538
GAIA
 y el tóxico virus humano

El gran retorno de la hipótesis de Gaia
febrero de 2020
Como todos los seres vivos, la Tierra nunca ha dejado de evolucionar... Comparada con otros planetas del Sistema Solar, la historia de la Tierra ha estado marcada por cambios radicales en su apariencia, atmósfera, temperatura... Nuestro planeta ha sufrido cambios repentinos y radicales de temperatura, congelándose tres veces completamente, para luego calentarse de nuevo, llegando incluso a alcanzar, hace 60 millones de años, una temperatura máxima de 15°C por encima de la que conocemos hoy en día! Su atmósfera ha experimentado un declive constante pero irregular (hasta el presente ascenso meteórico), un aumento paso a paso de la concentración de oxígeno, fluctuaciones impresionantes del metano, la repentina formación de una capa de ozono... LA HIPOTESIS QUE LO CAMBIA TODO Incluso su composición mineral no ha dejado de cambiar y se ha vuelto más compleja: han nacido más de 5.700 nuevos minerales, enormes depósitos sedimentarios han eliminado miles de millones de toneladas de carbono de la atmósfera, a veces reinyectándolo con océanos de lava por cataclismos volcánicos, e innumerables otras metamorfosis han marcado su geología. Sería fácil continuar, pero paremos ahí. Con este matrimonio sin precedentes de vida y mineral, ¿no estamos frente a un objeto de naturaleza diferente a un ensamblaje inanimado de gas y roca, girando pasivamente alrededor de su estrella? ¿No podríamos hablar aquí de un cuerpo vivo? En realidad fue hace medio siglo, en la década de 1970, que un químico inglés desconocido, James Lovelock, formuló esta provocativa y radical hipótesis: la Tierra sería una especie de superorganismo, al que llamó Gaia, en honor a la diosa griega de la Tierra. Y fue al comparar nuestro planeta con otros que se le ocurrió la idea. En una entrevista con Science & Vie hace 13 años, Lovelock habló de su "momento Eureka": "En 1965, trabajaba para la NASA, que estaba interesada en la existencia de vida en Marte. Pensé que si Marte era un planeta muerto, entonces la composición química de su atmósfera, detectable a distancia, estaría ciertamente cerca del equilibrio termodinámico. Para probar el razonamiento, miré la atmósfera de la Tierra y me di cuenta de que contiene grandes cantidades de oxígeno y metano, una mezcla inestable que no podría haberse mantenido durante cientos de millones de años sin un sistema regulador. Y entonces me di cuenta de que este sistema es la vida. Así que la Tierra estaba viva, mientras que Marte, con su atmósfera dominada, estaba muerto." ¿NUEVO GURÚ O CURANDERO? La vida como sistema regulador del planeta: la intuición rompe radicalmente con la visión de la época, que separaba estrictamente la biología y las geociencias, subordinando la primera a la segunda. De hecho, la física y la química fueron consideradas como las maestras de la planetología durante mucho tiempo. "Hasta entonces, la Tierra (océano, atmósfera, rocas) era el escenario dado e inmutable en el que la vida jugaba su papel, que consistía en adaptarse lo mejor posible". resume Sébastien Dutreuil, autor de una tesis sobre la hipótesis de Gaia. Los procesos biológicos, aunque interesantes, se percibían como secundarios. Y lo que Lovelock entendió primero, explica, es que la vida, durante su actuación, se hizo cargo del escenario, lo transformó y reconstruyó, hasta el punto de que los actores y el escenario se volvieron inseparables. James Lovelock pasó casi diez años refinando su idea antes de publicarla en 1974, con Lynn Margulis, uno de las más grandes biologistas del siglo, y luego dedicó su primer libro La Tierra es un Ser Vivo - La Hipótesis Gaia a ella en 1979. Su argumento central: la Tierra ha logrado, en los últimos 4.000 millones de años, mantenerse en un estado relativamente estable y de apoyo a la vida, tanto en lo que respecta a su temperatura global como a la composición química de su atmósfera y sus océanos. Y esto a pesar de todo tipo de perturbaciones: volcanismo, bombardeos de asteroides, un aumento del 30% de la radiación solar incidente, etc. Sin embargo, basándose en el libro del físico Erwin Schrödinger, ¿Qué es la vida? publicado 20 años antes, Lovelock observó que el uso de la energía (aquí la del Sol) para mantener estable el entorno interior en una configuración alejada del equilibrio químico es una propiedad universal de los seres vivos, llamada "homeostasis". Todo estudiante de ciencias naturales ha oído hablar algún día de este fenómeno descrito ya en 1865 por Claude Bernard en su Introducción a la Medicina Experimental: Homeostasis . La homeostasis es la capacidad de un organismo que evoluciona en un entorno externo variable para mantener sus constantes fisiológicas internas dentro de límites fluctuantes que no se desvían mucho de sus normales vitales. Para el médico y fisiólogo francés, esto es lo que distingue sobre todo a los vivos de los no vivos: vivir es estar atravesado por múltiples procesos que mantienen un equilibrio inestable. De ahí la hipótesis de Gaia.
James Lovelock y la paradoja de Gaia Es un raro acontecimiento en la historia de la ciencia que, una teoría que estuvo en el origen de un importante cambio de paradigma científico, finalmente triunfó sin que se conociera su nombre o el de su autor. Esto puede explicarse en parte, como hemos visto, por el nombre místico de Gaia, por los errores finalistas de Lovelock, por su sobreproducción de metáforas poéticas y por su propensión a contradecirse con cierta ligereza.
Pero también es la trayectoria personal del propio James Lovelock, que acaba de entrar en su centenario (¡mientras sigue escribiendo libros!), lo que explica esta paradoja. Sébastien Dutreuil, que dedicó su tesis a Lovelock, señala que se estableció primero como un ingeniero químico de excepcional talento. Habiendo sido empleado toda su vida como consultor, tanto por instituciones públicas como la NASA, como por multinacionales, especialmente en el sector petrolero (publicó numerosos artículos con científicos de Shell) y químico... ¡e incluso, en muchas ocasiones, por los servicios secretos británicos! Una situación que le ha permitido gozar de una gran libertad y desarrollar su actividad científica independientemente de las instituciones académicas tradicionales, en particular sin estar nunca oficialmente adscrito a una universidad o centro de investigación, lo que tampoco favorece la integración en la comunidad científica.
Pero hay más. Precisamente porque su teoría plantea la cuestión de los efectos de la contaminación en Gaia, y está dirigida a los que se preocupan por este problema, Lovelock siempre ha sido hostil a las advertencias ambientales. Incluso ha apoyado el punto de vista de la industria en varias controversias, minimizando el peligro de la lluvia ácida, el DDT, la toxicidad del plomo... "Ha hecho suyos los puntos de vista de los a menudo llamados 'escépticos' en muchas cuestiones, y ha alienado a muchos científicos en su campo". resume Sébastien Dutreuil.
El ganador del Premio Nobel Paul Crutzen, también químico atmosférico, famoso por haber inventado el concepto del antropoceno, criticó públicamente a Lovelock en varias ocasiones y fue, según varias fuentes, un oponente personal. Y aunque Lovelock hizo un cambio rotundo a principios de la década de 2000, al considerar que "Gaia sufría una fiebre enfermiza", hasta entonces había minimizado bastante el impacto de las actividades humanas, considerando que Gaia era básicamente mucho más fuerte que la especie humana.
Hasta hoy, además, Lovelock no ha dejado de cultivar la simpatía por las corrientes políticas particularmente conservadoras y climáticamente escépticas, concediendo una entrevista al sitio web de noticias norteamericano Breitbart a finales de 2016, para gran disgusto de los círculos académicos muy hostiles a este movimiento.
Al final, si debemos al pensamiento de Lovelock una de las hipótesis científicas más fructíferas del siglo pasado, también debemos a su personalidad una buena parte de las dificultades que su hipótesis encontró para imponerse!
Fuente: https://www.climaterra.org/post/el-gran-retorno-de-la-hip%C3%B3tesis-de-gaia



Año 2007
Hace 13 años fuimos advertidos:

La venganza de la Tierra: la teoría de Gaia y el futuro de la humanidad
2007
James Lovelock y Lynn Margullis propusieron en los inicios de la década de 1970 la hipótesis de Gaia, nombre que en los siglos anteriores fue algo equivalente a ciencias de la Tierra, y actualmente la teoría del mismo nombre que se refiere a un sistema autorregulado, integrado por la biota, las rocas, el océano y la atmósfera, mismo que evoluciona en estrecha relación y no de manera independiente como se consideró antes. En estos conceptos se basa el químico y médico de formación, para analizar cómo el hombre está influyendo en la transformación de Gaia, junto con fenómenos naturales, como la influencia variable del Sol, todavía en una etapa de incremento de su temperatura, considerado en la escala del tiempo geológico.

"Creencias religiosas y humanistas consideran a la Tierra como algo que está ahí para ser explotado en beneficio de la humanidad" (p. 20).
La visión de Lovelock sobre el cambio climático es pesimista, o realista, compartida actualmente por la generalidad de los científicos, y menciona algo importante que no es novedoso, la actitud de los políticos hacia el tema que ignoran o no quieren saber nada del mismo. Pero no descarta que estemos a tiempo, por lo menos para mitigar el problema que puede ser catastrófico hacia la mitad del siglo actual.
La mayor amenaza para Gaia es el aumento de la temperatura por la modificación del ambiente a causa de la actividad humana. A esto se agrega la dependencia del hombre al petróleo como fuente principal de energía; los pobres resultados que ha dado el uso de otras, como la solar y la eólica, esta última, incluso con daños colaterales a los ecosistemas.
Bien o mal, la situación lleva a Lovelock a recomendar el uso de la energía nuclear, con argumentos de que no ha sido bien entendida y se ha exagerado el peligro que representa. Cuestiona con argumentos a los grupos ecologistas, con frecuencia más papistas que el Papa, ya que proponen y realizan acciones que van en sentido contrario de sus objetivos. Toca el problema de la humanidad considerado por la comunidad científica como el número uno: el crecimiento de la población.
Hay investigaciones que llegan a proponer métodos para enfriar la Tierra por procedimientos extraterrestres de alto costo y complejidad, pero también se acompañan de diagnósticos que apuntan a causar otros daños al ambiente.
"La gran fiesta del siglo XX, con su extravagante despilfarro y sus juegos de guerra, se ha acabado. Ahora es el momento de limpiar y sacar la basura" (p. 221).
Científico de primer nivel, escribe sobre un tema complejo con un lenguaje claro y ameno, dirigido a todo público. Los libros que tratan temas como éste, generalmente están dirigidos a especialistas y hay que hacer llegar los resultados de la investigación científica a todos los niveles.
"También mostramos un desprecio tal hacia los grandes genios que levantaron los pilares de nuestra civilización que les damos el mismo espacio en nuestras librerías que a las extravagancias de la astrología, el creacionismo y la homeopatía" (p. 226).
Entre las obras publicadas en menos de 20 años sobre el llamado cambio global en el siglo XXI, Lovelock va a la vanguardia del pesimismo, tendencia cada vez más marcada, aunque hay opiniones moderadas e incluso en el sentido que no hay motivo para alarmarse.
El autor deja ver un aspecto de la ciencia moderna: el lector puede suponer que se trata de un físico, químico, biólogo, geólogo, astrónomo, ecólogo, geógrafo. Un tema como este no pertenece a una disciplina, sino al conjunto de las ciencias exactas, naturales y sociales, y naturalmente, es un problema eminentemente geográfico.

http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-46112007000300014


Año 2020
No escuchamos y:


Nos llega este MENSJAE el pasado 29 de mayo en una zona de cultivo de la localidad de Wilshire, Inglaterra en donde apareció este Agroglifo de manera casi instantánea y de 61 metros mostrando el Coronavirus del COVID 19

Frente a la extraña PANDEMIA varios pensadores reaccionan y nos dicen:

a.
La expansión despiadada del coronavirus es el último llamado de la naturaleza.
Abril de 2020
El último llamado de la naturaleza.
James Lovelock es el científico inglés quien junto con la bióloga Lynn Margulis, postularon y demostraron que el planeta Tierra es un organismo vivo, dotado de mecanismos de autocontrol que son tremendamente delicados y frágiles. A toda su demostración, que es científicamente impecable, se le llamó la teoría de Gaia, en honor a la diosa griega de la tierra.
Hace 14 años Lovelock publicó La venganza de Gaia (Penguin Books, 2006) en el cual sintetizó las reacciones del ecosistema global ante los impactos de las actividades humanas. Desde cada una de las cosmovisiones de los 7 mil pueblos originarios o indígenas del mundo, existe una visión similar: el castigo de la madre tierra surge porque los humanos no han escuchado su voz y han rebasado los límites marcados por ella.
Ya sea desde la ecología científica o desde la ecología sagrada, hoy existe un consenso cada vez más generalizado de que todo daño que se inflige a la naturaleza termina revirtiéndose y que la humanidad debe reconstituirse a partir de su reconciliación con el universo natural, es decir, con la vida misma.
La ecología política todavía va más allá. Postula que no es la especie humana la culpable de las iras de la naturaleza, sino un sistema social, una civilización, en la que una minoría de menos del 1% de la población explota por igual tanto el trabajo de la naturaleza como el trabajo de los seres humanos.
Esa clase depredadora y parásita sólo será desterrada mediante un cambio civilizatorio radical. Una transformación que puede ser, que debería ser, gradual y pacífica no súbita y violenta.
Hoy existe ya un conjunto de directrices que nos marcan los caminos de una profunda transformación civilizatoria (ver mi libro Los civilizionarios; y obras como las de Helena ­Norberg-Hodge, Local is Our Future, o de Edgardo Lander, Crisis civilizatoria).
Es en este contexto donde debe ubicarse la enorme crisis sanitaria provocada por el coronavirus. Las últimas pandemias han surgido en relación con los sistemas industriales de producción de carne (cerdo, pollo, huevos) como las gripes porcina y aviar, y a la destrucción de los hábitats de especies silvestres de animales portadores de virus y en íntima relación con un sistema alimentario que ofrece productos de baja calidad o perjudiciales por el uso masivo de agroquímicos.
La expansión despiadada del coronavirus es el último llamado de la naturaleza.
Antes ha habido otros más. En los últimos 25 años la madre naturaleza ha enviado numerosas señales. En 1997-98 los incendios forestales que arrasaron más de 9 millones de hectáreas de selvas y bosques de la Amazonia, Indonesia, Centroamérica, México y Canadá, resultado de uno de los climas más cálidos y secos. Luego en 2003 la canícula europea con temperaturas extremas en Francia, España, Portugal, Alemania, Inglaterra, etcétera, que dejó entre 20 mil y 30 mil muertes, un fenómeno que fue ocultado por los medios masivos de comunicación. Por esos mismos años una secuencia de poderosos huracanes, alcanzó su máximo con Katrina que en 2005 causó los mayores daños a las costas de Estados Unidos, calculados en 108 mil millones de dólares. En la década siguiente tuvo lugar la peor sequía registrada (2011-13) en la historia climática de Estados Unidos (15 estados) y el norte de México, que dejó millones de reses muertas y severos impactos sobre la agricultura. Finalmente, el año pasado de nuevo se concatenaron gigantescos incendios forestales en la Amazonia, Siberia, California y, especialmente, en Australia.
Los daños infligidos a los sistemas vivos, en todas sus escalas y dimensiones, son hoy la mayor amenaza a la especie humana, los cuales están íntimamente ligados a la desigualdad social y a la marginación.
Según Oxfam, unos 70 millones de seres humanos poseen una riqueza superior a la de 7 mil millones. El punto clave es entonces cómo cambiar el actual estado de cosas. Algunas transformaciones obligadas son: el paso de una economía de mercado a una economía social y solidaria, de grandes empresas y corporaciones a empresas familiares y cooperativas (fin de los monopolios), de gigantescos bancos a cajas colectivas de ahorro, de energía fósil a energías renovables, de sistemas agroalimentarios industriales a sistemas agroecológicos, de organizaciones centralistas y verticales a organizaciones descentralizadas y horizontales (redes), de una democracia representativa a una democracia participativa. Pero sobre todo construir desde lo local (comunidades, municipios, microrregiones) un poder ciudadano o social capaz de enfrentar y controlar las acciones suicidas del Estado y del capital. En suma, una (eco)política desde, con y para la vida.
https://enpositivo.com/2020/04/la-expansion-despiadada-del-coronavirus-es-el-ultimo-llamado-de-la-naturaleza-victor-m-toledo/


b.
El virus somos nosotros y la Tierra se asfixia
7 de abril de 2020
Un virus zoonótico (transmitido por animales salvajes a humanos) que ya conocíamos: el coronavirus SARS nació en China en 2002 y mató a casi 800 personas. Ahora, un pariente suyo, el Covid-19, ha parado el mundo. Un tercio de la humanidad se ha quedado en casa confinado. El Covid-19 tiene una carga vírica 1.000 veces superior al SARS y mata a más gente en un solo día en un solo país que en anterior coronavirus en toda su trayectoria. ¿No lo sabíamos? Estábamos perfectamente avisados, pero no cegó la esperanza, como ya lo ha hecho muchas veces en la historia de la humanidad. La Tierra tiene desde hace tiempo un Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS) y el virus que la está matando somos nosotros. Gaia, la diosa griega de la Tierra, de la que formamos parte simbiótica, se está defendiendo, se autorregula exhausta.
Los humanos formamos parte de un sistema complejo que implica la biosfera, atmósfera, océanos y tierras, constituyendo en su totalidad un sistema cibernético y retroalimentado, que busca un entorno físico y químico óptimo para la vida en el planeta, tal y como lo enunció James Lovelock en 1969, apoyado luego por otros destacados biólogos. Lo bautizó como Gaia El premio Nobel de Literatura William Holding. La hipótesis Gaia ha tenido notable éxito y declinaciones. Se han celebrado nada menos que cuatro conferencias internacionales sobre el tema, la primera en Massachusetts en 1985 y la última en 2006 en Virginia.
La vida sobre la Tierra comienza hace 3.800 millones de años. ¿Cómo pasamos de ser una roca dando vueltas en el espacio, sin atmósfera, como por ejemplo Marte, a ser un planeta con una explosión de vida, con 7.700 millones de habitantes en la actualidad de los llamados Sapiens, con una temperatura global en la superficie que ha permanecido básicamente estable a pesar de un incremento notable de la energía proporcionada por el Sol? La composición de nuestra atmósfera (78% de nitrógeno, 21% de oxígeno y solo el 0,3% de dióxido de carbono) permanece constante, a pesar de que debería ser inestable. Somos el misterioso resultado de la vida que habita el planeta, especialmente de la vida llamada inteligente, que interactúa dentro de Gaia. Por cierto, que el Homo Sapiens ya ha exterminado al 80% de las especies supuestamente no inteligentes que habitaban la Tierra con nosotros.
Y la explosión demográfica del Sapiens no es asunto menor. Cuando yo nací en 1946 habitaban el planeta menos de 2.000 millones de Sapiens. Ahora somos 7.700 millones, en el curso de mi vida casi se ha multiplicado por cuatro. En el 2050, casi a la vuelta de la esquina, seremos en torno a 10.000 millones. En la frontera Sur del Mediterráneo puede haber hacia finales de siglo unos 2.500 millones de africanos que tendrán buenas razones para aspirar a emigrar a la frontera Norte del pequeño mar que los romanos llamaban Mare Nostrum. La explosión migratoria aún no ha comenzado. Claro que las cifras y las proyecciones varían sensiblemente según distintas fuentes, pero la tendencia de fondo es inapelable. Les recomiendo un interesante libro sobre demografía que firma el expresidente de Francia Nicolás Sarkozy.
Por cierto, que Sarkozy nombra con frecuencia a Jared Diamond como su historiador y antropólogo favorito. Su último libro “Colapso” está de rabiosa actualidad, pero el libro que le lanzó a la fama fue “Armas, gérmenes y acero”. Recientemente ha publicado junto con el prestigioso virólogo Nathan Wolfe, fundador de Metabiota, una explicación sobre el origen de Covid-19 que nos tiene encerrados en casa que no debe gustar mucho a los chinos. Afirma que ésta no va a ser la última gran epidemia, mientras los animales salvajes sigan siendo utilizados en China como alimento y en la medicina tradicional.
Ya nos lo advirtió el célebre físico británico Stephen Hawking repetidamente: “el mayor peligro para la humanidad es que, tanto por accidente como por diseño, creemos un virus que nos destruya”.
Pero volvamos a Gaia. Ha tenido y tiene numerosos seguidores de prestigio, astrónomos, antropólogos, biólogos, filósofos, etc. Hay todo un caudal de declinaciones y derivadas. Una de las más famosas es Medea, formulada inicialmente por Peter Ward. Medea es el prototipo de hechicera y mujer autónoma y poderosa. En la obra clásica de Eurípides, regala una corona de oro al rey que ha decretado su destierro. Al ponerse la corona (coronavirus?) muere horriblemente. Medea mata a sus propios hijos y huye en el carro de Helios. Ward nos previene de la venganza de Medea.
Otra declinación bastante horrible es la teoría Olduvai. Viene a decir que la actual civilización industrial desaparecerá en no mucho más de 20 años. Ya Lovelock nos advertía: “sospechamos que existe un umbral, un deterioro de la temperatura o dióxido de carbono, más allá del cual no hay solución ni retorno”. Coincide con varios científicos estudiosos de la actual emergencia climática que nos vienen avisando de que puede ser ya demasiado tarde para parar o revertir el calentamiento global. Más bien deberíamos prepararnos para huir en el carro de Helios, que es exactamente lo que preparan los supermillonarios visionarios como Jeff Bezos o Elon Musk.
Es interesante anotar que en numerosas culturas indígenas coinciden básicamente en una idea que se repite con diferentes formulaciones: la mente del hombre configura su entorno, hay una retroalimentación más allá de lo puramente físico. Los aborígenes australianos hablan de que la canción del hombre crea el mundo. El indio yaqui Don Juan enseña a Castaneda a detener su monólogo interior para separarse de la realidad que percibe, que es solo una ilusión creada comunalmente. En la Constitución de Ecuador hay una reminiscencia de la cultura indígena en la que se obliga a proteger a la Pachamama, la Madre Tierra. Una famosa carta del jefe indio Seattle, hacia 1985, contesta la oferta del presidente de los EEUU de comprar sus tierras: “no podemos vender lo que no es de nadie. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros”. “Para el hombre blanco la tierra no es su hermano sino su enemigo. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como su fuesen cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí solo un desierto”.
Análisis e interpretaciones en orden disperso
Cuando aún estamos en confinamiento, no solo en España sino en numerosos países, la Red empieza a llenarse de interpretaciones y crónicas de autor en orden llamativamente disperso. Los tenemos para todos los gustos, lo que pone de manifiesto el desconcierto general que reina, la falta de perspectiva de fondo. Uno de los primeros, ¡cómo no! Ha sido el provocador esloveno Slavoj Zizek, sociólogo, psicoanalista y critico cultural, adorado por un cierto colectivo antisistema. Acaba de lanzar en inglés “Pandemic”, un ensayo de 120 páginas en el que plantea nada menos la posibilidad de que el Covid-19 ponga de actualidad a Lenin. El dilema según Zizek es la alternativa del diablo: o comunismo reinventado o la barbarie. Pero, ¿se puede reinventar el comunismo, que ha causado en muy variados experimentos mucho más sufrimiento y muertes que casi cualquier ensayo de la sufrida humanidad? El esloveno debe sentir nostalgia de la Yugoeslavia de Tito y afirma que no cree en la solidaridad y la cooperación, que esta crisis ha puesto de relieve el instinto de supervivencia de cada uno, nada más. Estamos perdidos. Por el contrario, Ai Weiwei, el artista más importante de China, proclama “el capitalismo ha llegado a su fin”. “Pandemia: virus y miedo” de Mónica Müller es más ecléctico y, al igual de otros, incide en la necesidad de replantear la globalización. “Civilizados hasta la muerte. El precio del progreso” de Christopher Ryan, nos emplaza a cambiar las estructuras multinacionales jerárquicas por redes progresistas de pares y colectivos organizados horizontalmente. En general, hay varias coincidencias en acudir a nuevas formas de socialdemocracia. Menos individualismo y más poder comunitario, un nuevo humanismo. El capitalismo financiero desatado está en el ADN del coronavirus. Hay que liberarse de la tiranía del mercado. La renta básica universal toma un nuevo protagonismo. Piden la redistribución de los ingresos, la reducción del tiempo de trabajo, la frugalidad, la inversión en energías sociales, educación y salud. Se puede percibir un gran deseo de solidaridad social, de igualdad. Veremos a ver en qué queda todo esto cuando el mundo eche a andar otra vez. Pero no, no todo seguirá igual. Mientras tanto, se están forrando aún más los gigantes Google, Facebook, Alibaba, Amazon. Desde el punto de vista de la tecnología vamos a ver muchas cosas, algunas apasionantes. Una certeza: se va a disparar la inteligencia algorítmica, el análisis de datos con Inteligencia Artificial avanzada. Hagan cuentas.
El papel de los medios de comunicación
Lo ha dicho el millonario en ejemplares Yuval Noah Harari: “la mejor defensa contra los patógenos es la información”. Es difícil no estar de acuerdo, pero hay una restallante paradoja en marcha: cuando más se los necesita, lo medios están al borde del abismo, la publicidad ha huido en desbandada, en papel o digital, en todos los mercados avanzados y amenaza con extenderse por el mundo. La excepción son los medios globales de alta calidad, los “Financial Times”, los “New York Times”, “Washington Post”, “Wall Street Journal”, “The Economist”, etc. Todos en inglés. Todos caros de producir. Todos con ingresos sustanciales de suscripciones digitales.
Y hay más problemas: los medios locales sufren en primera línea. Los medios en papel diarios dejan de ser diarios, dos ediciones a la semana como mucho. O te digitalizas a toda marcha o mueres.
Nunca ha habido en el mundo tanta ansia de buena información, tanta audiencia insatisfecha Y no solo de hechos y números. La gente quiere explicaciones, contextos, perspectivas, futuro. ¿Cómo será el mundo cuando salgamos de nuevo a la calle?
“Suscríbete a los hechos”, dice el eslogan de un gran periódico en español. No basta con los hechos. No basta con una legión de columnistas, tertulianos y comentaristas. El mundo ahora es otro. El papel puede tener un papel de lujo, si acierta en proporcionar la perspectiva de fondo. El mundo va a pagar, incluso muy bien, por la muy buena información. Ahora es un bien precioso, estratégico, la gente quiere inteligencia clara y práctica. No solo un millar de “expertos” opinando. Hay que identificar colectivos, escucharlos y servirlos de muchas maneras. Y el comercio electrónico tiene que jugar un papel crucial. Y hay que reinventar la publicidad. No le digas a la gente lo que tiene que pensar, no les insultes, no alimentes la burbuja autocomplaciente. No tienes la verdad, porque la verdad es más que nunca poliédrica.
Y por supuesto que los medios necesitan ayudas del Estado, son solo migajas de inversión para encontrar el oro de la información de calidad que la sociedad precisa tanto como ahora respiradores. Oxigeno, por favor. Brújulas para navegar en la tormenta.
https://www.media-tics.com/noticia/9273/futuro/el-virus-somos-nosotros-y-la-tierra-se-asfixia.html


c.
¿Y si la Covid-19 fuese un arma defensiva del planeta contra los ‘ataques’ humanos?
29 de mayo de 2020
En los años 60 del siglo pasado James Lovelock desarrolló la ‘hipótesis Gaia’, una visión del mundo que, antropológicamente, no es ni mucho menos nueva. Desde los nativos australianos al propio padre de Lovelock, un granjero inglés, sospechaban de su existencia, aunque no llegaron a plasmarlo por escrito ni a aportar tantas evidencias. Según esta ‘hipótesis Gaia’, la historia de la vida se fue fraguando, a través de ‘Eones’ de existencia, con la creación de una inmensa red de agentes de todas las especies, formas y tamaños: cada uno con una función específica.
Y el trabajo de todos ellos, perfectamente coordinados, es lo que ha podido mantener la Tierra a una temperatura adecuada y con una concentración de gases y sales crucial para que la vida que conocemos siga prosperando.
La Tierra funciona como un ente vivo en todo su conjunto.
Pero en el libro donde se publicó esta hipótesis (Gaia, una nueva visión de la vida sobre la Tierra), Lovelock también dedicó unos párrafos a un posible fin de la existencia: un voraz apocalipsis biológico.            Un ejemplo para entendernos
El libro narra la aparición de una bacteria captadora de fosfatos. Un nutriente necesario para todos los seres vivos pero que, debido a su relativa escasez, suele actuar como agente limitante del crecimiento en los organismos.
Tras su descubrimiento y posterior utilización humana, el mundo cambió.
La bacteria en cuestión podría favorecer el rendimiento de ciertos cultivos como, en este ejemplo, el arroz. Pero al realizar las pruebas de campo ocurrió algo inesperado. La bacteria, en lugar de colonizar las raíces del arroz, hizo una simbiosis con un alga presente en la misma agua.
Este microorganismo acuático, cuyo mayor crecimiento era impedido por su incapacidad para capturar fosfatos, pudo así proliferar con una velocidad de crecimiento excepcional incluso para el mundo microbiano. Cada organismo poseía lo que al otro limitaba, enlazando sus células en una simbiosis perfecta. Simbiosis que, paulatinamente y sin ningún depredador tan feroz como para evitarlo, logró colonizar la práctica totalidad de superficie marina y oceánica de la Tierra.
De esta manera, la vida en el planeta sufrió una herida mortal.
La conjunción de bacteria y alga, al crecer tan desmesuradamente, ‘consumía’ enormes cantidades de nutrientes. Y las demás especies, impotentes ante el manto verde que avanzaba, perecían y se pudrían.
Un desequilibrio tan enorme, donde millones de seres vivos marinos y oceánicos desaparecen, sólo podía tener consecuencias fatales:
• Por una parte, es muy posible que el alga, con su exacerbado crecimiento, absorbería grandes dosis de CO2 atmosférico, provocando una intensa glaciación que haría de la Tierra un planeta tan inhóspito como Marte.
• Por otra parte, puede que la putrefacción de todos los organismos, incluyendo al funesto ‘simbionte’, expulsara ingentes cantidades de compuestos sulfurosos, metano y CO2, haciendo de la Tierra un planeta ácido y de extremas temperaturas, como es Venus.
Ninguno de los dos escenarios podría revertirse: la vida, que durante más de 4.000 millones de años se encargó de mantener la Tierra con sus características únicas, ya no tendría suficiente poder para volver a hacerlo.
Una capacidad de destrucción demasiado parecida a la nuestra
El ‘final’ no lo provocó un organismo patógeno, ni para humanos ni para ningún tipo de vida en especial. Tampoco fue algo que acabó con la vida de manera directa, destruyéndola. Simplemente era algo que crecía más rápido, creando consecuentemente una atmósfera y unos océanos incompatibles con la vida.
¿Les suena?
Seguro que sí. Porque los humanos, tan parte de esa vida como cualquier otro ser terrestre, pareciera que estamos amenazando todo de una forma similar: aunque sin tanta avidez como el organismo del ejemplo, también acabamos con los puntos clave de Gaia, aquéllos que hacen que todo el sistema sea capaz de regularse, cegados por las ansias de un perpetuo crecimiento y un falso mayor bienestar.
No olvidemos que la característica principal que define como vivo al planeta en su conjunto es que cuando hay un desequilibrio, como puede ser una explosión volcánica gigante, Gaia lo detecta y, apoyándose en agentes específicos logra restaurar las condiciones originales.
Y los humanos, sin ninguna duda, suponemos uno de esos desequilibrios frente a los que Gaia suele reaccionar. Pero como muestra el ejemplo dado por Lovelock, su sistema también podría romperse.
De continuar sin control, como hasta ahora, no sabemos qué pasará con la Tierra. Demasiadas variables, demasiadas incógnitas. Pero podemos dar por seguro que nuestra civilización sufrirá, cuanto menos, cambios drásticos.
¿Y si la tierra fuese ‘un cuerpo’ como el humano?
En un intento por comprender mejor la posible situación planteamos una metáfora a menor escala y muy cercana: nuestro propio organismo.
El cuerpo humano, si nos ponemos técnicos, no es un único individuo. Está compuesto de miles de millones de células interdependientes, donde cada una tiene una función, y para ella está especializada.
Neuronas, células cardiacas, las células presentes en el cartílago de la oreja… todas vienen de una única célula resultante de la unión del núcleo de un espermatozoide con un óvulo.
A pesar de ser cada una un ente individual, no pueden vivir sin mantener el equilibrio, la homeostasis, y es por ello que tienen gran cantidad de sistemas de regulación, a fin de evitar la ruptura de esta estabilidad.
Poseemos un buen sistema inmunitario que nos defiende de agentes externos. Utilizamos hormonas y neurotransmisores para comunicar las diferentes partes del cuerpo a fin de que éste sepa qué hacer en cada momento. Y, por supuesto, se vigilan las células que nos conforman para que ninguna se salga de la norma.
Pero no somos perfectos, tampoco bioquímicamente.
Puede aparecer una célula que, por azar o incitada a ello, empiece a dividirse de una manera anormalmente rápida.
Algún gen encargado de su división, como el RAS, ha mutado o se ha descontrolado, iniciando un frenesí reproductivo donde esta nueva estirpe celular se cree independiente y no acata las normas del organismo.
El cuerpo, acostumbrado a lidiar con este tipo de eventos, responde a esas células rebeldes atacándolas. Porque es capaz de reconocer las células tumorales de una forma muy similar a como reconocería un agente infeccioso.
Se inicia así la batalla frente a la amenaza.
Sin embargo y por desgracia, en gran cantidad de ocasiones el sistema normal no puede con ellas. Las células tumorales ‘consiguen’ reproducirse tan rápido que el sistema satura y no puede hacerles frente.
El tumor, al crecer, necesitará de unos nutrientes que le permitan seguir expandiéndose. Ya no le es suficiente la sangre que le llega de los vasos sanguíneos del cuerpo que habita, necesita crear sus propios vasos, capaces de distribuir la sangre que le roba al organismo.
Así continúan creciendo, pudiendo llegar a obstruir conductos o aplastar órganos, además de quitarle cada vez más nutrientes al cuerpo.
También provocan la pérdida de funcionalidad de los tejidos donde se asientan: el pulmón pierde capacidad para extenderse y hacer el intercambio gaseoso, o el riñón deja de filtrar correctamente, aumentando metabolitos en sangre por encima de niveles permisivos con la vida. Además, están presentes los posibles múltiples efectos derivados de un desajuste en las hormonas.
El cáncer, si no se para, acabará con ‘el mundo’ que a él mismo da sustento.
No parece una actuación muy lógica, pero ese grupo de células descontroladas no atiende a razones: su única misión es reproducirse a toda costa, sin pensar en las consecuencias.
¿Somos un cáncer para la tierra?
Todo lo que acabamos de leer es muy real en nuestra relación con la Tierra: dependemos completamente de los ciclos que en ella ocurren y, sin embargo, continuamos devastando sin pensar en las consecuencias.
No cejamos en el empeño de ser más grandes a costa de no tener futuro.
Es, a escala global, pan para hoy y hambre para mañana.
Los tumores pueden manifestarse de una gran variedad de formas. Sus efectos pueden llegar a verse en tan solo semanas, pero también pueden durar años. Según dónde y cómo se haya iniciado, la cuenta atrás puede ser fatalmente veloz.
Los lunares, por ejemplo, son considerados tumores y su daño es prácticamente nulo. Un tumor benigno en la cara a priori tampoco comprometería la vida, como mucho limitaría la capacidad reproductiva del individuo si afea en exceso.
Pero un tumor benigno en la garganta puede causar dolor y obstrucción por lo que, si no se retira, podría incluso provocar la muerte por inanición.
Con tan sólo moverse unos centímetros puede cambiar por completo nuestro destino. ¿Pasaría algo parecido con la Humanidad?
Las consecuencias de ciertos tumores pueden ser muy complicadas. Las relaciones en el mundo natural lo son aún más. Y nuestro método analítico de abordarlo, separando disciplinas que están muy ligadas, no lo hace más sencillo.
El entramado tan característico de Gaia permite cosas tan fascinantes como que ciertas algas de litorales fríos sean determinantes en los niveles de fósforo que llegan a África central. De manera similar, pero mucho más compleja, a como un adenoma en la hipófisis puede generar un exceso de producción hormonal en las glándulas suprarrenales del riñón que acaben haciendo que la persona tenga depresión.
Sin embargo, mientras del cuerpo humano tenemos un conocimiento relativamente amplio, del mundo natural, en comparación, no sabemos prácticamente nada.
Las consecuencias de eliminar un riñón o el corazón las entendemos sobradamente. Pero no sabemos con certeza qué pasará si continuamos devastando tan descontroladamente selvas, sabanas o litorales. En otras palabras, los tejidos de Gaia.
Sea como fuere, ninguna predicción indica cosas buenas.
El futuro que nos está reservado tal vez no sea más que Gaia volviendo a equilibrarse, controlando a aquel agente que ahora mismo le provoca el malestar.
El expolio de los bancos de pesca y la desertificación de zonas agrícolas demasiado estresadas limitará en cierta manera la población humana, al reducir el alimento.
¿Está Gaia aquí presente o es simple causa-efecto?
Probablemente ambas premisas sean correctas. Tenemos que entender que Gaia, de existir, no es un ser consciente, de igual forma que no son conscientes todos los mecanismos que mantienen la homeostasis de un animal vivo.
Gaia actúa según la evolución conjunta de todos los seres ha determinado que actúe. Probablemente a causa de ensayos y errores que se remontan hasta la primera célula viva.
La previsible falta de alimentos puede ser, simplemente, el intento más obvio de controlarnos. No podemos más que especular con su existencia, pero sabemos sobradamente que nuestros actos tendrán (y están teniendo) consecuencias planetarias. Consecuencias que afectarán, sin duda alguna, a los seres humanos.
Si seguimos consumiendo combustibles fósiles, el planeta se irá calentando y los océanos, acidificando.
Si seguimos con patrones de agricultura y ganadería tan intensiva, los campos perderán su fuerza.
Si seguimos humanizando hábitats que nos son ajenos, seguirán apareciendo nuevos virus mortales.
Gaia es una hipótesis y siempre lo será. Su existencia es extremadamente difícil de probar. No podemos hacer más que imaginarla.
Pero no es necesario que exista para darnos cuenta de la importancia de nuestro sistema. Al fin y al cabo, es ampliamente sabido que los organismos que vivimos en la Tierra somos actores principales en los ciclos de los elementos.
No sería de extrañar, entonces, que la propia evolución haya conducido a mecanismos para eliminar los ‘disruptores’.
Nuestra civilización deberá andarse con ojo. Pretender dominar un planeta entero con más de 4.000 millones de años de vida a sus espaldas tendrá sus consecuencias.
Si nuestra especie quiere seguir viva deberá dejar de comportarse como un cáncer ya que, de seguir así, sólo habría dos salidas posibles:
– La primera, que logremos dominar la Tierra y, por tanto, abocarla a su terrible muerte (y a nosotros con ella).
– La segunda es que la Tierra, para defenderse de nosotros, ponga coto, o incluso fin, a nuestra historia como especie.
Si dejamos de exigir tanto al planeta y empezamos a entender que hay zonas clave que no pueden obstaculizarse, muy probablemente nos salvaremos.
¿Servirá este coronavirus de alerta?
https://www.buscandorespuestas.com/salud/covid-19-arma-defensiva-planeta-contra-humanos/


d.
Coronavirus, Gaia y la humanidad
3 de junio de 2020
En la hipótesis Gaia, propuesta por James Lovelock en 1969, nuestro planeta (Gaia, en honor a la diosa griega que da nombre a la Tierra), se comporta como un superorganismo, un sistema altamente organizado, donde la vida, el componente diferenciador que lo distingue dentro del sistema solar, se autorregula mediante condiciones como la temperatura, la salinidad de los océanos, la composición de la atmósfera o los propios organismos que forman la Biosfera. En el superorganismo de Gaia hay sistemas que permiten esa autorregulación, que permiten mantener las condiciones para la vida en unos márgenes muy constantes, en una especie de homeostasis, parecida a los sistemas que nos permiten mantener reguladas las condiciones de la vida a cada ser vivo, incluido nosotros mismos.
La hipótesis Gaia lo que propone es que dadas unas condiciones iniciales que hicieron posible el inicio de la vida en el planeta, ha sido la propia vida la que las ha ido modificando, y que por lo tanto, las condiciones actuales son el resultado y la consecuencia de la vida que lo habita. Así, la vida se adapta a las nuevas condiciones que ella misma determina. Entre los sistemas que han permitido la adaptación de la vida, la composición de gases de la atmósfera y el efecto invernadero han sido fundamentales para su aparición y posterior evolución.
Una de las características que ha permitido a los organismos vivos y, sobre todo, a los animales, incluidos nosotros mismos, sobrevivir a la agresión de otros organismos, es el desarrollo de sistemas de defensa que impiden a esos agresores entrar o desarrollarse en el interior de su cuerpo. Constituyen lo que se denomina defensas inmunológicas. Mientras que esas defensas funcionan eficazmente, los organismos permanecen sanos, y cuando esas defensas son insuficientes, sobreviene la enfermedad. Es un sistema formado por diferentes tipos de células interrelacionadas por mecanismos físicos y químicos. Y cuenta, además, con un sistema hecho a la medida de cada patógeno invasor: los linfocitos. Algunos reconocen al germen y dan la señal de alerta a los llamados linfocitos B, que fabrican un tipo de proteína específica para ese germen en concreto: los llamados anticuerpos. No solamente son muy eficaces en la defensa del cuerpo, sino que también tienen memoria. Y en eso se basa la inmunidad, es decir, la capacidad de evitar futuras infecciones del mismo microorganismo, sin necesidad de volver a enfermar, y también el desarrollo de las vacunas.
Pero, a veces, este sistema de defensa no funciona correctamente y produce una respuesta excesiva a agentes o moléculas que no nos causan ningún daño. Se desencadenan así las molestias alergias, que pueden llegar a ser muy graves en ocasiones, e incluso mortales.
Uno de los tipos de agentes patógenos que se ha ido desarrollando en paralelo a la evolución de los seres vivos son los virus. Aunque no se consideran organismos vivos, son capaces de infectar a animales, plantas o incluso bacterias, a los que pueden causar graves daños e incluso la muerte. El mecanismo de infección de los virus viene definido por su capacidad de entrar en el material genético de las células del hospedador, provocándole cambios en su funcionamiento, para que se dediquen a hacer muchas copias del virus y, después liberarlas, matando a la célula infectada. Cada copia vuelve a hacer lo mismo en otras células y de este modo, la infección avanza por diferentes tejidos y órganos del cuerpo, causando daños mayores, que enferman o incluso matan al individuo al que han infectado.
Aún no sabemos cómo actúan cada uno de los virus que afectan a los seres humanos y para algunos, no se han descubierto los fármacos que los eliminan o la vacuna que impide su desarrollo. El SIDA, que empezó a manifestarse hace casi cuarenta años, está causado por el V.I.H., para el cual existe un tratamiento que evita el desarrollo de la enfermedad, aunque aún no se ha podido desarrollar una vacuna eficaz. Y los coronavirus son muy numerosos y variados. Algunos son los causantes del resfriado común, otros son el origen del síndrome respiratorio agudo (SARS), y el más reciente, el llamado covid-19 está causando la mayor pandemia desde hace más de un siglo.
De alguna manera, los virus han actuado a lo largo de la evolución para frenar el crecimiento exponencial de algunas poblaciones, que podían llegar a poner en peligro el equilibrio de los ecosistemas. De esa forma, los virus y sus huéspedes han evolucionado conjuntamente, permitiendo que se desarrollen los sistemas de defensa de muchos animales a determinados virus, que causan trastornos ocasionalmente, pero sin matarlos. Es el caso del resfriado humano o algunos tipos de herpes, que se multiplican cuando, por alguna razón, el organismo está debilitado en sus defensas.
Sin embargo, una especie que apareció recientemente en nuestro planeta, ha modificado el delicado equilibrio de Gaia. La nuestra. Llevamos poco más de cien mil años, en un planeta de más de 4.000 millones de años y en el que la vida se ha desarrollado prácticamente desde el principio. Inicialmente, la humanidad era una especie más, en equilibrio con su medio. Era depredador y era presa. Pero su evolución le había permitido alcanzar un cerebro mucho más desarrollado que el del resto de los animales que en los últimos 20.000 años le permitió potenciar toda una serie de habilidades, las cuales le permitieron controlar algunos procesos del sistema ecológico de Gaia: la domesticación de diversas especies de animales y plantas, primero, y la alteración de su evolución para dar lugar a variedades y razas que no se habrían producido de forma natural. Y esas habilidades le permitieron a los humanos, al mismo tiempo, aumentar sus poblaciones y, mediante el intercambio de conocimientos, lograr nuevos avances socioculturales, biológicos y evolutivos.
Con el descubrimiento de las vacunas y los antibióticos, unido a una mejora de la alimentación y salubridad pública, las poblaciones humanas empezaron a crecer cada vez más deprisa, generando un crecimiento exponencial, de forma similar a cómo crecen las bacterias, cuando tienen suficiente alimento, o los virus, cuando infectan a un organismo. Pero, de la misma forma que los patógenos se multiplican en el hospedador y desarrollan en él los mecanismos de defensa inmunológica, los seres humanos hemos provocado la enfermedad en nuestro planeta, en forma de contaminación, alteración de los ecosistemas (los distintos órganos de Gaia), subida de las temperaturas (la fiebre de Gaia) o la destrucción de los tejidos que sustentan la vida. Y el planeta ha empezado a generar sus respuestas a la infección. Por un lado, los fenómenos climáticos que resultan de la fiebre de Gaia, son como los procesos inflamatorios que desencadenan en el cuerpo humano una infección. Por otro, la alteración de los ecosistemas y el desplazamiento de muchas especies fuera de su hábitat han provocado que los parásitos con los que han convivido durante los millones de años de evolución, hayan pasado las barreras naturales a otros hospedadores. Y el absurdo mecanismo humano de introducir especies de un ecosistema, en el hábitat humano de las casas, a través del comercio de mascotas, la alimentación con especies salvajes sin controles adecuados de su viabilidad, o la cría en cautividad con diferentes objetivos, está contribuyendo a que algunos de sus patógenos hayan encontrado nuevos hospedadores en los seres humanos, sin tiempo para que los sistemas inmunitarios respondan con la necesaria eficacia. Ha pasado con la gripe aviar, con el ébola y, probablemente, con el covid-19. Es el mecanismo de defensa de Gaia contra el patógeno que la amenaza y la está enfermando: nosotros mismos.
Como ha publicado recientemente el biólogo e investigador del CSIC, Fernando Valladares (https://www.valladares.info/), teníamos la mejor vacuna para el covid-19 y para las demás infecciones que, probablemente, nos van a sobrevenir con más frecuencia cada vez. Esa vacuna genérica, sostenible, barata y de fácil acceso, era un medio ambiente en buen estado. Pero no se han escuchado, durante los últimos treinta o cuarenta años las voces de los científicos que alertaban sobre la degradación del planeta. Ahora se han puesto en marcha drásticas medidas que intentan poner freno a la pandemia, y al mismo tiempo, vemos cómo la naturaleza, lejos de la agresión humana, se recupera a un ritmo que creíamos imposible. Gaia parece curarse de las heridas.
Por otra parte, cuando se habla de la vuelta a la normalidad, debemos preguntarnos qué tipo de normalidad es la que nos va a permitir vivir en armonía con nuestro planeta, con Gaia. Pasan los días y a medida que la crisis sanitaria va siendo superada, los medios de comunicación repiten el mantra del retorno “a la nueva normalidad”. Curioso concepto. En primer lugar, porque se integra a partir de dos términos evidentemente contradictorios. Algo nuevo, no puede ser normal. La nueva situación, en todo caso, tenderá a un estatus de normalidad a medida que vaya transcurriendo el tiempo; es decir, a medida que deje de ser un término que podamos no identificar como nuevo.
La crisis sanitaria y la consecuente crisis económica ya están poniendo en jaque el denominado “estado de bienestar”. Y más allá de esto, la proyección exitosa de las propias democracias occidentales, que, si bien pueden tener y de hecho tienen múltiples fallos en lo relativo a la garantía de la justicia social, resultan ser el mal menor ante la amenaza constante que supone la globalización capitalista y ultraliberal, actualmente dominante en el control y acaparación de la riqueza, de los recursos naturales y en definitiva de las posibilidades de supervivencia de nuestra especie y del resto de las especies que nos acompañan.
Considerando lo anterior, cabría preguntarse cuáles son las causas que nos han traído hasta la encrucijada en la que nos encontramos: ¿Qué valor le veníamos concediendo a las evidencias obtenidas a través del conocimiento científico?. ¿Quiénes sino los servicios públicos de todo tipo son los que nos están ayudando a superar la situación?. ¿En qué nos ha beneficiado, o más bien a quiénes ha beneficiado, la creciente privatización de los mismos?. ¿Qué ha supuesto – a partir de la caída en la crisis financiera de la última década – la precarización en las inversiones a favor de la Ciencia, la formación académica, la sanidad pública, de las condiciones mínimas de supervivencia de las clases más desfavorecidas?.
Si partimos de la base -quizá un tanto ingenua pero al menos esperanzada- de que todo por lo que estamos pasando nos haya servido para aprender de nuestros propios errores, nos preguntamos: ¿de verdad estamos en condiciones de regresar a lo que hasta hace sólo unos meses llamábamos “normalidad”?. ¿Acaso no nos damos cuenta de que era precisamente esa “normalidad” la que nos ha traído hasta donde estamos?.
Más allá de las cuestiones éticas o de mero sentido común, partiendo la conceptualización propia de la Teoría General de Sistemas (Bertalanffy, 1950; Varela y Maturana, 1973), el planeta Tierra es un sistema real, natural y abierto, integrado por múltiples elementos (biodiversidad, elementos inorgánicos, flujos de materia y energía, intercambio de información a múltiples niveles, subsistemas económicos y sociales, relaciones entre dichos elementos etc.) que interaccionan entre sí configurando a cada instante un estado de equilibrio cambiante en el tiempo.
Por una parte, la propia Teoría General de Sistemas, viene a determinar que es imposible retornar a un equilibrio idéntico al del instante anterior a un tiempo concreto después de atravesar cualquier tipo de perturbación. Es decir, una vez superada la perturbación, el sistema volverá a estar en un equilibrio (continuamente cambiante eso sí), pero el sistema nunca volverá a ser el mismo. Esto es, a partir de la crisis de la COVID-19, no cabe posibilidad alguna de volver al estadío previo. Esta gran perturbación supondrá, ya está suponiendo, un antes y un después, un cambio de paradigma para la organización de las sociedades humanas, de su economía y de su relación con el medio ambiente.
De manera que se hace imprescindible plantearse un “reseteo” del sistema partiendo de unas premisas que, ante situaciones similares o aún más graves (nuevas pandemias, crisis condicionadas por el cambio climático, agotamiento de recursos naturales no renovables, extinción masiva de especies y la consecuente pérdida de biodiversidad), nos permitan afrontar el futuro con unas mínimas garantías de éxito, es decir, de supervivencia.
Esto es, vistos los posibles factores de amenaza que condicionarán las crisis que se encuentran a la vuelta de la esquina, una sociedad democrática, solidaria y responsable, debe plantearse que la supervivencia de nuestra especie y la del resto de especies que nos acompañan, la salida a ésta y a cualesquiera otras posibles y muy probables crisis, deberá ser una salida “verde”, o simplemente no será.
En un primer escenario, el de la situación asociada al coronavirus, y especialmente en las grandes ciudades, parece evidente que vamos a necesitar mayores espacios para garantizar la distancia sanitaria de seguridad. ¿Acaso es esto posible en una ciudad ideada para la circulación de todo tipo de vehículos a motor?. ¿No sería más conveniente incrementar la peatonalización del espacio en los núcleos centrales de las grandes ciudades?.
Además, si utilizar el transporte público evidentemente supone la asunción de ciertos riesgos sanitarios y por otra parte utilizar masivamente el vehículo privado no hará más que incrementar el número de muertes a consecuencia de la polución (hecho demostrado y admitido a todos los niveles, incluida la tan traída y llevada OMS), ¿no sería más conveniente potenciar de forma masiva el empleo de medios de transporte no contaminantes como la bicicleta, como ya sucede en numerosas ciudades europeas?.
En cuanto al abastecimiento de todo tipo de bienes y servicios, entendemos que especialmente para ciertos artículos de primera necesidad no podemos estar dependiendo de las importaciones desde el otro lado del mundo, que no son operativas en situaciones críticas, suponen altos costes de transporte y llevan aparejadas ingentes emisiones de gases de efecto invernadero. Como tampoco podemos esperar a salir de la crisis queriendo funcionar como un país simplemente dedicado a los servicios, al ya rancio “sol y playa” para todos; sin reorganizar nuestros sectores agrícola e industrial. Además, no podemos estar dependiendo de la obtención de energía “cara” (por importada) y “sucia” (por proceder de combustibles fósiles), con sus nefastos efectos sobre el calentamiento global. Sobre todo si se considera que vivimos en el país europeo con mayor acceso potencial a la energía solar y eólica a pequeña escala, en nuestras propias casas.
El autoabastecimiento energético o de productos alimenticios, en el marco de una desintensificación del modelo agropecuario y en aras de la producción sostenible, de ciclo corto, con menos intermediarios y mejores precios para los productores, será una herramienta fundamental de la salida en verde.
Y algo similar podemos decir para el sector industrial. En conciencia, no podemos seguir planteándonos el abastecimiento de bienes y servicios produciendo miseria en países en vías de desarrollo, al tiempo que dejamos hundirse nuestro sector industrial y ensuciamos y recalentamos el planeta por las emisiones asociadas a la producción “petróleo – dependiente” o al transporte de mercancías. Habrá quien piense que los costes de producción en países lejanos de empresas españolas deslocalizadas (o en empresas extranjeras, que tanto da) justifican esta situación si no queremos pagar precios desorbitados. A este razonamiento, quienes conservamos algo de conciencia para con el bienestar de nuestros congéneres, confrontamos la urgente necesidad de mostrarnos intolerantes ante la pertinaz existencia de los paraísos fiscales. Tal vez si quienes producen bajo el palio de la evasión de sus impuestos en este tipo de chiringuitos vieran algo limitada su codicia y pagaran sus impuestos en el país del que dicen sentirse tan patriotas, el estado no andaría con una mano atrás y otra delante, endeudándose hasta límites insospechados hasta hace apenas cuarenta años y dejando a los que vengan detrás una factura que difícilmente podrán pagar al tiempo que sobrellevan una vida mínimamente digna. Sin menoscabo de que parte de estos impuestos pudieran servir para mejorar las inversiones en Ciencia, educación, sanidad, I+D+i, el propio sector industrial patrio o en suplir algunos costes de producción que pudieran servir de cara a la consecución de unos salarios más dignos o de una renta mínima garantizada para los más desfavorecidos.
Por último, no debemos olvidar que la “antigua normalidad”, ha producido hasta el momento una pérdida de biodiversidad sin precedentes. Ha conducido a nuestro planeta a los inicios de lo que muchos expertos  ya denominan la “sexta extinción masiva”. Con la pérdida de biodiversidad, con la simplificación de nuestros ecosistemas, no sólo estamos cayendo en la inmundicia moral de ir esquilmando poco a poco algo tan raro a escala universal como es la presencia de vida, sino que, ya desde el punto de vista de la conservación de nuestra propia especie, constituye un error de dimensiones difícilmente descriptibles. El 100 % de los elementos que utilizamos en la actualidad para combatir con nuestra farmacopea no sólo la COVID-19, sino la inmensa mayoría de las enfermedades que afectan a la humanidad, se obtiene a partir de infinidad de recursos naturales que se encuentran en nuestros ecosistemas. La devastación de la vida mediante procesos tan complejos y de potente inercia como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la desaparición de los ecosistemas más amenazados, no son más que diferentes maneras de tirar piedras, cada vez más pesadas, contra nuestro propio tejado.
Así las cosas, la elección es clara: si queremos seguir enfermando a Gaia y sufrir nuevamente sus mecanismos de respuesta, ya conocemos el camino. Pero si entendemos que no merece la pena seguir el camino del derroche, la destrucción, la ocupación de los ecosistemas, habrá que modificar nuestra forma de vida y, en definitiva, nuestra forma de relacionarnos con los demás componentes de Gaia. Es una elección a vida o muerte. La salida a la crisis de la COVID-19, y de cualquiera de las otras crisis que nos amenazan y de las que la inmensa mayoría de los científicos (los mismos que esperamos que con el desarrollo de una nueva vacuna nos salven la vida), nos vienen advirtiendo desde hace años, será “verde”, en la perspectiva de la “ecología social” o simple y llanamente, no será.
https://www.ecologistasenaccion.org/144813/coronavirus-gaia-y-la-humanidad/

e.
Coronavirus: ¿reacción y represalia de Gaia?
17 de junio de 2020
Todo está relacionado con todo: es hoy un dato de la conciencia colectiva de los que cultivan una ecología integral, como Brian Swimme y tantos otros científicos y el Papa Francisco en su encíclica “Sobre el cuidado de la Casa Común”. Todos los seres del universo y de la Tierra, también nosotros, los seres humanos, estamos envueltos en intrincadas redes de relaciones en todas las direcciones, de suerte que no existe nada fuera de la relación. Esta es también la tesis básica de la física cuántica de Werner Heisenberg y de Niels Bohr.
Eso lo sabían los pueblos originarios, como lo expresan las sabias palabras del cacique Seattle en 1856: “De una cosa estamos seguros: la Tierra no pertenece al hombre. Es el hombre quien pertenece a la Tierra. Todas las cosas están interligadas como la sangre que une a una familia; todo está relacionado entre sí. Lo que hiere a la Tierra hiere también a los hijos e hijas de la Tierra. No fue el hombre quien tejió la trama de la vida: él es meramente un hilo de la misma. Todo lo que haga a la trama, se lo hará a sí mismo”. Es decir, hay una íntima conexión entre la Tierra y el ser humano. Si agredimos a la Tierra, nos agredimos también a nosotros mismos y viceversa.
Es la misma percepción que tuvieron los astronautas desde sus naves espaciales y desde la Luna: Tierra y humanidad son una misma y única entidad. Bien lo declaró Isaac Asimov en 1982 cuando, a petición del New York Times, hizo un balance de los 25 años de la era espacial: “El legado es la constatación de que, en la perspectiva de las naves espaciales, la Tierra y la humanidad forman una única entidad (New York Times, 9 de octubre de 1982)”. Nosotros somos Tierra. Hombre viene de húmus, tierra fértil, el Adán bíblico significa hijo e hija de la Tierra fecunda. Después de esta constatación, nunca más ha apartado de nuestra conciencia que el destino de la Tierra y el de la humanidad están indisociablemente unidos.
Desafortunadamente ocurre aquello que el Papa lamenta en su encíclica ecológica: “nunca hemos maltratado y herido tanto a nuestra Casa Común como en los dos últimos siglos” (nº 53). La voracidad del modo de acumulación de la riqueza es tan devastadora que hemos inaugurado, dicen algunos científicos, una nueva era geológica: la del antropoceno. Es decir, quien amenaza la vida y acelera la sexta extinción masiva, dentro de la cual estamos ya, es el mismo ser humano. La agresión es tan violenta que más de mil especies de seres vivos desaparecen cada año, dando paso a algo peor que el antropoceno, el necroceno: la era de la producción en masa de la muerte. Como la Tierra y la humanidad están interconectadas, la muerte se produce masivamente no solo en la naturaleza sino también en la humanidad misma. Millones de personas mueren de hambre, de sed, víctimas de la guerra o de la violencia social en todas partes del mundo. E insensibles, no hacemos nada.
No sin razón James Lovelock, el formulador de la teoría de la Tierra como un superorganismo vivo que se autorregula, Gaia, escribió un libro titulado La venganza de Gaia (Planeta 2006).
Calculo que las enfermedades actuales como el dengue, el chikungunya, el virus zica, el sars, el ébola, el sarampión, el coronavirus actual y la degradación generalizada en las relaciones humanas, marcadas por una profunda desigualdad/injusticia social y la falta de una solidaridad mínima, son una represalia de Gaia por las ofensas que le infligimos continuamente. No diría como J. Lovelock que es “la venganza de Gaia”, ya que ella, como Gran Madre que es, no se venga, sino que nos da graves señales de que está enferma (tifones, derretimiento de casquetes polares, sequías e inundaciones, etc.); y, al límite, porque no aprendemos la lección, toma represalias como las enfermedades mencionadas.
Recuerdo el libro-testamento de Théodore Monod, tal vez el único gran naturalista contemporáneo, Y si la aventura humana fallase (París, Grasset 2000): «somos capaces de una conducta insensata y demente; a partir de ahora se puede temer todo, realmente todo, inclusive la aniquilación de la raza humana; sería el precio justo de nuestras locuras y crueldades» (p.246).
Esto no significa que los gobiernos de todo el mundo, resignados, dejen de combatir el coronavirus y de proteger a las poblaciones ni de buscar urgentemente una vacuna para combatirlo, a pesar de sus constantes mutaciones. Además de un desastre económico-financiero puede significar una tragedia humana, con un número incalculable de víctimas. Pero la Tierra no se contentará con estas pequeñas contrapartidas. Suplica una actitud diferente hacia ella: de respeto a sus ritmos y límites, de cuidado a su sostenibilidad y de sentirnos, más que hijos e hijas de la Madre Tierra, la Tierra misma que siente, piensa, ama, venera y cuida. Así como nos cuidamos, debemos cuidar de ella. La Tierra no nos necesita. Nosotros la necesitamos. Puede que ya no nos quiera sobre su faz y siga girando por el espacio sideral pero sin nosotros, porque fuimos ecocidas y geocidas.
Como somos seres de inteligencia y amantes de la vida podemos cambiar el rumbo de nuestro destino. Que el Espíritu Creador nos fortalezca en este propósito.
https://alc-noticias.net/es/2020/03/24/coronavirus-reaccion-y-represalia-de-gaia/


Amiga, Amigo:

No escuchamos las señales del Cambio Climático, no escuchamos la contaminación que, por ejemplo se ve por el plástico que ha creado islas de plástico en el mar y matado a importante fauna marítima, en fin tantas negativas cosas de advertencia planetaria que no hemos escuchado.

Recuerdo que hace algunos años escribí señalando que para el planeta somos los únicos seres pensantes y con soberbia y de manera irresponsable actuamos cual virus tóxico planetario y la Tierra iba a reaccionar con impensados anticuerpos contra nosotros los tóxicos agresores. Jamás pensé que uno de esos anticuerpos defensivos de GAIA sería un coronavirus chino que, por las razones que sea a la fecha tiene a más de 8,4 millones de personas contaminadas y más de 456.000 muertos en todo el mundo. En Chile nos encontramos muy mal y la Pandemia estaría fuera de control, en especial por la poca credibilidad poblacional para con el gobierno y sus autoridades al no cumplir mucha gente de manera adecuada las advertencias y restricciones a pesar de tanta advertencia...

Igual tengo ESPERANZA en que, por nuestra coherencia mental subconsciente por sobre la de los señores del Nuevo Orden Mundial que quieren tener menos habitantes y cada día más bienes, siendo como los menos con más los que controlen a los más con menos: OJO! Podemos entrar en mundial estallido social de rebeldía y somos más pero mucho más que ellos. O por ayuda Superior se logrará un Mundo Mejor.



Dr. Iván Seperiza Pasquali
Quilpué, Chile
Junio de 2020
Portal MUNDO MEJOR: http://www.mundomejorchile.com/
Correo electrónico: isp2002@vtr.net