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La nueva edición
en español de “Hiroshima” incluye cinco capítulos: los primeros cuatro
corresponden al artículo de John Hersey publicado por The New Yorker en 1946 y
el quinto está centrado en una segunda parte escrita por Hersey casi 40 años
más tarde, en la que analiza lo que le pasó a seis sobrevivientes durante todo
ese tiempo.
El traductor al
español, Juan Gabriel Vásquez señala sobre el presente texto escrito por John
Hersey en 1985: Ese texto fue escrito
desde la perspectiva que no se tenía en 1945, y esa perspectiva llegó con una
conclusión triste: la tragedia atómica, la muerte de miles de civiles, no era
necesaria para ganar la guerra. Es más: Hiroshima fue una especie de
laboratorio en el que una potencia de la incipiente Guerra Fría le mostró a la
otra lo que era capaz de hacer. Que tantos no combatientes hayan perdido la
vida en ese espectáculo de fuerza no sólo es terrible: es inmoral. Esa
indignación, en sordina y entre líneas, está en “Las secuelas”. Vázquez en
su traducción-libro lo deja todo en un solo volumen.
Para realzar el testimonio en mi Portal MUNDO MEJOR
preferí destinar el relato de 1946 tal cual fue publicado y quedó con sus
cuatro capítulos en el N° 467 del Portal, y este relato 40 años posterior lo he
dejado en título aparte con el N° 468, que siento es lo que corresponde.
Como
señala John Hersey en “Hiroshima” destaca a seis sobrevivientes de la masacre
nuclear. Los seis personajes son:
- Hatsuyo Nakamura
- la viuda de un sastre que murió prestando servicio en Singapur y tiene
hijos menores de 10 año
- Doctor Terufumi
Sasaki médico de la Cruz Roja que era superado por la demanda de atención y falta de recursos
- Padre Wilhelm
Kleinsorge - un sacerdote jesuita alemán de notable actuación
ayudando a otros y quien sufre de exposición a la radiación
- Toshiko Sasaki
- secretaria en una fábrica de unos 20 años que se encontraba a 1.500 metros del
centro de la explosión, con una lesión horrible en la pierna
- Doctor Masakazu
Fujii destacado médico por su abnegación profesional por sobre el drama personal
- Reverendo Kiyoshi
Tanimoto - un pastor de la Iglesia Metodista
Hiroshima que perdonó y luchó po lar Paz Mundial
Pues bien, casi 40
años después Hersey decide regresar a la nueva Hiroshima y ver qué sucedió con
esos seis personajes que inspiraron su relato estremecedor en 1946 y que él así,
como se verá a continuación en 1985 describió para la revista The New Yorker:
Las secuelas
del desastre
Por John Hersey 1985
Traducción de Juan Gabriel Vázquez de Colombia
Hatsuyo Nakamura
Hatsuyo Nakamura, débil y desposeída, emprendió una lucha valerosa que duraría
muchos años por mantener vivos a sus niños, y por mantenerse viva ella misma. Hizo
reparar su oxidada máquina Sankoku y comenzó a aceptar trabajos de costurera:
limpiaba la casa, lavaba la ropa y los platos de vecinos que se encontraban en
mejor posición que ella. Pero el trabajo la agotaba tanto que tenía que tomarse
dos días de descanso por cada tres de labores, y si por alguna razón se veía
obligada a trabajar la semana entera, tenía entonces que descansar durante tres
o cuatro días. Apenas ganaba lo suficiente para comer. Entonces, precisamente
en un momento tan precario, enfermó.
Su vientre empezó a hincharse, sufría de diarrea y de
tanto dolor que no podía
hacer ningún trabajo. Un doctor que vivía cerca vino a
verla. Le explicó que
tenía lombrices, y le dijo, equivocadamente: «Si le
muerden el intestino,
morirá». En aquellos días había en
Japón escasez de fertilizantes, así que los
granjeros usaban estiércol humano, y como consecuencia muchas
personas
empezaron a sufrir de parásitos que no eran fatales en sí
pero que debilitaban seriamente a quienes habían tenido
radiotoxemia. El doctor trató a Nakamura-san (como se hubiera
dirigido a ella)
con santonin, una medicina un tanto peligrosa derivada de ciertas
variedades de
artemisia. Para pagar al doctor, ella se vio
forzada a vender su último objeto de valor, la máquina de coser de su
esposo. Después consideraría ese instante como el más triste y bajo de su vida.
Al referirse a quienes pasaron por la experiencia de los bombardeos de
Hiroshima y Nagasaki, los japoneses tendían a evitar el
término
«sobrevivientes», porque concentrarse demasiado en el hecho
de estar con vida
podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos. La clase de
personas a la que
pertenecía Nakamura-san vino a ser conocida con un nombre
más neutral, «hibakusha»:
literalmente, «personas afectadas por una
explosión». Durante más de una década
después de las explosiones, los hibakushas vivieron en una
especie de limbo económico,
aparentemente porque el gobierno japonés no quería
aceptar ningún tipo de responsabilidad moral por
los hechos horrendos cometidos por los victoriosos Estados Unidos.
Aunque
pronto resultó claro que muchos hibakushas sufrieron, tras su
contacto con la
bomba, consecuencias radicalmente distintas de las sufridas por los
sobrevivientes de
bombardeos tan espantosos como los de Tokio y otros lugares, el
gobierno nunca
tomó medidas especiales para auxiliarlos, hasta que una tormenta
de indignación
atravesó Japón cuando veintitrés tripulantes de un
barco de pescadores —el
«Dragón con suerte N°. 5»— y su carga de
atún fueron alcanzados por las radiaciones de la bomba de
hidrógeno que los norteamericanos ensayaban en Bikini, en 1954.
Incluso
entonces tuvieron que pasar tres años antes de que la ley de
auxilio para los
hibakushas fuera aprobada en el Diet.
Aunque Nakamura-san no podía saberlo, un oscuro porvenir la esperaba. En
Hiroshima, los primeros años después de la guerra fueron un tiempo
particularmente doloroso para gente como ella: un tiempo de desorden, hambre, codicia,
robos, mercados negros. Los empleados no—hibakushas desarrollaron prejuicios
contra los sobrevivientes cuando corrió el rumor de que eran beneficiarios de
todo tipo de ayudas, y de que incluso aquellos, como Nakamura-san, que no
habían sufrido mutilaciones crueles ni desarrollado síntomas serios y
manifiestos, eran trabajadores poco confiables, puesto que la mayoría parecían sufrir,
como ella, del malestar misterioso pero real que llegó a ser reconocido como un
tipo duradero de la enfermedad de la Bomba A:
debilidad persistente, mareos ocasionales, problemas digestivos, todos
agravados por un sentimiento de opresión, una sensación
de estar condenados a muerte,
pues se creía que inefables enfermedades podían en
cualquier momento plantar su semilla en el cuerpo de sus
víctimas e incluso en el de sus
descendientes. Nakamura-san se esforzaba por vivir el día a
día, y no tenía
tiempo para adoptar poses acerca de la bomba ni nada parecido.
Curiosamente, la
sostenía una especie de pasividad resumida en una frase que ella
misma solía
usar, «Shikata ga nai», que significaba: «Nada que
hacer». No era una mujer
religiosa, pero vivía en una cultura impregnada desde tiempos
inmemoriales por
la creencia budista de que la resignación lleva a una
percepción clara de las
cosas; había compartido con otros ciudadanos un profundo
sentimiento de impotencia
frente a una autoridad estatal que había gozado de una solidez
divina desde la Restauración Meiji
de 1868; y el infierno que le había tocado presenciar, y las terribles secuelas
del desastre que se desarrollaban a su alrededor, trascendieron el entendimiento humano de tal
forma que fue imposible considerarlas obra de seres humanos resentidos, como el
piloto del «Enola Gay», o el presidente Truman, o los científicos que construyeron
la bomba —o incluso, más próximos a ella, los militaristas japoneses que fueron
responsables de la entrada en guerra—. La bomba parecía casi un desastre
natural: un desastre que era simplemente consecuencia de la mala suerte, parte
del destino (que debía ser aceptado).
Después de la purga, cuando comenzó a sentirse mejor,
Nakamura-san hizo un acuerdo
para repartir el pan de un panadero llamado Takahashi, cuya
panadería quedaba en
Nobori-cho. Cuando se sentía dispuesta, recibía pedidos
de comerciantes al detalle
de su vecindario, y a la mañana siguiente recogía las
barras de pan requeridas
y las llevaba por la calle, en canastas y cajas, hasta las tiendas. Era
un
trabajo agotador por el cual ganaba el equivalente de cincuenta
centavos de dólar al día. Luego, tenía que tomarse
varios días de descanso. Después de cierto tiempo, cuando
comenzó a sentirse algo más fuerte, se hizo
cargo de otro tipo de venta ambulante. Se levantaba cuando aún
estaba oscuro, y
durante dos horas empujaba una carretilla prestada a través de
la ciudad y
hasta una sección llamada Eba, sobre la boca de uno de los siete
ríos del
estuario que, en la desembocadura del Ota, divide Hiroshima. Al
amanecer, los
pescadores arrojaban allí esas redes que parecían faldas
con plomos, y ella los
ayudaba cuando había que tirar de la red para recoger la pesca.
Entonces empujaba
el carrito de vuelta a Nobori-cho y vendía el pescado de puerta
a puerta.
Ganaba apenas lo suficiente para comer.
Un par de años después pudo encontrar un trabajo que se acomodaba mejor a su
ocasional necesidad de descanso, porque podía, dentro de ciertos límites,
llevarlo a cabo en su propio tiempo. Se trataba de recolectar dinero para la
distribución del diario de Hiroshima, el Chugoku Shimbun, que era leído
por la mayoría de los habitantes de la ciudad. Tenía que cubrir un territorio
extenso, y con frecuencia sus clientes no se encontraban en casa o le
aseguraban que en ese instante no podían pagar, así que ella se veía obligada a
volver una y otra vez. Con este trabajo ganaba el equivalente a veinte dólares
al mes. Cada día su fuerza de voluntad y su cansancio parecían luchar hasta
lograr un difícil empate.
En 1951, después de años de esta dura rutina, a Nakamura-san le tocó en
suerte —fue su destino, que debía ser aceptado— resultar elegible para mudarse
a una mejor casa. Dos años antes, un cuáquero de nombre Floyd W Schmoe, profesor
de dendrografía de la
Universidad
de Washington, había venido a Hiroshima, llevado
aparentemente por profundos afanes de expiación y
reconciliación, formado un
equipo de carpinteros y, con sus propias manos (y las de ellos),
había
comenzado a construir una serie de casas estilo japonés para las
víctimas de la bomba; en total, el equipo llegó
eventualmente
a construir veintiún casas. Una de ellas le fue asignada a
Nakamura-san. Los
japoneses miden sus casas por múltiplos del área de la
estera tsubo que
cubre el piso, que mide algo más de tres metros cuadrados, y las casas Doctor Shum-o, como las llamaban los habitantes
de Hiroshima, tenían dos habitaciones de seis esteras cada una. Fue un gran
paso adelante para los Nakamura. Esta casa olía a madera nueva y a esteras limpias. La renta debía
pagarse al gobierno de la ciudad, y era el equivalente de un dólar mensual.
A pesar de la pobreza de la familia, los niños parecían crecer normalmente.
Yaeko y Myeko, las dos hijas, estaban anémicas, pero hasta ese momento ninguno
de los tres había sufrido las complicaciones más serias que sufrían tantos
jóvenes hibakushas. Yaeko, que ahora tenía catorce años, y Myeko, de once, asistían a la escuela
secundaria. El niño, Toshio, listo para entrar a la preparatoria, iba a tener
que ganar dinero para pagar su escuela, así que comenzó a repartir diarios en
los lugares donde su madre recolectaba dinero. Aquellos sitios quedaban a
alguna distancia de la casa Doctor Shum-o, y ambos tenían que tomar el tranvía
entre la casa y el trabajo a horas difíciles.
La vieja choza de Nobori-cho permaneció desocupada durante un tiempo, y,
mientras continuaba con su recaudación para periódicos, Nakamura-san la
convirtió en una pequeña tienda callejera para niños, y vendía patatas dulces —asadas por ella
misma—, dagashi,
o pequeños dulces, pasteles de arroz y juguetes baratos
que le compraba a un mayorista. Durante todo este tiempo había
estado recaudando los pagos de una pequeña
compañía química, Suyama, fabricante de bolitas de
naftalina que se vendían
bajo la marca Paragen. Allí trabajaba una amiga suya, y un
día la amiga le
sugirió que entrara a la compañía y ayudara a
envolver el producto en sus
paquetes. Nakamura-san supo que el dueño era un hombre compasivo
que no
compartía el resentimiento de otros empleadores hacia los
hibakushas; de hecho,
había varias entre las veinte mujeres de su equipo de
empacadoras. Nakamura-san objetó que era incapaz de trabajar
más
de algunos días seguidos; la amiga la persuadió de que el
señor Suyama lo
entendería.
Así que empezó a trabajar. Vestidas con uniformes de la compañía, las mujeres
permanecían de pie, algo inclinadas hacia delante, a ambos lados de un par de
correas transportadoras, trabajando tan rápido como fuera posible para empacar
en celofán dos tipos distintos de Paragen. El olor del Paragen causaba mareos y
al principio hacía arder los ojos. Su principal ingrediente, el
paradiclorobenzeno en polvo, había sido comprimido en bolas de naftalina con
forma de pastillas, y en esferas más grandes, del tamaño de una naranja, que se
colgaban en los servicios japoneses donde su repugnante olor pseudomedicinal compensaba
la inexistencia de una cisterna.
Como novata, Nakamura-san recibió ciento setenta yenes al día: menos de
cincuenta centavos de dólar. Al principio el trabajo era complicado,
terriblemente agotador y un poco nauseabundo. Su palidez preocupaba a su jefe.
Con frecuencia se tomaba el día libre. Pero poco a poco se acostumbró a la fábrica. Hizo nuevas amigas.
Había una atmósfera familiar. Logró aumentos. En las dos pausas de diez
minutos, en la mañana y en la tarde, cuando las correas transportadoras se
detenían, había un murmullo de risas y cotilleos al cual ella se sumaba.
Parecía que en el fondo de su temperamento hubiera habido, a lo largo de todo este tiempo, un núcleo de
alegría que actuara como el combustible de su larga lucha contra la lasitud de la
bomba atómica; algo más cordial que la mera sumisión, más vivificante que decir
«Shikata ganai». Las demás
mujeres se encariñaron con ella; ella les hacía favores todo el tiempo. Comenzaron
a llamarla Obasan, que aproximadamente significa «tía querida». Trabajó trece
años en Suyama. Aunque su energía todavía rendía cuentas de vez en cuando al
síndrome de la bomba atómica, las traumáticas experiencias de ese día de 1945
parecían alejarse gradualmente en su memoria.
El episodio del «Dragón con suerte No. 5» ocurrió en 1954, un año después de
que Nakamura-san comenzara a trabajar para Suyama. En medio de la fiebre de
indignación que hubo a continuación en el país, la provisión de cuidados
médicos adecuados para las víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki se
volvió por fin cuestión política. Casi cada año desde 1946, en el día del
aniversario del bombardeo de Hiroshima, un Encuentro Conmemorativo por la Paz había tenido lugar en un parque definido por
los urbanistas durante la reconstrucción de la ciudad como lugar de recuerdo; el
6 de agosto de 1955, fue allí donde se reunieron delegados de todo el mundo para
la Primera
Conferencia
contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno. En el segundo
día de la conferencia, un grupo de hibakushas dio testimonio,
entre
lágrimas, de la falta de atención por parte del gobierno
hacia sus peticiones.
Los partidos políticos japoneses asumieron la causa, y por fin,
en 1957, el
Diet promulgó la Ley
de Cuidados Médicos para las Víctimas de la Bomba Atómica. Esta
ley —y sus modificaciones subsiguientes— definió cuatro clases de personas que
serían candidatas a ayudas: aquellos que estaban en los límites de la ciudad el
día de la bomba; aquellos que entraron en un área de dos kilómetros de radio a partir
del hipocentro en los catorce días siguientes al bombardeo; aquellos que entraron
en contacto físico con las víctimas, ya fuera administrándoles primeros
auxilios o cremando sus cuerpos; y aquellos que fueron embriones en el vientre de una mujer incluida en cualquiera
de las tres categorías anteriores.
Estos hibakushas tenían derecho a recibir los llamados libros de salud, los
cuales les daban, a su vez, derecho a tratamiento médico gratuito. Posteriores
revisiones de la ley asignaron mensualidades a víctimas que sufrieran de ciertas
secuelas. Como muchos hibakushas, Nakamura-san se había mantenido lejos de la
agitación, y, de hecho, como varios sobrevivientes, ni siquiera se molestó por conseguir un libro de salud
hasta un par de años después de que éstos aparecieran. Siempre había sido
demasiado pobre para frecuentar a un doctor, y se había acostumbrado a
arreglárselas sola y como pudiera, fuera cual fuese su problema. Además compartía
con otros sobrevivientes la sospecha de que había motivos ulteriores de parte de esa gente politizada que
participaba en las ceremonias y conferencias anuales.
Inmediatamente después de graduarse, Toshio, el hijo de Nakamura-san, fue a
trabajar para la división de buses de los Ferrocarriles Nacionales japoneses.
Trabajaba en las oficinas administrativas, primero en Horarios, luego en
Contabilidad. Tenía unos veinticinco años cuando su matrimonio fue arreglado a través de un pariente que
conocía a la familia de la novia. Construyó una ampliación para la casa Doctor
Shum-o, se mudó y comenzó a contribuir a la manutención de su madre. Le dio una
nueva máquina de coser como regalo. Yaeko, la hija mayor, se fue de Hiroshima tan pronto como se hubo graduado de
la escuela secundaria, a los quince años, para ayudara una tía enferma que
administraba un ryokan, una hostería al estilo japonés. Allí se enamoró
de un hombre que solía comer en el restaurante de la hostería, y celebró un
matrimonio por amor. Tras graduarse del bachillerato, Myeko, la más susceptible de los tres al
síndrome de la bomba atómica, se volvió una mecanógrafa experta y tomó cursos
en escuelas de mecanografía. Tiempo después, su matrimonio fue arreglado. Igual que su
madre, los tres hijos evitaron todo tipo de agitación prohibakusha o
antinuclear. En 1966, al cumplir cincuenta y cinco años, Nakamura-san se retiró
de Suyama. Al final recibía un sueldo de treinta mil yenes al mes, cerca de ochenta
y cinco dólares. Sus hijos ya no dependían de ella, y Toshio estaba preparado
para asumir su responsabilidad de hijo frente a su madre.
Ahora se sentía a gusto con su cuerpo; descansaba cuando lo
necesitaba, y no tenía preocupaciones acerca del costo de los medicamentos,
porque había acabado por recoger la libreta de salud número 1.023.993. Era
tiempo de disfrutar la vida. Por el placer de regalar, tomó cursos de bordado y de confección de vestidos para las
tradicionales muñecas kimekomi, que según se dice dan buena suerte. Una vez a
la semana, vestida con un kimono claro, iba a bailar al Grupo de Estudio de la Música Popular
japonesa. Con gestos expresivos y en movimientos establecidos, con las
manos escondidas en los largos pliegues de las mangas del kimono y la cabeza en
alto, Nakamura-san bailaba, moviéndose como si flotara, junto a treinta
agradables mujeres, mientras escuchaban una canción que celebraba la entrada a
una casa: Que florezca tu familia Por milgeneraciones, Por ocho milgeneraciones.
Cerca
de un año después de que Nakamura-san se jubilara, una organización llamada
Asociación de Familias Afligidas la invitó a hacer un viaje en tren con otras
cien viudas
de guerra para visitar el Templo a los hibakushas fue reformada, y Nakamura-san
comenzó a recibir una mensualidad, llamada de protección sanitaria, de seis mil
yenes, cerca de veinte dólares; gradualmente, esta suma se incrementaría hasta
casi el doble. Nakamura-san recibía también una pensión, para la cual había cotizado
en Suyama, de veinte mil yenes al mes, o sesenta y cinco dólares; y durante
varios años había recibido una pensión mensual como viuda de guerra de veinte
mil yenes más. Con la bonanza económica, por supuesto, los precios habían
subido abruptamente (en algunos años Tokio se transformó en la ciudad más costosa
del mundo), pero Toshio se las arregló para comprar un pequeño coche
Mitsubishi, y de vez en cuando se levantaba al amanecer y viajaba dos horas en
tren para jugar golf con sus socios. El marido de Yaeko tenía una tienda de
venta y servicio de calefactores y aparatos de aire
acondicionado, y el marido de Myeko tenía un puesto de dulces y revistas cerca
de la estación de trenes.
En mayo de cada año, por la época del cumpleaños del emperador, cuando los
árboles de la Avenida
de la Paz estaban
en su momento más frondoso y las azaleas florecían por todas partes, Hiroshima
celebraba un festival de flores. Había cabinas de
entretenimiento que
flanqueaban el bulevar, y largos desfiles con carrozas, bandas y miles
de participantes. Cuarenta años después de la bomba,
Nakamura-san bailó
con las mujeres de la
Asociación de Bailes Populares: había seis bailarinas en cada
una de las seis filas. Bailaron Oiwai-Ondo, una canción de felicidad, levantando los
brazos con gestos de alegría y aplaudiendo en ritmos de tres: Pinos verdes,
grullas y tortugas... Debéis contar la historia de vuestros tiempos difíciles Y reír dos veces.
El bombardeo había ocurrido cuatro décadas atrás. ¡Qué lejano parecía! El sol
brillaba ese día. Medir los pasos y levantar los brazos durante horas seguidas
era agotador. A media tarde, Nakamura-san se sintió de repente atontada. Lo
siguiente fue sentir que la levantaban y la metían en una ambulancia, para su gran
vergüenza y a pesar de sus ruegos por que la dejaran quieta. En el hospital dijo que se encontraba bien;
sólo quería volver a casa. Así que la dejaron irse.
En
Yasukuni, en Tokio. Este lugar sagrado, establecido en 1869, estaba dedicado a
las almas de todos los japoneses que habían muerto en las guerras contra las
potencias extranjeras, y podía considerarse análogo, en términos de simbolismo
nacional, al Cementerio Nacional de Arlington —con la diferencia de que aquí se
santificaban almas, no cuerpos—.
El
templo era considerado por muchos japoneses como foco de un militarismo japonés
todavía vivo, pero Nakamura-san, que nunca había visto las cenizas de su esposo
y se había aferrado a la creencia de que algún día lo vería regresar a su lado,
hizo caso omiso de todo aquello. La visita le pareció desconcertante. Aparte de
las cien mujeres de Hiroshima, había en los terrenos del templo una multitud de
mujeres de otras ciudades. A Nakamurasan le fue imposible sentirse en compañía
de su marido muerto, y regresó a casa con la conciencia intranquila.
Eran momentos de auge para Japón.
.
Doctor
Terufumi Sasaki
Al doctor
Terufumi Sasaki todavía lo atormentaban recuerdos de los días y noches
atroces que siguieron a la explosión: distanciarse de ellos sería la labor de
su vida. Aparte de sus tareas como cirujano subalterno en el hospital de la Cruz Roja, ahora tenía que pasar todos los jueves, en la Universidad de Hiroshima, al otro lado de la
ciudad, para ir trabajando poco a poco en su disertación doctoral sobre la
tuberculosis del apéndice. Como era costumbre en Japón, le habían permitido
comenzar prácticas tan pronto como se graduara de la universidad. A la mayoría de los jóvenes
internos, obtener realmente su diploma doctoral les tomaba cinco años de estudio
adicional; por varias razones, al doctor Sasaki le tomaría diez.
Durante ese año, el doctor había estado viajando al trabajo desde el pequeño
pueblo de Mukaihara, donde vivía su madre, a una hora en tren de la ciudad. Su
familia era adinerada; de hecho, a través de los años resultó (y ocurrió igual
para muchos médicos japoneses) que la medicina más eficaz para cualquier enfermedad era el
dinero en efectivo o el crédito, y entre más grande fuera la dosis, mejor el
resultado. Su abuelo
había sido terrateniente y acumulado en las montañas
amplias extensiones de
tierra maderera muy valiosa. Su difunto padre, médico,
había ganado buen dinero
en una clínica privada. Durante los tiempos turbulentos de
hambre y crimen que siguieron
al bombardeo, unos ladrones habían conseguido entrar a dos
depósitos tan
sólidos como un fuerte que había junto a la casa de su
madre, y se llevaron
valiosas reliquias familiares, entre ellas una caja de laca que el
padre había
recibido del Emperador, un antiguo estuche para tinteros y pinceles de
escritura, y una pintura clásica de un tigre que valía
por sí sola diez millones de yenes, más de veinticinco
mil dólares.
Su matrimonio funcionaba bien. Había tenido la oportunidad de escoger. No había
en ese momento muchos solteros tan cotizados como él en Mukaihara; varios
agentes matrimoniales lo habían tanteado, y él había seguido el rastro de
algunos tanteos. El padre de una de las novias ofrecidas había recibido al agente
y lo había rechazado. Quizá debido a que el doctor Sasaki había tenido la
reputación de haber sido en su juventud un chico malo, un «gato salvaje», según
decían algunos; y el padre habría escuchado los rumores de que el doctor
atendía ilegalmente a pacientes de Mukaihara después de sus horas de trabajo en
el hospital de la Cruz Roja.
Pero también era posible que el padre fuera demasiado cuidadoso. De él se decía
que no sólo seguía el refrán japonés «Revisa un puente viejo antes de
cruzarlo», sino que tampoco cruzaba después de revisarlo. El doctor Sasaki no
había experimentado nunca un rechazo semejante, y decidió entonces que ésta era
la chica para él, y, con la ayuda de dos persistentes intermediarios, eventualmente
ganó la confianza del cauteloso padre. Ahora, tras pocos meses de casado, se
daba cuenta de que su esposa era más sabia y más sensata que él mismo.
Gran parte del trabajo que tuvo el doctor Sasaki en el hospital de la Cruz Roja
a través de
los cinco años siguientes consistió en eliminar las
cicatrices queloides,
tumores que causaban comezón, horribles, gruesos y gomosos,
parecidos al
caparazón de un cangrejo, que se formaban a menudo sobre las
quemaduras graves que sufrían los
hibakushas, y particularmente quienes habían estado expuestos al
calor de la
bomba a menos de dos kilómetros del hipocentro. En la lucha con
los queloides,
el doctor Sasaki y sus colegas andaban un poco a ciegas, porque
carecían de
cualquier tipo de literatura confiable para usar como guía.
Encontraron que a
menudo las cicatrices bulbosas se reproducían después de
haber sido eliminadas.
Si no se las trataba, algunas podían infectarse; otras
hacían que los músculos
subyacentes se tensaran. Eventualmente, el doctor Sasaki y sus colegas
llegaron a la reticente conclusión de que en muchos
de los casos no hubieran debido operar. Con el tiempo las cicatrices
tendían a
encogerse espontáneamente, y entonces podían ser
extirpadas con más facilidad o
dejarse de lado.
En 1951 el doctor Sasaki decidió renunciar a aquel hospital de malos recuerdos,
y establecerse en una clínica privada en Mukaihara como lo había hecho su
padre. Era un hombre ambicioso. Había tenido un hermano mayor del cual se
esperaba que, según la costumbre de las familias de médicos en Japón, sucediera
a su padre en la práctica; el segundo hijo tenía que abrirse su propio camino,
y en 1939, llevado por la propaganda de la época a buscar fortuna en las zonas
más vastas y atrasadas de China, Terufumi Sasaki había viajado y estudiado en la Universidad japonesa
Oriental de Medicina, en Tsingtao. Se graduó y regresó a Hiroshima poco antes
de la bomba. Su hermano había muerto en la guerra, así que el camino estaba libre:
no sólo para que el doctor Sasaki pusiera una práctica en la ciudad de su
padre, sino para retirarse de Hiroshima y dejar de ser un hibakusha. Durante
cuatro décadas no le habló a nadie acerca de las horas y los días que siguieron
al bombardeo.
Su
abuelo había depositado grandes sumas de dinero en el Banco de
Hiroshima.
El doctor Sasaki fue al banco con la seguridad de que le darían
un buen
préstamo para ayudarlo a empezar. Pero el banco dijo que una
clínica en una
ciudad tan pequeña podía fácilmente fracasar, y le
dio un crédito máximo de
trescientos mil yenes, menos de mil dólares de la época.
Así que el doctor
Sasaki comenzó a atender pacientes en casa de los padres de su
esposa.
Realizaba cirugías sencillas —apéndices,
úlceras gástricas, fracturas
múltiples— pero también practicaba, de forma algo
arriesgada, cualquier otro
tipo de medicina, excepto ginecología y obstetricia. Le fue
sorprendentemente bien. Poco después venían a verlo casi
cien pacientes por día.
Algunos venían de muy lejos. El banco se percató de ello,
y el límite del
crédito se elevó a un millón de yenes.
En 1954, el doctor Sasaki construyó una clínica adecuada en el terreno de la
familia de su esposa; era una estructura de dos pisos con diecinueve camas para
pacientes internos y una superficie total de doscientos ochenta esteras.
Financió el edificio mediante un préstamo de trescientos mil yenes de parte del
banco y mediante la venta de madera de las tierras heredadas de su abuelo. En
la nueva clínica, con la ayuda de un equipo de cinco enfermeras y tres
aprendices de prácticas, y trabajando sin descanso seis días a la semana de
ocho y media de la mañana a seis de la tarde, el doctor Sasaki siguió
prosperando.
Mucho antes de esto, los médicos de Hiroshima habían
comenzado a percatarse de
que el contacto con la bomba tenía consecuencias mucho
más serias que las heridas
traumáticas y las cicatrices queloides tan dramáticamente
visibles en los
primeros días. Para muchos pacientes, los violentos
síntomas de la radiotoxemia
primaria cesaban con el tiempo, pero pronto fue claro que los
hibakushas eran susceptibles
a secuelas mucho más peligrosas por las enormes dosis de
radiación recibidas de
la bomba. Sobre todo fue evidente, hacia 1956, que la incidencia de
leucemia en
los hibakushas era mucho más alta de lo normal; entre quienes
habían estado
expuestos a la bomba a menos de un kilómetro del hipocentro, se
reportó que la incidencia era entre diez y
cincuenta veces superior a la norma. A través de los
años, los hibakushas
empezaron a temer la aparición de «puntos violetas»,
diminutas hemorragias superficiales sintomáticas
de leucemia. Y después otras formas de cáncer, distintas
de la leucemia y con
períodos de latencia más largos, empezaron a revelarse a
una velocidad mayor que la normal:
carcinomas de la tiroides, los pulmones, los senos, las
glándulas salivares, el
estómago, el hígado, el tracto urinario y los
órganos reproductivos, tanto del
hombre como de la mujer. Algunos sobrevivientes —niños
incluidos— desarrollaban
lo que se llamó cataratas de la bomba atómica. Algunos
niños afectados por la
bomba crecían raquíticos, y uno de los descubrimientos
más terribles fue que algunos de los
niños que habían estado en el vientre de sus madres al
momento de la bomba
nacían con cabezas más pequeñas de lo normal.
Puesto que se sabía que la
radiación afectaba los genes de animales de laboratorio, se
esparció entre los
hibakushas el temor de que descendientes futuros de los sobrevivientes
pudieran
ser objeto de mutaciones. (Fue preciso esperar hasta finales de los
años
sesenta para que los análisis demostraran aberraciones del
cromosoma de los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, y sería
preciso
esperar aún más para saber qué efectos, si
los hubiera, sufriría su progenie.)
Hubo varias enfermedades —menos mortales que los
cánceres— que según muchos doctores eran el
resultado del contacto con la bomba: varios tipos de anemia, mal
funcionamiento
del hígado, problemas sexuales, desórdenes
endocrinológicos, envejecimiento
acelerado y la innegable debilidad acompañada del no -estar- precisamente-enfermo de la cual muchos se quejaban.
El doctor Sasaki, que salvo esta última debilidad no había sufrido problema
alguno, se ocupó poco o nada de aquellas revelaciones. No les seguía la pista
en los periódicos médicos. En su pueblo de las montañas, trató a muy pocos hibakushas.
Vivía encerrado en el presente del indicativo. En 1963, con la intención de
enterarse de los últimos desarrollos en el campo de la anestesia, el doctor Sasaki
fue al hospital de la Cruz Roja de Yokohama para aprender de su director general, el doctor Tatsutaro Hattori.
En tanto que jefe de cirugía del hospital de Hiroshima, el doctor Hattori había
sido superior del doctor Sasaki, había enfermado de radiotoxemia después de la
bomba y se había mudado a Yokohama. El doctor Hattori sugirió que, ya que se encontraba
allí, el doctor Sasaki se sometiera a un examen médico riguroso, aprovechando
el avanzado equipo médico del hospital. El doctor Sasaki estuvo de acuerdo. Una tomografía
de su pecho reveló una sombra en el pulmón izquierdo. El doctor Sasaki era
fumador. Sin entrar en los descubrimientos acerca de la incidencia de cáncer de
pulmón en los hibakushas (suponiendo quizá que el doctor Sasaki lo sabía todo al respecto),
el doctor Hattari recomendó una biopsia. Se llevó a cabo, y cuando el doctor
Sasaki salió de la anestesia vio que su pulmón izquierdo había sido extirpado
entero. Pocas horas después de la operación, la ligadura de uno de los vasos sanguíneos
en la cavidad pulmonar reventó, y el doctor Sasaki sufrió hemorragias severas
durante casi una
semana. Hacia el final de ese tiempo, puesto que continuaba tosiendo sangre y
debilitándose de forma preocupante, se reunió a su alrededor lo que al doctor
le parecía ser un cortejo de muerte: su esposa, el doctor Hattori, la matrona
del hospital y varias enfermeras. Les agradeció, le dijo adiós a su esposa, y murió.
O, mejor, pensó que moría. Poco tiempo después, recuperó la conciencia y se
encontró mejorando poco a poco.
Años después, el doctor Sasaki concluyó que aquella era la experiencia más
importante de su vida —más importante que el bombardeo—. Obsesionado por la
soledad que había sentido cuando creyó que moría, ahora se esforzaba tanto como
fuera posible para acercarse a su esposa y a sus hijos —dos varones y dos
mujeres—. Una tía lo asustó un día diciéndole: «Tienes suerte, Terufumi.
Después de todo, i wa jinjutsu: la medicina es el arte de la compasión».
No había meditado nunca acerca del significado de este refrán, transmitido a
los jóvenes japoneses que se preparan para ser médicos. El doctor tomó entonces
la decisión de guardar la calma y la compostura, y nunca dejar de hacer todo lo
posible por un paciente. Trataría de ser amable con gente a la cual detestaba.
Abandonaría la cacería y el mah jongg. Su esposa le decía: «Has llegado a la
madurez a los cuarenta. Yo crecí a los veinte años». El doctor Sasaki no dejó el cigarrillo.
En 1972, la mujer del doctor Sasaki
murió de cáncer de seno: fue la tercera crisis de su vida. Descubrió entonces
un nuevo tipo de soledad relacionado con la muerte, permanente e intenso. Se consagró
a su trabajo con más energía que nunca. La muerte de su esposa y su propia
agonía, junto a la revelación de que ya no era joven, lo hicieron comenzar a
preocuparse por los ancianos, y decidió construir una clínica mucho más grande
en la cual practicaría medicina geriátrica. Esta rama del arte de la compasión
atraía a algunos de los más hábiles doctores japoneses, y daba la casualidad de
que estaba volviéndose extremadamente lucrativa. Como se lo explicó a algunos
amigos, que se rieron ante lo que consideraron ambición excesiva, todo el mundo
tenía dolores y achaques después de los sesenta, todo el mundo a esa edad
necesitaba masajes, terapia de calor, acupuntura, moxa y el apoyo de un médico
amigable. Vendrían en bandadas.
Para 1977, el crédito del doctor Sasaki frente al Banco de Hiroshima se había
disparado: el último préstamo había sido de diecinueve millones de yenes, o
cerca de ochenta mil dólares. Con este dinero construyó, sobre terrenos de las
afueras, un imponente edificio de concreto de cuatro pisos, con diecinueve cama para pacientes
internos y amplios servicios de rehabilitación, y también con un espléndido
apartamento para él mismo. Contrató a un equipo de tres acupunturistas, tres
terapeutas, ocho enfermeras y quince paramédicos, además de personal de mantenimiento. Sus
dos hijos, Yoshihisa y Ryuji, que para este momento ya eran médicos, venían a
ayudarlo en épocas especialmente concurridas.
Tenía razón acerca de las bandadas. De nuevo se encontró trabajando de ocho a
seis, seis días a la semana, y recibía un promedio de doscientos cincuenta
pacientes al día. Algunos venían de ciudades tan alejadas como Kure, Ondo y Akitsu, sobre la
costa, y otros de pueblos de toda la prefectura. Aprovechando las gigantescas
deducciones fiscales que podían reclamar los doctores japoneses, ahorró grandes
sumas de dinero, y a medida que devolvía los préstamos el banco levantaba aún más
el límite de su crédito. Tuvo la idea de construir un hogar de ancianos que
costaría dos millones de yenes. Sería necesario obtener la aprobación de la Asociación Médica
del Condado de Takata. Presentó los planes. Fue rechazado. Poco después, un
importante miembro de la asociación construyó, en la ciudad de Yoshida, un
hogar exactamente como el propuesto por el doctor Sasaki.
Impertérrito,
consciente de que para sus pacientes ancianos los tres placeres
principales
eran las visitas familiares, la buena comida y los turnos generosos en
el baño,
el doctor Sasaki utilizó los préstamos del banco para
construir, en el lugar de su antigua clínica, una lujosa casa de
baños, aparentemente para uso de los
pacientes, pero abierta también a los habitantes del pueblo, a
quienes se
cobraba más del costo habitual de una casa de baños
pública; sus albercas,
después de todo, eran de mármol. El doctor Sasaki gastaba
medio millón de yenes
al mes (deducibles) en el mantenimiento del
lugar.
Cada mañana, el doctor se reunía con el personal entero
de la clínica. Tenía un
sermón favorito: no trabajes principalmente por dinero; primero
cumple tu deber
con los pacientes, y deja que el dinero venga después; la vida
es corta, no se
vive dos veces; el torbellino alza las hojas y las hace girar, pero
luego las deja
caer, y las hojas se apilan unas sobre otras. La pila del doctor Sasaki
crecía y crecía. Su vida estaba asegurada en cien
millones de yenes; tenía un seguro contra negligencia
profesional por
trescientos millones. Conducía un BMW blanco. Sobre los cofres
de su salón
había jarrones extraordinarios. A pesar de las enormes
deducciones fiscales
otorgadas a los doctores japoneses, el doctor había llegado a
pagar el impuesto
a la renta más alto del condado de Takata (de treinta y siete
mil habitantes),
y sus impuestos estaban entre los más elevados de toda la
prefectura de
Hiroshima (doce ciudades y sesenta y ocho pueblos en quince condados;
dos
millones setecientos mil habitantes).
Tuvo una nueva idea. Perforaría el terreno junto a la clínica en busca de agua
caliente para llenar aguas termales.
Contrató a la Compañía
de Ingeniería Geológica de Tokio para realizar un estudio, y le aseguraron que
si perforaba a una profundidad de ochocientos metros, obtendría de sesenta a
cien litros de agua por minuto, a una temperatura entre 26 y 30 grados. Tuvo visiones de balnearios de aguas
termales; calculó que podría suministrar agua para las termales de tres
hoteles. Comenzó en junio de 1985.
El doctor Sasaki empezó a ser considerado raro por los doctores de Hiroshima. A
diferencia de ellos, no se sentía atraído por la exclusiva sociedad de las
asociaciones médicas. En cambio le gustaban cosas como patrocinar un concurso
de gateball, una variante primitiva del croquet; con frecuencia llevaba
una corbata —que le había costado cinco mil yenes, o veinte dólares— con la palabra
Gateball bordada sobre ella en caracteres ingleses. Su principal
satisfacción, aparte de su trabajo, era hacer un viaje ocasional
a Hiroshima para comer comida china en el sótano del
Gran Hotel, y encender, al final de la comida, un cigarro de la marca
Mild
Seven, en cuyo paquete, junto al nombre en inglés, se
leía esa amable admonición japonesa
Padre
Wilhelm Kleinsorge
De vuelta
por segunda vez al hospital de Tokio, el padre Wilhelm Kleinsorge sufría
fiebres y diarrea, heridas que no sanaban, recuentos sanguíneos terriblemente
fluctuantes y agotamiento absoluto. Durante el resto de su vida el padre sería
el caso clásico de esa forma vaga y fronteriza de radiotoxemia en la cual el
cuerpo de la persona desarrollaba un amplio repertorio de síntomas, pocos de
los cuales podían ser atribuidos a la radiación, pero muchos de los cuales
aparecían en los hibakushas, en combinaciones y grados diversos, con tanta
frecuencia como para que algunos de los doctores y todos los pacientes culparan
a la bomba.
El padre Kleinsorge vivió esta vida miserable con un ánimo extraordinariamente
desinteresado. Tras darse de alta en el hospital, regresó a la diminuta capilla
de Noborimachi, la misma que había ayudado a construir, y allí continuó con su
abnegada vida de pastor.
En 1948 fue nombrado sacerdote de la iglesia Misasa, una iglesia mucho más
grande de otra parte de la ciudad. No había aún demasiados edificios altos, y
la iglesia era conocida por los vecinos como el Palacio Misasa. Un convento de
Ayudantes de Santas Almas existía adjunto a la iglesia, y aparte de su tarea
sacerdotal de dar la misa, escuchar las confesiones y enseñar la Biblia, el padre organizaba
retiros de ochenta días para novicias y hermanas del convento durante los cuales las mujeres
recibían del padre la comunión y las instrucciones para el día a día, y guardaban
silencio. El padre Kleinsorge visitaba todavía a Sasakisan y a otros hibakushas que se encontraban
heridos o enfermos, e incluso hacía de niñero para madres jóvenes. Iba con
frecuencia al sanatorio de Saijyo, a una hora en tren de la ciudad, para
consolar a pacientes tuberculosos.
El padre Kleinsorge fue hospitalizado brevemente dos veces más, en Tokio. Sus
colegas jesuitas alemanes opinaban que en su trabajo se preocupaba demasiado por
los demás y no lo suficiente por sí mismo. Más allá de su obstinado sentido de
la misión, había adoptado para sí mismo el espíritu japonés de enryo: apartarse
a sí mismo, poner a los demás en primer lugar.
Sus colegas pensaban que literalmente se mataría de piedad por los demás;
decían que era demasiado rücksichtsvoll: demasiado atento. Cuando le
llegaban de Alemania comidas finas como obsequio, las regalaba todas. Cuando
consiguió que un doctor de la
Ocupación le diera penicilina, se la dio a parroquianos que
se encontraban tan enfermos como él. (Entre sus muchos achaques, el padre tenía
sífilis; aparentemente se la
habían contagiado en una transfusión, durante alguna de sus hospitalizaciones;
acabó por curarse.) Enseñaba el catecismo aunque tuviera una fiebre alta. Tras
regresar de una larga excursión de visitas sacerdotales, el ama de llaves de
Misasa solía verlo derrumbarse, cabizbajo, en las escaleras de la rectoría,
como una figura de extrema derrota. Y al día siguiente estaba de vuelta en la calle.
Poco a poco, a través de años de trabajo sin descanso, recogió su modesta
cosecha: unos cuatrocientos bautismos, unos cuarenta matrimonios. El padre
Kleinsorge amaba a los japoneses y sus costumbres. Uno de sus colegas alemanes,
el padre Berzikofer, decía en broma que el padre Kleinsorge estaba casado con Japón. Poco después de
mudarse a la iglesia de Misasa, el padre leyó que una nueva ley de
naturalización había sido promulgada por el Diet con estos requisitos: que uno
hubiera vivido cinco años en Japón, fuera mayor de veinte años y mentalmente
sano, de buen carácter, capaz de la propia manutención y capaz de aceptar una
única nacionalidad. Se dio prisa en presentar pruebas de que cumplía con todo
ello, y después de algunos meses
de consideración, fue aceptado. Se registró como ciudadano japonés bajo el
nombre que llevaría de ese momento en adelante: padre Makoto Takakura.
Durante algunos meses de
primavera y verano de 1956, mientras su salud declinaba más todavía, el
padre Takakura llenó una ausencia temporal en una pequeña parroquia del
distrito Noborimachi. Cinco años antes el reverendo Kiyoshi Tanimoto, a quien
el padre Takakura conocía bien, había comenzado a enseñar la Biblia a un grupo de chicas
cuyas caras habían sido desfiguradas por los queloides. Más tarde algunas de
ellas fueron llevadas a los Estados Unidos —las llamadas Doncellas de Hiroshima— para sometidas a cirugía estética. Una de
ellas, Tomoko Nabakayashi, a quien el padre Takakura había convertido y
bautizado, murió en la mesa de operaciones del Hospital Mount Sinai de Nueva
York. Sus cenizas fueron llevadas a su familia cuando el primer grupo de doncellas
regresó a Hiroshima en el verano de 1956, y le correspondió al padre Takakura
presidir el funeral, durante el cual estuvo a punto de desmayarse.
En Noborima-chi comenzó a educar a las mujeres —la madre y dos hijas— de una
familia culta y adinerada de nombre Naganishi. Iba cada tarde a verlas, con o
sin fiebre, siempre a pie. Algunas veces llegaba antes de la hora; recorría de
arriba abajo la calle, y timbraba a las siete en punto. Se miraba en el espejo
del zaguán, se acomodaba el pelo y el hábito, y entraba al salón. Daba una hora
de clases; entonces los Naganishi servían té y dulces, y el padre y las mujeres conversaban hasta las diez en
punto. El padre se sentía como en casa en ese lugar. La hija más joven, Hisako,
sentía devoción por él, y dieciocho meses después, cuando los síntomas del padre
se agravaron tanto que iba a ser necesario hospitalizarlo, ella le pidió que la
bautizara, y él lo hizo el día antes de entrar al hospital de la Cruz Roja de Hiroshima,
donde se quedaría un año entero.
Su achaque más molesto era una rara infección en los dedos, que se habían
hinchado de pus y se negaban a mejorar. Tenía fiebre y síntomas de gripe. Su
cuenta de glóbulos blancos era alarmantemente baja, y le dolían las rodillas,
en particular la izquierda, igual que otras articulaciones. Lo operaron de los
dedos y sanó poco a poco. Recibió tratamiento para la leucopenia. Antes de ser
dado de alta, un oftalmólogo se percató de que el padre tenía comienzos de las
cataratas asociadas a la bomba atómica. El padre regresó a la gran congregación
de Misasa, pero le resultó más y más difícil soportar el tipo de sobrecarga que
le gustaba. Empezó a tener dolores de espalda causados, según los doctores, por
cálculos en los riñones; no les prestó atención. Arrastrado por el constante
dolor y las infecciones instigadas por su escasez de glóbulos blancos,
pasaba los días cojeando, esforzándose más allá de sus capacidades.
Finalmente, en 1960, la diócesis decidió misericordiosamente mandarlo a
cuarteles de invierno, a una iglesia diminuta en el pueblo campestre de
Mukaihara: el pueblo en el cual
florecía el doctor Sasaki con su clínica privada. El
complejo de la iglesia de Mukaihara quedaba sobre la cresta de una
pendiente
que se empinaba desde el pueblo, y comprendía una pequeña
capilla con una tabla
de roble como altar y con espacio para un grupo de veinte parroquianos
arrodillados al estilo japonés sobre un despliegue de esteras
tatami; y, arriba
de la colina, una parroquia estrecha. El padre Takakuta tomó por
dormitorio una
habitación de mucho menos de dos metros cuadrados y tan desnuda
como la celda de un monje; comía junto a
ésta, en otra celda similar; y la cocina y el baño, al
fondo, eran cuartos
oscuros, fríos, hundidos, no más grandes que los otros.
Cruzando un estrecho
corredor que recorría el edificio había una oficina y una
habitación más
grande, la cual el padre Takakura, fiel a su naturaleza, reservaba para
los
invitados.
Cuando llegó la primera vez, se sentía emprendedor, y, bajo el principio de que
las almas se capturan mejor cuando no están maduras, hizo que unos albañiles le
añadieran dos habitaciones más a la capilla y en ellas abrió lo que llamaba el
Jardín Infantil de Santa María. Así comenzó una vida desolada para cuatro católicos:
el padre, dos hermanas japonesas que se encargaban de la enseñanza de los bebés
y una japonesa que cocinaba para ellos. Pocos creyentes venían a la iglesia. La
parroquia consistía de cuatro familias previamente convertidas: unos diez
feligreses en total. Había domingos en que nadie venía a misa. Tras la primera
racha, la energía del padre Takakura flaqueó rápidamente.
Una vez por semana tomaba el tren a Hiroshima e iba al hospital de la Cruz Roja
para hacerse
un chequeo. En la estación de Hiroshima recogía lo que
más le gustaba leer
mientras viajaba: los horarios de los trenes que iban por toda la isla
Honshu.
Los doctores le inyectaban esteroides en sus adoloridas articulaciones
y
trataban sus síntomas crónicos, parecidos a los de la
gripa, y en una ocasión
dijo haber encontrado rastros de sangre en su ropa interior, que,
supusieron
los doctores, venía de nuevos cálculos renales. En el
pueblo de Mukaihara trató de ser tan inconspicuo —tan
japonés— como pudiera. Algunas veces usaba ropas
japonesas. Por no dar una impresión de buena vida, nunca compraba carne en el
supermercado, pero algunas veces la sacaba de la ciudad de contrabando. El
padre Hasegawa, un sacerdote japonés que venía a verlo ocasionalmente, admiraba
su esfuerzo por naturalizarse hasta la perfección, pero lo encontraba de muchas
formas inevitablemente alemán.
Cuando una de sus empresas era rechazada, el padre Takakura tenía tendencia a
perseguirla tercamente y con más fuerzas, mientras que un japonés, con más
tacto, buscaría otra forma de conseguirla. El padre Hasegawa se percató de que
cuando el padre Takakura estaba hospitalizado, respetaba con rigidez las horas de
visita del hospital, y si venía gente a verlo fuera de esas horas, aunque
viniesen de muy lejos, se negaba a recibirlos. Cierta vez, comiendo con su amigo,
el padre Hasegawa declinó el plato de arroz que le ofrecía, diciendo que estaba
satisfecho. Pero entonces aparecieron unos pepinillos deliciosos frente a los
cuales un paladar japonés pedía a gritos un poco de arroz, y el padre Hasegawa
decidió servirse un plato, después de todo. El padre
Takakura se mostró indignado (desde el punto de vista del huésped, se mostró
como un alemán): ¿Cómo podía comer arroz y además pepinillos cuando se había
sentido demasiado lleno para comer solamente arroz?
Durante este período, el padre Takakura fue una de las muchas personas
entrevistadas por el doctor Roben J. Lifton como parte de la preparación para escribir
su libro Death in Life: Survivors of Hiroshima. En una conversación el sacerdote
sugirió haberse dado cuenta de lograr una identidad más real como hibakusha que
como japonés: Si una persona me dice que se siente agotada [darui], me
da una sensación distinta si se
trata de un hibakusha que si se trata de una
persona ordinaria. No tiene que dar explicaciones... Lo sabe todo acerca del desasosiego —la tentación de
perder el ánimo y sentirse deprimido— y acerca de comenzar de nuevo y ver si
logra llevar a cabo su trabajo... Si un japonés escucha las palabras «tenno
heika» [Su
Majestad el Emperador], es diferente que si las escucha un
occidental: en el corazón del extranjero hay un sentimiento muy
distinto del que hay en el corazón del japonés. Sucede
igual en
el caso de alguien que es una víctima y alguien que no lo es,
cuando oyen
hablar de otra víctima... Una vez conocí a un hombre...
[que] dijo: «Yo viví la
bomba atómica». Y a partir de entonces la
conversación cambió. Ambos
comprendimos los sentimientos del otro. No había que decir nada.
En 1966, el padre Takakura tuvo que cambiar a sus cocineras. Una mujer llamada Satsue
Yoshiki, de treinta y cinco años, recientemente curada de tuberculosis y
recientemente bautizada, había recibido la orden de presentarse para una
entrevista en la iglesia de Mukaihara. La sorprendió, puesto que le habían dado
el nombre japonés del sacerdote, encontrarse con este gran gaijin, este
extranjero, vestido con una bata japonesa acolchada. Su cara, redonda e hinchada
(sin duda a causa de las medicinas), le pareció la cara de un bebé. De
inmediato comenzó una relación que llegaría a ser de confianza mutua y total, en
la cual su papel era algo ambiguo: en parte hija, en parte madre.
La creciente invalidez del padre Takakura la mantenía subyugada; ella lo
atendía con ternura. La cocina de ella era primitiva; el temperamento de él, caprichoso.
Él se
decía capaz de comer cualquier cosa, incluso fideos japoneses;
pero, en lo
tocante a la comida de ella, se portaba con más dureza de la que
nunca había
empleado con alguien. Una vez habló de las «patatas al
horno coladas» que su verdadera
madre solía hacer. Ella trató de hacerlas. «Esto no
es como lo que hacía mamá», dijo él. Le
gustaban los
langostinos fritos y solía comerlos cuando iba a Hiroshima para
los chequeos.
Ella trató de cocinarlos. «Están quemados»,
dijo él. Ella se quedaba de pie
junto a él en el minúsculo comedor, y las manos
detrás de su espalda apretaban
la jamba de la puerta con tanta fuerza que poco a poco la pintura fue
gastándose. Y sin embargo él se deshacía en
elogios con ella, le confiaba sus
problemas, bromeaba con ella, se disculpaba cada vez que se
ponía de mal humor.
A ella, él le parecía —bajo la brusquedad, que
atribuía al dolor— amable, puro,
paciente, dulce, divertido y profundamente bueno. Una vez, un
día de finales de
primavera, poco después de que Yoshikisan llegara, un grupo de
gorriones se posó sobre un caqui justo frente a la ventana de la
oficina. El padre Takakura
aplaudió para espantarlos, y pronto aparecieron en sus palmas
puntos violetas
del tipo tan temido por los hibakushas. Los doctores de Hiroshima se
mostraron
impotentes. ¿Quién podía saber de qué se
trataba? Parecían moretones, pero los
exámenes de sangre no revelaban leucemia.
El padre tenía leves hemorragias en el tracto urinario. «¿Y si me da un derrame
en el cerebro?», dijo una vez. Todavía le dolían las articulaciones. Desarrolló
disfunciones hepáticas, presión alta, dolores de pecho y espalda. Un
electrocardiograma dio resultados anormales. El padre comenzó a tomar una droga
para prevenir un ataque al corazón y otra contra la hipertensión. Tomaba esteroides, hormonas y
drogas antidiabéticas. «No tomo medicinas, me las trago», le dijo a
Yoshiki-san. En 1971, fue hospitalizado para una operación que determinaría si
su hígado estaba canceroso. No lo estaba.
Durante este tiempo de deterioro vino a verlo un torrente de visitantes que le
agradecían las cosas que había hecho por ellos en el pasado. Hisako Naganishi,
la mujer a la que había bautizado el día antes de su larga hospitalización, era
particularmente devota; le traía emparedados abiertos sobre pan de centeno
alemán, que a él le fascinaban, y cuando Yoshikisan necesitaba vacaciones, ella
se mudaba al hospital para atenderlo durante su ausencia. El padre Berzikofer
solía venir por temporadas de pocos días, y juntos hablaban y bebían buenas
cantidades de ginebra, lo cual también le encantaba al padre Takakura.
Un día de invierno a comienzos de 1976, el padre Takakura
resbaló y cayó sobre
el sendero empinado y cubierto de hielo que bajaba al pueblo. A la
mañana
siguiente, Yoshikisan lo escuchó llamarla a gritos. Lo
encontró en el baño,
apoyado en el lavamanos, incapaz de moverse. Con toda la fuerza de su
amor, lo
llevó cargado —el padre pesaba setenta y nueve
kilos— hasta la cama. Durante un
mes fue incapaz de moverse. Ella improvisó una bacinilla, y lo
cuidó día y
noche. Finalmente tomó prestada una silla de ruedas de la
municipalidad y lo
llevó a la clínica del doctor Sasaki. Los dos hombres se
habían conocido años
atrás, pero ahora, el uno viviendo en su celda monacal y el otro
en el
grandioso apartamento de su clínica de cuatro pisos, era como si
años luz los
separaran. El doctor Sasaki tomó unas radiografías, no
vio nada, diagnosticó
una neuralgia y aconsejó masajes. El padre Takakura no
podía soportar la idea
de la masajista habitual; un hombre fue contratado. Durante los
ejercicios, el padre
Takakura sostenía la mano de Yoshiki-san, y su rostro
enrojecía. El dolor era insoportable. Yoshiki-san alquiló
un coche y llevó al padre Takakura
a la ciudad, al hospital de la
Cruz Roja.
En radiografías realizadas por una máquina más
potente aparecieron fracturas en la undécima y duodécima
vértebras torácicas. El padre fue operado para disminuir
la presión sobre el nervio ciático derecho, y
se le puso un corsé. Desde entonces se vio postrado en cama.
Yoshiki-san le
daba de comer, le cambiaba los pañales hechos por ella misma, lo
lavaba.
El padre leía la Biblia
y también horarios de trenes —los dos únicos textos, le dijo a Yoshiki-san, que
nunca mentían—. Podía decirle a uno qué tren tomar para ir a un sitio, el
precio de la comida en el vagón comedor, y cómo cambiar de tren en tal estación
para ahorrar trescientos yenes. Un día llamó a Yoshiki-san, muy excitado. Había
encontrado un error. ¡Sólo la
Biblia decía la verdad!
Sus compañeros de sacerdocio lo persuadieron finalmente de ir al
Hospital de
San Lucas, en Kobe. Yoshiki-san lo visitó, y él
sacó de entre las páginas de un
libro su gráfico médico, en el cual se leía
«Un cadáver viviente». Dijo que
quería volver con ella a casa, y ella se lo llevó.
«Gracias a ti, mi alma ha
podido atravesar el purgatorio», le dijo al llegar a su cama. Se
puso débil, y sus compañeros lo mudaron a una casa
de dos habitaciones justo debajo del noviciado, en Nagatsuka.
Yoshiki-san le
dijo que quería dormir con él en su habitación.
No, dijo él, sus votos no lo permitirían.
Ella mintió diciendo que el padre superior lo había
ordenado; más tranquilo, él
aceptó. Después de aquello, apenas abría los ojos.
Ella no le daba de comer más que helado. Cuando
venían a visitarlo, todo lo que lograba decir era
«gracias». Entró en coma, y
el 19 de noviembre de 1977, acompañado de un doctor, un
sacerdote y
Yoshiki-san, este hombre afectado por la explosión
respiró profundo y murió. Fue
enterrado en un pinar sereno en la cima de la colina, sobre el
noviciado.
PADRE WILHELM M. TAKAKURA,
S .J.
Q.E.P.D. [144]
Los padres y los hermanos del noviciado de Nagatsuka notaron, a través de los
años, que casi siempre había flores frescas en la tumba.
Toshiko Sasaki
En agosto de 1946, Toshiko Sasaki comenzaba lentamente a salir del suplicio de
dolor y depresión en que se había visto metida durante el año siguiente a la
bomba. Su hermano
menor, Yasuo, y su hermana, Yaeko, habían salido indemnes el día de la
explosión porque se encontraban en la casa de la familia, en el suburbio de
Koi. Ahora, viviendo con ellos, justo cuando comenzaba a sentirse viva otra
vez, la sacudió un nuevo golpe. Tres años atrás, sus padres habían entrado en
negociaciones matrimoniales con otra familia, y la señorita Sasaki había
conocido al joven que le
proponían. Los jóvenes se gustaron mutuamente y decidieron aceptar el arreglo. Alquilaron
una casa para vivir, pero el novio de Toshiko fue llamado a filas y
repentinamente enviado a China. Ella había sabido de su regreso, pero pasó
largo tiempo antes de que él fuera a verla. Cuando al fin lo hizo, fue claro
para ambas partes que el compromiso estaba condenado al fracaso. Cada vez que
aparecía el novio, el pequeño Yasuo, por quien Toshiko se sentía responsable, escapaba
iracundo de la casa. Había indicaciones de que la familia del novio no estaba
tan segura de permitir que su hijo se casara con una mujer hibakusha e
inválida. El novio dejó de venir. Escribió cartas llenas de imágenes abstractas
y simbólicas —en especial mariposas—, tratando,
evidentemente, de expresar su tremenda incertidumbre y, quizá, su culpa.
La única persona capaz de reconfortar realmente a Toshiko fue el padre
Kleinsorge, que siguió visitándola en Koi. El padre estaba claramente dispuesto
a convertirla. La confiada lógica de sus lecciones no logró convencerla demasiado, pues ella no
podía aceptar la idea de que un Dios que le había quitado a sus padres y la
había hecho pasar por pruebas tan horribles fuera un Dios de amor y de
misericordia. Sin embargo, sentía que la fidelidad cariñosa del padre la
curaba, pues era evidente que también él estaba débil y adolorado, y aun así
caminaba grandes distancias para ir a verla.
Su casa daba a un precipicio en el cual había un bosquecillo de bambú. Una
mañana salió de casa, y la visión de los rayos del sol, reverberando en las
hojas de los árboles como sobre un pez, le quitó el aliento. Sintió un
sorprendente estallido de alegría —el primero que había experimentado desde que
tenía memoria—. Se oyó a sí misma recitando el padre nuestro. En septiembre fue
bautizada. El padre Kleinsorge se encontraba en el hospital en Tokio, así que
fue el padre Cieslik quien llevó a cabo los oficios.
Sasaki-san tenía algunos ahorros modestos que le habían dejado sus padres, y
comenzó a coser para sostener a Yasuo y a Yaeko, pero le preocupaba el futuro.
Aprendió a caminar sin muletas. Un día del verano de 1957 llevó a sus dos hermanos a nadar
a una playa cercana de Suginoura. Allí comenzó a conversar con un joven
coreano, un novicio católico que cuidaba a un grupo de niños de la escuela
dominical. Después de un rato, el joven le dijo que no comprendía cómo era ella
capaz de continuar viviendo así, tan frágil y con la responsabilidad de sus hermanos. Le contó de un buen
orfanato de Hiroshima llamado El Jardín de la Luz. Ella ingresó a los
niños al orfanato, y poco tiempo después solicitó allí mismo un empleo como
dependienta. Fue contratada, y a partir de entonces tuvo la satisfacción de estar
con Yasuo y Yaeko. Era buena en su trabajo. Parecía haber encontrado su llamado, y al año
siguiente, convencida de que sus hermanos estaban en buenas manos, aceptó ser
transferida a otro orfanato, llamado Dormitorio del Crisantemo Blanco, en un suburbio
de Beppu, en la isla de Kyushu, donde podría recibir formación profesional como
niñera. En el verano de 1949, comenzó a hacer trayectos de media hora en tren hasta
la ciudad de Oita para tomar clases en la
Universidad de Oita, y en septiembre presentó los exámenes
que la titulaban como profesora de guardería. Trabajó seis años en el
Crisantemo Blanco.
La parte inferior de su pierna izquierda estaba gravemente doblada, su rodilla
paralizada y su muslo atrofiado por las profundas incisiones que el doctor
Sasaki había hecho. Las Hermanas responsables del orfanato se encargaron de que
la señorita Sasaki fuera admitida para cirugía ortopédica en el Hospital Nacional de Beppu. Estuvo
interna en el hospital catorce meses durante los cuales fue sometida a tres
operaciones de importancia: la primera, no muy exitosa, para restablecer su
muslo; la segunda para liberar el movimiento de su rodilla; y la tercera para
romper de
nuevo la tibia y el peroné y colocarlos cerca de su
posición original. Después
de la hospitalización, la señorita Sasaki fue a
rehabilitarse a un centro
terapéutico de aguas termales cerca de allí. La pierna le
dolería por el resto
de su vida, y nunca más podría doblar por completo la
rodilla, pero sus piernas tenían ahora más o menos la
misma longitud, y su caminar era casi normal. La señorita Sasaki
regresó al
trabajo.
El Crisantemo Blanco, que tenía espacio para cuarenta
huérfanos, estaba ubicado
cerca de una base militar norteamericana; de un lado había un
campo de
ejercicio para los soldados, y del otro estaban las casas de los
oficiales. Cuando comenzó la
guerra de Corea, la base y el orfanato se llenaron de gente. De vez en
cuando una mujer traía a un niño cuyo padre era un
soldado norteamericano,
sin decir que ella era la madre, sino alegando que una amiga le
había pedido
encomendarle el niño al orfanato. En las noches venían a
menudo soldados
nerviosos, unos blancos, otros negros, que salían sin permiso de
la base para ver
a sus hijos. Querían mirar las caras de los bebés.
Algunos perseguían a las
madres y se casaban con ellas, aunque quizá nunca volvieran a
ver a los hijos. Sasaki-san
se compadecía de las madres, algunas de las cuales eran
prostitutas, tanto como
de los padres. Le parecía que éstos no eran más
que muchachos confundidos, de
diecinueve o veinte años, que estaban involucrados como reclutas
en una guerra
que no consideraban suya, y que sentían una responsabilidad
rudimentaria —o una
culpa, al menos como padres. Estos pensamientos la llevaron a una
opinión que no
era la convencional de un hibakusha: demasiada atención se le
prestaba a la bomba
atómica, y no la suficiente a la crueldad de la guerra.
Según su amarga
opinión, eran los políticos hambrientos de poder y los
hibakushas menos
afectados quienes se concentraban tanto en la bomba, y nadie pensaba
demasiado
en el hecho de que la guerra había transformado en
víctimas, indiscriminadamente, a los japoneses que
sufrieron bombardeos atómicos o incendiarios, a los civiles
chinos que fueron
atacados por los japoneses, a los jóvenes soldados, japoneses y
norteamericanos, que fueron reclutados a pesar de sus renuencias para
acabar
mutilados o muertos, y, por supuesto, a las prostitutas japonesas y sus
bebés
mestizos. Sasakisan había conocido de primera mano la crueldad
de la bomba
atómica, pero sentía que más atención
debía ser prestada a las causas de la guerra, y menos a sus
instrumentos.
Durante ese tiempo Sasaki-san viajaba de Kyushu a Hiroshima una vez al
año para
ver a sus hermanos menores, y para visitar al padre Kleinsorge, ahora
Takakura,
en la iglesia de Misasa. En uno de sus viajes vio a su antiguo
prometido por la
calle, y estaba segura de que también él la había
visto, pero no se hablaron.
El padre Takakura le preguntó: «¿Te vas a pasar
toda la vida así, trabajando tan duro? ¿No
deberías
casarte? O, si decides no casarte, ¿no deberías volverte
monja?». Ella meditó
largo tiempo sobre estas preguntas.
Un día, en el Crisantemo Blanco, recibió un mensaje urgente: su hermano había
sufrido un accidente automovilístico y era posible que no sobreviviera. Viajó
deprisa a Hiroshima. El coche de Yasuo había sido chocado por una patrulla policial; la
culpa era del policía. Yasuo sobrevivió, pero tenía cuatro costillas y ambas
piernas rotas, la nariz aplastada, una abolladura permanente en la frente, y
había perdido la vista de un ojo. Sasakisan pensó que tendría que atenderlo y
mantenerlo para siempre. Comenzó a tomar cursos de contabilidad, y después de
algunas semanas calificó como contable de tercera clase. Pero Yasuo se recuperó
de manera extraordinaria, y, con la indemnización que le pagaron por el accidente,
se inscribió en una escuela de música para estudiar composición. Sasaki-san
regresó al orfanato.
En 1954
Sasaki-san visitó al padre Takakura y le dijo que ahora estaba segura de que no
se casaría nunca, y pensaba que era tiempo de entrar en un convento. ¿Qué
convento le recomendaba él? El padre sugirió la orden francesa de las Auxiliatrices
du Purgatoire (Auxiliadoras del Purgatorio), cuyo convento estaba allí mismo, en
Misasa. Sasaki-san dijo que no quería entrar en una sociedad que la obligara a
hablar en lenguas extranjeras. Él le prometió que podría seguir hablando
japonés. Sasaki-san entró al convento, y los primeros días se dio cuenta de que
el padre Takakura le había mentido. Iba a verse obligada a aprender latín y francés.
Le dijeron que cuando escuchara el llamado de diana en las mañanas, debía
gritar: «Mon Jesus, miséricorde!». La
primera noche se escribió las
palabras sobre la palma de una mano, con tinta, para poder leerlas
cuando escuchara el llamado a la mañana siguiente, pero
resultó que
estaba demasiado oscuro.
Comenzó a tener miedo de fracasar. No tenía problemas para aprender acerca de
Eugénie Smet, conocida como María Bendita de la Providencia, la fundadora
de la orden, que en 1856 había instaurado en París programas para el
cuidado de los pobres y de enfermería doméstica, y eventualmente había enviado doce hermanas a China,
entrenadas por ella misma. Pero a sus treinta años, Sasaki-san se sentía
demasiado vieja para ser una niña de escuela estudiando latín. Fue recluida en
el edificio del convento, pero podía hacer caminatas ocasionales —dos horas de ida y dos de
vuelta, lo cual era doloroso para su pierna enferma— a Mitaki, una montaña
donde había tres hermosas cascadas. Con el tiempo descubrió que era capaz de
sorprendentes audacias y tenacidades, y lo atribuyó a todo lo que había
aprendido de sí misma durante las horas y las semanas que siguieron a la bomba.
Cuando la Madre
Superiora, Marie Saint Jean de Kenti, le preguntó un día qué
haría si le dijeran que había fracasado y debía irse, Sasaki-san repuso: «Me
agarraría de esa viga con todas mis fuerzas». Se agarró, en efecto; y en 1957 tomó
los votos de pobreza, castidad y obediencia, y se transformó en la hermana
Dominique Sasaki.
Para ese momento, la Sociedad
de Auxiliadoras ya sabía de su fortaleza, y apenas hubo salido del noviciado
fue nombrada directora de un hogar de setenta ancianos cerca de Kurosaki, Kyushu,
llamado jardín de San José. Tenía sólo treinta y tres años, y era la primera
japonesa en ser directora del hogar: estaba al mando de un equipo de quince
personas, cinco de las cuales eran monjas francesas y belgas. De inmediato tuvo
que enfrentarse a negociaciones con burócratas locales y nacionales. Carecía de
libros acerca del cuidado de los ancianos. Recibió un decrépito edificio de madera —un
antiguo templo— y una institución que había tenido problemas incluso para dar
de comer a sus debilitados internos, algunos de los cuales habían tenido que
ser enviados en busca de leños para la chimenea. La mayoría de los ancianos
eran antiguos mineros de las notoriamente crueles minas de carbón de Kyushu.
Algunas de las monjas extranjeras eran malhumoradas, y su manera de hablar, al
contrario de la de los japoneses, le parecía a la hermana Sasaki burda, dura, hiriente.
Su merecida obstinación dio resultado, y la hermana Sasaki permaneció veinte
años a la cabeza del jardín de San José. Gracias a sus estudios como contable,
fue capaz de introducir un sistema racional de contabilidad. Eventualmente la Sociedad de Auxiliadoras,
con la ayuda de varias ramas de los Estados Unidos, consiguió dinero suficiente
para un nuevo edificio, y la hermana Sasaki supervisó la construcción de una
estructura de bloques de concreto tallada en la cima de una colina. Pocos años
después, un canal subterráneo comenzó a minar la estructura, y la hermana
Sasaki se ocupó de reemplazarla por un moderno edificio de concreto reforzado
con habitaciones simples y dobles provistas de lavamanos e inodoros estilo
occidental.
Pero se dio cuenta de que su don más grande era su habilidad para ayudar a los
internos a morir en paz. Tras la bomba había visto tantas muertes en Hiroshima,
y había
visto tantas de las cosas extrañas que suele hacer la gente cuando se ve
arrinconada por la muerte, que ya nada la sorprendía ni la asustaba. La primera
vez que veló a un interno moribundo recordó vívidamente una noche después de la
bomba en que yacía al aire libre, sin nadie que la cuidara, con un dolor
terrible, junto a un joven que se estaba muriendo. Había hablado con él toda la
noche y se había dado cuenta, sobre todo, de su temerosa soledad. Lo había
visto morir en la mañana. En el hogar, junto a los lechos de muerte, siempre
tenía presente esta terrible soledad. Le hablaba poco al moribundo, pero podía
darle la mano o sostener su brazo, reafirmando simplemente su presencia.
Cierta vez un hombre le reveló en su lecho de muerte —con
descripciones tan
vívidas que a ella le parecía estar presenciando el
acto— que había acuchillado
a otro por la espalda y lo había visto desangrarse. Aunque el
asesino no era
cristiano, la hermana Sasaki le dijo que Dios lo perdonaba, y el hombre
murió
consolado. Otro anciano había sido un borracho, como tantos
mineros de Kyushu.
Había tenido una sórdida reputación; su familia lo
había abandonado. En el hogar
intentaba, con patético entusiasmo, complacer a todo el mundo.
Se ofrecía como
voluntario para llevar el carbón desde los botes de almacenaje y
alimentar la
caldera del edificio. Tenía cirrosis del hígado, y le
habían advertido que no
aceptara la ración diaria de cinco onzas de alcohol destilado
que el Jardín de
San José regalaba misericordiosamente a los antiguos mineros.
Pero él siguió bebiéndola.
Una noche, mientras vomitaba sobre la mesa de la cena, sufrió la
ruptura de un
vaso sanguíneo. Tardó tres días en morir. La
hermana Sasaki permaneció a su lado todo ese tiempo, sosteniendo
su mano para que muriera
con la certeza de que, en vida, la había complacido.
En 1970, la hermana Sasaki asistió a una conferencia internacional de monjas
trabajadoras en Roma y después inspeccionó las instalaciones de la seguridad
social en Italia, Suiza, Francia, Bélgica e Inglaterra. Se retiró del Jardín de
San José a la edad de cincuenta y cinco años, en 1978, y fue premiada con un
viaje de vacaciones a la Santa Sede.
Incapaz de quedarse ociosa, se instaló en una
mesa fuera de San Pedro para dar consejos a los turistas japoneses;
más tarde ella misma se transformó en turista por
Florencia, Padua, Asís, Venecia, Milán y París.
De vuelta al Japón se presentó como voluntaria por dos años en las oficinas de la Sociedad de Auxiliadoras
en Tokio, y luego pasó otros dos años como Madre Superiora en el convento de
Misasa, donde había recibido su capacitación. Después de aquello llevó una vida
tranquila como superintendente del dormitorio de mujeres en la escuela de música
donde su hermano había estudiado; la escuela había sido tomada por la iglesia,
y ahora se llamaba Elizabeth College of Music. Tras terminar sus estudios,
Yasuo se había titulado como profesor, y ahora enseñaba composición y
matemáticas en una secundaria de Kochi, en la isla de Shikoku. Yaeko estaba casada con un
doctor que era dueño de su propia clínica en Hiroshima, y la hermana Sasaki
podía ir a verlo si necesitaba atención médica. A pesar de las continuas
dificultades con su pierna, había soportado durante varios años un patrón de
dolencias que —como les sucedía a tantos hibakushas— podía o no ser
consecuencia de la bomba: disfunciones hepáticas, sudores nocturnos y fiebres
matinales, dudosas anginas, manchas sanguíneas en las piernas y señales de un
factor reumatoide en los análisis de sangre.
En 1980, mientras se encontraba emplazada en las oficinas de la Sociedad en Tokio, llegó
uno de los momentos más felices de su vida: se celebró una cena en su honor
para conmemorar sus veinticinco años como monja. Por casualidad, una segunda invitada
de honor esa noche era la directora de la sociedad en París, la Madre General France
Delcourt, y sucedió que también ella celebraba su vigésimo quinto año en la
orden. La Madre Delcourt le dio a la hermana Sasaki un cuadro de la Virgen María como
regalo. La hermana Sasaki pronunció un discurso: «No pensaré demasiado en el
pasado. Cuando sobreviví a la bomba, fue como si me dieran una vida de
repuesto. Pero prefiero no mirar atrás. Seguiré moviéndome hacia adelante».
Doctor Masakazu Fujii
El doctor
Fujii, un hombre ameno que había cumplido ya los cincuenta años, disfrutaba de
la compañía de los extranjeros, y en las tardes le gustaba, puesto que su
práctica en la clínica Kaitachi prosperaba casi sin su ayuda, invitar a
los miembros de las fuerzas de ocupación y servirles cantidades aparentemente
interminables de whisky Suntory que conseguía de alguna manera. Durante años se
había entretenido aprendiendo lenguas extranjeras como pasatiempo, entre ellas el inglés. El padre Kleinsorge
era ya un viejo amigo, y lo visitaba en las tardes para enseñarle a hablar
alemán. El doctor también había empezado a aprender esperanto. Durante la
guerra, a la policía secreta se le había metido en la cabeza que los rusos usaban
el esperanto para sus códigos de espionaje, y el doctor Fujii fue interrogado
más de una vez acerca de si recibía mensajes del Comintern. Ahora lo
entusiasmaba hacerse amigo de los norteamericanos.
En 1948 construyó una nueva clínica en Hiroshima, sobre
el lote de la que había
sido destruida por la bomba. La nueva era un modesto edificio de madera
con
media docena de habitaciones para los internos. El doctor había
recibido
entrenamiento como cirujano ortopédico, pero después de
la guerra ese oficio estaba
dividiéndose en varias especializaciones. Al principio lo
interesaron las
dislocaciones prenatales de la cadera, pero ahora se sentía
demasiado viejo para avanzar con ésa u otras especializaciones;
además, carecía de los sofisticados equipos necesarios
para
especializarse. Realizó operaciones sobre queloides,
realizó apendicetomías y
trató heridas varias; también aceptó casos
médicos (y, en ocasiones, venéreos).
A través de sus amigos de la
Ocupación logró obtener penicilina. Llegó a tratar a unos ochenta
pacientes diarios.
Tenía cinco hijos adultos que, en la tradición japonesa, siguieron su camino.
Sus hijas Myeko y Chieko, la mayor y la menor, se casaron con doctores. El hijo
mayor, Masatoshi, doctor, heredó la clínica de Kaitachi y su práctica; el
segundo hijo, Keiji, no estudió medicina, pero se hizo técnico en rayos X; y el
tercer hijo, Shigeyuki, era uno de los jóvenes médicos del Hospital de la Universidad Nihon
en Tokio. Keiji vivía con sus padres en una casa que el doctor Fujii había construido
junto a la clínica de Hiroshima.
El doctor Fujii no sufría ninguno de los efectos de la
sobredosis radioactiva,
y sentía evidentemente que a pesar de todo el daño
psicológico que le pudieron
haber causado las—efectos de la bomba, la mejor terapia era
seguir el principio
del placer. De hecho, les recomendaba a los hibakushas que sí
tenían síntomas radioactivos
que tomaran dosis regulares de alcohol. Se divertía mucho. Era
compasivo con sus pacientes, pero no creía en el trabajo
demasiado duro.
Tenía un salón de baile instalado en su casa.
Había comprado una mesa de
billar. Le gustaba la fotografía, y se construyó un
cuarto oscuro. Jugaba mah
jongg. Le encantaba tener huéspedes extranjeros. A la hora de
dormir, sus
enfermeras le daban masajes y, algunas veces, inyecciones
terapéuticas. Empezó
a jugar golf, y se construyó un búnker de arena y puso
una red de práctica en
su jardín. En 1955 pagó una cuota de entrada de ciento
cincuenta mil yenes, que
entonces eran poco más de cuatrocientos dólares, para
asociarse al exclusivo Country
Club de Hiroshima. No llegó a jugar mucho al golf, pero
conservó la membresía
familiar, para eventual felicidad de sus hijos.
Treinta años después, entrar al club costaría quince millones de yenes, o sesenta
mil dólares. Sucumbió al furor japonés por el béisbol. Al principio, a los
jugadores de Hiroshima se los llamaba, en inglés, the Carps, las Carpas,
hasta que el doctor señaló al público
que el plural de ese pescado, y de esos jugadores, no llevaba «s». Iba a menudo
a ver partidos al gran estadio nuevo, que no estaba lejos del Domo de la Bomba A —las ruinas del
Salón de Promoción Industrial de Hiroshima, que la ciudad había decidido
mantener como único recordatorio físico de la bomba—. En sus primeras
temporadas, las Carpas obtuvieron resultados desalentadores, y sin embargo
contaban con seguidores fanáticos, más o menos como tuvieron los Dodgers de
Brooklyn y los Mets de Nueva York en sus buenos años. Pero el doctor Fujii se inclinó,
maliciosamente, por las Golondrinas de Tokio; y usaba un botón de las
Golondrinas en la solapa de su chaqueta.
En su proceso de regeneración como ciudad recién hecha después de los
bombardeos, Hiroshima descubrió que tenía uno de los barrios de entretenimiento
más chabacanos de todo Japón: un área en la cual vastos anuncios de neón de
colores diversos titilaban en la noche como llamando a los clientes potenciales
de bares, casas geisha, cafés, salones de baile y prostíbulos registrados. Una
noche el doctor Fujii, que había comenzado a tener reputación de purayboy,
o playboy, llevó a la ciudad a Shigeyuki, su hijo inocente
—que tenía veinte años y estaba de regreso en casa
descansando de los duros estudios de medicina en Tokio— para
enseñarle a
hacerse hombre. Fueron a una construcción donde había un
gran salón de baile
con chicas alineadas de un lado. Shigeyuki dijo que no sabía
qué hacer; las piernas
le temblaban. El doctor Fujii compró un tiquete, escogió
a una chica
especialmente hermosa y le dijo a Shigeyuki que hiciera una venia, la
sacara a
la pista e hiciera el paso que el padre le había enseñado
en casa. Le dijo a la chica que fuera amable con su hijo, y
desapareció.
En 1956, el doctor Fujii participó en una aventura. Un año antes, cuando las
llamadas Doncellas de Hiroshima se habían ido a los Estados Unidos para su cirugía
plástica, dos cirujanos de Hiroshima las habían acompañado. Aquellos dos no
podían estar fuera de la ciudad más de dos años, y el doctor Fujii reemplazó a
uno de ellos. Partió en febrero, y durante diez meses, en Nueva York y sus alrededores,
jugó el papel de padre cariñoso y comprensivo con sus veinticinco hijas
impedidas. Observó sus operaciones en el hospital Mount Sinai e hizo de intérprete entre
los doctores norteamericanos y las chicas, ayudando a éstas a entender lo que
les ocurría. Le agradó ser capaz de hablar alemán con las esposas judías de algunos
doctores; en una recepción, nada menos que el gobernador del estado de Nueva
York lo felicitó por su inglés.
A menudo las chicas, hospedadas por familias norteamericanas que hablaban poco
o nada de japonés, se sentían solas, y el doctor Fujii inventó varias
maneras de alegrarlas. Organizó salidas a comer comida japonesa
llevando a dos
o tres chicas a la vez. Una vez, un médico norteamericano y su
esposa iban a dar una fiesta apenas tres días después de
que una de las
doncellas, Michiko Yamaoka, pasara por una operación de
importancia. Su cara
estaba cubierta de gasa, y sus manos habían sido vendadas y
sujetadas a su
cuerpo. El doctor Fujii no quería que ella se perdiera la
fiesta, así que hizo
arreglos con un doctor norteamericano para que le permitiera asistir en
una
limusina abierta de color rojo seguida por una escolta policial con
sirena. En el camino se detuvieron en una farmacia, y el
doctor Fujii le compró a Michiko un caballo de juguete por diez
centavos; le
pidió al policía que fotografiara la entrega del regalo.
Algunas veces el doctor Fujii salía solo a divertirse. El otro doctor japonés,
de nombre Takahashi, era su compañero de habitación en el hotel. El doctor
Takahashi bebía poco y tenía el sueño liviano. El doctor Fujii llegaba tarde en
las noches, se estrellaba con todo, se desplomaba sobre la cama y
estallaba en una sinfonía de ronquidos que despertaba a cualquiera.
Se
divertía en grande. ¿Seguía siendo tan
despreocupado nueve años después, en Hiroshima? El marido
de su
hija Chieko no lo creía así. El yerno creía ver en
él señales de
creciente terquedad y rigidez, y una cierta inclinación a la
melancolía. Para
que su padre pudiera relajarse un poco, Shigeyuki, el tercer hijo,
renunció a
su práctica en Tokio y regresó para servirle de
asistente, mudándose a una casa
que su padre había construido sobre un lote baldío a una
calle de la clínica. En la vida de su padre había una
pequeña mancha: una
trifulca en el Club de Leones de Hiroshima, del cual era presidente. En
la
pelea se había discutido si el club debía intentar, a
través de su política de
admisión, volverse una organización exclusiva para la
alta sociedad, como algunas de las asociaciones
japonesas de médicos, o seguir siendo esencialmente una
organización de
servicio abierta a todo el mundo. Cuando fue evidente que sería
derrotado, el
doctor Fujii, que apoyaba este último punto de vista,
renunció de forma abrupta y defraudada.
Su relación con su esposa se volvía difícil. Desde
su viaje a los Estados Unidos
había querido tener una casa como la de uno de los doctores del
Mount Sinai, y
ahora, para desconsuelo de ella, había diseñado y
construido, junto a la casa
de madera en la que vivía Shigeyuki, una residencia de concreto
de tres pisos
para él solo. En la planta baja había un salón de
estar y una cocina estilo americano;
su estudio quedaba en el primer piso, flanqueado por libros
encuadernados que,
según descubrió después Shigeyuki, eran
volúmenes y volúmenes de copias
meticulosas que su padre había hecho, durante la universidad, de
los apuntes de
Iwamoto, un compañero más inteligente que él; y en
el último piso había una habitación de estilo
japonés, de ocho esteras de
superficie, y un baño estilo americano.
Hacia fines de 1963, el doctor Fujii apuró la terminación del edificio para poder
albergar a una pareja de norteamericanos que habían hospedado a algunas
doncellas y llegarían de visita después del primer día del año. Quería pasar
allí algunas noches, para ensayar la casa. Su esposa no estuvo de acuerdo con
las prisas, pero él se
mudó, obstinadamente, a finales de diciembre.
Víspera de año nuevo, 1963. El doctor Fujii estaba cómodamente sentado sobre la
estera tatami del salón de Shigeyuki, con las piernas en un kotatsu,
un
recipiente eléctrico abierto en el piso para calentarse los
pies. Reunidos allí
estaban también Shigeyuki y su esposa y otra pareja, pero no la
esposa del
doctor Fujii. El plan era beber algo y ver un programa de
televisión de Año
Nuevo llamado «Ko-haku Uta-Gassen», un concurso entre dos
equipos de cantantes populares —uno rojo (femenino) y uno
azul (masculino)—, escogidos para el programa por votación
de la audiencia; los
jurados eran actrices famosas, escritores, golfistas, beisbolistas. El
programa
se emitía entre las nueve y las once y cuarenta y cinco, y
entonces se tocaban
las campanas para el Año Nuevo. A eso de las once, Shigeyuki se
percató de que
su padre, que no había bebido demasiado, estaba cabeceando, y le
sugirió que se
fuera a dormir. Y así lo hizo él pocos minutos
después, antes del final del
programa, esta vez sin los cuidados de la enfermera que casi todas las
noches masajeaba sus pies y lo metía en la
cama. Un rato después, preocupado por su padre, Shigeyuki
salió y le dio la
vuelta a la casa, y desde el lado del río, mirando hacia arriba,
vio una luz
encendida en la ventana de la habitación. Pensó que todo
estaba bien.
La familia había planeado reunirse a las once de la mañana siguiente para tomar
el desayuno tradicional de año Nuevo, con ozoni, una sopa, y mochi,
pasteles de arroz. Chieko, su esposo y otros invitados llegaron primero, y
comenzaron a beber. A las once y media el doctor Fujii no había aparecido todavía, y Shigeyuki mandó a su
hijo de siete años, Masatsugu, a que lo llamara desde afuera. El niño, al no
obtener respuesta, intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Tomó
prestada una escalera de la casa del vecino, subió hasta el último escalón y
desde allí llamó de nuevo, y tampoco hubo respuesta. Cuando se lo dijo a sus
padres, se alarmaron: corrieron a la casa y rompieron un cristal junto a la puerta para abrirla, y al sentir el
olor del gas se
apresuraron a subir. Allí encontraron al doctor Fujii
inconsciente, con un
calentador de gas junto a la cabecera de su futón, encendido
pero sin llama.
Extrañamente, un ventilador también estaba encendido; la
corriente de aire
fresco que producía probablemente había mantenido con
vida al doctor. Estaba
acostado de espaldas; tenía una mirada serena. Tres doctores
estaban presentes
—hijo, yerno y un invitado—, y, después de traer
oxígeno y otros aparatos del
hospital, hicieron todo lo que pudieron para revivir al doctor Fujii.
Llamaron a uno de los mejores médicos que conocían, un
profesor Myanishi, de la Universidad de Hiroshima.
Su primera pregunta: «¿Ha sido un intento de suicidio?».
La familia creía que no. Pero no había nada que hacer
hasta el 4 de enero; en
Hiroshima, todo estaría cerrado durante la fiesta de Año
Nuevo, que duraba tres
días, y los servicios hospitalarios se mantendrían al
mínimo. El doctor Fujii
permaneció inconsciente, pero sus signos vitales no
parecían ser críticos. El 4
de enero llegó una ambulancia. Mientras los portadores lo
cargaban escaleras
abajo, el doctor Fujii se sacudió. Emergiendo hacia la
recuperación de la
conciencia creyó aparentemente que lo rescataban después
de la explosión de la bomba atómica.
«¿Quiénes
sois?», preguntó a los portadores. «¿Sois
soldados?»
Comenzó a recuperarse en el hospital universitario. El 15 de enero, cuando
empezaron los campeonatos anuales de sumo, pidió que le trajeran el televisor
portátil que había comprado en los Estados Unidos, y se sentó en la cama a verlos. Podía comer sin
ayuda, aunque su manejo de los palillos era un poco torpe. Pidió una botella de
sake. Para este momento, la familia había bajado la guardia. El 25 de enero sucedió que
sus heces se pusieron de repente acuosas y ensangrentadas, y el doctor se deshidrató
y perdió la conciencia. Llevó la vida de un vegetal durante los once
años siguientes. Permaneció en el hospital dos años y medio, alimentándose a
través de un tubo, y luego fue llevado a casa, donde su esposa y una sirvienta
leal cuidaban de él, alimentándolo a través del tubo, cambiando sus pañales,
bañándolo, dándole masajes, medicándolo contra infecciones urinarias que
desarrollaba a veces. De vez en cuando parecía responder a las voces, y algunas
veces parecía vagamente registrar gustos o disgustos.
A las diez en punto de la noche del 4 de enero de 1973, Shigeyuki
llevó a su
hijo Masatsugu —el niño que había subido a la
escalera el día del accidente
para llamar a su abuelo, que ya era un estudiante de preparatoria
médica de
dieciséis años— a ver al doctor Fujii.
Quería que el muchacho examinara a su abuelo con ojo
médico. Masatsugu
escuchó la respiración y los latidos del corazón
de su abuelo y le tomó la
tensión; juzgó que su condición era estable, y
Shigeyuki estuvo de acuerdo. A
la mañana siguiente, la madre de Shigeyuki lo llamó
diciendo que le parecía que
el padre tenía un aspecto raro. Cuando Shigeyuki llegó,
el doctor Fujii estaba muerto. La viuda del doctor se opuso a que se
hiciera una autopsia. Shigeyuki quería
que se hiciera, y recurrió a una treta. Hizo que el cuerpo fuese
llevado a un
crematorio; esa misma noche, fue llevado de vuelta a la Comisión de Víctimas de la Bomba Atómica, que
quedaba sobre una colina al oriente de la ciudad. Cuando se llevó a cabo el post
mortem, Shigeyuki fue a buscar el informe. Al encontrar los órganos de su padre
distribuidos en varios contenedores, tuvo la curiosa sensación de un último encuentro,
y dijo: «Ahí estás, Oto-chan; ahí estás, papá». Le mostraron que el cerebro de
su padre estaba atrofiado, su intestino grueso se había dilatado y había un
cáncer del tamaño de una bola de ping pong en su hígado.
Los restos del doctor fueron cremados y enterrados en los terrenos del Templo
de la Noche del
Loto, de la secta budista Jodo Shinshu, cerca de la casa de su familia materna
en Nagatsuka. Esta historia hibakusha terminó de manera triste. La familia se peleó por la propiedad del padre, y una madre demandó a un hijo.
Kiyoshi
Tanimoto
Un
año
después de la bomba, los habitantes de Hiroshima habían
comenzado nuevamente a tomar posesión de los lotes de escombros
donde una vez habían
estado sus casas. Muchos construyeron crudas chozas de madera
después de escarbar
tejas de entre las ruinas para construirse un techo. No había
electricidad para
alumbrar las chabolas, y cada tarde, solitarios, confundidos y
desilusionados,
se reunían en una zona abierta cerca de la estación de
trenes de Yokogawa para negociar en el
mercado negro y consolarse mutuamente. Allí llegaba cada tarde
el grupo de
Kiyoshi Tanimoto y otros cuatro pastores protestantes y, con ellos, un
trompetista y un tambor con pitos y redobles: «Adelante, soldados
cristianos». Los pastores se paraban
sobre una caja y predicaban por turnos. Con tan poco para divertirse,
la
multitud se acercaba siempre, incluidas unas pocas chicas panpan, como
se llegó a llamar a las prostitutas que se ofrecían a los GI.
La ira de muchos hibakushas, dirigida al principio contra los norteamericanos
por haber arrojado la bomba, para este momento se había modulado sutilmente
hacia su propio gobierno por haber involucrado al país en una agresión
precipitada y condenada al fracaso. Los predicadores decían que era inútil culpar al
gobierno; que las esperanzas del pueblo japonés consistían en arrepentirse de
su pasado de pecadores y confiar en Dios: «Buscad primero el Reino de Dios y su
recto camino; y todas estas cosas os serán añadidas. No penséis, por lo tanto,
en el mañana: pues el mañana se ocupará de sus cosas. Para el día es suficiente
el mal que hay en él».
Puesto que carecía de iglesia hacia la cual atraer a eventuales conversos, si los
hubiere, Kiyoshi Tanimoto pronto se dio cuenta de la futilidad de su prédica.
Partes de la estructura de concreto reforzado de su iglesia gótica todavía
existían en la ciudad, y comenzó a pensar en las formas de reconstruir el
edificio. No tenía dinero. El edificio había sido asegurado por ciento
cincuenta mil yenes —en esa época, menos de quinientos dólares—, pero los
conquistadores habían congelado los fondos bancarios. Tras enterarse de que se
estaban distribuyendo provisiones militares para diversas formas de
reconstrucción, el señor Tanimoto consiguió del gobierno de la prefectura
boletas de requisición para «materiales de conversión», y empezó una cacería de
cosas que pudiese usar o vender. En ese tiempo de robos generalizados y de
resentimientos hacia el ejercito japonés, muchos de los depósitos de
provisiones fueron asaltados. El señor Tanimoto terminó por encontrar una
bodega de pintura en la isla de Kamagari. El personal de la Ocupación norteamericana
había destrozado el lugar. Incapaces de leer etiquetas en japonés, los
norteamericanos habían perforado y derribado los contenedores, aparentemente
para ver qué había en ellos. El pastor se hizo de un bote y trajo de vuelta un
buen cargamento de contenedores, y logró cambiarlos con un negocio pequeño, la Compañía de Construcción
Toda, por un techo de tejas para su iglesia. Poco a poco, a medida que pasaban
los meses, algunos parroquianos leales y él trabajaron con sus propias manos en
la carpintería del edificio, pero carecían de fondos suficientes para hacer gran cosa.
El 1 de julio de 1946, antes del primer aniversario de la bomba, los Estados
Unidos habían probado una bomba atómica en el atolón Bikini. El 7 de mayo de
1948, los norteamericanos anunciaron la terminación satisfactoria de otra
prueba.
En su correspondencia con un compañero de clase de la Universidad Emory,
el reverendo Marvin Green, pastor de Park Church en Weehawken, Nueva Jersey, Kiyoshi
Tanimoto
mencionó sus dificultades para restaurar su iglesia. Green
organizó, con el
Directorio de Misiones Metodistas, una invitación para que
Tanimoto visitara
los Estados Unidos con el fin de recaudar dinero, y en octubre de 1948
Tanimoto
se despidió de su familia y se embarcó hacia San
Francisco en un transporte norteamericano,
el «U.S.S. Gordon». En el mar se le ocurrió una idea
ambiciosa. Dedicaría su
vida entera a trabajar por la paz. Poco a poco se convencía de
que la memoria
colectiva de los hibakushas llegaría a ser una poderosa fuerza
de paz en el mundo, y de que debería haber en Hiroshima un
centro donde la experiencia de la
bomba pudiera volverse foco de estudios internacionales, asegurando
así que
nunca más volvieran a usarse armas atómicas.
Eventualmente, ya en los Estados Unidos,
sin pensar siquiera en hablarlo con el alcalde Shinzo Hamai ni con
nadie más en
Hiroshima, escribió un memorando haciendo un bosquejo de la idea.
Tanimoto vivía como huésped en el sótano de la parroquia de Marvin Green en
Weehawken. El reverendo Green, tras reclutar la ayuda de varios voluntarios, se
volvió representante y promotor de la idea. Usó un directorio de la iglesia
para compilar una lista de todas las iglesias del país que tuviesen más de
doscientos miembros o presupuestos de más de veinticinco mil dólares, y a cientos
de ellas envió campañas hechas a mano solicitando que el señor Kiyoshi Tanimoto
fuera invitado a dar una conferencia. Éste dibujó una serie de itinerarios, y pronto comenzó a viajar
con un discurso armado, «La fe que surgió de las cenizas». En cada iglesia se
llevó a cabo una colecta.
Entre viaje y viaje, Tanimoto comenzó a presentar su memorando sobre el centro
de paz a personas que podían ser influyentes. Durante una visita que hizo a Nueva
York desde Weehawken, un amigo japonés lo llevó a conocer a Peral Buck a la
oficina de la editorial de su marido. Ella leyó, y él explicó, el memorando.
Ella dijo que la propuesta le causaba muy buena impresión, pero que se sentía
demasiado vieja y ocupada para ayudarlo. En cambio, conocía a la persona que sí
podría: Norman Cousins, editor de The Saturday Review of Literature. El
señor Tanimoto debía enviarle su memo, y ella se encargaría de hablar con
Cousins.
Un día, no mucho después, mientras el pastor hacía una gira con su conferencia
por una zona rural cerca de Atlanta, recibió una llamada telefónica de Cousins,
que dijo sentirse profundamente conmovido por el memorando: podía incluirlo en
el Saturday Review como editorial invitada. El 5 de marzo de1949, el memorando apareció en la revista bajo el título «Idea
de Hiroshima», una idea que, según decía la nota introductoria de Cousins, «los
editores comparten con entusiasmo y con la cual se asociarán ellos mismos». Los
habitantes de Hiroshima, ya despiertos del aturdimiento que siguió al
bombardeo atómico de su ciudad el 6 de agosto de 1945, reconocen que han sido parte de un experimento
de laboratorio que comprobó las viejas tesis de los conciliadores. Casi cada
uno de ellos ha aceptado como imperiosa responsabilidad su misión de ayudar a prevenir otras
destrucciones como ésta en cualquier lugar del mundo.
La gente de Hiroshima [...] desea de corazón que de su experiencia surja alguna
contribución permanente a la causa de la paz mundial. Para este fin proponemos
establecer un Centro Mundial de la
Paz,
internacional y no sectario, que servirá como
laboratorio de investigación y planeación para una
educación hacia la paz en el
mundo entero. En realidad, los habitantes de Hiroshima —casi cada
uno de ellos desconocían
por completo la propuesta del señor Tanimoto (y ahora de Norman
Cousins). Conocían,
sin embargo, el rol particular que la ciudad estaba destinada a jugar
en la memoria del mundo. El 6 de agosto, cuarto aniversario de la
bomba, el Diet
nacional promulgó una ley, instituyendo a Hiroshima como Ciudad
Conmemorativa
de la Paz, y el
diseño final del parque conmemorativo, realizado por el gran arquitecto japonés Kenzo
Tange, fue revelado al público. En el centro del parque habría, en memoria de
quienes murieron, un solemne cenotafio en forma de haniwa: un arco de arcilla, presumiblemente una casa de los muertos, que podía encontrarse en tumbas
prehistóricas de Japón. Una gran multitud se congregó para la Ceremonia Anual en
Conmemoración de la Paz.
Tanimoto se encontraba lejos de todo esto, en gira por las
iglesias norteamericanas.
Pocos días después del aniversario, Norman Cousins visitó Hiroshima. En su
mente, la idea de Kiyoshi Tanimoto había sido desplazada por su propia idea:
que una petición internacional en apoyo de los Federalistas Unidos del Mundo
—un grupo que exigía un gobierno mundial— fuera presentada al presidente
Truman, quien había ordenado arrojar la bomba. En poco tiempo 107.854 firmas
fueron recogidas en la ciudad. Después de la visita a un orfanato, Cousins regresó
a los Estados Unidos con otra idea más: la «adopción moral» de huérfanos de Hiroshima
por parte de norteamericanos que enviarían apoyo económico para los niños. También
en los Estados Unidos se recogían firmas para la petición de los federalistas,
y Cousins logró entusiasmar a Tanimoto, que hasta ese momento sabía muy poco
acerca de la organización, invitándolo a formar parte de la delegación que le
presentaría la propuesta al presidente Truman.
Desgraciadamente,
Harry Truman se negó a recibir a los peticionarios y se rehusó a aceptar la
petición.El 23 de septiembre de 1949, la radio de Moscú anunció que la Unión Soviética
había desarrollado una bomba atómica.
Para fines de ese año, Kiyoshi Tanimoto había visitado doscientas cincuenta y
seis ciudades en treinta y un estados, y había reunido cerca de diez mil
dólares para su iglesia. Antes de que viajara de vuelta, Marvin Green mencionó
casualmente que estaba a punto de renunciar a su viejo Cadillac verde. Su amigo
Tan¡ le pidió que lo donara a la iglesia de Hiroshima, y así se hizo. A través
de un conocido, un japonés del negocio del transporte, Tanimoto logró que el coche fuera llevado sin costo
hasta Japón.
Ya de vuelta en casa, a comienzos de 1950, Tanimoto llamó al alcalde Hamai y al
gobernador de la prefectura, Tsunei Kusunose, solicitando su apoyo oficial para
la idea
del centro de paz. Fue rechazado. A través de un mensaje a la prensa y otras
medidas, el general Douglas MacArthur, comandante supremo de las fuerzas de
Ocupación, había prohibido estrictamente la diseminación o campaña a favor de
cualquier tipo de reportes sobre las consecuencias de las bombas de Hiroshima y
Nagasaki —incluida la consecuencia de un deseo de paz—, y los oficiales pensaron evidentemente que el
centro de paz de Tanimoto podía meter al gobierno local en problemas. Tanimoto
perseveró reuniendo a un grupo de ciudadanos líderes, y, después de que Norman
Cousins abriera una Fundación para el Centro de Paz de Hiroshima en Nueva York
destinada a recibir fondos norteamericanos, esta gente estableció el centro en
Hiroshima, usando como base la iglesia de Tanimoto. Al principio hubo poco que
hacer. (Sólo años después, cuando ya se habían construido en el parque un Museo
Conmemorativo de la Paz
y un Salón Conmemorativo de la Paz,
y en la ciudad se llevaban a cabo animadas —y algunas veces turbulentas—conferencias
anuales sobre temas de paz, fueron reconocidas, al menos por algunos habitantes
de Hiroshima, las semillas plantadas tiempo atrás por Kiyoshi Tanimoto y su
valentía al ignorar las restricciones impuestas por MacArthur.)
El Cadillac llegó, y el
jubiloso pastor decidió dar una vuelta en ese tragador de gasolina. Cuando iba subiendo
por los cerros de Hijiyama, al este de la ciudad, fue detenido por un policía y arrestado por conducir sin licencia. Pero poco antes
Tanimoto había comenzado a servir como capellán para la academia de policía, y cuando
los altos mandos de la estación de policía lo vieron llegar, rieron y lo dejaron irse.
A mediados del verano de 1950 Cousins invitó a Tanimoto a
regresar a los Estados Unidos y hacer una segunda gira para recaudar
fondos a favor de los federalistas, la adopción moral y el
centro de paz, y a finales de agosto Tanimoto estaba nuevamente en
marcha. Como antes, Marvin Green organizó las
cosas. Esta vez Tanimoto visitó doscientos y una ciudades en
veinticuatro
estados a lo largo de ocho meses. El momento culminante de su viaje (y
posiblemente de su vida) fue una visita a Washington, organizada por
Cousins,
donde, el 5 de febrero de 1951, tras comer con miembros del
Comité de Asuntos Extranjeros
de la Casa Blanca,
Tanimoto pronunció esta oración para abrir la sesión de la tarde en el Senado:
Padre Nuestro que estás en los cielos,te
damos gracias por la gran bendición que has dado a
América al permitirle
construir, en esta última década, la más grande
civilización de la historia humana... Te damos gracias, Dios, por
haber permitido que Japón sea uno
de los afortunados destinatarios de la generosidad norteamericana. Te
damos
gracias por haber dado a nuestra gente el don de la libertad, que les
permite levantarse de las cenizas
de la ruina y nacer de nuevo... Dios bendiga a todos los miembros de
este Senado.
A. Willis Robertson, senador de Virginia, se puso de pie y se declaró «atónito y sin embargo estimulado» por
el hecho de que un hombre «al que intentamos
matar con una bomba atómica venga a una asamblea del Senado y, dando gracias al
mismo Dios que nosotros adoramos, le agradezca por el gran legado espiritual de
América, y luego le pida a Dios bendecir a cada miembro del Senado».
El día antes de que cayera la bomba sobre Hiroshima, la ciudad, temiendo
bombardeos incendiarios, había puesto a cientos y cientos de niñas a trabajar
ayudando a derribar casas y a despejar carriles cortafuegos. Cuando la bomba
explotó, estaban a la intemperie. Muy pocas sobrevivieron, y entre ellas muchas
sufrieron quemaduras graves y luego desarrollaron queloides de mal aspecto en sus caras, brazos y manos.
Un mes después de regresar de su segundo viaje a los Estados Unidos, Tanimoto
comenzó, como proyecto de su centro de paz, un curso sobre la Biblia con algunas de ellas
—la Sociedadde
las Jóvenes Queloides, las llamaba—. Compró tres
máquinas de coser y puso a
las chicas a trabajar en un taller de confección de vestidos en
el segundo piso de otro de sus proyectos, un hogar para viudas de
guerra que había
fundado. Solicitó fondos al gobierno de la ciudad para la
cirugía plástica de
las jóvenes queloides.
Fue rechazado. Se presentó entonces a la Atomic Bomb Casualty Commission (Comisión para
las Víctimas de la Bomba
Atómica),
que había sido implementada para analizar los
efectos secundarios de la radiación —efectos que no
habían previsto en absoluto quienes tomaron la decisión
de arrojar la bomba—. La ABCC le recordó a Tanimoto
que su campo era la investigación, no el tratamiento. (Por esta razón los
hibakushas sentían un profundo desprecio hacia la ABCC; decían que los
norteamericanos los consideraban ratas de laboratorio.)
Una mujer de nombre Shizue Masugi llegó de visita a Hiroshima desde Tokio.
Había llevado una vida muy poco convencional para una japonesa de su tiempo.
Periodista, casada y divorciada siendo muy joven, Shizue Masugi había sido la
amante sucesiva de dos famosos novelistas, y después se había casado de nuevo. Había
escrito relatos sobre los amargos amores y la soledad amarga de las mujeres, y
ahora escribía una columna para enamoradas en el gran diario de Tokio Yomiuri
Shimbun.
Antes de morir se convertiría al catolicismo, pero escogería ser enterrada en
el Templo Tokeiji, un centro zen fundado en 1285 por un monje que sentía
lástima de las mujeres casadas con maridos crueles y decretó que cualquiera de
ellas, al tomar asilo como monjas en este templo, podía considerarse
divorciada. En su visita a Hiroshima, Shizue Masugi
le
preguntó a Kiyoshi Tanimoto qué era lo que necesitaban
con más urgencia las mujeres hibakushas. Él propuso
cirugía plástica para las jóvenes queloides.
Ella inició una campaña para buscar fondos en el Yomiuri,
y muy pronto nueve
chicas fueron llevadas a Tokio para ser operadas. Más tarde,
doce chicas más
fueron lleva das a Osaka. Para su gran disgusto, los periódicos
las llamaban Genbaku
Otome, frase que fue traducida al inglés, literalmente, como
Doncellas de la Bomba A.
En octubre de 1952, Gran Bretaña llenó a cabo su
primera prueba de bomba atómica y los Estados Unidos su primera prueba de bomba
de hidrógeno. En agosto de 1953, también
la Unión Soviética
probó una bomba de hidrógeno.
Las operaciones realizadas sobre las chicas en Tokio y Osaka no fueron
totalmente exitosas, y, en cierta visita a Hiroshima, Marvin Green, el amigo de
Kiyoshi Tanimoto, se preguntó si no sería posible que algunas de ellas fuesen
llevadas a los Estados Unidos, donde las técnicas de cirugía estética eran más avanzadas. En
septiembre de 1953, Norman Cousins llegó con su esposa a Hiroshima para
entregar una cantidad de fondos de adopción moral. Tanimoto lo presentó a
algunas de las chicas y habló de la idea de Marvin Green. La idea le gustó a los Cousins.
Tras su partida tuvo lugar en la oficina del alcalde una
incómoda reunión en la
que se discutió la distribución a los huérfanos de
los fondos de adopción
moral. Cousins había traído mil quinientos
dólares, pero resultó que doscientos dólares de
esta suma
habían sido apartados para seis niños en particular,
sesenta y cinco habían
sido repartidos entre las doncellas y ciento diecinueve habían
sido gastados
por Tanimoto comprando maletines en los almacenes Fukuya para ser
entregados como regalo por Norman
Cousins a los directores de seis orfanatos. Esto dejaba mil ciento
sesenta y
cinco dólares, sólo dos dólares y setenta centavos
para cada uno de los
cuatrocientos diez huérfanos. Los funcionarios de la ciudad,
convencidos de que
eran ellos quienes dirigían el proyecto,
reaccionaron con furia ante las sumas que Tanimoto había deducido. En su crónica
de esta reunión, el diario de Hiroshima Chugoku Shimbun informó:
«El
reverendo Tanimoto respondió: ‘Sólo seguí
las instrucciones del señor Cousins, no mi propia
voluntad’.
Tanimoto se había acostumbrado últimamente a las críticas. Sus largas ausencias
de su iglesia, debidas a viajes a los Estados Unidos, le habían valido el
sobrenombre de Pastor de la Bomba
A. Los doctores de Hiroshima querían saber por qué las doncellas
no eran operadas en Hiroshima. ¿Y por qué sólo chicas? ¿Por qué no chicos? A
algunos les parecía que el nombre de Tanimoto aparecía con demasiada frecuencia
en los periódicos. El enorme Cadillac no había sido bien recibido, aunque
rápidamente se hubiera revelado inútil y hubiera tenido que ser convertido en
chatarra.
El 1 de marzo de 1954, el «Dragón con Suerte No. 5 « fue rociado con lluvia
radioactiva producida por pruebas atómicas norteamericanas en el atolón Bikini.
Norman Cousins se había ido a Nueva York a trabajar en la idea de las
doncellas, y a finales de 1954 el doctor Arthur Barsky, jefe de cirugía
plástica de los hospitales Mount Sinai y Beth Israel, y el doctor William Hitzig, un internista del personal del
Mount Sinai y médico personal del doctor Cousins, llegó a Hiroshima para escoger
de entre las doncellas aquellas que tuvieran mejores posibilidades de
transformación quirúrgica. De las muchas chicas desfiguradas de la ciudad, sólo
cuarenta y tres se presentaron para ser examinadas. Los doctores escogieron a
veinticinco. El 5 de mayo de 1955, Kiyoshi Tanimoto y las chicas despegaron del
aeropuerto de Iwakuni en un avión de la Flota Aérea del Ejército de los Estados Unidos.
Mientras que las niñas eran acomodadas en hogares de recibo a lo largo de Nueva York, Tanimoto fue
llevado precipitadamente a la costa oeste para una gira más de recolección de
fondos. Entre otras citas de su itinerario había una programada para la tarde del miércoles m
de mayo, en los estudios de la NBC
en Los Ángeles, que sería, según dio a entender Cousins,
una entrevista de televisión local útil para el proyecto.
Esa tarde, algo embotado, Tanimoto fue conducido a una silla enfrente
de cámaras
y luces brillantes, y sobre un plató que imitaba un salón
de estar. Un
caballero norteamericano al que acababa de conocer, de nombre Ralph
Edwards, miró
a la cámara con una sonrisa, y se dirigió a la audiencia
de aproximadamente
cuarenta millones de norteamericanos que atraía cada
miércoles por la noche:
«Buenas noches, damas y caballeros, y bienvenidos a
‘Ésta es su vida’. El
tictac que escuchan al fondo es el de un reloj que cuenta los segundos
que faltan
para las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945. Y sentado
aquí conmigo está un caballero cuya vida cambió
cuando el último tictac de ese reloj llegó a las ocho y
cuarto. Buenas tardes,
señor mío. ¿Podría decirnos cuál es
su nombre?»
«Kiyoshi Tanimoto.»
«¿Y a qué se dedica?»
«Soy pastor.»
«¿Y dónde es su casa?»
«En Hiroshima, Japón.»
«¿Y dónde estaba usted el 6 de agosto de 1945 a las ocho y cuarto de la mañana?»
Tanimoto no tuvo tiempo de responder. El tictac se hacía más y más sonoro y
hubo un clamor de timbales.
«Esto es Hiroshima», dijo Edwards mientras una
nube en forma de hongo
crecía en la pantalla de los televidentes, «y en ese
segundo fatídico del 6 de
agosto de 1945 un nuevo concepto de vida y muerte recibió su
bautizo. Y el
invitado principal de esta noche —¡usted, reverendo
Tanimoto!— fue parte
desprevenida de este concepto... En un momento retomaremos el hilo de
su vida,
reverendo Tanimoto, después de estas palabras de nuestro
anunciador, Bob
Warren, que tiene algo muy importante que decirles a todas las chicas
de nuestra audiencia». Sin que se lo escuchara, el
fatídico reloj de la muerte siguió su tictac durante
otros sesenta segundos mientras que Bob Warren intentaba quitar
el esmalte Hazle Bishop de las uñas de una rubia —un
esfuerzo que no tuvo
éxito, incluso a pesar de la utilización de una
esponjilla metálica con la cual
había logrado quitar óxido de un sartén—.
Lo que siguió tomó a Kiyoshi Tanimoto totalmente desprevenido. Permaneció
sentado allí, aletargado, sudoroso y cohibido, mientras que su vida era
repasada a grandes rasgos según la manera de este famoso programa. Atravesando
una entrada en forma de arco llegó la señorita Berta Sparkey, una anciana
misionaría metodista que en su juventud le había enseñado sobre Cristo.
Entonces entró su amigo Marvin Green, bromeando acerca de la vida en la escuela
de la divinidad. Entonces Edwards señaló entre el público del estudio a algunos
parroquianos que Tanimoto había tenido poco después de ordenarse, durante un
breve desempeño como pastor en la
Iglesia japonesa—Americana de la Independencia de Hollywood.
Entonces ocurrió el desastre.
Entró un norteamericano alto y un poco gordo, a quien Edwards
presentó como el
capitán Roben Lewis, copiloto del «Enola Gay». Con
voz temblorosa, Lewis habló del vuelo. Tanimoto mantenía
un rostro de piedra. En un momento Lewis se calló
de repente, cerró los ojos y se frotó la frente, y
cuarenta millones de
televidentes a lo largo del país debieron de pensar que estaba
llorando. (No era
así. Había estado bebiendo. Años después,
Marvin Greenle dijo a un joven periodista llamado Rodney Barker,
que escribía un libro sobre las doncellas, que Lewis
había hecho que la gente del
programa entrara en pánico al no presentarse esa tarde para el
ensayo de todos
los participantes con la excepción de Tanimoto. Se decía
que había esperado recibir un cheque
jugoso por aparecer en el programa, y al enterarse de que no
sería así, se
había ido de bar en bar. Green dijo haberse encontrado con el copiloto a tiempo para
llevarlo a tomar un café antes del programa.)
Edwards: «¿Escribió usted algo en su bitácora en ese momento?».
Lewis: «Escribí las palabras ‘Dios mío, ¿qué hemos hecho?‘.
Enseguida, Chisa Tanimoto subió al escenario, caminando con pasitos cortos porque
llevaba puesto lo que nunca se ponía en casa: un kimono. En Hiroshima le habían
dado dos días para salir de casa junto con los cuatro hijos que tenían ella y
su esposo y viajar a Los Ángeles. Allí, los cinco fueron encarcelados en un
hotel, estrictamente separados de su esposo y padre. Por primera vez en el programa
el rostro de Tanimoto cambió, pero hacia la sorpresa; parecía haberse vuelto inmune
a las satisfacciones. Enseguida dos de las doncellas, Toyoko Minowa y Tadako
Emori, fueron presentadas como siluetas detrás de una pantalla traslúcida, y Edwards
lanzó un discursito al público pidiendo dinero para las cirugías. Finalmente, los
cuatro niños Tanimoto —Koko, que era apenas una recién nacida cuando cayó la bomba
y ahora había cumplido diez años; Ken, el niño de siete; Jun, la niña de
cuatro; y Shin, el niño de dos— corrieron a los brazos de su padre.
TELEGRAMA ENTRANTE CONFIDENCIAL
DE: TOKIO
PARA: SECRETARIO DE ESTADO
FECHA: MAYO 12 DE 1955 SERVICIO
DE INFORMACIÓN DE LA
EMBAJADA
COMPARTE PREOCUPACIÓN WASHINGTON RIESGO PROYECTO CHICAS
HIROSHIMA GENERE PUBLICIDAD DESFAVORABLE...
TANIMOTO ES PERCIBIDO AQUÍ COMO CAZADOR DE PUBLICIDAD. PUEDE TRATAR DE
APROVECHAR SU VIAJE CONSIGUIENDO FONDOS PARA CENTRO CONMEMORATIVO DE PAZ DE
HIROSHIMA, SU PROYECTO CONSENTIDO. NO CREEMOS QUE SEA ROJO O SIMPATIZANTE DE
ROJOS, PERO PUEDE FÁCILMENTE VOLVERSE FUENTE DE PUBLICIDAD MALICIOSA.
Por valija diplomática:
SECRETO
El reverendo Tanimoto es percibido como un individuo que parece ser anticomunista
y probablemente sincero en sus esfuerzos por ayudar a las chicas... Sin
embargo, en su deseo por aumentar su prestigio e importancia podría, por
ignorancia, inocencia o con
plena conciencia, prestarse a una línea izquierdista o incluso seguirla...
RALPH J. BLAKE
CÓNSUL GENERAL AMERICANO, KOBE
Tan pronto como regresó a la costa este después del programa, Roben Lewis, que
había renunciado a la Fuerza
Aérea y ahora trabajaba como director de personal de Henry
Heide, fabricantes de golosinas, en Nueva York, fue llamado al Pentágono y
recibió un buen regaño de parte del Departamento de Defensa.
La familia Tanimoto permaneció en los Estados Unidos hasta el final de la gira
de discursos de Kiyoshi, que lo llevó a un total de ciento noventa y cinco
ciudades en veintiséis estados. El programa de televisión había permitido
recaudar cerca de cincuenta mil dólares, y Kiyoshi consiguió diez mil más. Chisa Tanimoto y los
niños pasaron un magnífico verano en la casa de huéspedes de la granja de Pearl
Buck en Bucks County, Pensilvania.
El 6 de agosto, décimo aniversario del bombardeo de Hiroshima, Tanimoto puso
una corona sobre la Tumba
del Soldado Desconocido en el Cementerio Nacional de Arlington. Ese día, en
Hiroshima misma, lejos de Tanimoto, un genuino movimiento japonés por la paz,
motivado por la ira que causó el incidente del «Dragón con Suerte», daba sus
primeros pasos. Cinco mil delegados asistieron a la primera Conferencia Mundial
contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno.
Los Tanimoto regresaron a Japón en diciembre. Kiyoshi Tanimoto se había dejado
llevar por la corriente y acabó cayendo en un remolino. Durante sus giras de
discursos por los Estados Unidos había desplegado una energía sorprendente para
un hibakusha: pasaba noche tras noche tras noche hablando sin parar en los cansados circuitos.
Pero la realidad era que durante varios años se había dejado arrastrar por esa
cresta de ola que era la feroz energía de Norman Cousins. Cousins le había proporcionado
experiencias embriagadoras que alimentaban su vanidad, pero también le había
arrebatado el control de sus propias empresas. Era por las doncellas que
Tanimoto había comenzado esta campaña, pero ahora descubría que, aunque el
dinero recaudado por «esta es su vida» pagaría los gastos de las doncellas, todo
lo que había recogido durante su gira, salvo mil dólares, era controlado por
Nueva York. Cousins había pasado por encima del centro de paz en Hiroshima y trataba directamente
con el gobierno municipal; Tanimoto había suplicado que el proyecto de adopción
moral quedara en manos del centro, pero su papel acabó siendo el de un
comprador de maletines. El golpe de gracia llegó cuando las cenizas de la doncella
Tomoko Nakabayashi, que había muerto mientras estaba anestesiada en el hospital
Mount Sinai, fueron devueltas a los padres, en Hiroshima, y Tanimoto ni siquiera fue
invitado al funeral, que fue dirigido por su buen amigo, el padre Kleinsorge. Y
cuando todas las doncellas hubieron regresado a casa y, para su sorpresa, se encontraron con que
se habían vuelto objeto no sólo de la curiosidad del público sino de su envidia
y su lástima, se resistieron a los esfuerzos publicitarios de Tanimoto, que
quería formar un «Club Zion» con ellas, y terminaron por alejarse de él.
Tampoco en el movimiento japonés por la paz había lugar para Tanimoto: había
estado fuera del país en momentos cruciales para el desarrollo del movimiento,
y además su actitud cristiana lo volvía sospechoso ante los grupos radicales que ocupaban
la vanguardia del activismo antinuclear. Mientras Tanimoto se encontraba lejos,
haciendo su último viaje, fue creada una organización nacional llamada Nihon
Gensuikyo, Consejo japonés contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno, y le
siguió una oleada de actividad que exigía al Diet cuidados médicos para los
hibakushas. Como a muchos hibakushas, a Tanimoto le repugnaba el creciente color político de estos actos,
y permaneció alejado de los encuentros masivos que tuvieron lugar en el Parque
de la Paz en los
subsiguientes aniversarios.
El 15 de mayo de 1957, Gran Bretaña llenó a cabo su primera prueba con
bombas de hidrógeno en la isla de Pascua, en el océano índico.
A Koko, la hija que había experimentado el bombardeo siendo
apenas un bebé, la
habían llevado casi todos los años al ABCC (dirigido por
norteamericanos) para
un chequeo físico. En general, se encontraba bien de salud,
aunque, igual que
muchos hibakushas que al momento de la bomba eran todavía
bebés, su crecimiento estaba
definitivamente atrofiado. Ahora, siendo ya una adolescente de
secundaria, fue
de nuevo a hacerse el chequeo. Como de costumbre, se desvistió
en un cubículo y
se puso una bata blanca de hospital. Tras pasar por una serie de
pruebas, esta vez
Koko fue llevada a una habitación iluminada donde había
un escenario de poca
altura respaldado por una pared marcada con una cuadrícula
métrica. La hicieron
pararse contra la pared, frente a luces tan brillantes que sus ojos no
veían lo
que había detrás; podía escuchar voces japonesas y
también norteamericanas. Una de éstas le dijo
que se quitara la bata. Ella obedeció, y se quedó
allí parada durante un tiempo
que pareció eterno, mientras las lágrimas corrían
por sus mejillas. Esta experiencia
la asustó y la hirió tanto que durante veinticinco
años fue incapaz de hablar de ella.
Un día,
hacia el final de agosto de 1959, una niña pequeña fue abandonada dentro de una
canasta frente al altar de la iglesia de Kiyoshi Tanimoto. Una nota pegada a su
pañal daba el nombre de la niña, Kanae, y su fecha de nacimiento, abril 28, y
enseguida decía: «Me temo que no puedo conservarla en este momento. Dios la bendiga, y
podría usted cuidar de ella en mi lugar?». Durante el verano que pasaron en la
granja de Pearl Buck, los niños Tanimoto habían jugado con la docena de
huérfanos, la mayoría orientales, de los que se había hecho cargo la escritora
norteamericana. La generosidad de la señora Buck había impresionado a la
familia; ahora, la familia decidió conservar y criar a la niña que les había
sido confiada.
El 13 de febrero de 1963, Francia probó un arma nuclear en el Sahara. El 16
de octubre de 1964, China llenó a cabo su primera prueba nuclear, y el y de
junio de 1967 hizo explotar una bomba de hidrógeno.
En 1968 Koko viajó con su padre a los Estados Unidos para ingresar al Centenary
College para mujeres en Hackettstown, Nueva Jersey. Tanimoto ya había regresado
a los Estados Unidos en 1964 - 1965 para visitar su alma mater, la Universidad de Emory, tras lo cual volvió a casa vía Europa; y también en 1966, cuando recibió un
diploma honorario del Clark College. Koko fue eventualmente transferida a la Universidad Americana,
en Washington, D.C. Allí se enamoró de un chino americano y se comprometió con
él, pero el padre del prometido, un doctor, dijo que ella no era capaz de dar a
luz a un hijo normal, y prohibió el matrimonio.
De regreso a Japón, Koko tomó un empleo en Tokio, con Odeco, una firma de
perforaciones petrolíferas. No le dijo a nadie que fuera hibakusha. Con el
tiempo conoció alguien a quien podía confiar estas cosas: el mejor amigo de su
novio. Finalmente, fue éste el hombre con el que se casó. Tuvo un aborto, y tanto
ella como su familia lo atribuyeron a la bomba. Koko y su marido fueron a la ABCC para
hacerse revisar los cromosomas, y aunque no se encontró nada anormal, decidieron
no volver a tratar de tener hijos. Con el tiempo, adoptaron dos bebés.
El movimiento antinuclear japonés había comenzado a dividirse a comienzos de
los años sesenta. Gensuikyo, el Consejo Japonés, había estado al principio
dominado por el Partido Socialista japonés y por Sohio, el Consejo General de Sindicatos. En
1960, el movimiento había intentado bloquear la revisión del Tratado de
Seguridad Americano Japonés, sobre la base de que ello alentaba un renovado
militarismo en Japón, ante lo cual grupos más conservadores formaron el Kakkin
Kaigi, Consejo Nacional para la
Paz
y Contra las Armas Nucleares. En 1964 ocurrió una
división más profunda, cuando infiltrados comunistas en
Gensuikyo provocaron
que socialistas y sindicalistas se retiraran y formaran Gensuikin, el
Congreso
Japonés contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno.
Para Tanimoto, como para la mayoría de los hibakushas, estas
disputas llegaron al colmo del absurdo cuando Gensuikin
argumentó que todas las
naciones deberían dejar de hacer pruebas, mientras que Gensuikyo
argumentaba
que los Estados Unidos hacían pruebas en preparación para
la guerra y la Unión Soviética
hacia pruebas para asegurar la paz. La división persistió, y año tras año las
dos organizaciones realizaron conferencias separadas para el 6 de agosto. El 7
de junio de 1973, Kiyoshi Tanimoto escribió la columna «El ensayo de la tarde» para el Chugoku
Shimbun de Hiroshima: «Estos
últimos
años, al acercarse el fin de agosto, escuchamos voces que
lamentan que nuevamente
este año los eventos conmemorativos sean llevados a cabo por un
movimiento de paz
dividido... La frase inscrita en el Cenotafio del monumento—
«Descansad en paz, pues no se repetirá el error»
— encarna
la esperanza apasionada de la raza humana. El atractivo de Hiroshima no
tiene nada
que ver con la política. Cuando vienen extranjeros a Hiroshima,
con frecuencia
se los oye decir: «Los políticos del mundo deberían
venir a Hiroshima y contemplar
los problemas políticos del mundo de rodillas ante este
Cenotafio».
El 18 de mayo de 1974, India llenó a cabo su primera prueba
nuclear.
Al acercarse el cuadragésimo aniversario de la bomba, el centro de paz de Hiroshima
seguía nominalmente operativo, pero en realidad estaba en el hogar de los
Tanimoto. Durante los años setenta, su principal proyecto había sido arreglar
una serie de adopciones de bebés japoneses huérfanos y abandonados que no habían
tenido ninguna relación en particular con la bomba atómica. Los padres adoptivos
vivían en Hawai y en los Estados Unidos continentales. Tanimoto había hecho
tres giras más como conferencista, en el continente en 1976 y 1982, y en Hawai
en 1981. Se retiró de su púlpito en 1982.
Kiyoshi Tanimoto tenía ahora más de setenta años. La edad promedio de los
hibakushas era de sesenta y dos. Los hibakushas supervivientes habían sido
encuestados por el Chugoku Shimbun en 1984, y el 54,3% de ellos creía que las
bombas atómicas serían utilizadas de nuevo. Tanimoto leía en los periódicos que
los Estados Unidos y la
Unión Soviética iban subiendo lentamente por los empinados
escalones de la disuasión. Tanto él como Chisa recibían prestaciones para
cuidados médicos en su calidad de hibakushas, y él recibía una pensión modesta
de la Iglesia Unida
de Japón. Tanimoto vivía en una casa pequeña y acogedora con una radio y dos
televisores, una lavadora, un horno eléctrico y un refrigerador, y tenía un
automóvil compacto Mazda fabricado en Hiroshima. Comía demasiado. Se levantaba
a las seis cada mañana y caminaba durante una hora con Chiko, su pequeño perro
lanoso. Su memoria, como la del mundo, se volvía desigual.
***
La Física Cuántica y la Bomba atómica
En el
Portal MUNDO MEJOR he destinado varios títulos a la Física Cuántica
que considero revolucionó la
Ciencia, el Conocimiento y la expansión mental hacia lo
Cósmico. Sin embargo, tal parece, no todo en brutilandia es para bien pues; vivimos en el planeta de los brutos.
Veamos como ejemplo:
Werner
Heisenberg premio Nobel en
1932, el más joven que lo ha recibido, revolucionó la física con su principio
de incertidumbre, los nazis lo llamaban el "judío blanco" por su
espíritu de lealtad a Alemania sin pertenecer a nada relacionado con el
nacional socialismo de Hitler. Él descubrió que si un átomo era separado se
liberaba energía la cual aumentaba si la cantidad de átomos era mayor hasta dar
la posibilidad de hacer una bomba nuclear que podía arrasar una ciudad. Por
esta razón se le instaló un Laboratorio en la universidad de Leipzig el cual
estaba bajo régimen militar con del nombre de "Club del Uranio". En
1942 tuvieron un accidente cuando ya estaban cercanos a saber cómo lograrlo.
Hitler que no era partidario de los científicos les quitó presupuesto, hasta la
caída de Alemania en que los británicos se llevaron a todo el equipo de sabios
a Londres. En Londres Heisenberg escucha la noticia de la bomba sobre Hiroshima
y decía que eso era imposible, imposible,
imposible. Pasado un tiempo después de Hiroshima y Nagasaki los ingleses
por el bien de la ciencia deciden que Heisenberg se haga cargo en Alemania de
la restauración de los físicos cuánticos de esa nación, pues el sabio dijo que
él había saboteado el proyecto nuclear nazi, lo que tal parece no era verdad.
Nadie lo señaló como responsable, por el contrario, se llenó de honores a diferencia
de:
Julius Robert Oppenheimer, el hombre al frente del famoso Proyecto Manhattan
que construyera la primera bomba atómica. Filtrada la noticia de lo que
hacía Heisenberg en Alemania, en 1941 el presidente Franklin Roosevelt decide
la realización del proyecto de la
creación de la bomba atómica, que queda a cargo militar bajo el
General Leslie Groves quien busca al sabio indicado y encuentra que el mismo es
Oppenheimer un genio cuántico de mente intuitiva, creativa y con don de líder y
convicción. Fue Oppenheimer quien señaló el sitio ideal para el Laboratorio
situado en Los Álamos. Ignoraban que el trabajo de Heisenberg por decisión
de Hitler había perdido liderazgo y ante el temor que Alemania primero lograra
la bomba trabajaban contra el tiempo. Tienen éxito ya rendida Alemania y a
mediados de 1945 contaban con tres bombas, una de uranio que se lanzó en
Hiroshima, y dos de plutonio que fue ideada por la mente de Oppenheimer y
una de esas bombas de plutonio dio lugar a la llamada "prueba Trinity" de la
primera explosión atómica con éxito el día 16 de julio de 1945, realizada en el
extenso campo desértico de Arenas Blancas,
para dar paso de inmediato a lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki. A
diferencia de Heisenberg, el poder político de su nación a Oppenheimer en lo posible lo
culpó, criticó e ignoró. El perdón oficial lo recibió nueve años después por el
presidente John F. Kennedy, otorgándole el premio Enrico Fermi, premio que le
entregó el presidente Johnson dado que Kennedy había sido asesinado.
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