540
Édouard Schuré

El mayor de los males es la muerte aprisionada y petrificada en el hielo del

egoísmo, de donde resulta la anarquía universal y la destrucción por el odio.
Édouard Schuré


Los Grandes Iniciados
1889

Proemio

He decidido dedicar el presente escrito a Édouard Schuré y lo por él en parte dejado en "Los Grandes Iniciados" que será por su extensión expuesta en tres partes o escritos; los números 540, 541, 542. Se podrá leer una Enseñanza propia de escuelas iniciáticas para sus altos grados de maestría. Son tiempos caóticos en los que tener acceso a parte del Sagrado Conocimiento a más de uno podrá darle el Valor para seguir adelante con la Esperanza que habrá un Mundo Mejor...


"Hoy ni la Iglesia aprisionada en su dogma ni la ciencia encerrada
en la materia saben hacer hombres completos".

Édouard Schuré


Biografía
Édouard Schuré (Estrasburgo, 21 de enero de 1841-París, 7 de abril de 1929) es un escritor, esoterista y musicólogo francés, autor de novelas, piezas de teatro, escritos históricos, poéticos y filosóficos. Su obra más importante es Los grandes iniciados: Un estudio de la historia secreta de las religiones (1889).
Nació en Estrasburgo el 21 de enero de 1841 y murió en París el 7 de abril de 1929. Ardiente defensor de las teorías wagnerianas y aficionado al estudio de las doctrinas místicas, ha dejado una autobiografía ideal, Le rêve d’une vie (1928), en la que interpreta el conjunto de su existencia de hombre y escritor en un sentido esotérico. Su producción, efectiva­mente, se basa en una inspiración única misticolírica, la cual se da tanto en los ensayos dedicados a la música — Histoire du drame musical (1875), Ricardo Wagner su obra, su idea (1876, v.) — como en los volú­menes Los grandes iniciados (1889, v.), Sanctuaires d’Orient (1898) y L’évolution divine du Sphinx au Christ (1912), que intentan demostrar con una evidencia fan­tástica la unidad del espíritu religioso en la multiplicidad de los mitos. A ello cabe añadir las novelas, las composiciones líricas, los dramas Théâtre de l’âme (1900-05), los ensayos sobre las mujeres inspiradoras y acerca del Renacimiento, y los dedicados al estudio del alma primitiva francesa, Les grandes légendes de France (1892) y L’âme celtique et le génie de la France (1921).
La biografía real de S,, por lo demás, no puede separarse de su idealismo místico, por lo menos en sus rasgos más acusados; y así, por ejemplo, cuando llegó, todavía muy joven, a Alemania para preparar allí una historia de la poesía popular y del lirismo alemanes (publicada luego en París en 1868 bajo el título Histoire du Lied), estableció contacto, en el curso de la pri­mera representación de Tristán e Isolda (v.), a la que asistió en Munich en 1865 y du­rante la cual conoció a Wagner, con la magia oculta de la orquesta wagneriana. Otro caso por el estilo ocurrióle en su permanencia en Italia (1871-73), donde se enamoró de una bella mujer aficionada a las ciencias ocultas, Margarita Albana, griega de naci­miento que había vivido en la India y se estableciera en Florencia; este gran amor animó toda la producción de Schuré, incluso la posterior a la muerte de la inspiradora, ocu­rrida en 1887. Schuré halló su inspiración final en los viajes a Oriente — cuna de sus ideas — emprendidos tras el fallecimiento de su amiga al grito «¡Ex Oriente Lux!».
L. Herling Croce
https://www.criticadelibros.com/autores/edouard-schure/

Éduoard Shuré el autor de esta Magna Obra que en este Portal Mundo Mejor será presentada en tres escritos. nos dice:

En los grandes iniciados traté de que se percibiera el mundo divino, a trabes de la conciencia de los grandes profetas de la humanidad, del mismo modo que se contemplan las estrellas desde lo alto de un faro. Ahora recorro ese camino a la inversa. Es decir, aspiro a ver la tierra desde el punto de vista de los astros, o para mejor decir, a contemplar la evolución humana a trabes de la acción de las Potencias Cósmicas, cuya grandiosa jerarquía y funcionamiento múltiple, he comprendido. Un poder superior a todos los escrúpulos, una voz mas imperiosa que todo los temores, me impulso a escribir este libro. Quizás llegue a servir de vínculo de unión a todos aquellos que, sintiendo la gravedad de la hora presente, estén resueltos a marchar hacia el futuro agrupados bajo la bandera del esoterismo heleno-cristiano.

Busqué antecedentes biográficos de Margarita Albana, nada encontré más allá de lo que en la Biografía de Schuré figura. Lástima, pues fue gracias a esta "iniciada" griega que, Schuré, sin importar estar casado, de ella se enamoró y ella fue su musa inspiradora para que los Grandes Inicados fueran realidad  y así él lo destaca en su DEDICATORIA de esta Gran Obra Iniciática y al mundo dice:

"Sin ti, ¡Oh grande alma amada!, este libro no hubiera salido a la luz".


Desarrollo

Primera parte de:
Los Grandes Iniciados

DEDICATORIA
A LA MEMORIA
DE MARGHERITA ALBANA MIGNATY
Sin ti, ¡Oh grande alma amada!, este libro no hubiera salido a la luz.
Tú lo has incubado con tu numen poderoso, lo has alimentado con tu dolor y bendecido con esperanzas divinas. Tú tenías la Inteligencia, que ve la Belleza y la Verdad eternas sobre las efímeras realidades; tuya era la Fe, que transporta las montanas; tuyo el Amor, que despierta y crea las almas; tu entusiasmo abrasaba como fuego ardiente.
Te has extinguido y desapareciste. Con sus alas sombrías, la Muerte
te ha llevado a lo Desconocido... Pero, aunque no pueden verte ya mis ojos, se que estás más llena de vida que nunca. Libre de las cadenas terrestres, desde el seno de la celestial luz donde moras, no has dejado de seguir mi obra y he sentido tu radiación fiel velar hasta el final sobre su floración predestinada.
Si algo mío debiera sobrevivir y conservarse entre mis hermanos, en
este mundo donde todo pasa, quisiera lo fuese este libro, testimonio de una fe conquistada y compartida. ¡Como antorcha de Eleusis adornada con ciprés negro y estrellado narciso, lo dedico al alma alada de aquella que me condujo hasta el fondo de los Misterios, para que propague el fuego sagrado y anuncie la aurora de la grande Luz!
PREFACIO

Los Grandes Iniciados ha tenido un destino extraño. La primera edición de este libro se remonta a 1889, y fue recibida con un silencio glacial de la prensa. Sin embargo, al poco tiempo, las ediciones subsecuentes se multiplicaron y crecieron año tras año. Sus ideas resultaban sorprendentes para la mayoría de los lectores, y provocaban tanto la ira de las Universidades como de la Iglesia. Esa frialdad y el desprecio de los jueces más autorizados no impidieron su triunfo europeo.
El libro lo había obtenido por sus propios medios y siguió modesta pero seguramente su camino en la oscuridad. Tuve la prueba de ello a través de los mensajes de simpatía que me llegaban de todos los rincones del mundo, de los cinco continentes. Este movimiento tuvo su reflujo en Francia. Durante la guerra de 1914 a 1916, innumerables cartas de felicitación y de preguntas llegaron a mis manos. Las más serias venían del frente de combate. Después de esto, hubo tal aceleración en la venta de la obra, que mi distinguido y
juicioso amigo, Andrés Bellessort, me señaló un día: “No has conquistado solamente publico, sino el público.”
Los Grandes Iniciados ha llegado hoy a su 91a. edición. Y, como las planchas que han servido para todas las sucesivas reimpresiones están gastadas, la librería Perrin ha hecho recomponer la obra en una versión revisada y corregida. Aprovecho esta ocasión para rendir homenaje a la memoria de Paul Perrin, erudito de un juicio penetrante y seguro, que fue el primer editor de este libro y su defensor más entusiasta. Debo extender también un caluroso agradecimiento a mis amigos Alphonse Roux y Robert Veyssié, los primeros
en hacer un estudio en profundidad de mi obra, y a Madame Jean Dornis, cuya brillante obra Un Celte d'Alsace ha dado un repaso a mi esfuerzo literario y poético. (Alphonse Roux y Robert Veyssié, Edouard Schuré, son oeuvre et sa pensée, París, Perrin, 1914. Jean Dornis, Un Celte d'Alsace, la vie et la pensée d'Edouard Schuré, París, Perrin, 1923).
Como Los Grandes Iniciados ha seguido su marcha, marcha ascendente, y franqueado todos los obstáculos, a pesar de los prejuicios tradicionales que se alzaban en su camino, debo llegar a la conclusión de que hay una fuerza vital en su pensamiento central. Este pensamiento no es otro que una aproximación lúcida y decisiva a la Ciencia y la Religión, cuyo dualismo ha minado las bases de nuestra civilización y nos amenaza con sus piras catastróficas.
Esta reconciliación no puede operar más que por medio de una nueva contemplación sintética del mundo visible e invisible, por medio de la Intuición intelectual y de la Videncia
psíquica. Sólo la certidumbre el Alma inmortal puede convertirse en la base sólida de la vida terrestre, y sólo la unión de las grandes Religiones, por medio de un retorno a su fuente común de inspiración, puede asegurar la fraternidad de los pueblos y el porvenir de la humanidad.
E. S., 1926


Introducción a la Doctrina Esotérica

El mayor mal de nuestro tiempo es que la Ciencia y la Religión  aparecen como fuerzas enemigas e irreductibles. Mal intelectual, tanto más pernicioso cuanto que viene de lo alto y se infiltra cautelosamente en todos los espíritus, como sutil ponzoña que se respira en el aire. Y todo mal de la inteligencia viene a ser a la larga un mal del alma y, por consecuencia, un mal social.

Mientras el cristianismo no hizo otra cosa que afirmar sencillamente la fe cristiana, en una Europa aún semi-bárbara, como ocurría en la Edad Media, él fue la mayor de las fuerzas morales y formó el alma del hombre moderno. — En tanto que la ciencia experimental, reconstituida en el siglo XVI, reivindicó sólo los derechos legítimos de la razón y su ilimitada libertad, ella fue la  mayor de las fuerzas intelectuales, renovó la faz del mundo libertando al hombre de las seculares cadenas, y proveyó al espíritu humano de bases indestructibles.
Pero desde el momento que la Iglesia, no pudiendo probar ya su dogma primitivo ante las objeciones científicas, se encierra en aquél como en una casa sin ventanas, oponiendo la fe a la razón de modo absoluto e indiscutible; desde que la Ciencia enajenada por sus descubrimientos en el mundo físico, hace abstracción del psíquico e intelectual y se ha hecho agnóstica y materialista en sus principios y finalidad; desde que la Filosofía, desorientada e impotente entre ambas, ha abdicado en cierto modo de sus derechos para caer en un escepticismos trascendente, una escisión profunda se ha operado en el alma de la sociedad al igual que en la de los individuos.
Este conflicto, al principio necesario y útil, puesto que estableció los derechos de la Razón y de la Ciencia, ha terminado por ser causa de Impotencia y agotamiento. La Religión responde a las necesidades del corazón: de ahí su magia eterna; la Ciencia, a las del espíritu: de donde su fuerza invencible. Pero desde hace mucho tiempo estas dos potencias no saben entenderse y convivir. La Ciencia sin esperanzas y la Religión sin prueba, se alzan una frente a la otra y se desafían sin poderse vencer.
De ahí deriva una profunda contradicción, una guerra sorda, no solamente entre el Estado y la Iglesia, sino también dentro de la misma Ciencia, en el seno de todas las Iglesias y hasta en la conciencia de todos los que piensan. Porque quienquiera que seamos, a cualquier escuela filosófica, estética o social a que podamos pertenecer, todos llevamos en nosotros mismos estos dos mundos enemigos, en apariencia irreconciliables, que nacen de dos necesidades indestructibles en el hombre: la necesidad científica y la necesidad religiosa.

Esta situación que persiste desde hace más de un siglo, no ha contribuido ciertamente en poco a desarrollar las humanas facultades, poniéndolas en tensión unas con otras. Ella ha inspirado a la poesía y a la música acentos de un patetismo y grandiosidad inauditos. Pero hoy la tensión prolongada y sobreaguada ha producido el efecto contrario.
Así como el abatimiento sucede a la fiebre en un enfermo, aquella tensión se ha convertido en marasmo, en tedio, en impotencia. La Ciencia no  se ocupa más que del mundo físico y material; la filosofía moral ha perdido la dirección de las inteligencias; la Religión gobierna aún en cierto modo a las masas, pero no reina ya sobre las ciencias sociales, y siempre grande por la caridad, no brilla ya por la Fe. Los guías intelectuales de nuestro tiempo son incrédulos o escépticos, perfectamente sinceros y leales, pero que dudan de su arte y se miran sonriendo como los augures romanos.
En público, en privado, predicen las catástrofes sociales sin encontrar el remedio, o envuelven sus sombríos oráculos en eufemismos prudentes. Bajo tales auspicios, la literatura y el arte han perdido el sentido de lo divino. Deshabituada de los horizontes eternos, una gran parte de la juventud se ha alistado en lo que sus maestros llaman el naturalismo, degradando así el bello nombre de Naturaleza. Porque lo que decoran con este vocablo, sólo es la apología de los bajos instintos, el fango del vicio o la pintura complaciente de nuestra lacras sociales; en una palabra, la negación sistemática del alma y de la inteligencia. Y la pobre Psiquis, perdidas sus alas, gime y suspira de extraño modo en el fondo de aquellos mismos que la insultan y la niegan.
A fuerza de materialismo, de positivo y de escepticismo, este siglo ha llegado a una falsa idea de la Verdad y del Progreso.
Nuestros sabios, que practican el método experimental de Bacon para el estudio del Universo visible, con precisión maravillosa y admirables resultados, se forman de la Verdad una idea completamente externa y material. Creen que a ella nos aproximamos a medida que se acumula un mayor número de los hechos. En su punto de vista tienen razón.
Pero lo más grave es que nuestros filósofos y moralistas han terminado pensando lo mismo y, de este modo, las causas primeras y los fines últimos serán para siempre  impenetrables al espíritu humano. Porque suponed que llegamos a saber exactamente lo que pasa, materialmente hablando, en todos los planetas del sistema solar, lo que, entre paréntesis, sería una magnífica base de inducción; suponed, además, que sepamos qué especie de habitantes contienen los satélites de Sirio y de varias estrellas de la Vía Láctea; seguramente sería maravilloso saber todo esto, pero
¿Sabríamos por ello más acerca de nuestra bruma estelar, sin hablar de la nebulosa de Andrómeda y de la de Magallanes?
No, y ello es causa de que nuestro tiempo conciba el desarrollo de la humanidad, como la eterna marcha hacia una verdad indefinida, indefinible y a la que jamás tendrá acceso.
Esta es la concepción de la filosofía positiva de Auguste Comte y Herbert Spencer, que ha prevalecido en nuestros días.
La Verdad era otra cosa muy distinta para los sabios y teósofos del Oriente y de Grecia. Ellos, sin duda, sabían que no se la puede abarcar ni equilibrar sin un sumario conocimiento del mundo físico; pero también sabían que reside ante todo en nosotros mismos, en los principios intelectuales y en la vida espiritual del alma.
Para ellos el alma era la sola, la divina realidad y la llave del Universo. Reconcentrando su voluntad, desarrollando sus facultades latentes, alcanzaban el luminar vivo que llamaban Dios, cuya luz hace comprender a los hombres y a los seres. Para ellos lo que llamamos el Progreso, es decir, la historia del mundo y de los hombres, no era más que la evolución en el Tiempo y en el Espacio de esta Causa central y de este Fin último.
¿Creéis que estos teósofos fueron puros contemplativos, soñadores impotentes, faquires subidos a sus columnas?
Error. El mundo no ha conocido hombres más grandes de acción, en el sentido más fecundo, el más  incalculable de la palabra.
Brillan ellos como estrellas de primera magnitud en el cielo de las almas. Se llaman: Krishna, Buda, Zoroastro, Hermes, Moisés, Pitágoras, Jesús, y fueron poderosos moldeadores de espíritus, formidables vivificadores de almas, saludables organizadores de Sociedades. No viviendo más que para su idea, prestos siempre a morir y sabiendo que la muerte por la Verdad es la acción eficaz y suprema, ellos han creado las ciencias y las religiones, por consiguiente las letras y las artes, cuyo jugo nos nutre aún y nos da la vida.
¿Qué va a producir el positivismo y escepticismo de nuestros días?
Una generación seca, sin ideal, sin luz y sin fe; no creyente en el alma ni en Dios, ni en el provenir de la Humanidad, ni en esta vida ni en la otra; sin energía en la voluntad, dudando dé sí misma y de la libertad humana.

“Por sus frutos los juzgaréis”, decía Jesús. Esta frase del Maestro de los Maestros, se puede aplicar lo mismo a las doctrinas que a los hombres. Sí; este pensamiento se impone: o la Verdad es para siempre inaccesible al hombre, o ha sido poseída en gran parte por los más grandes sabios y los primeros iniciadores de la tierra. Ella se encuentra, por lo tanto, en el fondo de todas las grandes religiones y en los libros sagrados de todos los pueblos. Sólo que es preciso saberla encontrar y extraer.
Si se contempla la historia de las religiones con los ojos iluminados por la verdad central, que sólo la iniciación interna puede dar, queda uno a la vez sorprendido y maravillado. Lo que entonces se  advierte no semeja casi en  nada a lo que enseña la Iglesia, que limita la revelación al cristianismo y no la admite más que en su sentido primario; pero se parece también muy poco a la que se enseña en nuestras Universidades, a la ciencia puramente naturalista, aunque ésta se coloca, sin embargo, en un punto de vista más amplio, puesto que pone a todas las religiones en la misma línea y les aplica un método único de investigación.
Su erudición es profunda, su celo admirable, pero aún no se ha elevado hasta el punto de vista del esoterismo comparado, que muestra a la historia de las religiones y de la Humanidad en un aspecto completamente nuevo. Desde esta altura, he aquí lo que se distingue.
Todas las grandes religiones tienen una historia exterior y otra interior; la una aparente, la otra secreta. Por historia exterior yo entiendo los dogmas y mitos enseñados públicamente en templos y escuelas, reconocidos en el culto y en las supersticiones populares. Por historia interna entiendo yo la ciencia profunda, la doctrina secreta, la acción oculta de los grandes iniciados, profetas o reformadores que han creado, sostenido, propagado esas mismas religiones.
La primera, la historia oficial, la que se lee en todas las partes, tiene lugar a la luz del día; ella no es, sin embargo, menos oscura, embrollada, contradictoria. La segunda, que yo llamo la tradición esotérica o doctrina de los Misterios, es muy difícil de desentrañar porque ésta se prosigue en el fondo de los templos, en las cofradías secretas, y sus dramas se desenvuelven por entero en el alma de los grandes profetas, que no han confiado a ningún pergamino ni a ningún discípulo sus crisis supremas, sus éxtasis divinos. Hay que adivinarla. Pero una vez que se la ve, aparece luminosa, orgánica, siempre en armonía consigo misma. Se la podría llamar la historia de la religión eterna y universal.
En ella se muestra el porqué de las cosas, el emplazamiento de la humana conciencia, del que la historia no nos ofrece más que un reverso laborioso. Allí alcanzamos el punto generador de la Religión y de la Filosofía, que se reúnen al otro extremo de la elipse por medio de la ciencia integral. Este punto corresponde a las verdades trascendentes. Allí encontramos la causa, el origen y el fin del prodigioso trabajo de los siglos, la Providencia en sus agentes terrestres. Tal historia es la única de que me ocupo en este libro.
Para la raza aria, el germen y núcleo de dicha historia esotérica se halla en los Vedas. Su primera cristalización histórica aparece en la doctrina trinitaria de Krishna, que da al brahmanismo su potencia, a la religión de la India su sello indeleble. Buda, que según la cronología de los brahmanes fue posterior a Krishna en dos mil cuatrocientos años, no hace más que descubrir otro aspecto de la doctrina oculta, el de la metempsícosis y de la serie de existencias eslabonadas por la ley del Karma. Aunque el budismo fue una revolución democrática, social y moral, contra el brahmanismo aristocrático y sacerdotal, su fondo metafísico es el mismo, aunque menos completo.
La antigüedad de la doctrina sagrada no es menos asombrosa en Egipto, cuyas tradiciones se remontan a una civilización muy anterior a la aparición de la raza aria en la escena histórica. Se podía suponer, hasta estos últimos tiempos, que el monismo trinitario expuesto en los libros griegos de Hermes Trismegisto, era una complicación de la escuela de Alejandría bajo la doble influencia judeo-cristiana y neo-platónica. De común acuerdo, creyentes e Incrédulos, historiadores y teólogos, no han cesado de afirmarlo hasta el día. Mas esta doctrina cae hoy ante los descubrimientos de la epigrafía egipcia.
La autenticidad fundamental de los libros de Hermes como documentos de la antigua sabiduría de Egipto, resalta triunfalmente de los jeroglíficos descifrados. No solamente las inscripciones de los obeliscos de Tebas y de Menfis confirman toda la cronología de Manethón, sino que demuestran que los sacerdotes de Ammón-Ra profesaban la alta metafísica que enseñaba bajo otras formas a orillas del Ganges. (Véanse los hermosos trabajos de Francois Lenormand y de M. Maspéro).
Se puede decir aquí, con el profeta hebreo, que “la piedra habla y que el muro grita”. Así como el sol de “media noche” que lucía, se dice, en los Misterios de Isis y de Osiris, el pensamiento de Hermes, la antigua doctrina del verbo solar ha vuelto a brillar en las tumbas de los reyes y hasta de los papiros del Libro de los Muertos conservados por momias de cuatro mil años.

En Grecia, el pensamiento esotérico está a la vez más visible y más envuelto que en otra parte; más visible, porque se manifiesta a través de una mitología humana embelesadora, porque fluye como sangre ambrosiaca por las venas de aquella civilización, y brota por todos los poros de sus Dioses como un perfume y como un rocío celeste. Por otra parte, el pensamiento profundo y científico que presidió a la concepción de todos esos mitos, es con frecuencia más difícil de penetrar a causa de su seducción misma y de los embellecimientos que han añadido los poetas.
Pero los principios sublimes de la teosofía dórica y de la sabiduría de Delfos están inscritos con letras de oro  en los fragmentos órficos y en la síntesis de Pitágoras, así como en la vulgarización dialéctica y un poco caprichoso de Platón. La escuela de Alejandría nos proporciona también claves útiles. Ella fue la primera en publicar en parte y comentar el sentido de los misterios, en medio del relajamiento de la religión griega y enfrente de los progresos del cristianismo.
La tradición oculta de Israel, que procede a la vez de Egipto, de Caldea y de Persia, nos ha sido conservada bajo formas raras y oscuras, pero en toda su profundidad y extensión, por la Kabala o tradición oral, desde el Zohar y el Sepher Yezirah atribuido a Simón Ben Yochai hasta los comentarios de Maimónides. Misteriosamente encerrada en el Génesis y en el simbolismo de los profetas, resalta de una manera asombrosa en el admirable trabajo de Fabre d’Olivet sobre la lengua hebrea reconstituida, que tiende a reconstruir la verdadera cosmogonía de Moisés, según el método egipcio, tomando el triple sentido de cada versículo y casi de cada palabra en los diez primeros capítulos del Génesis.
En cuanto al esoterismo cristiano, brilla por si mismo en los Evangelios ilustrados por las tradiciones esénicas y gnósticas. El brota como de un manantial vivo de la palabra de Cristo, de sus parábolas, del fondo mismo de esa alma incomparable y realmente divina. Al mismo tiempo, el Evangelio de San Juan nos da las claves de la enseñanza íntima y superior de Jesús con el sentido y el alcance de su promesa. Volvemos a encontrar allí aquella doctrina de la Trinidad y del Verbo divino, ya enseñada hacía miles de años en los templos del Egipto y de la India, pero animada, personificada por el príncipe  de los iniciados, por el más grande de los hijos de Dios.
La aplicación del método que he llamado esoterismo comparado a la historia de las religiones, nos conduce, por lo tanto, a un resultado de la mayor importancia, que se resume así: la antigüedad, la continuidad y la unidad esencial de la doctrina esotérica.
Hay que reconocer que éste es un hecho bien digno de tenerse en cuenta, porque supone que los sabios y profetas de los tiempos más diversos han llegado a conclusiones idénticas en el fondo, aunque diferentes en la forma, sobre las verdades primeras y últimas, y ello siempre por la misma vía de la iniciación interior y de la meditación. Agreguemos que esos sabios y esos profetas fueron los mayores bienhechores de la humanidad, los salvadores cuya fuerza redentora arrancó a los hombres del abismo de la naturaleza inferior y de la negación.
¿No es preciso decir después de esto que hay, según la expresión de Leibnitz, una especie de filosofía eterna, pererrnis quoedam philosophia, que constituye el lazo primordial de la ciencia y de la religión y su unidad final?
La teosofía antigua, profesada en la India, Egipto y Grecia, constituía una verdadera enciclopedia, dividida generalmente en cuatro categorías:
1.   la Teogonía o ciencia de los principios absolutos, idéntica a la ciencia de los Números aplicada al universo, o las matemáticas sagradas;
2.   la Cosmogonía, realización de los principios eternos en el espacio y el tiempo, o involución  del espíritu en la materia, períodos de mundo;
3.   la Psicología, constitución del hombre, evolución del alma a través de la cadena de existencias;
4.   la Física, ciencia de los reinos de la naturaleza terrestre y de sus propiedades.
El método inductivo y el método experimental se combinaban y se fiscalizaban uno a otro en esos diversos órdenes de ciencias, y a cada una de ellas correspondía un arte. Estos eran, tomándolos en orden inverso y empezando su enumeración por las ciencias físicas:
1.   una Medicina especial fundada en  el conocimiento de las propiedades ocultas de los minerales, las plantas y los animales; la Alquimia o transmutación de los metales, desintegración y reintegración de la materia por medio del agente universal, arte practicado en el Egipto antiguo según Olimpiodoro y llamado por él crisopeya y argiropeya, fabricación del oro y de la plata;
2.   las Artes psicúrgicas que se referían a las fuerzas del alma, magia y adivinación;
3.   la Genetliaca celeste o astrología, o el arte de descubrir la relación entre los destinos de los pueblos o de los individuos y los movimientos del universo marcados por las revoluciones de los astros;
4.   la Teurgia, el arte supremo del mago, tan raro como peligroso y difícil, el de poner el alma en relación consciente con los diversos órdenes de espíritus y obrar sobre ellos.
Se ve que, ciencias y artes, todo se ligaba y armonizaba en esta teosofía derivada de un mismo principio que llamaré en lenguaje moderno monismo intelectual espiritualismo evolutivo y trascendente. Se pueden formular como siguen los principios esenciales de la doctrina esotérica:
Las perspectivas que aparecen en el umbral de la Teosofía son inmensas, sobre todo cuando se las compara con el estrecho y desolado horizonte en que el materialismo encierra al hombre, o con los datos infantiles e inaceptables de la teología clerical.
Al contemplarlas por vez primera, se experimenta el deslumbramiento, el escalofrío de lo infinito. Los abismos de lo inconsciente se abren en nosotros, mostrándonos la sima de donde salimos, las alturas vertiginosas a que aspiramos. Embelesados ante esta inmensidad, pero atemorizados del viaje, deseamos no existir más, ¡llamamos al Nirvana!
Luego, nos damos cuenta de que esta debilidad es lo que el cansancio del marino presto a soltar el remo en medio de la borrasca. Alguien ha dicho: el hombre ha nacido en un hueco de onda y no sabe nada del vasto océano que se extiende ante él y a sus espaldas. Eso es verdad: pero la mística trascendente empuja nuestra barca hacia la cresta de la ola y allí, siempre azotados por la furia de la tempestad, percibimos su ritmo grandioso; y la mirada, midiendo la bóveda del cielo, reposa en la calma del firmamento azul.
La sorpresa aumenta, si, volviendo a las ciencias modernas, nos damos cuenta de que desde Bacon y Descartes; ellas tienden involuntariamente, pero de un modo seguro, a volver a las referencias de la antigua teosofía. Sin abandonar la hipótesis de los átomos, la física moderna ha llegado insensiblemente a identificar la idea de fuerza, lo cual es un paso hacia el dinamismo espiritualista.
Para explicar la luz, el magnetismo, la electricidad, los sabios han tenido que admitir una materia sutil y absolutamente imponderable, que llena el espacio y penetra todos los cuerpos, materia que han llamado éter, lo que significa una aproximación a la antigua idea teosófica del alma del mundo, en cuanto a la impresionabilidad, a la inteligente  docilidad de esa materia, resalta de un reciente experimento que prueba la transmisión del sonido por la luz.
De todas las ciencias, las que parecen haber puesto en mayor apuro al espiritualismo son la zoología comparada y la antropología. En realidad, ellas han sido sus servidoras, mostrando la ley y el modo de intervención del mundo inteligible en el mundo animal. Darwin dio  el golpe de gracia a la idea infantil de la creación según la teología primaria. En este aspecto, no hizo otra cosa que volver a las ideas de la antigua teosofía. Pitágoras había ya dicho: “el hombre es pariente del animal”. Darwin mostró las leyes a que obedece la naturaleza para ejecutar el plan divino, leyes instrumentales que son: la lucha por la vida, la herencia y la selección natural.
El probó la variabilidad de las especies, redujo su número por la clasificación, y estableció su jerarquía. Pero sus discípulos, los teóricos del transformismo absoluto, que han querido hacer salir todas las especies de un solo prototipo y hacen depender su aparición de las únicas influencias de los medios, han forzado los hechos en favor de una concepción puramente externa y materialista de la naturaleza.
No; los medios no explican las especies, como las leyes físicas no explican las leyes químicas, como la química no explica el principio evolutivo de vegetal, ni éste el principio evolutivo de los animales. En cuanto a las grandes familias de animales, ellas corresponden a los tipos eternos de la vida, signos del Espíritu que marcan la escala de la conciencia.
La aparición de los mamíferos después de los reptiles y pájaros no tiene razón de ser en un cambio de medio terrestre; éste no es más que la condición. Esto supone una nueva embriogenia; por consiguiente, una fuerza intelectual y anímica nueva, obrando dentro y en el fondo de la naturaleza, que nosotros llamamos el más allá relativamente a la percepción de los sentidos. Sin esta fuerza intelectual y anímica, no se explicará tan sólo la aparición de una célula organizada en el mundo inorgánico.
En fin, el hombre, que resume y corona la serie de los seres, revela todo el pensamiento divino por la armonía de los órganos y la perfección de la forma, efigie viva del alma universal, de la inteligencia activa. Condensando todas las leyes de la evolución y toda la naturaleza en su cuerpo, él la domina y se eleva sobre ella, para entrar, por la conciencia y por la libertad, en el reino infinito del Espíritu.
La psicología experimental apoyada sobre la fisiología, que tiende desde el principio del siglo a volver a ser una ciencia, ha conducido a los sabios contemporáneos hasta el pórtico de un mundo distinto, el mundo propio del alma, donde, sin que las analogías cesen, rigen nuevas leyes. Oigo hablar de los estudios y certificaciones médicas de este siglo sobre el magnetismo animal, el sonambulismo y todos los estados de alma diferentes del de la vigilia, desde el sueño lúcido a través de la doble vista, hasta el éxtasis.
La ciencia moderna no ha hecho aún más que tanteos en este terreno, donde la ciencia de los templos antiguos había sabido orientarse, porque poseía los principios y las claves necesarias. No es menos cierto que aquélla ha descubierto todo un orden de hechos que le han parecido extraños, maravillosos, inexplicables, porque contradicen claramente las teorías materialistas bajo el imperio de las que se ha habituado a pensar y experimentar.
Nada más instructivo que la incredulidad indignada de ciertos eruditos materialistas ante todos los fenómenos que tienden a probar la existencia de un mundo Invisible y espiritual. Hoy si se le ocurre a alguien probar la existencia del alma, escandaliza a la ortodoxia del ateísmo, como antes se escandalizaba a los ortodoxos de la Iglesia al negar a Dios. No se arriesga ya la vida, es verdad, pero se arriesga la reputación.
De todos modos, lo que resalta del más simple fenómeno de sugestión mental a distancia y por el pensamiento puro, fenómeno comprobado mil veces en los anales del magnetismo, (Véase el hermoso libro de M. Ochorowitz sobre la sugestión mental) es la acción del espíritu y la voluntad fuera de las leyes físicas del mundo visible. La puerta de lo Invisible está, pues, abierta. -— En los altos fenómenos del sonambulismo, este mundo se abre por completo. Pero me detengo aquí, sólo en lo que está comprobado por la ciencia oficial.
Si pasamos de la psicología experimental y objetiva a la psicología íntima y subjetiva de nuestro tiempo, que se expresa por la poesía, música y literatura, vemos que un inmenso soplo de esoterismo inconsciente las penetra. Nunca la aspiración a la vida espiritual, al mundo invisible, rechazado por las teorías materialistas de los sabios y por la opinión general, ha sido más seria y más real. Se ve esta aspiración en los lamentos, en las dudas, en las negras melancolías y hasta en las blasfemias de nuestros escritores naturalistas y de nuestros poetas decadentes.
Jamás tuvo el alma humana un sentimiento más profundo de la insuficiencia, de la miseria, de lo Irreal de su vida presente; jamás aspiró de más ardiente modo a lo invisible del más allá, sin llegar a creer en su existencia. A veces hasta llega su intuición a formular verdades trascendentes, que no forman parte del sistema admitido por la razón, que contradicen sus opiniones de superficie y que son involuntarias fulguraciones de su conciencia oculta. Citaré como prueba el pasaje de un pensador poco común, que ha sentido toda la amargura y toda la soledad moral de  este tiempo.
Frédéric Amiel dice que:
« Cada esfera del ser, tiende a una esfera más elevada y tiene ya de ellas revelaciones y presentimientos. El ideal, bajo todas sus formas, es la anticipación, la visión profética de esa existencia superior a la suya, a la que cada ser aspira siempre. Esa existencia superior en dignidad, es más Interior por su naturaleza, es decir, más espiritual.
Y como los volcanes nos traen los secretos del interior por su naturaleza, es decir, más espiritual. Como los volcanes nos traen los secretos del interior del globo, el entusiasmo, el éxtasis, con explosiones pasajeras de ese mundo interior del alma, y la vida humana no es más que la preparación y el advenimiento a esa vida espiritual.
Los grados de la iniciación son innumerables. Vela, pues, discípulo de la vida, crisálida de un ángel, trabaja en tu florescencia futura, pues la Odisea divina no es más que una serie de metamorfosis más y más etéreas, en que cada forma, resultado de las precedentes, es la condición de las que sigue. La vida divina es una serie de muertes sucesivas, donde el espíritu arroja sus imperfecciones y sus símbolos y cede a la atracción creciente del centro de gravitación inefable, del sol de la Inteligencia y del amor. »
Habitualmente, Amiel sólo era un hegeliano muy Inteligente, un moralista superior. El día que escribió estas líneas inspiradas, fue profundamente teósofo, pues no se podría exponer, de un modo más profundo y luminoso, la esencia misma de la verdad esotérica.
Estos extractos bastan para demostrar que la ciencia y el espíritu moderno se preparan, sin saberlo y sin quererlo, a una reconstitución de la antigua teosofía con instrumentos más preciosos y sobre una base más sólida. Según la expresión de Lamartine, “la humanidad es un tejedor que trabaja hacia atrás en la trama del tiempo”.
Día llegará en que pasando del otro lado del lienzo, contemplará el cuadro magnífico y grandioso, que ella misma había tejido durante siglos con sus propias manos sin ver otra cosa que el embrollo de los hilos entrecruzados. Aquel día saludará a la Providencia en sí misma manifestada. Entonces se confirmarán las palabras de un escritor hermético contemporáneo, y no parecerán demasiado audaces a los que han penetrado bastante profundamente en las tradiciones ocultas para sospechar su maravillosa unidad:
« La doctrina esotérica no es solamente una ciencia, una filosofía, una moral, una religión. Ella es la ciencia, la filosofía, la moral y la religión, de que todas las otras no son más que preparaciones o  degeneraciones, expresiones parciales o falsedades, según que a ella se encaminan o de ella se desvían. »
("The perfect way of finding Christ" por Anna Kingsford y Maitland)
Lejos de mí el vano pensamiento de haber dado de esta ciencia de las ciencias una demostración completa. Se precisaría, no menos que el edificio  de las ciencias conocidas y desconocidas, reconstituidas en su cuadro jerárquico y reorganizadas en el espíritu del esoterismo.
Todos los que creo haber probado es que la doctrina de los Misterios está en las fuentes de nuestra civilización; que ella ha creado las grandes religiones, lo mismo arias que semíticas; que el cristianismo conduce al progreso del género humano por su reserva esotérica; que la ciencia moderna tiende a lo mismo providencialmente por el conjuro de su marcha, y que, en fin, ciencia y religión deben volverse a encontrar, como en su puerto de conjunción, en su síntesis.
Se puede decir que allí donde se halla un fragmento cualquiera de la doctrina esotérica, ésta existe virtualmente en su totalidad, puesto que cada  una de sus partes presupone o engendra las otras. Los grandes sabios, los verdaderos profetas, todos la han poseído, y los del porvenir la poseerán como los del pasado. La luz puede ser más o menos intensa, pero siempre es la misma luz. La forma, los detalles, las aplicaciones, pueden variar hasta el Infinito; el fondo, es decir, los principios y el fin, nunca.
En este libro se encontrará una especie de desarrollo gradual, de revelación sucesiva de la doctrina en sus diversas partes, y ello a través de todos los grandes iniciados, de los que cada uno representa una de las grandes religiones que han contribuido a la constitución de la humanidad actual; cuya serie marca la línea de evolución descrita por ella en el presente ciclo desde el antiguo Egipto y los primeros tiempos arios.
Se la verá, pues, salir, no de una exposición abstracta y escolástica, sino del alma en fusión de esos grandes inspirados y de la acción viva de la historia. En esta serle, Rama no hace ver más que las proximidades del templo. Krishna y Hermes dan la clave. Moisés, Orfeo y Pitágoras, muestran el interior. Jesucristo representa el santuario.
Este libro ha salido, todo entero, de una sed ardiente por la verdad superior, total, eterna, sin la que las verdades parciales no son más que una ficción. Me comprenderán aquellos que tienen, como yo, la conciencia de que el momento presente de la historia, con sus riquezas materiales, no es más que un triste desierto desde el punto de vista del alma y de sus Inmortales aspiraciones.
La hora es de las más graves y las consecuencias extremas del agnosticismo comienzan a hacerse sentir por la desorganización social. Se trata para nuestra Francia, como para Europa, de ser o de no ser. Se trata de asentar sobre sus bases indestructibles, las verdades centrales, orgánicas, o de desembocar definitivamente en el abismo del materialismo y de la anarquía.
La Religión y la Ciencia, estos guardianes supremos de la civilización, han perdido una y otra su don supremo, su magia, la de la grande y fuerte educación. Los templos de la India y del Egipto han producido los más  grandes sabios de la tierra. Los templos griegos han moldeado héroes y poetas.
Los apóstoles de Cristo han sido mártires sublimes y han hecho brotar otros mil. La Iglesia de la Edad Media, a pesar de su teología primaria, ha hecho santos y caballeros porque creía, y por intervalos el espíritu de Cristo palpitaba en ella. Hoy, ni la Iglesia aprisionada en su dogma, ni la Ciencia encerrada en la materia, saben hacer hombres completos.
El Arte de crear y de formar las almas se ha perdido, y no se volverá a encontrar hasta tanto que la Ciencia y la Religión, refundidas en una fuerza viva, se apliquen juntas y de común acuerdo al bien y la salvación de la humanidad. Para eso, la Ciencia no tiene que cambiar de método, sino extender su dominio; ni el cristianismo de tradición, sino de tratar de entender los orígenes, el espíritu y el alcance.
Ese tiempo de regeneración intelectual y de transformación social, llegará, de ello estamos seguros. Ya presagios ciertos lo anuncian. Cuando la Ciencia sepa, la Religión podrá, y el Hombre laborará con una nueva energía. El Arte de la vida y todas las Artes no pueden renacer más que por su mutuo acuerdo.
Pero, entretanto,
¿Qué hacer en estos tiempos que parecen el descenso en una sima sin fondo, con un crepúsculo amenazador, precisamente cuando su principio había parecido el ascenso hacia las libres cumbres, bajo una brillante aurora?
La fe, ha dicho un gran doctor, es el valor del espíritu que se lanza adelante, seguro de encontrar la verdad. Esa fe no es la enemiga de la Razón, sino su antorcha; es la de Cristóbal Colón y de Galileo, que desea la prueba y la objeción, probando y reprobando, y es la sola posible en el día.
Para los que la han perdido de un modo irrevocable, y son muchos — porque el ejemplo ha venido de arriba — , el camino es fácil y está completamente trazado; seguir la corriente del día, sufrir a su siglo en vez de luchar contra él, resignarse a la duda y a la negación, consolarse de todas las miserias humanas y de los próximos cataclismos con una sonrisa de desdén, y recubrir la nada profunda de las cosas en que sólo se cree con un velo brillante que se adorna con el hermoso nombre de ideal, pensando al mismo tiempo que éste no es más que una quimera útil.
En cuanto a nosotros, pobres seres perdidos, que creemos que el Ideal es la sola Realidad y la sola Verdad en medio de un mundo cambiante y fugitivo; que creemos en la sanción y el cumplimiento de sus promesas, en la historia de la humanidad como en la vida futura; que sabemos que esa sanción es necesaria; que ella es la recompensa de la fraternidad humana, como la razón del Universo y la lógica de Dios.
Para nosotros, que tenemos esa convicción, sólo hay un partido, que debemos abrazar: afirmemos esa Verdad sin temor y tan alto como sea posible; echémonos por ella y con ella en la palestra de la acción, y por encima de la batalla confusa, tratemos de penetrar por la meditación y la Iniciación individuales, en el Templo de las Ideas inmutables, para armarnos allí con los principios infrangibles.
Es lo que he tratado de hacer en este libro, esperando que otros me sigan y lo hagan mejor que yo.
Fuente: https://www.coursehero.com/file/33951693/Schure-Edouard-Los-Grandes-Iniciadospdf/

Amiga, Amigo:

En esta primera parte de Édouard Schuré con su monumental obra Los Grandes Iniciados he dejado completa la "Introducción a la Doctrina Esotérica". Es un paseo en el tiempo y en el espacio del desarrollo del milenario saber iniciático dejado para la humanidad. Disfrútalo.

Destaco que, sobre la base de la Sagrada Enseñanza que sustenta diferentes pilares para dar forma al Templo, lo que prima, como humanos, es el alma que nos rige, ello lleva a decir a E. S. quien hace Prefacio del libro en su edición del año 1926 que:
"Sólo la certidumbre el Alma inmortal puede convertirse en la base sólida de la vida terrestre, y sólo la unión de las grandes Religiones, por medio de un retorno a su fuente común de inspiración, puede asegurar la fraternidad de los pueblos y el porvenir de la humanidad".

Es decir, ningún Maestro Iniciado debiera ser ateo o agnóstico; por el contrario y asi tendrá que demostrarlo:.



Dr. Iván Seperiza Pasquali
Quilpué, Chile
Julio de 2020
Portal MUNDO MEJOR: http://www.mundomejorchile.com/
Correo electrónico: isp2002@vtr.net