una llama brilló en los apagados ojos de Sarasvati.
— ¡Krishna! — dijo —. ¿Qué ha sido de él?.
— Es un santo, un gran profeta. Ahora predica en las orillas del Ganges.
— Vamos a buscarle — dijo Sarasvati —. Y las dos hermanas se
pusieron en camino: la una agostada por las pasiones, la otra perfumada de inocencia, y, sin embargo, las dos consumidas por un mismo amor. Krishna se disponía a enseñar su doctrina a los guerreros o kchatryas. Porque por turno predicaba a los brahmanes, a los hombres de la casta militar
y al pueblo. A los brahmanes les explicaba, con la calma de la edad madura, las verdades profundas de la ciencia divina; ante los rajas celebraba las virtudes guerreras
y familiares con el fuego de la juventud; al pueblo le hablaba, con la sencillez de la infancia, de caridad, de resignación y de esperanza. Krishna estaba sentado a la mesa de un festín, en casa de un jefe renombrado, cuando dos mujeres pidieron ser presentadas al profeta. Las dejaron entrar a causa de su traje de penitentes. Sarasvati y Nichdali fueron a postrarse ante los pies de Krishna. Sarasvati exclamó con emoción e inundada en lágrimas:
— Desde que nos dejaste, he pasado mi vida en el error y el pecado; pero si tú lo quieres, Krishna, puedes salvarme... Nichdali añadió:
— ¡Oh Krishna! Cuando te oí en otro tiempo, supe que te amaba
para siempre; ahora que te vuelvo a encontrar en tu gloria, sé que eres el hijo de Mahadeva. Y las dos besaron sus pies. Las rajas dijeron: — ¿Por qué, santo rishi, dejas a esas mujeres del pueblo insultarte con sus palabras insensatas?
Krishna les respondió:
— Dejadlas expansionar su corazón: valen ellas más que vosotros. Porque ésta tiene la fe y la otra el amor. Sarasvati, la pecadora, queda
salvada desde este momento, porque ha creído en mí, y Nichdali, en su silencio, ha amado más a la verdad que vosotros con todos vuestros gritos. Sabed, pues, que mi madre radiante, que vive en el sol de Mahadeva, le enseñará los misterios del amor eterno, cuando todos vosotros estéis aún sumergidos en las tinieblas
de las vidas inferiores.
A partir de aquel día, Sarasvati y Nichdali siguieron los pasos de Krishna con sus discípulos. E inspiradas por él, enseñaron a las otras mujeres.
Kansa reinaba aún en Madura. Después del asesinato del anciano Vasichta, el rey no había encontrado paz sobre su trono. La profecía del anacoreta se había realizado: el hijo de Devaki vivía. El rey le había visto, y ante su mirada había sentido fundirse su fuerzo y su reinado. Temblaba por su vida como una hoja seca, y frecuentemente, a pesar de sus guardias, se volvía bruscamente, esperando ver al joven héroe, terrible y radiante, ante su puerta. Por su parte, Nysumba, acostada en su lecho, en el fondo del gineceo, pensaba en sus poderes perdidos. Guando supo que Krishna profeta predicaba en las orillas del Ganges, persuadió al rey a que enviara contra él una tropa, para
que lo trajeran atado. Cuando Krishna vio a los soldados, sonrió y les dijo:
— Sé quienes sois y por qué venís. Presto estoy a seguiros ante vuestro rey; pero antes dejadme hablaros del rey del cielo, que es el mío. Y comenzó a hablar de Mahadeva, de su esplendor y de sus manifestaciones.
Cuando terminó, los soldados rindieron sus armas a Krishna, diciendo:
— No te llevaremos prisionero ante nuestro rey, sino que te seguiremos ante el tuyo. Y quedaron con él. Kansa, al saber esto, quedó aterrado. Nysumba le
dijo:
— Envíale los personajes principales del reino. Así se hizo. Fueron a la población en que Krishna predicaba. Habían prometido no escucharle. Pero cuando vieron el brillo de su mirada, la majestad de su aspecto, y el respeto que le tenía la muchedumbre, no pudieron privarse de escucharle. Krishna les habló de la servidumbre interior de los que hacen el mal, y de la libertad celeste de los que hacen el bien.
Los kchatryas quedaron sobrecogidos de gozo y de sorpresa, porque se sintieron como libertados de un peso enorme.
— En verdad, eres un gran mago — dijeron —, porque habíamos jurado conducirte ante el rey con cadenas de hierro; pero nos es imposible hacerlo, puesto que nos has libertado de las nuestras.
Fueron, pues, ante Kansa y le dijeron:
— No podemos traerte ese hombre. Es un profeta muy grande, y no tienes nada que temer de él. El rey, viendo que todo era inútil, hizo triplicar sus guardias y poner férreas cadenas a todas las puertas de su palacio. Sin embargo, un día oyó un gran ruido en la ciudad, gritos de alegría y de triunfo. Los guardias vinieron a decirle: “Es Krishna, que entra en Madura. El pueblo hunde las puertas y rompe las cadenas de hierro”. Kansa quiso huir, pero los guardias mismos le obligaron a permanecer en su trono.
En efecto: Krishna, seguido de sus discípulos y de un gran número de anacoretas, hacía su entrada en Madura, empavesada con estandartes, en medio de una multitud nutrida de hombres, que parecía un mar agitado por el viento. Entraba bajo una lluvia de guirnaldas y de flores. Todos le aclamaban. Ante los templos, los brahmanes se agrupaban bajo los plátanos sagrados, para saludar al hijo de Devaki, al vencedor de la serpiente, al héroe del monte Meru; pero sobre todo al profeta de Vishnú. Seguido de brillante cortejo, y saludado como un libertador por el pueblo y los kchatryas, Krishna se presentó ante el rey y la reina.
— Sólo has reinado por la violencia y el mal — dijo Krishna a Kansa — y has merecido mil muertes, porque has matado al santo anciano Vasichta. Sin embargo, no morirás aún. Quiero probar al mundo que no es quitándoles la
vida como se triunfa de los enemigos vencidos, sino perdonándoles.
— Mago malvado — dijo Kansa —, me has robado mi corona y mi reino. Mátame.
— Hablas como un insensato — dijo Krishna —. Porque si murieras en tu estado de locura, de endurecimiento y de crimen, serías irremediablemente perdido en la otra vida. Si, al contrario, comienzas a comprender tu locura y a arrepentirte de ella, tu castigo será menor, y por la intercesión de los espíritus puros, Mahadeva te salvará un día.
Nysumba, inclinada al oído del rey, murmuró:
— ¡Insensato!, aprovecha la locura de su orgullo. En tanto que se vive, queda la esperanza de vengarse. Krishna comprendió lo que había dicho, sin haberlo oído, y la lanzó una mirada severa, de penetrante piedad.
— ¡Ah, desgraciada!; siempre tu veneno. Corruptora, maga negra, tú no tienes ya en tu corazón más que el veneno de las serpientes. Extírpatelo, o
algún día me veré obligado a aplastar tu cabeza. Y ahora irás con el rey a un lugar
de penitencia para expiar tus crímenes, bajo la vigilancia de los brahmanes.
Después de estos acontecimientos, Krishna, con el consentimiento de los grandes del reino y del pueblo, consagró a Arjuna, su discípulo, el más ilustre descendiente de la raza solar, como rey de Madura, y dio la autoridad suprema a los brahmanes, que se convirtieron en instructores de los reyes.
Krishna continuó siendo el jefe de los anacoretas, que formaron el conjunto superior de los brahmanes. A fin de substraer este consejo a las persecuciones,
hizo construir para ellos y para sí una ciudad fuerte en medio de las montañas, defendida por una alta muralla y por población escogida. Se llamaba Dwarka. En el centro de esta ciudad se encontraba el templo de los iniciados, cuya parte más importante estaba oculta en los subterráneos. (El
VishnuPurana, libro Y, capítulos XXII y XXX, habla en términos bastante transparentes de esta ciudad: “Krishna decidió, pues, construir una ciudadela donde la tribu Yada encontraría un refugio seguro, y que fuera tan fuerte, que las mismas mujeres pudiesen defenderla. La ciudad de Dwarka estaba protegida por elevadas murallas, embellecida por jardines y estanques, y era tan espléndida como Amaravati, la ciudad de Indra”. En aquella ciudad plantó el árbol Parijata “cuyo suave olor perfuma a lo lejos la tierra. Todos los que se aproximaban a él se encontraban en disposición de acordarse de su existencia anterior”. Ese árbol es
evidentemente el símbolo de la ciencia divina y de la iniciación: el mismo que
volvemos a encontrar en la tradición caldea, y que pasó desde ella al Génesis hebraico. Después de la muerte de Krishna, la ciudad queda sumergida, el árbol sube al cielo; pero el templo queda. Si todo ello tiene un sentido histórico, quiere decir, para quien conozca el lenguaje ultrasimbólico y prudente de los indios, que un sicario cualquiera arrasó la ciudad, y que la iniciación fue cada vez más secreta).
Entre tanto, cuando los reyes del culto lunar supieron que un rey del culto solar había subido al trono de Madura y que los brahmanes iban a ser los dueños de la India,
formaron entre sí una poderosa liga para arrojarle del trono. Arjuna, por su parte, agrupó a su alrededor todos los reyes del culto solar, de la tradición blanca, aria, védica. Desde el fondo del templo de Dwarka, Krishna les seguía, les dirigía. Los dos ejércitos se encontraban en presencia, y la batalla decisiva era inminente. Sin embargo, Arjuna, al
faltarle a su lado el maestro, sentía turbarse su espíritu y debilitarse su valor. Una mañana, al romper el día, Krishna apareció ante la tienda del rey, su discípulo.
— ¿Por qué — dijo severamente el maestro — no has comenzado el combate que ha de decidir si los hijos del sol o los de la luna van a reinar
sobre la tierra?
— Sin ti no puedo hacerlo — dijo Arjona —. Mira esos dos ejércitos inmensos y esas multitudes que van a perecer.
Desde la eminencia en que estaban colocados, el señor de los espíritus y el rey de Madura contemplaron los dos ejércitos innumerables, alineados en orden, uno frente al otro. Se veían brillar las cotas de malla dorada de los
jefes; millares de guerreros, caballos y elefantes, esperaban la señal del combate. En este momento, el jefe del ejército enemigo, el más anciano de los Kuravas, sopló en su caracola marina, en la gran caracola cuyo sonido parecía el rugido de un león. A este ruido pronto se oyó sobre el vasto campo de batalla un inmenso rumor, el relinchar de los caballos, un ruido confuso de armas, de tambores y de trompas. Arjuna no tenía más que montar sobre su carro arrastrado por caballos blancos y soplar en su caracola azulada, de un azul celeste, para dar la señal de combate 'a los hijos del Sol. Pero, he ahí que el
rey sintió fundirse su corazón, sumergido en la piedad, y dijo muy abatido:
— Al ver esta multitud venir a las manos, siento decaer mis miembros: mi boca se seca, ni cuerpo tiembla, mis cabellos se erizan sobre mi cabeza, mi piel arde, mi espíritu gira en torbellinos. Veo malos augurios. Ningún bien puede venir de esta matanza. ¿Qué haremos con reinos, placeres, y aun con la misma vida?. Aquellos para quienes deseamos reinos, placeres y alegrías, en pie
están ahí para batirse, olvidando su vida y sus bienes. Preceptores, padres,
hijos, abuelos, nietos, tíos, parientes, van a degollarse. No tengo gana de hacerlos morir para reinar sobre los tres mundos, y mucho menos aun para reinar sobre esta tierra. ¿Qué placer experimentaría yo en matar a mis enemigos?. Una vez muertos los traidores el pecado recaerá sobre nosotros.
— ¿Cómo te ha sorprendido — dijo Krishna — ese azote del miedo, indigno del sabio, fuente de infamia que nos arroja del cielo?. No seas afeminado. ¡En pie! Pero Arjuna, descorazonado, se sentó en silencio y dijo:
— No combatiré.
Entonces Krishna, el rey de los espíritus, replicó con ligera sonrisa:
— ¡Oh, Arjuna! Te he llamado el rey del sueño para que tu espíritu esté siempre en vela. Pero tu espíritu se ha dormido, y tu cuerpo ha vencido a tu alma. Lloras sobre lo que no se debiera llorar, y tus palabras están desprovistas de sabiduría. Los hombres instruidos no se lamentan ni por los vivos ni por los muertos. Yo y tú y esos conductores de hombres, siempre hemos existido, y jamás dejaremos de ser en el futuro. De igual modo que el alma experimenta la infancia, la juventud y la vejez en este cuerpo, así también las sufrirá en otros cuerpos. Un hombre de discernimiento no se turba por ello. ¡Hijo de Bhárata!, soporta la pena y el placer con ecuanimidad.
Aquellos a quienes estas cosas no alcanzan ya, merecen la inmortalidad. Los que ven la esencia real, ven la verdad eterna que domina al alma y al cuerpo.
Sábelo, pues: lo que impregna todas las cosas, está por encima de la
destrucción. Nadie puede destruir lo Inagotable. Todos esos cuerpos no durarán: tú lo
sabes. Pero los videntes saben también que el alma encarnada es eterna, indestructible e infinita. Por tal razón, ¡Ve al combate, descendiente de Bhárata! Los que creen que el alma mata o muere, se engañan igualmente. Ni mata, ni puede ser muerta. Ella no ha nacido y no muere, y no puede perder el ser que siempre ha tenido. Al modo como una persona se quita vestidos viejos para tomar otros nuevos, así el alma encarnada rechaza su cuerpo para tomar otros. Ni la espada la corta, ni el fuego la quema, ni el agua la moja, ni el aire la seca. Es impermeable e incombustible. Duradera, firme, eterna, ella atraviesa todo. Tú no debieras, pues, inquietarte del nacimiento ni de la muerte, ¡Oh Arjuna!, porque para el que nace, la muerte es cierta, y para el que muere, lo es el renacimiento. Da frente a tu deber sin pestañear; porque para un kchatrya nada hay mejor que un combate justo. ¡Dichosos los guerreros que consideran la batalla como una puerta abierta para el cielo! Pero si no quieres combatir en este justo combate, caerás
en el pecado, abandonando tu deber y tu fama. Todos los seres hablarán de tu infamia eterna, y la infamia es peor que la muerte para el que
ha sido elevado a los hombres. (Principio del Bhagavad Gita).
A estas palabras del maestro, Arjuna quedó sobrecogido de vergüenza, y sintió hervir su sangre real con su valor. Entonces se lanzó sobre su carro y
dio la señal del combate. Krishna dijo adiós a su discípulo y dejó el campo de batalla, porque estaba seguro de la victoria de los hijos del Sol.
Krishna había comprendido que, para hacer aceptar su religión a los vencidos, le era preciso ganar sobre su alma una última victoria, más difícil que la de las armas. De igual modo que el santo Vasichta había muerto atravesado por una flecha por revelar la verdad suprema a Krishna, así Krishna debía morir voluntariamente bajo los golpes de su enemigo mortal, para implantar hasta en el corazón de sus adversarios la fe que él había predicado a sus discípulos y al mundo. Sabía que el antiguo rey de Madura, lejos de hacer penitencia, se había refugiado en casa de su suegro Kalayeni, el rey de las serpientes. En su odio, siempre excitado por Nysumba, hacía vigilar
a Krishna por espías, acechando la hora propicia para matarle. Krishna sentía, por otra parte, que su misión había terminado, y no pedía para ser completa más que el sello supremo del sacrificio. Por esta razón, cesó de evitar y de paralizar a su enemigo por el poder de su voluntad. Sabía que, si cesaba de defenderse por esta fuerza oculta, el golpe por largo tiempo meditado le alcanzaría en la sombra. Pero el hijo de Devaki quería morir lejos de los hombres, en las soledades del Himavat. Allí se sentiría más cerca de su madre radiante, del sublime anciano, y del sol de Mahadeva. Krishna partió, pues, para una ermita que se encontraba en un lugar silvestre y desolado, al pie de las altas cimas del Himavat. Ninguno de sus
discípulos había penetrado sus designios. Sólo Sarasvati y Nichdali los leyeron en los ojos del maestro por la adivinación que reside en la mujer y en el amor.
Cuando Sarasvati comprendió que él quería morir, se echó a sus pies, los besó con fuerza, y exclamó:
— ¡Maestro, no nos dejes!
Nichdali le miró, y le dijo sencillamente:
— Sé a donde vas. Puesto que te hemos amado, déjanos seguirte.
Krishna respondió:
— En mi cielo, nada se rehusará al amor. Venid.
Después de un largo viaje, el profeta y las santas mujeres llegaron a unas cabañas agrupadas alrededor de un gran cedro sin hojas, sobre una montaña
amarillenta y rocosa. Por un lado, las inmensas cúpulas de nieve del Himavat. Del
otro, en la profundidad, un dédalo de montañas; a lo lejos, la llanura, la
India perdida como un sueño en una bruma dorada. En aquella
ermita vivían algunos penitentes vestidos con cortezas de árbol, con los cabellos en desorden y la barba larga sobre un cuerpo lleno de fango y de polvo, con miembros desecados por el soplo del viento y el calor del sol. Algunos sólo tenían su piel seca sobre el esqueleto. Viendo aquel lugar triste, Sarasvati exclamó:
— La tierra está lejos y el cielo es mudo. Señor, ¿Por qué nos has conducido a este desierto abandonado de Dios y de los hombres?.
— Ora — respondió Krishna —, si quieres que la tierra se acerque y que el cielo te hable.
— Contigo el cielo siempre está presente — dijo Nichdali —; pero, ¿Por qué el cielo quiere abandonarnos?.
— Es preciso — dijo Krishna — que el hijo de Mahadeva muera atravesado por una flecha, para que el mundo crea en su palabra.
— Explícanos ese misterio.
— Ya lo comprenderéis después de mi muerte. Oremos.
Durante siete días hicieron rezos y abluciones. El semblante de Krishna se transfiguraba y parecía más radiante. El séptimo día, hacia la puesta del
sol, las dos mujeres vieron a unos arqueros subir hada la ermita.
— Ahí están los arqueros de Kansa que te buscan — dijo Sarasvati —.
Maestro, defiéndete.
Pero Krishna, de rodillas al lado del cedro, no salía de su oración. Los arqueros llegaron y miraron a las mujeres y a los penitentes. Eran soldados rudos, de caras amarillas y negras. Al ver la figura extática del santo, se detuvieron. Al pronto, trataron de sacarle de su éxtasis dirigiéndole
preguntas, injuriándole y arrojándole piedras. Pero nada pudo hacerle salir de su inmovilidad. Entonces se arrojaron sobre él y le ataron al tronco del cedro. Krishna dejó hacer todo esto como en un sueño. Luego, los arqueros, colocándose a distancia, se pusieron a tirar sobre él, excitándose los unos a los otros. A la primera flecha que le atravesó, brotó la sangre, y Krishna exclamo: “Vasichta, los hijos del Sol han vencido”. Cuando la segunda flecha vibró en su carne, dijo: “Madre mía radiante, que los que me aman entren conmigo en tu luz”. A la tercera, dijo solamente: “¡Mahadeva!” Y luego, con el nombre de Brahma, entregó el espíritu.
Se había puesto el Sol. Un gran viento se elevó, una tempestad de nieve bajó del Himavat sobre la tierra. El cielo se veló. Un torbellino negro barrió las montañas. Aterrados de lo que habían hecho, los asesinos huyeron, y las dos
mujeres, heladas de espanto, rodaron desvanecidas sobre el suelo, como bajo
una lluvia de sangre. El cuerpo de Krishna fue quemado por sus discípulos en la ciudad santa de Dwarka. Sarasvati y Nichdali se arrojaron a la hoguera para
unirse a su dueño y maestro, y la multitud creyó ver al hijo de Mahadeva lleno de luz, con sus dos esposas.
Después de esto, una gran parte de la
India adopto el culto de Vishnú, que conciliaba los cultos solares y lunares en la religión de Brama.
VIII
IRRADIACIÓN DEL VERBO SOLAR
Tal es la leyenda del Krishna, reconstruida en su conjunto
orgánico y colocada en la perspectiva de la historia. Ella arroja una viva luz sobre los orígenes del Brahmanismo. Claro que es imposible probar por documentos positivos que tras del mito de Krishna se oculta un personaje real. El triple velo qué cubre el embrión de todas las religiones orientales, es más espeso en la India que en parte alguna, porque los brahmanes, dueños absolutos de la sociedad india, únicos guardianes de sus tradiciones, las han modelado y reformado con frecuencia en el curso de las edades. Pero es justo añadir que han conservado fielmente todos los elementos constitutivos, y que, si su doctrina sagrada se ha desarrollado con los siglos, su centro no se ha desplazado jamás. No podemos, pues, como lo hace la mayor parte de los sabios europeos, explicar una figura como la de Krishna, diciendo: “Es un cuento de nodriza injertado en un mito solar, con una fantasía filosófica hilvanada sobre el conjunto”.
No es así, creemos, como se funda una religión que dura miles de años, engendra una poesía maravillosa, varias grandes filosofías, resiste al ataque formidable del buddhismo, a las invasiones mongolas, mahometanas, a la conquista inglesa, y conserva hasta en su decadencia profunda el sentimiento de
su inmemorial y alto origen. (La grandeza de Sakhia Muni reside en su caridad sublime, en su reforma moral, y en la revolución social que trajo por la caída de las castas osificadas. E1 Buddha dio al Brahmanismo envejecido una sacudida semejante a la que el protestantismo dio al catolicismo de hace trescientos años: le obligó a prepararse para la lucha y a regenerarse. Pero Sakhia Muni no añadió nada a la doctrina esotérica de los brahmanes, y divulgó solamente algunas de sus partes. Su psicología es, en el fondo, la misma, aunque siga un camino diferente. (Véase mi artículo sobre la Leyenda
de Budha. Revue des Deux-Mondes, 1º de julio de 1885). Si el Budha no figura en este libro, no es porque desconozcamos su lugar en la cadena de los grandes iniciados, sino a causa del plan especial de esta obra. Cada uno de los reformadores o filósofos que hemos elegido, está destinado a mostrar a la doctrina de los misterios
bajo una nueva faz, y en cierta etapa de su evolución. Desde este punto de
vista, el Budha hubiera resultado duplicado: por una parte con
Pitágoras, a través de quien he desarrollado la teoría de la reencarnación y de la evolución de las almas; por otra, con Jesucristo, que promulgó, tanto para el Occidente como para el Oriente, la fraternidad y la caridad universales. En cuanto al libro, muy interesante por otra parte y muy digno de ser leído; “El Budhismo Esotérico”, de Sinnett, cuyo origen algunas personas atribuyen a pretendidos adeptos que viven actualmente en el Tibet, me es imposible hasta nueva orden, ver en él otra cosa que una muy hábil compilación del Brahmanismo y del Budhismo, con ciertas ideas de la Kábala,
de Paracelso, y algunos datos de la ciencia moderna).
No: siempre hay un grande hombre en el origen de una gran institución. Considerando el papel predominante del personaje Krishna en la tradición épica y religiosa, sus aspectos humanos por una parte, y por la otra, su identificación constante con Dios manifestado o Vishnú, fuerza nos es creer que él fue el creador del culto Vishnuita, que dio al Brahmanismo su virtud y su prestigio. Es, pues, lógico admitir que en medio del caos religioso y social
que creaba en la India
primitiva la invasión de los cultos naturalistas y apasionados, apareció un reformador luminoso que renovó la pura doctrina aria por la idea de la
Trinidad y del Verbo divino manifestado, que puso el sello a su obra por el sacrificio de su vida, y dio así a la India su alma religiosa su forma nacional y su organización definitiva.
La importancia de Krishna nos parecerá aun mayor y de un carácter realmente universal, si notamos que su doctrina encierra dos ideas madres, dos principios organizadores de las religiones y de la filosofía esotérica. Estos
son: la doctrina orgánica de la inmortalidad del alma o de las existencias progresivas por la reencarnación, la que corresponde a la Trinidad o Verbo divino revelado en el hombre. No he hecho más que indicar (Véase la nota sobre Devaki a propósito de la visión de Krishna), el alcance
filosófico de esta concepción central, que, bien comprendida, tiene su repercusión animadora en todos los dominios de la ciencia, del arte y de la vida. Debo limitarme, para concluir, a una nota histórica.
La idea de que Dios, la Verdad,
la Belleza y la Bondad infinitas se revelan en el hombre consciente con un poder redentor que resalta hacia las profundidades del cielo por la fuerza del amor y del sacrificio, esa idea
fecunda entre todas, aparece por primera vez en Krishna. Ella se personifica en el momento en que, saliendo de su juventud aria, la humanidad va a hundirse más y
más en el culto de la materia. Krishna le revela la idea del Verbo divino; ella no lo olvidará ya. Y tendrá tanta más sed de redentores y de hijos de Dios cuanto más profundamente sienta su descenso. Después de Krishna, hay como una poderosa irradiación del verbo solar a través de los templos de Asia, de África y de Europa. En Persia, es Mithras, el reconciliador del luminoso Ormuzd y del sombrío Ahrimán; en Egipto, es Horus, el hijo de Osiris y de Isis; en Grecia, es Apolo, el Dios del Sol y de la Tierra; es Dionisos, el resucitador de las almas. En todas partes el dios solar es un dios mediador, y la luz es también la palabra de vida. ¿No es de ella también de donde brotó la idea mesiánica?. Sea de ello lo que quiera, por Krishna entró esa idea en el mundo antiguo; por Jesús irradiará sobre toda la tierra.
Mostraré en lo que sigue de esta historia secreta de las religiones, cómo la doctrina del ternario divino se liga a la del alma y de su evolución, cómo y por qué ellas se suponen y se completan recíprocamente. Digamos ante todo que su punto de contacto forma el centro vital, el foco luminoso de la doctrina esotérica. A no considerar las grandes religiones de la India, del Egipto, de Grecia y de Judea más que por el lado exterior, no se ve otra cosa que discordia, superstición, caos. Pero sondead los símbolos, interrogad a los misterios, buscad la doctrina madre de los fundadores y de los profetas, y la armonía se hará en la luz. Por diversos caminos, con frecuencia tortuosos, se llegará al mismo punto; de suerte que penetrar en el arcano de una de esas religiones, es también penetrar en los de las otras. Entonces sé produce un fenómeno extraño. Poco a poco, pero en una esfera creciente, se ve brillar la doctrina de los iniciados en el centro de las religiones, como un sol que
disipa su nebulosa. Cada religión aparece como un planeta distinto. Con cada una de ellas cambiamos de atmósfera y de orientación celeste, pero siempre el mismo Sol nos ilumina. La India,
la gran soñadora, nos sumerge con ella en el sueño de la eternidad. El Egipto grandioso, austero como la muerte, nos invita al viaje de ultratumba. La Grecia
encantadora nos arrastra a las fiestas mágicas de la vida, y da a sus misterios la seducción de las formas, tan pronto encantadoras como terribles, de su alma siempre apasionada. Pitágoras, en fin, formula científicamente la doctrina esotérica, le da quizá la expresión más completa y más sólida que haya jamás tenido; Platón y los Alejandrinos no fueron más que sus vulgarizadores. Acabamos de remontarnos hasta su fuente en los juncares del Ganges y las soledades del Himalaya.
Se pregunta Schelling
¿No
es cierto que nuestra personalidad espiritual que nos sigue en la
muerte, está presente ya en nosotros de un modo actual, que ella no
nace entonces, que es simplemente libertada y se muestra en el momento
en que no está ligada al mundo exterior por los sentidos?. El estado
post mortem es, pues, más real que el estado terrestre. Porque, en esta
vida, lo accidental, mezclándose a todo, paraliza en nosotros lo
esencial. Schelling llama lisamente al estado futuro: clarividencia. El
espíritu, desembarazado de todo lo que hay de accidental en la vida
terrestre, se vuelve más vívido y más fuerte; el malvado se vuelve más malvado, el bueno mejor.
Fuente: https://www.coursehero.com/file/33951693/Schure-Edouard-Los-Grandes-Iniciadospdf/
Amiga, Amigo:
Lo expuesto en esta Segunda Parte en la que he dividido algunos capítulos del
libro Los Grandes Iniciados de Édouard Schuré desde cuyo
vínculo se lo obtiene gratis desde Google en su versión completa en archivo
pdf para quien quiera conocer su totalidad.
Se trata de una obra iniciática que el autor recibió
por inspiración y revelación tras arduo trabajo de
investigación tomada de tratados ocultos de la logia (o las
logias) a la que con seguridad Schuré fue adepto de alto grado
en la maestría y, en especial motivado por su amada iniciada Margarita Albana, griega de nacimiento
que había vivido en la Indiay
se estableciera en Florencia y quien con su amor a Schuré
estimuló y... Vamos a continuación al escrito 542
que dará fin a esta presentación a esta Magna Obra.
Dr. Iván Seperiza Pasquali
Quilpué, Chile
Julio de 2020
Portal
MUNDO MEJOR: http://www.mundomejorchile.com/
Correo
electrónico: isp2002@vtr.net