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GAIA
y el tóxico virus humano
El gran retorno de la hipótesis de Gaia
febrero de 2020
Como
todos los seres vivos, la Tierra nunca ha dejado de evolucionar...
Comparada con otros planetas del Sistema Solar, la historia de la Tierra
ha estado marcada por cambios radicales en su apariencia, atmósfera,
temperatura...
Nuestro planeta ha sufrido cambios repentinos y radicales de
temperatura, congelándose tres veces completamente, para luego
calentarse de nuevo, llegando incluso a alcanzar, hace 60 millones de
años, una temperatura máxima de 15°C por encima de la que conocemos hoy
en día! Su atmósfera ha experimentado un declive constante pero
irregular (hasta el presente ascenso meteórico), un aumento paso a paso
de la concentración de oxígeno, fluctuaciones impresionantes del metano,
la repentina formación de una capa de ozono...
LA HIPOTESIS QUE LO CAMBIA TODO
Incluso su composición mineral no ha dejado de cambiar y se ha vuelto
más compleja: han nacido más de 5.700 nuevos minerales, enormes
depósitos sedimentarios han eliminado miles de millones de toneladas de
carbono de la atmósfera, a veces reinyectándolo con océanos de lava por
cataclismos volcánicos, e innumerables otras metamorfosis han marcado su
geología.
Sería fácil continuar, pero paremos ahí. Con este matrimonio sin
precedentes de vida y mineral, ¿no estamos frente a un objeto de
naturaleza diferente a un ensamblaje inanimado de gas y roca, girando
pasivamente alrededor de su estrella? ¿No podríamos hablar aquí de un
cuerpo vivo?
En realidad fue hace medio siglo, en la década de 1970, que un químico
inglés desconocido,
James Lovelock,
formuló esta provocativa y radical hipótesis: la Tierra sería una
especie de superorganismo, al que llamó Gaia, en honor a la diosa griega
de la Tierra. Y fue al comparar nuestro planeta con otros que se le
ocurrió la idea. En una entrevista con Science & Vie hace 13 años,
Lovelock habló de su "momento Eureka": "En 1965, trabajaba para la
NASA, que estaba interesada en la existencia de vida en Marte. Pensé que
si Marte era un planeta muerto, entonces la composición química de su
atmósfera, detectable a distancia, estaría ciertamente cerca del
equilibrio termodinámico. Para probar el razonamiento, miré la atmósfera
de la Tierra y me di cuenta de que contiene grandes cantidades de
oxígeno y metano, una mezcla inestable que no podría haberse mantenido
durante cientos de millones de años sin un sistema regulador. Y entonces
me di cuenta de que este sistema es la vida. Así que la Tierra estaba
viva, mientras que Marte, con su atmósfera dominada, estaba muerto."
¿NUEVO GURÚ O CURANDERO?
La vida como sistema regulador del planeta: la intuición rompe
radicalmente con la visión de la época, que separaba estrictamente la
biología y las geociencias, subordinando la primera a la segunda. De
hecho, la física y la química fueron consideradas como las maestras de
la planetología durante mucho tiempo. "Hasta entonces, la Tierra
(océano, atmósfera, rocas) era el escenario dado e inmutable en el que
la vida jugaba su papel, que consistía en adaptarse lo mejor posible".
resume Sébastien Dutreuil,
autor de una tesis sobre la hipótesis de Gaia. Los procesos biológicos,
aunque interesantes, se percibían como secundarios. Y lo que Lovelock
entendió primero, explica, es que la vida, durante su actuación, se hizo
cargo del escenario, lo transformó y reconstruyó, hasta el punto de que
los actores y el escenario se volvieron inseparables.
James Lovelock pasó casi diez años refinando su idea antes de publicarla
en 1974, con Lynn Margulis,
uno de las más grandes biologistas del siglo, y luego dedicó su primer
libro La Tierra es un Ser Vivo - La Hipótesis Gaia a ella en 1979.
Su argumento central: la Tierra ha logrado, en los últimos 4.000
millones de años, mantenerse en un estado relativamente estable y de
apoyo a la vida, tanto en lo que respecta a su temperatura global como a
la composición química de su atmósfera y sus océanos. Y esto a pesar de
todo tipo de perturbaciones: volcanismo, bombardeos de asteroides, un
aumento del 30% de la radiación solar incidente, etc.
Sin embargo, basándose en el libro del físico Erwin Schrödinger, ¿Qué es
la vida? publicado 20 años antes, Lovelock observó que el uso de la
energía (aquí la del Sol) para mantener estable el entorno interior en
una configuración alejada del equilibrio químico es una propiedad
universal de los seres vivos, llamada "homeostasis".
Todo estudiante de ciencias naturales ha oído hablar algún día de este
fenómeno descrito ya en 1865 por Claude Bernard
en su Introducción a la Medicina Experimental: Homeostasis . La
homeostasis es la capacidad de un organismo que evoluciona en un entorno
externo variable para mantener sus constantes fisiológicas internas
dentro de límites fluctuantes que no se desvían mucho de sus normales
vitales. Para el médico y fisiólogo francés, esto es lo que distingue
sobre todo a los vivos de los no vivos: vivir es estar atravesado por
múltiples procesos que mantienen un equilibrio inestable. De ahí la
hipótesis de Gaia.
James Lovelock y la paradoja de Gaia Es
un raro acontecimiento en la historia de la ciencia que, una teoría que
estuvo en el origen de un importante cambio de paradigma científico,
finalmente triunfó sin que se conociera su nombre o el de su autor. Esto
puede explicarse en parte, como hemos visto, por el nombre místico de
Gaia, por los errores finalistas de Lovelock, por su sobreproducción de
metáforas poéticas y por su propensión a contradecirse con cierta
ligereza.
Pero
también es la trayectoria personal del propio James Lovelock, que acaba
de entrar en su centenario (¡mientras sigue escribiendo libros!), lo
que explica esta paradoja. Sébastien Dutreuil, que dedicó su tesis a
Lovelock, señala que se estableció primero como un ingeniero químico de
excepcional talento. Habiendo sido empleado toda su vida como
consultor, tanto por instituciones públicas como la NASA, como por
multinacionales, especialmente en el sector petrolero (publicó numerosos
artículos con científicos de Shell) y químico... ¡e incluso, en muchas
ocasiones, por los servicios secretos británicos! Una situación que le
ha permitido gozar de una gran libertad y desarrollar su actividad
científica independientemente de las instituciones académicas
tradicionales, en particular sin estar nunca oficialmente adscrito a una
universidad o centro de investigación, lo que tampoco favorece la
integración en la comunidad científica.
Pero
hay más. Precisamente porque su teoría plantea la cuestión de los
efectos de la contaminación en Gaia, y está dirigida a los que se
preocupan por este problema, Lovelock siempre ha sido hostil a las
advertencias ambientales. Incluso ha apoyado el punto de vista de la
industria en varias controversias, minimizando el peligro de la lluvia
ácida, el DDT, la toxicidad del plomo... "Ha hecho suyos los puntos de
vista de los a menudo llamados 'escépticos' en muchas cuestiones, y ha
alienado a muchos científicos en su campo". resume Sébastien Dutreuil.
El
ganador del Premio Nobel Paul Crutzen, también químico atmosférico,
famoso por haber inventado el concepto del antropoceno, criticó
públicamente a Lovelock en varias ocasiones y fue, según varias fuentes,
un oponente personal. Y aunque Lovelock hizo un cambio rotundo a
principios de la década de 2000, al considerar que "Gaia sufría una
fiebre enfermiza", hasta entonces había minimizado bastante el impacto
de las actividades humanas, considerando que Gaia era básicamente mucho
más fuerte que la especie humana.
Hasta
hoy, además, Lovelock no ha dejado de cultivar la simpatía por las
corrientes políticas particularmente conservadoras y climáticamente
escépticas, concediendo una entrevista al sitio web de noticias
norteamericano Breitbart a finales de 2016, para gran disgusto de los
círculos académicos muy hostiles a este movimiento.
Al
final, si debemos al pensamiento de Lovelock una de las hipótesis
científicas más fructíferas del siglo pasado, también debemos a su
personalidad una buena parte de las dificultades que su hipótesis
encontró para imponerse!
Año 2007
Hace 13 años fuimos advertidos:
La venganza de la Tierra: la teoría de Gaia y el futuro de la humanidad
2007
James Lovelock y Lynn
Margullis propusieron en los inicios de la década de 1970 la hipótesis
de Gaia, nombre que en los siglos anteriores fue algo equivalente a
ciencias de la Tierra, y actualmente la teoría del mismo nombre que se
refiere a un sistema autorregulado, integrado por la biota, las rocas,
el océano y la atmósfera, mismo que evoluciona en estrecha relación y no
de manera independiente como se consideró antes. En estos conceptos se
basa el químico y médico de formación, para analizar cómo el hombre está
influyendo en la transformación de Gaia, junto con fenómenos naturales,
como la influencia variable del Sol, todavía en una etapa de incremento
de su temperatura, considerado en la escala del tiempo geológico.
"Creencias
religiosas y humanistas consideran a la Tierra como algo que está ahí
para ser explotado en beneficio de la humanidad" (p. 20).
La
visión de Lovelock sobre el cambio climático es pesimista, o realista,
compartida actualmente por la generalidad de los científicos, y menciona
algo importante que no es novedoso, la actitud de los políticos hacia
el tema que ignoran o no quieren saber nada del mismo. Pero no descarta
que estemos a tiempo, por lo menos para mitigar el problema que puede
ser catastrófico hacia la mitad del siglo actual.
La
mayor amenaza para Gaia es el aumento de la temperatura por la
modificación del ambiente a causa de la actividad humana. A esto se
agrega la dependencia del hombre al petróleo como fuente principal de
energía; los pobres resultados que ha dado el uso de otras, como la
solar y la eólica, esta última, incluso con daños colaterales a los
ecosistemas.
Bien
o mal, la situación lleva a Lovelock a recomendar el uso de la energía
nuclear, con argumentos de que no ha sido bien entendida y se ha
exagerado el peligro que representa. Cuestiona con argumentos a los
grupos ecologistas, con frecuencia más papistas que el Papa, ya que
proponen y realizan acciones que van en sentido contrario de sus
objetivos. Toca el problema de la humanidad considerado por la comunidad
científica como el número uno: el crecimiento de la población.
Hay
investigaciones que llegan a proponer métodos para enfriar la Tierra
por procedimientos extraterrestres de alto costo y complejidad, pero
también se acompañan de diagnósticos que apuntan a causar otros daños al
ambiente.
"La
gran fiesta del siglo XX, con su extravagante despilfarro y sus juegos
de guerra, se ha acabado. Ahora es el momento de limpiar y sacar la
basura" (p. 221).
Científico
de primer nivel, escribe sobre un tema complejo con un lenguaje claro y
ameno, dirigido a todo público. Los libros que tratan temas como éste,
generalmente están dirigidos a especialistas y hay que hacer llegar los
resultados de la investigación científica a todos los niveles.
"También
mostramos un desprecio tal hacia los grandes genios que levantaron los
pilares de nuestra civilización que les damos el mismo espacio en
nuestras librerías que a las extravagancias de la astrología, el
creacionismo y la homeopatía" (p. 226).
Entre
las obras publicadas en menos de 20 años sobre el llamado cambio global
en el siglo XXI, Lovelock va a la vanguardia del pesimismo, tendencia
cada vez más marcada, aunque hay opiniones moderadas e incluso en el
sentido que no hay motivo para alarmarse.
El
autor deja ver un aspecto de la ciencia moderna: el lector puede
suponer que se trata de un físico, químico, biólogo, geólogo, astrónomo,
ecólogo, geógrafo. Un tema como este no pertenece a una disciplina,
sino al conjunto de las ciencias exactas, naturales y sociales, y
naturalmente, es un problema eminentemente geográfico.
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-46112007000300014
Año 2020
No escuchamos y:
Nos llega este MENSJAE el pasado 29 de mayo en una zona de cultivo de la localidad de Wilshire, Inglaterra en donde apareció este Agroglifo de manera casi instantánea y de 61 metros mostrando el Coronavirus del COVID 19
Frente a la extraña PANDEMIA varios pensadores reaccionan y nos dicen:
a.
La expansión despiadada del coronavirus es el último llamado de la naturaleza.
Abril de 2020
El último llamado de la naturaleza.
James Lovelock es el científico inglés quien junto con la bióloga Lynn Margulis,
postularon y demostraron que el planeta Tierra es un organismo vivo,
dotado de mecanismos de autocontrol que son tremendamente delicados y
frágiles. A toda su demostración, que es científicamente impecable, se
le llamó la teoría de Gaia, en honor a la diosa griega de la tierra.
Hace 14 años Lovelock publicó La venganza de Gaia
(Penguin Books, 2006) en el cual sintetizó las reacciones del
ecosistema global ante los impactos de las actividades humanas. Desde
cada una de las cosmovisiones de los 7 mil pueblos originarios o
indígenas del mundo, existe una visión similar: el castigo de la madre
tierra surge porque los humanos no han escuchado su voz y han rebasado
los límites marcados por ella.
Ya
sea desde la ecología científica o desde la ecología sagrada, hoy
existe un consenso cada vez más generalizado de que todo daño que se
inflige a la naturaleza termina revirtiéndose y que la humanidad debe
reconstituirse a partir de su reconciliación con el universo natural, es
decir, con la vida misma.
La ecología política
todavía va más allá. Postula que no es la especie humana la culpable de
las iras de la naturaleza, sino un sistema social, una civilización, en
la que una minoría de menos del 1% de la población explota por igual
tanto el trabajo de la naturaleza como el trabajo de los seres humanos.
Esa
clase depredadora y parásita sólo será desterrada mediante un cambio
civilizatorio radical. Una transformación que puede ser, que debería
ser, gradual y pacífica no súbita y violenta.
Hoy
existe ya un conjunto de directrices que nos marcan los caminos de una
profunda transformación civilizatoria (ver mi libro Los civilizionarios;
y obras como las de Helena Norberg-Hodge, Local is Our Future, o de
Edgardo Lander, Crisis civilizatoria).
Es en este contexto donde
debe ubicarse la enorme crisis sanitaria provocada por el coronavirus.
Las últimas pandemias han surgido en relación con los sistemas
industriales de producción de carne (cerdo, pollo, huevos) como las
gripes porcina y aviar, y a la destrucción de los hábitats de especies
silvestres de animales portadores de virus y en íntima relación con un
sistema alimentario que ofrece productos de baja calidad o perjudiciales
por el uso masivo de agroquímicos.
La expansión despiadada del coronavirus es el último llamado de la naturaleza.
Antes
ha habido otros más. En los últimos 25 años la madre naturaleza ha
enviado numerosas señales. En 1997-98 los incendios forestales que
arrasaron más de 9 millones de hectáreas de selvas y bosques de la
Amazonia, Indonesia, Centroamérica, México y Canadá, resultado de uno de
los climas más cálidos y secos. Luego en 2003 la canícula europea con
temperaturas extremas en Francia, España, Portugal, Alemania,
Inglaterra, etcétera, que dejó entre 20 mil y 30 mil muertes, un
fenómeno que fue ocultado por los medios masivos de comunicación. Por
esos mismos años una secuencia de poderosos huracanes, alcanzó su máximo
con Katrina que en 2005 causó los mayores daños a las costas de Estados
Unidos, calculados en 108 mil millones de dólares. En la década
siguiente tuvo lugar la peor sequía registrada (2011-13) en la historia
climática de Estados Unidos (15 estados) y el norte de México, que dejó
millones de reses muertas y severos impactos sobre la agricultura.
Finalmente, el año pasado de nuevo se concatenaron gigantescos incendios
forestales en la Amazonia, Siberia, California y, especialmente, en
Australia.
Los
daños infligidos a los sistemas vivos, en todas sus escalas y
dimensiones, son hoy la mayor amenaza a la especie humana, los cuales
están íntimamente ligados a la desigualdad social y a la marginación.
Según
Oxfam, unos 70 millones de seres humanos poseen una riqueza superior a
la de 7 mil millones. El punto clave es entonces cómo cambiar el actual
estado de cosas. Algunas transformaciones obligadas son: el paso de una
economía de mercado a una economía social y solidaria, de grandes
empresas y corporaciones a empresas familiares y cooperativas (fin de
los monopolios), de gigantescos bancos a cajas colectivas de ahorro, de
energía fósil a energías renovables, de sistemas agroalimentarios
industriales a sistemas agroecológicos, de organizaciones centralistas y
verticales a organizaciones descentralizadas y horizontales (redes), de
una democracia representativa a una democracia participativa. Pero
sobre todo construir desde lo local (comunidades, municipios,
microrregiones) un poder ciudadano o social capaz de enfrentar y
controlar las acciones suicidas del Estado y del capital. En suma, una
(eco)política desde, con y para la vida.
https://enpositivo.com/2020/04/la-expansion-despiadada-del-coronavirus-es-el-ultimo-llamado-de-la-naturaleza-victor-m-toledo/
b.
El virus somos nosotros y la Tierra se asfixia
7 de abril de 2020
Un virus zoonótico (transmitido por animales salvajes a humanos) que
ya conocíamos: el coronavirus SARS nació en China en 2002 y mató a casi
800 personas. Ahora, un pariente suyo, el Covid-19, ha parado el mundo.
Un tercio de la humanidad se ha quedado en casa confinado. El Covid-19
tiene una carga vírica 1.000 veces superior al SARS y mata a más gente
en un solo día en un solo país que en anterior coronavirus en toda su
trayectoria. ¿No lo sabíamos? Estábamos perfectamente avisados, pero no
cegó la esperanza, como ya lo ha hecho muchas veces en la historia de la
humanidad. La Tierra tiene desde hace tiempo un Síndrome Respiratorio
Agudo Severo (SARS) y el virus que la está matando somos nosotros. Gaia,
la diosa griega de la Tierra, de la que formamos parte simbiótica, se
está defendiendo, se autorregula exhausta.
Los humanos formamos parte de un sistema complejo que implica la
biosfera, atmósfera, océanos y tierras, constituyendo en su totalidad un
sistema cibernético y retroalimentado, que busca un entorno físico y
químico óptimo para la vida en el planeta, tal y como lo enunció James
Lovelock en 1969, apoyado luego por otros destacados biólogos. Lo bautizó como Gaia El premio Nobel de Literatura William Holding.
La hipótesis Gaia ha tenido notable éxito y declinaciones. Se han
celebrado nada menos que cuatro conferencias internacionales sobre el
tema, la primera en Massachusetts en 1985 y la última en 2006 en
Virginia.
La vida sobre la Tierra comienza hace 3.800 millones de años. ¿Cómo
pasamos de ser una roca dando vueltas en el espacio, sin atmósfera, como
por ejemplo Marte, a ser un planeta con una explosión de vida, con
7.700 millones de habitantes en la actualidad de los llamados Sapiens,
con una temperatura global en la superficie que ha permanecido
básicamente estable a pesar de un incremento notable de la energía
proporcionada por el Sol? La composición de nuestra atmósfera (78% de
nitrógeno, 21% de oxígeno y solo el 0,3% de dióxido de carbono)
permanece constante, a pesar de que debería ser inestable. Somos el
misterioso resultado de la vida que habita el planeta, especialmente de
la vida llamada inteligente, que interactúa dentro de Gaia. Por cierto,
que el Homo Sapiens ya ha exterminado al 80% de las especies
supuestamente no inteligentes que habitaban la Tierra con nosotros.
Y la explosión demográfica del Sapiens no es asunto menor. Cuando yo
nací en 1946 habitaban el planeta menos de 2.000 millones de Sapiens.
Ahora somos 7.700 millones, en el curso de mi vida casi se ha
multiplicado por cuatro. En el 2050, casi a la vuelta de la esquina, seremos en torno a 10.000 millones.
En la frontera Sur del Mediterráneo puede haber hacia finales de siglo
unos 2.500 millones de africanos que tendrán buenas razones para aspirar
a emigrar a la frontera Norte del pequeño mar que los romanos llamaban
Mare Nostrum. La explosión migratoria aún no ha comenzado. Claro que las
cifras y las proyecciones varían sensiblemente según distintas fuentes,
pero la tendencia de fondo es inapelable. Les recomiendo un interesante
libro sobre demografía que firma el expresidente de Francia Nicolás
Sarkozy.
Por cierto, que Sarkozy nombra con frecuencia a Jared Diamond como su
historiador y antropólogo favorito. Su último libro “Colapso” está de
rabiosa actualidad, pero el libro que le lanzó a la fama fue “Armas,
gérmenes y acero”. Recientemente ha publicado junto con el prestigioso
virólogo Nathan Wolfe, fundador de Metabiota, una explicación sobre el
origen de Covid-19 que nos tiene encerrados en casa que no debe gustar
mucho a los chinos. Afirma que ésta no va a ser la última gran epidemia,
mientras los animales salvajes sigan siendo utilizados en China como
alimento y en la medicina tradicional.
Ya nos lo advirtió el célebre físico británico Stephen Hawking
repetidamente: “el mayor peligro para la humanidad es que, tanto por
accidente como por diseño, creemos un virus que nos destruya”.
Pero volvamos a Gaia. Ha tenido y tiene numerosos seguidores de
prestigio, astrónomos, antropólogos, biólogos, filósofos, etc. Hay todo
un caudal de declinaciones y derivadas. Una de las más famosas es Medea,
formulada inicialmente por Peter Ward. Medea es el prototipo de
hechicera y mujer autónoma y poderosa. En la obra clásica de Eurípides,
regala una corona de oro al rey que ha decretado su destierro. Al
ponerse la corona (coronavirus?) muere horriblemente. Medea mata a sus
propios hijos y huye en el carro de Helios. Ward nos previene de la venganza de Medea.
Otra declinación bastante horrible es la teoría Olduvai. Viene a
decir que la actual civilización industrial desaparecerá en no mucho más
de 20 años. Ya Lovelock nos advertía: “sospechamos que existe un
umbral, un deterioro de la temperatura o dióxido de carbono, más allá
del cual no hay solución ni retorno”. Coincide con varios científicos
estudiosos de la actual emergencia climática que nos vienen avisando de
que puede ser ya demasiado tarde para parar o revertir el calentamiento
global. Más bien deberíamos prepararnos para huir en el carro de Helios,
que es exactamente lo que preparan los supermillonarios visionarios
como Jeff Bezos o Elon Musk.
Es interesante anotar que en numerosas culturas indígenas coinciden
básicamente en una idea que se repite con diferentes formulaciones: la
mente del hombre configura su entorno, hay una retroalimentación más
allá de lo puramente físico. Los aborígenes australianos hablan de que
la canción del hombre crea el mundo. El indio yaqui Don Juan enseña a
Castaneda a detener su monólogo interior para separarse de la realidad
que percibe, que es solo una ilusión creada comunalmente. En la
Constitución de Ecuador hay una reminiscencia de la cultura indígena en
la que se obliga a proteger a la Pachamama, la Madre Tierra. Una famosa
carta del jefe indio Seattle, hacia 1985, contesta la oferta del
presidente de los EEUU de comprar sus tierras: “no podemos vender lo que
no es de nadie. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros”.
“Para el hombre blanco la tierra no es su hermano sino su enemigo. Trata
a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como si fuesen cosas
que se pueden comprar, saquear y vender, como su fuesen cuentas de
vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí
solo un desierto”.
Análisis e interpretaciones en orden disperso
Cuando aún estamos en confinamiento, no solo en España sino en
numerosos países, la Red empieza a llenarse de interpretaciones y
crónicas de autor en orden llamativamente disperso. Los tenemos para
todos los gustos, lo que pone de manifiesto el desconcierto general que
reina, la falta de perspectiva de fondo. Uno de los primeros, ¡cómo no!
Ha sido el provocador esloveno Slavoj Zizek, sociólogo, psicoanalista y
critico cultural, adorado por un cierto colectivo antisistema. Acaba de
lanzar en inglés “Pandemic”,
un ensayo de 120 páginas en el que plantea nada menos la
posibilidad de que el Covid-19 ponga de actualidad a Lenin.
El dilema según Zizek es la alternativa del diablo: o comunismo
reinventado o la barbarie. Pero, ¿se puede reinventar el comunismo, que
ha causado en muy variados experimentos mucho más sufrimiento y muertes
que casi cualquier ensayo de la sufrida humanidad? El esloveno debe
sentir nostalgia de la Yugoeslavia de Tito y afirma que no cree en la
solidaridad y la cooperación, que esta crisis ha puesto de relieve el
instinto de supervivencia de cada uno, nada más. Estamos perdidos. Por
el contrario, Ai Weiwei, el artista más importante de China, proclama
“el capitalismo ha llegado a su fin”. “Pandemia: virus y miedo” de
Mónica Müller es más ecléctico y, al igual de otros, incide en la
necesidad de replantear la globalización. “Civilizados hasta la muerte.
El precio del progreso” de Christopher Ryan, nos emplaza a cambiar las
estructuras multinacionales jerárquicas por redes progresistas de pares y
colectivos organizados horizontalmente. En general, hay varias
coincidencias en acudir a nuevas formas de socialdemocracia. Menos
individualismo y más poder comunitario, un nuevo humanismo. El
capitalismo financiero desatado está en el ADN del coronavirus. Hay que
liberarse de la tiranía del mercado. La renta básica universal toma un
nuevo protagonismo. Piden la redistribución de los ingresos, la
reducción del tiempo de trabajo, la frugalidad, la inversión en energías
sociales, educación y salud. Se puede percibir un gran deseo de
solidaridad social, de igualdad. Veremos a ver en qué queda todo esto
cuando el mundo eche a andar otra vez. Pero no, no todo seguirá igual.
Mientras tanto, se están forrando aún más los gigantes Google, Facebook, Alibaba, Amazon.
Desde el punto de vista de la tecnología vamos a ver muchas cosas,
algunas apasionantes. Una certeza: se va a disparar la inteligencia
algorítmica, el análisis de datos con Inteligencia Artificial avanzada.
Hagan cuentas.
El papel de los medios de comunicación
Lo ha dicho el millonario en ejemplares Yuval Noah Harari: “la mejor
defensa contra los patógenos es la información”. Es difícil no estar de
acuerdo, pero hay una restallante paradoja en marcha: cuando más se los
necesita, lo medios están al borde del abismo, la publicidad ha huido en
desbandada, en papel o digital, en todos los mercados avanzados y
amenaza con extenderse por el mundo. La excepción son los medios
globales de alta calidad, los “Financial Times”, los “New York Times”,
“Washington Post”, “Wall Street Journal”, “The Economist”, etc. Todos en
inglés. Todos caros de producir. Todos con ingresos sustanciales de
suscripciones digitales.
Y hay más problemas: los medios locales sufren en primera línea. Los
medios en papel diarios dejan de ser diarios, dos ediciones a la semana
como mucho. O te digitalizas a toda marcha o mueres.
Nunca ha habido en el mundo tanta ansia de buena información, tanta
audiencia insatisfecha Y no solo de hechos y números. La gente quiere
explicaciones, contextos, perspectivas, futuro. ¿Cómo será el mundo cuando salgamos de nuevo a la calle?
“Suscríbete a los hechos”, dice el eslogan de un gran periódico en
español. No basta con los hechos. No basta con una legión de
columnistas, tertulianos y comentaristas. El mundo ahora es otro. El
papel puede tener un papel de lujo, si acierta en proporcionar la
perspectiva de fondo. El mundo va a pagar, incluso muy bien, por la muy
buena información. Ahora es un bien precioso, estratégico, la gente
quiere inteligencia clara y práctica. No solo un millar de “expertos”
opinando. Hay que identificar colectivos, escucharlos y servirlos de
muchas maneras. Y el comercio electrónico tiene que jugar un papel
crucial. Y hay que reinventar la publicidad. No le digas a la gente lo
que tiene que pensar, no les insultes, no alimentes la burbuja
autocomplaciente. No tienes la verdad, porque la verdad es más que nunca
poliédrica.
Y por supuesto que los medios necesitan ayudas del Estado, son solo
migajas de inversión para encontrar el oro de la información de calidad
que la sociedad precisa tanto como ahora respiradores. Oxigeno, por
favor. Brújulas para navegar en la tormenta.
https://www.media-tics.com/noticia/9273/futuro/el-virus-somos-nosotros-y-la-tierra-se-asfixia.html
c.
¿Y si la Covid-19 fuese un arma defensiva del planeta contra los ‘ataques’ humanos?
29 de mayo de 2020
- La ‘hipótesis Gaia’, de James Lovelock, mantiene que la tierra
funciona como un ente vivo lleno de 'agentes' con funciones específicas
- Igual que el cuerpo humano está compuesto de miles de
millones de células interdependientes, donde cada una tiene una
función
- ¿Sería inteligente pensar que el ser humano
está actuando contra nuestro planeta como un cáncer lo
hace contra nuestros órganos?
- Luego... si Gaia existiese ¿podría reaccionar contra nosotros como lo hace nuestro cuerpo contra la enfermedad?
En los años 60 del
siglo pasado James Lovelock desarrolló la
‘hipótesis Gaia’, una visión del mundo que,
antropológicamente, no es ni mucho menos nueva. Desde los
nativos australianos al propio padre de Lovelock, un granjero
inglés, sospechaban de su existencia, aunque no llegaron a
plasmarlo por escrito ni a aportar tantas evidencias. Según esta
‘hipótesis Gaia’, la historia de la vida se fue
fraguando, a través de ‘Eones’ de existencia, con la
creación de una inmensa red de agentes de todas las especies,
formas y tamaños: cada uno con una función
específica.
Y el trabajo de todos ellos, perfectamente coordinados, es lo que ha
podido mantener la Tierra a una temperatura adecuada y con una
concentración de gases y sales crucial para que la vida que conocemos
siga prosperando.
La Tierra funciona como un ente vivo en todo su conjunto.
Pero en el libro donde se publicó esta hipótesis (Gaia, una nueva
visión de la vida sobre la Tierra), Lovelock también dedicó unos
párrafos a un posible fin de la existencia: un voraz apocalipsis
biológico. Un ejemplo para entendernos
El libro narra la aparición de una bacteria captadora de fosfatos. Un
nutriente necesario para todos los seres vivos pero que, debido a su
relativa escasez, suele actuar como agente limitante del crecimiento en
los organismos.
Tras su descubrimiento y posterior utilización humana, el mundo cambió.
La bacteria en cuestión podría favorecer el rendimiento de ciertos
cultivos como, en este ejemplo, el arroz. Pero al realizar las pruebas
de campo ocurrió algo inesperado. La bacteria, en lugar de colonizar las
raíces del arroz, hizo una simbiosis con un alga presente en la misma
agua.
Este microorganismo
acuático, cuyo mayor crecimiento era impedido por su incapacidad
para capturar fosfatos, pudo así proliferar con una velocidad de
crecimiento excepcional incluso para el mundo microbiano. Cada
organismo poseía lo que al otro limitaba, enlazando sus
células en una simbiosis perfecta. Simbiosis que, paulatinamente
y sin ningún depredador tan feroz como para evitarlo,
logró colonizar la práctica totalidad de superficie
marina y oceánica de la Tierra.
De esta manera, la vida en el planeta sufrió una herida mortal.
La conjunción de bacteria y alga, al crecer tan desmesuradamente,
‘consumía’ enormes cantidades de nutrientes. Y las demás especies,
impotentes ante el manto verde que avanzaba, perecían y se pudrían.
Un desequilibrio tan enorme, donde millones de seres vivos marinos y
oceánicos desaparecen, sólo podía tener consecuencias fatales:
• Por una parte, es muy posible que el alga, con su exacerbado
crecimiento, absorbería grandes dosis de CO2 atmosférico, provocando una
intensa glaciación que haría de la Tierra un planeta tan inhóspito como
Marte.
• Por otra parte, puede que la putrefacción de todos los organismos,
incluyendo al funesto ‘simbionte’, expulsara ingentes cantidades de
compuestos sulfurosos, metano y CO2, haciendo de la Tierra un planeta
ácido y de extremas temperaturas, como es Venus.
Ninguno de los dos escenarios podría revertirse: la vida, que durante
más de 4.000 millones de años se encargó de mantener la Tierra con sus
características únicas, ya no tendría suficiente poder para volver a
hacerlo.
Una capacidad de destrucción demasiado parecida a la nuestra
El ‘final’ no lo provocó un organismo patógeno, ni para humanos ni
para ningún tipo de vida en especial. Tampoco fue algo que acabó con la
vida de manera directa, destruyéndola. Simplemente era algo que crecía
más rápido, creando consecuentemente una atmósfera y unos océanos
incompatibles con la vida.
¿Les suena?
Seguro que sí. Porque los humanos, tan parte de esa vida como
cualquier otro ser terrestre, pareciera que estamos amenazando todo de
una forma similar: aunque sin tanta avidez como el organismo del
ejemplo, también acabamos con los puntos clave de Gaia, aquéllos que
hacen que todo el sistema sea capaz de regularse, cegados por las ansias
de un perpetuo crecimiento y un falso mayor bienestar.
No olvidemos que la característica principal que define como vivo al
planeta en su conjunto es que cuando hay un desequilibrio, como puede
ser una explosión volcánica gigante, Gaia lo detecta y, apoyándose en
agentes específicos logra restaurar las condiciones originales.
Y los humanos, sin ninguna duda, suponemos uno de esos desequilibrios
frente a los que Gaia suele reaccionar. Pero como muestra el ejemplo
dado por Lovelock, su sistema también podría romperse.
De continuar sin control, como hasta ahora, no sabemos qué pasará con
la Tierra. Demasiadas variables, demasiadas incógnitas. Pero podemos
dar por seguro que nuestra civilización sufrirá, cuanto menos, cambios
drásticos.
¿Y si la tierra fuese ‘un cuerpo’ como el humano?
En un intento por comprender mejor la posible situación planteamos
una metáfora a menor escala y muy cercana: nuestro propio organismo.
El cuerpo humano, si nos ponemos técnicos, no es un único individuo.
Está compuesto de miles de millones de células interdependientes, donde
cada una tiene una función, y para ella está especializada.
Neuronas, células cardiacas, las células presentes en el cartílago de
la oreja… todas vienen de una única célula resultante de la unión del
núcleo de un espermatozoide con un óvulo.
A pesar de ser cada una un ente individual, no pueden vivir sin
mantener el equilibrio, la homeostasis, y es por ello que tienen gran
cantidad de sistemas de regulación, a fin de evitar la ruptura de esta
estabilidad.
Poseemos un buen sistema inmunitario que nos defiende de agentes
externos. Utilizamos hormonas y neurotransmisores para comunicar las
diferentes partes del cuerpo a fin de que éste sepa qué hacer en cada
momento. Y, por supuesto, se vigilan las células que nos conforman para
que ninguna se salga de la norma.
Pero no somos perfectos, tampoco bioquímicamente.
Puede aparecer una célula que, por azar o incitada a ello, empiece a dividirse de una manera anormalmente rápida.
Algún gen encargado de su división, como el RAS, ha mutado o se ha
descontrolado, iniciando un frenesí reproductivo donde esta nueva
estirpe celular se cree independiente y no acata las normas del
organismo.
El cuerpo, acostumbrado a lidiar con este tipo de eventos, responde a
esas células rebeldes atacándolas. Porque es capaz de reconocer las
células tumorales de una forma muy similar a como reconocería un agente
infeccioso.
Se inicia así la batalla frente a la amenaza.
Sin embargo y por desgracia, en gran cantidad de ocasiones el sistema
normal no puede con ellas. Las células tumorales ‘consiguen’
reproducirse tan rápido que el sistema satura y no puede hacerles
frente.
El tumor, al crecer, necesitará de unos nutrientes que le permitan
seguir expandiéndose. Ya no le es suficiente la sangre que le llega de
los vasos sanguíneos del cuerpo que habita, necesita crear sus propios
vasos, capaces de distribuir la sangre que le roba al organismo.
Así continúan creciendo, pudiendo llegar a obstruir conductos o
aplastar órganos, además de quitarle cada vez más nutrientes al cuerpo.
También provocan la pérdida de funcionalidad de los tejidos donde se
asientan: el pulmón pierde capacidad para extenderse y hacer el
intercambio gaseoso, o el riñón deja de filtrar correctamente,
aumentando metabolitos en sangre por encima de niveles permisivos con la
vida. Además, están presentes los posibles múltiples efectos derivados
de un desajuste en las hormonas.
El cáncer, si no se para, acabará con ‘el mundo’ que a él mismo da sustento.
No parece una actuación muy lógica, pero ese grupo de células
descontroladas no atiende a razones: su única misión es reproducirse a
toda costa, sin pensar en las consecuencias.
¿Somos un cáncer para la tierra?
Todo lo que acabamos de leer es muy real en nuestra relación con la
Tierra: dependemos completamente de los ciclos que en ella ocurren y,
sin embargo, continuamos devastando sin pensar en las consecuencias.
No cejamos en el empeño de ser más grandes a costa de no tener futuro.
Es, a escala global, pan para hoy y hambre para mañana.
Los tumores pueden manifestarse de una gran variedad de formas. Sus
efectos pueden llegar a verse en tan solo semanas, pero también pueden
durar años. Según dónde y cómo se haya iniciado, la cuenta atrás puede
ser fatalmente veloz.
Los lunares, por ejemplo, son considerados tumores y su daño es
prácticamente nulo. Un tumor benigno en la cara a priori tampoco
comprometería la vida, como mucho limitaría la capacidad reproductiva
del individuo si afea en exceso.
Pero un tumor benigno en la garganta puede causar dolor y obstrucción
por lo que, si no se retira, podría incluso provocar la muerte por
inanición.
Con tan sólo moverse
unos centímetros puede cambiar por completo nuestro destino.
¿Pasaría algo parecido con la Humanidad?
Las consecuencias de ciertos tumores pueden ser muy complicadas. Las
relaciones en el mundo natural lo son aún más. Y nuestro método
analítico de abordarlo, separando disciplinas que están muy ligadas, no
lo hace más sencillo.
El entramado tan característico de Gaia permite cosas tan fascinantes
como que ciertas algas de litorales fríos sean determinantes en los
niveles de fósforo que llegan a África central. De manera similar, pero
mucho más compleja, a como un adenoma en la hipófisis puede generar un
exceso de producción hormonal en las glándulas suprarrenales del riñón
que acaben haciendo que la persona tenga depresión.
Sin embargo, mientras del cuerpo humano tenemos un conocimiento
relativamente amplio, del mundo natural, en comparación, no sabemos
prácticamente nada.
Las consecuencias de eliminar un riñón o el corazón las entendemos
sobradamente. Pero no sabemos con certeza qué pasará si continuamos
devastando tan descontroladamente selvas, sabanas o litorales. En otras
palabras, los tejidos de Gaia.
Sea como fuere, ninguna predicción indica cosas buenas.
El futuro que nos está reservado tal vez no sea más que Gaia
volviendo a equilibrarse, controlando a aquel agente que ahora mismo le
provoca el malestar.
El expolio de los bancos de pesca y la desertificación de zonas
agrícolas demasiado estresadas limitará en cierta manera la población
humana, al reducir el alimento.
¿Está Gaia aquí presente o es simple causa-efecto?
Probablemente ambas premisas sean correctas. Tenemos que entender que
Gaia, de existir, no es un ser consciente, de igual forma que no son
conscientes todos los mecanismos que mantienen la homeostasis de un
animal vivo.
Gaia actúa según la evolución conjunta de todos los seres ha
determinado que actúe. Probablemente a causa de ensayos y errores que se
remontan hasta la primera célula viva.
La previsible falta de alimentos puede ser, simplemente, el intento
más obvio de controlarnos. No podemos más que especular con su
existencia, pero sabemos sobradamente que nuestros actos tendrán (y
están teniendo) consecuencias planetarias. Consecuencias que afectarán,
sin duda alguna, a los seres humanos.
Si seguimos consumiendo combustibles fósiles, el planeta se irá calentando y los océanos, acidificando.
Si seguimos con patrones de agricultura y ganadería tan intensiva, los campos perderán su fuerza.
Si seguimos humanizando hábitats que nos son ajenos, seguirán apareciendo nuevos virus mortales.
Gaia es una hipótesis y siempre lo será. Su existencia es
extremadamente difícil de probar. No podemos hacer más que imaginarla.
Pero no es necesario que exista para darnos cuenta de la importancia
de nuestro sistema. Al fin y al cabo, es ampliamente sabido que los
organismos que vivimos en la Tierra somos actores principales en los
ciclos de los elementos.
No sería de
extrañar, entonces, que la propia evolución haya
conducido a mecanismos para eliminar los ‘disruptores’.
Nuestra civilización deberá andarse con ojo. Pretender dominar un
planeta entero con más de 4.000 millones de años de vida a sus espaldas
tendrá sus consecuencias.
Si nuestra especie quiere seguir viva deberá dejar de comportarse
como un cáncer ya que, de seguir así, sólo habría dos salidas posibles:
– La primera, que logremos dominar la Tierra y, por tanto, abocarla a su terrible muerte (y a nosotros con ella).
– La segunda es que la Tierra, para defenderse de nosotros, ponga coto, o incluso fin, a nuestra historia como especie.
Si dejamos de exigir tanto al planeta y empezamos a entender que hay
zonas clave que no pueden obstaculizarse, muy probablemente nos
salvaremos.
¿Servirá este coronavirus de alerta?
https://www.buscandorespuestas.com/salud/covid-19-arma-defensiva-planeta-contra-humanos/
d.
Coronavirus, Gaia y la humanidad
3 de junio de 2020
En la hipótesis Gaia, propuesta por James Lovelock en 1969, nuestro
planeta (Gaia, en honor a la diosa griega que da nombre a la Tierra), se
comporta como un superorganismo, un sistema altamente organizado, donde
la vida, el componente diferenciador que lo distingue dentro del
sistema solar, se autorregula mediante condiciones como la temperatura,
la salinidad de los océanos, la composición de la atmósfera o los
propios organismos que forman la Biosfera. En el superorganismo de Gaia
hay sistemas que permiten esa autorregulación, que permiten mantener las
condiciones para la vida en unos márgenes muy constantes, en una
especie de homeostasis, parecida a los sistemas que nos permiten
mantener reguladas las condiciones de la vida a cada ser vivo, incluido
nosotros mismos.
La hipótesis Gaia lo que propone es que dadas unas condiciones
iniciales que hicieron posible el inicio de la vida en el planeta, ha
sido la propia vida la que las ha ido modificando, y que por lo tanto,
las condiciones actuales son el resultado y la consecuencia de la vida
que lo habita. Así, la vida se adapta a las nuevas condiciones que ella
misma determina. Entre los sistemas que han permitido la adaptación de
la vida, la composición de gases de la atmósfera y el efecto invernadero
han sido fundamentales para su aparición y posterior evolución.
Una de las características que ha permitido a los organismos vivos y,
sobre todo, a los animales, incluidos nosotros mismos, sobrevivir a la
agresión de otros organismos, es el desarrollo de sistemas de defensa
que impiden a esos agresores entrar o desarrollarse en el interior de su
cuerpo. Constituyen lo que se denomina defensas inmunológicas. Mientras
que esas defensas funcionan eficazmente, los organismos permanecen
sanos, y cuando esas defensas son insuficientes, sobreviene la
enfermedad. Es un sistema formado por diferentes tipos de células
interrelacionadas por mecanismos físicos y químicos. Y cuenta, además,
con un sistema hecho a la medida de cada patógeno invasor: los
linfocitos. Algunos reconocen al germen y dan la señal de alerta a los
llamados linfocitos B, que fabrican un tipo de proteína específica para
ese germen en concreto: los llamados anticuerpos. No solamente son muy
eficaces en la defensa del cuerpo, sino que también tienen memoria. Y en
eso se basa la inmunidad, es decir, la capacidad de evitar futuras
infecciones del mismo microorganismo, sin necesidad de volver a
enfermar, y también el desarrollo de las vacunas.
Pero, a veces, este sistema de defensa no funciona correctamente y
produce una respuesta excesiva a agentes o moléculas que no nos causan
ningún daño. Se desencadenan así las molestias alergias, que pueden
llegar a ser muy graves en ocasiones, e incluso mortales.
Uno de los tipos de agentes patógenos que se ha ido desarrollando en
paralelo a la evolución de los seres vivos son los virus. Aunque no se
consideran organismos vivos, son capaces de infectar a animales, plantas
o incluso bacterias, a los que pueden causar graves daños e incluso la
muerte. El mecanismo de infección de los virus viene definido por su
capacidad de entrar en el material genético de las células del
hospedador, provocándole cambios en su funcionamiento, para que se
dediquen a hacer muchas copias del virus y, después liberarlas, matando a
la célula infectada. Cada copia vuelve a hacer lo mismo en otras
células y de este modo, la infección avanza por diferentes tejidos y
órganos del cuerpo, causando daños mayores, que enferman o incluso matan
al individuo al que han infectado.
Aún no sabemos cómo actúan cada uno de los virus que afectan a los
seres humanos y para algunos, no se han descubierto los fármacos que los
eliminan o la vacuna que impide su desarrollo. El SIDA, que empezó a
manifestarse hace casi cuarenta años, está causado por el V.I.H., para
el cual existe un tratamiento que evita el desarrollo de la enfermedad,
aunque aún no se ha podido desarrollar una vacuna eficaz. Y los
coronavirus son muy numerosos y variados. Algunos son los causantes del
resfriado común, otros son el origen del síndrome respiratorio agudo
(SARS), y el más reciente, el llamado covid-19 está causando la mayor
pandemia desde hace más de un siglo.
De alguna manera, los virus han actuado a lo largo de la evolución
para frenar el crecimiento exponencial de algunas poblaciones, que
podían llegar a poner en peligro el equilibrio de los ecosistemas. De
esa forma, los virus y sus huéspedes han evolucionado conjuntamente,
permitiendo que se desarrollen los sistemas de defensa de muchos
animales a determinados virus, que causan trastornos ocasionalmente,
pero sin matarlos. Es el caso del resfriado humano o algunos tipos de
herpes, que se multiplican cuando, por alguna razón, el organismo está
debilitado en sus defensas.
Sin embargo, una especie que apareció recientemente en nuestro
planeta, ha modificado el delicado equilibrio de Gaia. La nuestra.
Llevamos poco más de cien mil años, en un planeta de más de 4.000
millones de años y en el que la vida se ha desarrollado prácticamente
desde el principio. Inicialmente, la humanidad era una especie más, en
equilibrio con su medio. Era depredador y era presa. Pero su evolución
le había permitido alcanzar un cerebro mucho más desarrollado que el del
resto de los animales que en los últimos 20.000 años le permitió
potenciar toda una serie de habilidades, las cuales le permitieron
controlar algunos procesos del sistema ecológico de Gaia: la
domesticación de diversas especies de animales y plantas, primero, y la
alteración de su evolución para dar lugar a variedades y razas que no se
habrían producido de forma natural. Y esas habilidades le permitieron a
los humanos, al mismo tiempo, aumentar sus poblaciones y, mediante el
intercambio de conocimientos, lograr nuevos avances socioculturales,
biológicos y evolutivos.
Con el descubrimiento de las vacunas y los antibióticos, unido a una
mejora de la alimentación y salubridad pública, las poblaciones humanas
empezaron a crecer cada vez más deprisa, generando un crecimiento
exponencial, de forma similar a cómo crecen las bacterias, cuando tienen
suficiente alimento, o los virus, cuando infectan a un organismo. Pero,
de la misma forma que los patógenos se multiplican en el hospedador y
desarrollan en él los mecanismos de defensa inmunológica, los seres
humanos hemos provocado la enfermedad en nuestro planeta, en forma de
contaminación, alteración de los ecosistemas (los distintos órganos de
Gaia), subida de las temperaturas (la fiebre de Gaia) o la destrucción
de los tejidos que sustentan la vida. Y el planeta ha empezado a generar
sus respuestas a la infección. Por un lado, los fenómenos climáticos
que resultan de la fiebre de Gaia, son como los procesos inflamatorios
que desencadenan en el cuerpo humano una infección. Por otro, la
alteración de los ecosistemas y el desplazamiento de muchas especies
fuera de su hábitat han provocado que los parásitos con los que han
convivido durante los millones de años de evolución, hayan pasado las
barreras naturales a otros hospedadores. Y el absurdo mecanismo humano
de introducir especies de un ecosistema, en el hábitat humano de las
casas, a través del comercio de mascotas, la alimentación con especies
salvajes sin controles adecuados de su viabilidad, o la cría en
cautividad con diferentes objetivos, está contribuyendo a que algunos de
sus patógenos hayan encontrado nuevos hospedadores en los seres
humanos, sin tiempo para que los sistemas inmunitarios respondan con la
necesaria eficacia. Ha pasado con la gripe aviar, con el ébola y,
probablemente, con el covid-19. Es el mecanismo de defensa de Gaia
contra el patógeno que la amenaza y la está enfermando: nosotros mismos.
Como ha publicado recientemente el biólogo e investigador del CSIC,
Fernando Valladares (https://www.valladares.info/), teníamos la mejor
vacuna para el covid-19 y para las demás infecciones que, probablemente,
nos van a sobrevenir con más frecuencia cada vez. Esa vacuna genérica,
sostenible, barata y de fácil acceso, era un medio ambiente en buen
estado. Pero no se han escuchado, durante los últimos treinta o cuarenta
años las voces de los científicos que alertaban sobre la degradación
del planeta. Ahora se han puesto en marcha drásticas medidas que
intentan poner freno a la pandemia, y al mismo tiempo, vemos cómo la
naturaleza, lejos de la agresión humana, se recupera a un ritmo que
creíamos imposible. Gaia parece curarse de las heridas.
Por otra parte, cuando se habla de la vuelta a la normalidad, debemos
preguntarnos qué tipo de normalidad es la que nos va a permitir vivir
en armonía con nuestro planeta, con Gaia. Pasan los días y a medida que
la crisis sanitaria va siendo superada, los medios de comunicación
repiten el mantra del retorno “a la nueva normalidad”. Curioso concepto.
En primer lugar, porque se integra a partir de dos términos
evidentemente contradictorios. Algo nuevo, no puede ser normal. La nueva
situación, en todo caso, tenderá a un estatus de normalidad a medida
que vaya transcurriendo el tiempo; es decir, a medida que deje de ser un
término que podamos no identificar como nuevo.
La crisis sanitaria y la consecuente crisis económica ya están
poniendo en jaque el denominado “estado de bienestar”. Y más allá de
esto, la proyección exitosa de las propias democracias occidentales,
que, si bien pueden tener y de hecho tienen múltiples fallos en lo
relativo a la garantía de la justicia social, resultan ser el mal menor
ante la amenaza constante que supone la globalización capitalista y
ultraliberal, actualmente dominante en el control y acaparación de la
riqueza, de los recursos naturales y en definitiva de las posibilidades
de supervivencia de nuestra especie y del resto de las especies que nos
acompañan.
Considerando lo anterior, cabría preguntarse cuáles son las causas
que nos han traído hasta la encrucijada en la que nos encontramos: ¿Qué
valor le veníamos concediendo a las evidencias obtenidas a través del
conocimiento científico?. ¿Quiénes sino los servicios públicos de todo
tipo son los que nos están ayudando a superar la situación?. ¿En qué nos
ha beneficiado, o más bien a quiénes ha beneficiado, la creciente
privatización de los mismos?. ¿Qué ha supuesto – a partir de la caída en
la crisis financiera de la última década – la precarización en las
inversiones a favor de la Ciencia, la formación académica, la sanidad
pública, de las condiciones mínimas de supervivencia de las clases más
desfavorecidas?.
Si partimos de la base -quizá un tanto ingenua pero al menos
esperanzada- de que todo por lo que estamos pasando nos haya servido
para aprender de nuestros propios errores, nos preguntamos: ¿de verdad
estamos en condiciones de regresar a lo que hasta hace sólo unos meses
llamábamos “normalidad”?. ¿Acaso no nos damos cuenta de que era
precisamente esa “normalidad” la que nos ha traído hasta donde estamos?.
Más allá de las cuestiones éticas o de mero sentido común, partiendo
la conceptualización propia de la Teoría General de Sistemas
(Bertalanffy, 1950; Varela y Maturana, 1973), el planeta Tierra es un
sistema real, natural y abierto, integrado por múltiples elementos
(biodiversidad, elementos inorgánicos, flujos de materia y energía,
intercambio de información a múltiples niveles, subsistemas económicos y
sociales, relaciones entre dichos elementos etc.) que interaccionan
entre sí configurando a cada instante un estado de equilibrio cambiante
en el tiempo.
Por una parte, la propia Teoría General de Sistemas, viene a
determinar que es imposible retornar a un equilibrio idéntico al del
instante anterior a un tiempo concreto después de atravesar cualquier
tipo de perturbación. Es decir, una vez superada la perturbación, el
sistema volverá a estar en un equilibrio (continuamente cambiante eso
sí), pero el sistema nunca volverá a ser el mismo. Esto es, a partir de
la crisis de la COVID-19, no cabe posibilidad alguna de volver al
estadío previo. Esta gran perturbación supondrá, ya está suponiendo, un
antes y un después, un cambio de paradigma para la organización de las
sociedades humanas, de su economía y de su relación con el medio
ambiente.
De manera que se hace imprescindible plantearse un “reseteo” del
sistema partiendo de unas premisas que, ante situaciones similares o aún
más graves (nuevas pandemias, crisis condicionadas por el cambio
climático, agotamiento de recursos naturales no renovables, extinción
masiva de especies y la consecuente pérdida de biodiversidad), nos
permitan afrontar el futuro con unas mínimas garantías de éxito, es
decir, de supervivencia.
Esto es, vistos los posibles factores de amenaza que condicionarán
las crisis que se encuentran a la vuelta de la esquina, una sociedad
democrática, solidaria y responsable, debe plantearse que la
supervivencia de nuestra especie y la del resto de especies que nos
acompañan, la salida a ésta y a cualesquiera otras posibles y muy
probables crisis, deberá ser una salida “verde”, o simplemente no será.
En un primer escenario, el de la situación asociada al coronavirus, y
especialmente en las grandes ciudades, parece evidente que vamos a
necesitar mayores espacios para garantizar la distancia sanitaria de
seguridad. ¿Acaso es esto posible en una ciudad ideada para la
circulación de todo tipo de vehículos a motor?. ¿No sería más
conveniente incrementar la peatonalización del espacio en los núcleos
centrales de las grandes ciudades?.
Además, si utilizar el transporte público evidentemente supone la
asunción de ciertos riesgos sanitarios y por otra parte utilizar
masivamente el vehículo privado no hará más que incrementar el número de
muertes a consecuencia de la polución (hecho demostrado y admitido a
todos los niveles, incluida la tan traída y llevada OMS), ¿no sería más
conveniente potenciar de forma masiva el empleo de medios de transporte
no contaminantes como la bicicleta, como ya sucede en numerosas
ciudades europeas?.
En cuanto al abastecimiento de todo tipo de bienes y servicios,
entendemos que especialmente para ciertos artículos de primera necesidad
no podemos estar dependiendo de las importaciones desde el otro lado
del mundo, que no son operativas en situaciones críticas, suponen altos
costes de transporte y llevan aparejadas ingentes emisiones de gases de
efecto invernadero. Como tampoco podemos esperar a salir de la crisis
queriendo funcionar como un país simplemente dedicado a los servicios,
al ya rancio “sol y playa” para todos; sin reorganizar nuestros sectores
agrícola e industrial. Además, no podemos estar dependiendo de la
obtención de energía “cara” (por importada) y “sucia” (por proceder de
combustibles fósiles), con sus nefastos efectos sobre el calentamiento
global. Sobre todo si se considera que vivimos en el país europeo con
mayor acceso potencial a la energía solar y eólica a pequeña escala, en
nuestras propias casas.
El autoabastecimiento energético o de productos alimenticios, en el
marco de una desintensificación del modelo agropecuario y en aras de la
producción sostenible, de ciclo corto, con menos intermediarios y
mejores precios para los productores, será una herramienta fundamental
de la salida en verde.
Y algo similar podemos decir para el sector industrial. En
conciencia, no podemos seguir planteándonos el abastecimiento de bienes y
servicios produciendo miseria en países en vías de desarrollo, al
tiempo que dejamos hundirse nuestro sector industrial y ensuciamos y
recalentamos el planeta por las emisiones asociadas a la producción
“petróleo – dependiente” o al transporte de mercancías. Habrá quien
piense que los costes de producción en países lejanos de empresas
españolas deslocalizadas (o en empresas extranjeras, que tanto da)
justifican esta situación si no queremos pagar precios desorbitados. A
este razonamiento, quienes conservamos algo de conciencia para con el
bienestar de nuestros congéneres, confrontamos la urgente necesidad de
mostrarnos intolerantes ante la pertinaz existencia de los paraísos
fiscales. Tal vez si quienes producen bajo el palio de la evasión de sus
impuestos en este tipo de chiringuitos vieran algo limitada su codicia y
pagaran sus impuestos en el país del que dicen sentirse tan patriotas,
el estado no andaría con una mano atrás y otra delante, endeudándose
hasta límites insospechados hasta hace apenas cuarenta años y dejando a
los que vengan detrás una factura que difícilmente podrán pagar al
tiempo que sobrellevan una vida mínimamente digna. Sin menoscabo de que
parte de estos impuestos pudieran servir para mejorar las inversiones en
Ciencia, educación, sanidad, I+D+i, el propio sector industrial patrio o
en suplir algunos costes de producción que pudieran servir de cara a la
consecución de unos salarios más dignos o de una renta mínima
garantizada para los más desfavorecidos.
Por último, no debemos olvidar que la “antigua normalidad”, ha
producido hasta el momento una pérdida de biodiversidad sin precedentes.
Ha conducido a nuestro planeta a los inicios de lo que muchos expertos
ya denominan la “sexta extinción masiva”. Con la pérdida de
biodiversidad, con la simplificación de nuestros ecosistemas, no sólo
estamos cayendo en la inmundicia moral de ir esquilmando poco a poco
algo tan raro a escala universal como es la presencia de vida, sino que,
ya desde el punto de vista de la conservación de nuestra propia
especie, constituye un error de dimensiones difícilmente descriptibles.
El 100 % de los elementos que utilizamos en la actualidad para combatir
con nuestra farmacopea no sólo la COVID-19, sino la inmensa mayoría de
las enfermedades que afectan a la humanidad, se obtiene a partir de
infinidad de recursos naturales que se encuentran en nuestros
ecosistemas. La devastación de la vida mediante procesos tan complejos y
de potente inercia como el cambio climático, la pérdida de
biodiversidad y la desaparición de los ecosistemas más amenazados, no
son más que diferentes maneras de tirar piedras, cada vez más pesadas,
contra nuestro propio tejado.
Así las cosas, la elección es clara: si queremos seguir enfermando a
Gaia y sufrir nuevamente sus mecanismos de respuesta, ya conocemos el
camino. Pero si entendemos que no merece la pena seguir el camino del
derroche, la destrucción, la ocupación de los ecosistemas, habrá que
modificar nuestra forma de vida y, en definitiva, nuestra forma de
relacionarnos con los demás componentes de Gaia. Es una elección a vida o
muerte. La salida a la crisis de la COVID-19, y de cualquiera de las
otras crisis que nos amenazan y de las que la inmensa mayoría de los
científicos (los mismos que esperamos que con el desarrollo de una nueva
vacuna nos salven la vida), nos vienen advirtiendo desde hace años,
será “verde”, en la perspectiva de la “ecología social” o simple y
llanamente, no será.
https://www.ecologistasenaccion.org/144813/coronavirus-gaia-y-la-humanidad/
e.
Coronavirus: ¿reacción y represalia de Gaia?
17 de junio de 2020
Todo está relacionado con todo: es hoy un dato de la conciencia
colectiva de los que cultivan una ecología integral, como Brian Swimme y
tantos otros científicos y el Papa Francisco en su encíclica “Sobre el
cuidado de la Casa Común”. Todos los seres del universo y de la Tierra,
también nosotros, los seres humanos, estamos envueltos en intrincadas
redes de relaciones en todas las direcciones, de suerte que no existe
nada fuera de la relación. Esta es también la tesis básica de la física
cuántica de Werner Heisenberg y de Niels Bohr.
Eso lo sabían los pueblos originarios, como lo expresan las sabias
palabras del cacique Seattle en 1856: “De una cosa estamos seguros: la
Tierra no pertenece al hombre. Es el hombre quien pertenece a la
Tierra. Todas las cosas están interligadas como la sangre que une a una familia; todo está relacionado entre sí.
Lo que hiere a la Tierra hiere también a los hijos e hijas de la
Tierra. No fue el hombre quien tejió la trama de la vida: él es
meramente un hilo de la misma. Todo lo que haga a la trama, se lo hará a
sí mismo”. Es decir, hay una íntima conexión entre la Tierra y el ser
humano. Si agredimos a la Tierra, nos agredimos también a nosotros
mismos y viceversa.
Es la misma percepción que tuvieron los astronautas desde sus naves
espaciales y desde la Luna: Tierra y humanidad son una misma y única
entidad. Bien lo declaró Isaac Asimov en 1982 cuando, a petición del New
York Times, hizo un balance de los 25 años de la era espacial: “El
legado es la constatación de que, en la perspectiva de las naves
espaciales, la Tierra y la humanidad forman una única entidad (New York Times, 9 de octubre de 1982)”. Nosotros somos Tierra. Hombre viene de húmus, tierra fértil, el Adán bíblico
significa hijo e hija de la Tierra fecunda. Después de esta
constatación, nunca más ha apartado de nuestra conciencia que el destino
de la Tierra y el de la humanidad están indisociablemente unidos.
Desafortunadamente ocurre aquello que el Papa lamenta en su encíclica
ecológica: “nunca hemos maltratado y herido tanto a nuestra Casa Común
como en los dos últimos siglos” (nº 53). La voracidad del modo de
acumulación de la riqueza es tan devastadora que hemos inaugurado, dicen
algunos científicos, una nueva era geológica: la del antropoceno.
Es decir, quien amenaza la vida y acelera la sexta extinción masiva,
dentro de la cual estamos ya, es el mismo ser humano. La agresión es tan
violenta que más de mil especies de seres vivos desaparecen cada año,
dando paso a algo peor que el antropoceno, el necroceno: la era
de la producción en masa de la muerte. Como la Tierra y la humanidad
están interconectadas, la muerte se produce masivamente no solo en la
naturaleza sino también en la humanidad misma. Millones de personas
mueren de hambre, de sed, víctimas de la guerra o de la violencia social
en todas partes del mundo. E insensibles, no hacemos nada.
No sin razón James Lovelock, el formulador de la teoría de la Tierra
como un superorganismo vivo que se autorregula, Gaia, escribió un libro
titulado La venganza de Gaia (Planeta 2006).
Calculo que las enfermedades actuales como el dengue, el
chikungunya, el virus zica, el sars, el ébola, el sarampión, el
coronavirus actual y la degradación generalizada en las relaciones
humanas, marcadas por una profunda desigualdad/injusticia social y la
falta de una solidaridad mínima, son una represalia de Gaia por las
ofensas que le infligimos continuamente. No diría como J. Lovelock que
es “la venganza de Gaia”, ya que ella, como Gran Madre que es, no se
venga, sino que nos da graves señales de que está enferma (tifones,
derretimiento de casquetes polares, sequías e inundaciones, etc.); y, al
límite, porque no aprendemos la lección, toma represalias como las
enfermedades mencionadas.
Recuerdo el libro-testamento de Théodore Monod, tal vez el único gran naturalista contemporáneo, Y si la aventura humana fallase (París,
Grasset 2000): «somos capaces de una conducta insensata y demente; a
partir de ahora se puede temer todo, realmente todo, inclusive la
aniquilación de la raza humana; sería el precio justo de nuestras
locuras y crueldades» (p.246).
Esto no significa que los gobiernos de todo el mundo, resignados,
dejen de combatir el coronavirus y de proteger a las poblaciones ni de
buscar urgentemente una vacuna para combatirlo, a pesar de sus
constantes mutaciones. Además de un desastre económico-financiero puede
significar una tragedia humana, con un número incalculable de víctimas.
Pero la Tierra no se contentará con estas pequeñas contrapartidas.
Suplica una actitud diferente hacia ella: de respeto a sus ritmos y
límites, de cuidado a su sostenibilidad y de sentirnos, más que hijos e
hijas de la Madre Tierra, la Tierra misma que siente, piensa, ama,
venera y cuida. Así como nos cuidamos, debemos cuidar de ella. La Tierra
no nos necesita. Nosotros la necesitamos. Puede que ya no nos quiera
sobre su faz y siga girando por el espacio sideral pero sin nosotros,
porque fuimos ecocidas y geocidas.
Como somos seres de inteligencia y amantes de la vida podemos cambiar
el rumbo de nuestro destino. Que el Espíritu Creador nos fortalezca en
este propósito.
https://alc-noticias.net/es/2020/03/24/coronavirus-reaccion-y-represalia-de-gaia/
Amiga,
Amigo:
No escuchamos las señales del Cambio
Climático, no escuchamos la contaminación que, por ejemplo se ve por el
plástico que ha creado islas de plástico en el mar y matado a importante fauna
marítima, en fin tantas negativas cosas de advertencia planetaria que no hemos
escuchado.
Recuerdo que hace algunos años escribí
señalando que para el planeta somos los únicos seres pensantes y con
soberbia y de manera irresponsable actuamos cual virus tóxico planetario y la Tierra iba a reaccionar con
impensados anticuerpos contra nosotros los tóxicos agresores. Jamás pensé que
uno de esos anticuerpos defensivos de GAIA sería un coronavirus chino que, por
las razones que sea a la fecha tiene a más de 8,4
millones de personas contaminadas y más de 456.000 muertos en todo el mundo. En
Chile nos encontramos muy mal y la
Pandemia estaría fuera de control, en especial por la poca
credibilidad poblacional para con el gobierno y sus autoridades al no cumplir
mucha gente de manera adecuada las advertencias y restricciones a pesar de
tanta advertencia...
Igual tengo ESPERANZA en que, por nuestra coherencia mental
subconsciente por sobre la de los señores del Nuevo Orden
Mundial que quieren tener menos habitantes y cada día más
bienes, siendo como los menos con más los que controlen a los
más con menos: OJO! Podemos entrar en mundial estallido social
de rebeldía y somos más pero mucho más que ellos.
O por
ayuda Superior se logrará un Mundo Mejor.
Dr. Iván Seperiza Pasquali
Quilpué, Chile
Junio de 2020
Portal
MUNDO MEJOR: http://www.mundomejorchile.com/
Correo
electrónico: isp2002@vtr.net