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La nueva edición en español de “Hiroshima” incluye cinco capítulos: los primeros cuatro corresponden al artículo de John Hersey publicado por The New Yorker en 1946 y el quinto está centrado en una segunda parte escrita por Hersey casi 40 años más tarde, en la que analiza lo que le pasó a seis sobrevivientes durante todo ese tiempo.
El traductor al español, Juan Gabriel Vásquez señala sobre el presente texto escrito por John Hersey en 1985: Ese texto fue escrito desde la perspectiva que no se tenía en 1945, y esa perspectiva llegó con una conclusión triste: la tragedia atómica, la muerte de miles de civiles, no era necesaria para ganar la guerra. Es más: Hiroshima fue una especie de laboratorio en el que una potencia de la incipiente Guerra Fría le mostró a la otra lo que era capaz de hacer. Que tantos no combatientes hayan perdido la vida en ese espectáculo de fuerza no sólo es terrible: es inmoral. Esa indignación, en sordina y entre líneas, está en “Las secuelas”. Vázquez en su traducción-libro lo deja todo en un solo volumen. 
Para realzar el testimonio en mi Portal MUNDO MEJOR preferí destinar el relato de 1946 tal cual fue publicado y quedó con sus cuatro capítulos en el N° 467 del Portal, y este relato 40 años posterior lo he dejado en título aparte con el N° 468, que siento es lo que corresponde.
Como señala John Hersey en “Hiroshima” destaca a seis sobrevivientes de la masacre nuclear. Los seis personajes son: Pues bien, casi 40 años después Hersey decide regresar a la nueva Hiroshima y ver qué sucedió con esos seis personajes que inspiraron su relato estremecedor en 1946 y que él así, como se verá a continuación en 1985 describió para la revista The New Yorker:

Las secuelas del desastre

Por John Hersey 1985

Traducción de Juan Gabriel Vázquez de Colombia

Hatsuyo Nakamura
Hatsuyo Nakamura, débil y desposeída, emprendió una lucha valerosa que duraría muchos años por mantener vivos a sus niños, y por mantenerse viva ella misma. Hizo reparar su oxidada máquina Sankoku y comenzó a aceptar trabajos de costurera: limpiaba la casa, lavaba la ropa y los platos de vecinos que se encontraban en mejor posición que ella. Pero el trabajo la agotaba tanto que tenía que tomarse dos días de descanso por cada tres de labores, y si por alguna razón se veía obligada a trabajar la semana entera, tenía entonces que descansar durante tres o cuatro días. Apenas ganaba lo suficiente para comer. Entonces, precisamente en un momento tan precario, enfermó.
Su vientre empezó a hincharse, sufría de diarrea y de tanto dolor que no podía hacer ningún trabajo. Un doctor que vivía cerca vino a verla. Le explicó que tenía lombrices, y le dijo, equivocadamente: «Si le muerden el intestino, morirá». En aquellos días había en Japón escasez de fertilizantes, así que los granjeros usaban estiércol humano, y como consecuencia muchas personas empezaron a sufrir de parásitos que no eran fatales en sí pero que debilitaban seriamente a quienes habían tenido radiotoxemia. El doctor trató a Nakamura-san (como se hubiera dirigido a ella) con santonin, una medicina un tanto peligrosa derivada de ciertas variedades de artemisia. Para pagar al doctor, ella se vio  forzada a vender su último objeto de valor, la máquina de coser de su esposo. Después consideraría ese instante como el más triste y bajo de su vida.
Al referirse a quienes pasaron por la experiencia de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, los japoneses tendían a evitar el término «sobrevivientes», porque concentrarse demasiado en el hecho de estar con vida podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos. La clase de personas a la que pertenecía Nakamura-san vino a ser conocida con un nombre más neutral, «hibakusha»: literalmente, «personas afectadas por una explosión». Durante más de una década después de las explosiones, los hibakushas vivieron en una especie de limbo económico, aparentemente porque el gobierno japonés no quería aceptar ningún tipo de responsabilidad moral por los hechos horrendos cometidos por los victoriosos Estados Unidos. Aunque pronto resultó claro que muchos hibakushas sufrieron, tras su contacto con la bomba, consecuencias radicalmente distintas de las sufridas por los sobrevivientes de bombardeos tan espantosos como los de Tokio y otros lugares, el gobierno nunca tomó medidas especiales para auxiliarlos, hasta que una tormenta de indignación atravesó Japón cuando veintitrés tripulantes de un barco de pescadores —el «Dragón con suerte N°. 5»— y su carga de atún fueron alcanzados por las radiaciones de la bomba de hidrógeno que los norteamericanos ensayaban en Bikini, en 1954. Incluso entonces tuvieron que pasar tres años antes de que la ley de auxilio para los hibakushas fuera aprobada en el Diet.
Aunque Nakamura-san no podía saberlo, un oscuro porvenir la esperaba. En Hiroshima, los primeros años después de la guerra fueron un tiempo particularmente 
doloroso para gente como ella: un tiempo de desorden, hambre, codicia, robos, mercados negros. Los empleados no—hibakushas desarrollaron prejuicios contra los sobrevivientes cuando corrió el rumor de que eran beneficiarios de todo tipo de ayudas, y de que incluso aquellos, como Nakamura-san, que no habían sufrido mutilaciones crueles ni desarrollado síntomas serios y manifiestos, eran trabajadores poco confiables, puesto que la mayoría parecían sufrir, como ella, del malestar misterioso pero real que llegó a ser reconocido como un tipo duradero de la enfermedad de la Bomba A: debilidad persistente, mareos ocasionales, problemas digestivos, todos agravados por un sentimiento de opresión, una sensación de estar condenados a muerte, pues se creía que inefables enfermedades podían en cualquier momento plantar su semilla en el cuerpo de sus víctimas e incluso en el de sus descendientes. Nakamura-san se esforzaba por vivir el día a día, y no tenía tiempo para adoptar poses acerca de la bomba ni nada parecido. Curiosamente, la sostenía una especie de pasividad resumida en una frase que ella misma solía usar, «Shikata ga nai», que significaba: «Nada que hacer». No era una mujer religiosa, pero vivía en una cultura impregnada desde tiempos inmemoriales por la creencia budista de que la resignación lleva a una percepción clara de las cosas; había compartido con otros ciudadanos un profundo sentimiento de impotencia frente a una autoridad estatal que había gozado de una solidez divina desde la Restauración Meiji de 1868; y el infierno que le había tocado presenciar, y las terribles secuelas del desastre que se desarrollaban a su alrededor, trascendieron el entendimiento humano de tal forma que fue imposible considerarlas obra de seres humanos resentidos, como el piloto del «Enola Gay», o el presidente Truman, o los científicos que construyeron la bomba —o incluso, más próximos a ella, los militaristas japoneses que fueron responsables de la entrada en guerra—. La bomba parecía casi un desastre natural: un desastre que era simplemente consecuencia de la mala suerte, parte del destino (que debía ser aceptado).
Después de la purga, cuando comenzó a sentirse mejor, Nakamura-san hizo un acuerdo para repartir el pan de un panadero llamado Takahashi, cuya panadería quedaba en Nobori-cho. Cuando se sentía dispuesta, recibía pedidos de comerciantes al detalle de su vecindario, y a la mañana siguiente recogía las barras de pan requeridas y las llevaba por la calle, en canastas y cajas, hasta las tiendas. Era un trabajo agotador por el cual ganaba el equivalente de cincuenta centavos de dólar al día. Luego, tenía que tomarse varios días de descanso. Después de cierto tiempo, cuando comenzó a sentirse algo más fuerte, se hizo cargo de otro tipo de venta ambulante. Se levantaba cuando aún estaba oscuro, y durante dos horas empujaba una carretilla prestada a través de la ciudad y hasta una sección llamada Eba, sobre la boca de uno de los siete ríos del estuario que, en la desembocadura del Ota, divide Hiroshima. Al amanecer, los pescadores arrojaban allí esas redes que parecían faldas con plomos, y ella los ayudaba cuando había que tirar de la red para recoger la pesca. Entonces empujaba el carrito de vuelta a Nobori-cho y vendía el pescado de puerta a puerta. Ganaba apenas lo suficiente para comer.
Un par de años después pudo encontrar un trabajo que se acomodaba mejor a su ocasional necesidad de descanso, porque podía, dentro de ciertos límites, llevarlo a cabo en su propio tiempo. Se trataba de recolectar dinero para la distribución del diario de Hiroshima, el Chugoku Shimbun, que era leído por la mayoría de los habitantes de la ciudad. Tenía que cubrir un territorio extenso, y con frecuencia sus clientes no se encontraban en casa o le aseguraban que en ese instante no podían pagar, así que ella se veía obligada a volver una y otra vez. Con este trabajo ganaba el equivalente a veinte dólares al mes. Cada día su fuerza de voluntad y su cansancio parecían luchar hasta lograr un difícil empate.
En 1951, después de años de esta dura rutina, a Nakamura-san le tocó en suerte —fue su destino, que debía ser aceptado— resultar elegible para mudarse a una mejor casa. Dos años antes, un cuáquero de nombre Floyd W Schmoe, profesor de dendrografía de la Universidad de Washington, había venido a Hiroshima, llevado aparentemente por profundos afanes de expiación y reconciliación, formado un equipo de carpinteros y, con sus propias manos (y las de ellos), había comenzado a construir una serie de casas estilo japonés para las víctimas de la bomba; en total, el equipo llegó eventualmente a construir veintiún casas. Una de ellas le fue asignada a Nakamura-san. Los japoneses miden sus casas por múltiplos del área de la estera tsubo que cubre el piso, que mide algo más de tres metros cuadrados, y las casas Doctor Shum-o, como las llamaban los habitantes de Hiroshima, tenían dos habitaciones de seis esteras cada una. Fue un gran paso adelante para los Nakamura. Esta casa olía a madera nueva y a esteras limpias. La renta debía pagarse al gobierno de la ciudad, y era el equivalente de un dólar mensual.
A pesar de la pobreza de la familia, los niños parecían crecer normalmente. Yaeko y Myeko, las dos hijas, estaban anémicas, pero hasta ese momento ninguno de los tres había sufrido las complicaciones más serias que sufrían tantos jóvenes hibakushas. Yaeko, que ahora tenía catorce años, y Myeko, de once, asistían a la escuela secundaria. El niño, Toshio, listo para entrar a la preparatoria, iba a tener que ganar dinero para pagar su escuela, así que comenzó a repartir diarios en los lugares donde su madre recolectaba dinero. Aquellos sitios quedaban a alguna distancia de la casa Doctor Shum-o, y ambos tenían que tomar el tranvía entre la casa y el trabajo a horas difíciles.
La vieja choza de Nobori-cho permaneció desocupada durante un tiempo, y, mientras continuaba con su recaudación para periódicos, Nakamura-san la convirtió en una pequeña tienda callejera para niños, y vendía patatas dulces —asadas por ella misma—, dagashi, o pequeños dulces, pasteles de arroz y juguetes baratos que le compraba a un mayorista. Durante todo este tiempo había estado recaudando los pagos de una pequeña compañía química, Suyama, fabricante de bolitas de naftalina que se vendían bajo la marca Paragen. Allí trabajaba una amiga suya, y un día la amiga le sugirió que entrara a la compañía y ayudara a envolver el producto en sus paquetes. Nakamura-san supo que el dueño era un hombre compasivo que no compartía el resentimiento de otros empleadores hacia los hibakushas; de hecho, había varias entre las veinte mujeres de su equipo de empacadoras. Nakamura-san objetó que era incapaz de trabajar más de algunos días seguidos; la amiga la persuadió de que el señor Suyama lo entendería.
Así que empezó a trabajar. Vestidas con uniformes de la compañía, las mujeres permanecían de pie, algo inclinadas hacia delante, a ambos lados de un par de correas transportadoras, trabajando tan rápido como fuera posible para empacar en celofán dos tipos distintos de Paragen. El olor del Paragen causaba mareos y al principio hacía arder los ojos. Su principal ingrediente, el paradiclorobenzeno en polvo, había sido comprimido en bolas de naftalina con forma de pastillas, y en esferas más grandes, del tamaño de una naranja, que se colgaban en los servicios japoneses donde su repugnante olor pseudomedicinal compensaba la inexistencia de una cisterna.
Como novata, Nakamura-san recibió ciento setenta yenes al día: menos de cincuenta centavos de dólar. Al principio el trabajo era complicado, terriblemente agotador y un poco nauseabundo. Su palidez preocupaba a su jefe. Con frecuencia se tomaba el día libre. Pero poco a poco se acostumbró a la fábrica. Hizo nuevas amigas. Había una atmósfera familiar. Logró aumentos. En las dos pausas de diez minutos, en la mañana y en la tarde, cuando las correas transportadoras se detenían, había un murmullo de risas y cotilleos al cual ella se sumaba. Parecía que en el fondo de su temperamento hubiera habido, a lo largo de todo este tiempo, un núcleo de alegría que 
actuara como el combustible de su larga lucha contra la lasitud de la bomba atómica; algo más cordial que la mera sumisión, más vivificante que decir «Shikata ganai». Las  demás mujeres se encariñaron con ella; ella les hacía favores todo el tiempo. Comenzaron a llamarla Obasan, que aproximadamente significa «tía querida». Trabajó trece años en Suyama. Aunque su energía todavía rendía cuentas de vez en cuando al síndrome de la bomba atómica, las traumáticas experiencias de ese día de 1945 parecían alejarse gradualmente en su memoria.
El episodio del «Dragón con suerte No. 5» ocurrió en 1954, un año después de que Nakamura-san comenzara a trabajar para Suyama. En medio de la fiebre de indignación que hubo a continuación en el país, la provisión de cuidados médicos adecuados para las víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki se volvió por fin cuestión política. Casi cada año desde 1946, en el día del aniversario del bombardeo de Hiroshima, un Encuentro Conmemorativo por la Paz había tenido lugar en un parque definido por los urbanistas durante la reconstrucción de la ciudad como lugar de recuerdo; el 6 de agosto de 1955, fue allí donde se reunieron delegados de todo el mundo para la Primera Conferencia contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno. En el segundo día de la conferencia, un grupo de hibakushas dio testimonio, entre lágrimas, de la falta de atención por parte del gobierno hacia sus peticiones. Los partidos políticos japoneses asumieron la causa, y por fin, en 1957, el Diet promulgó la Ley de Cuidados Médicos para las Víctimas de la Bomba Atómica. Esta ley —y sus modificaciones subsiguientes— definió cuatro clases de personas que serían candidatas a ayudas: aquellos que estaban en los límites de la ciudad el día de la bomba; aquellos que entraron en un área de dos kilómetros de radio a partir del hipocentro en los catorce días siguientes al bombardeo; aquellos que entraron en contacto físico con las víctimas, ya fuera administrándoles primeros auxilios o cremando sus cuerpos; y aquellos que fueron embriones en el vientre de una mujer incluida en cualquiera de las tres categorías anteriores.
Estos hibakushas tenían derecho a recibir los llamados libros de salud, los cuales les daban, a su vez, derecho a tratamiento médico gratuito. Posteriores revisiones de la ley asignaron mensualidades a víctimas que sufrieran de ciertas secuelas. Como muchos hibakushas, Nakamura-san se había mantenido lejos de la agitación, y, de hecho, como varios sobrevivientes, ni siquiera se molestó por conseguir un libro de salud hasta un par de años después de que éstos aparecieran. Siempre había sido demasiado pobre para frecuentar a un doctor, y se había acostumbrado a arreglárselas sola y como pudiera, fuera cual fuese su problema. Además compartía con otros sobrevivientes la sospecha de que había motivos ulteriores de parte de esa gente politizada que participaba en las ceremonias y conferencias anuales.
Inmediatamente después de graduarse, Toshio, el hijo de Nakamura-san, fue a trabajar para la división de buses de los Ferrocarriles Nacionales japoneses. Trabajaba en las oficinas administrativas, primero en Horarios, luego en Contabilidad. Tenía unos veinticinco años cuando su matrimonio fue arreglado a través de un pariente que conocía a la familia de la novia. Construyó una ampliación para la casa Doctor Shum-o, se mudó y comenzó a contribuir a la manutención de su madre. Le dio una nueva máquina de coser como regalo. Yaeko, la hija mayor, se fue de Hiroshima tan pronto como se hubo graduado de la escuela secundaria, a los quince años, para ayudara una tía enferma que administraba un ryokan, una hostería al estilo japonés. Allí se enamoró de un hombre que solía comer en el restaurante de la hostería, y celebró un matrimonio por amor. Tras graduarse del bachillerato, Myeko, la más susceptible de los tres al síndrome de la bomba atómica, se volvió una mecanógrafa experta y tomó cursos en escuelas de mecanografía. Tiempo después, su matrimonio fue arreglado. Igual que su madre, 
los tres hijos evitaron todo tipo de agitación prohibakusha o antinuclear. En 1966, al cumplir cincuenta y cinco años, Nakamura-san se retiró de Suyama. Al final recibía un sueldo de treinta mil yenes al mes, cerca de ochenta y cinco dólares. Sus hijos ya no dependían de ella, y Toshio estaba preparado para asumir su responsabilidad de hijo frente a su madre.
Ahora se sentía a gusto con su cuerpo; descansaba cuando lo necesitaba, y no tenía preocupaciones acerca del costo de los medicamentos, porque había acabado por recoger la libreta de salud número 1.023.993. Era tiempo de disfrutar la vida. Por el placer de regalar, tomó cursos de bordado y de confección de vestidos para las tradicionales muñecas kimekomi, que según se dice dan buena suerte. Una vez a la semana, vestida con un kimono claro, iba a bailar al Grupo de Estudio de la Música Popular japonesa. Con gestos expresivos y en movimientos establecidos, con las
manos escondidas en los largos pliegues de las mangas del kimono y la cabeza en alto, Nakamura-san bailaba, moviéndose como si flotara, junto a treinta agradables mujeres, mientras escuchaban una canción que celebraba la entrada a una casa: Que florezca tu familia Por milgeneraciones, Por ocho milgeneraciones.
Cerca de un año después de que Nakamura-san se jubilara, una organización llamada Asociación de Familias Afligidas la invitó a hacer un viaje en tren con otras cien viudas
de guerra para visitar el Templo a los hibakushas fue reformada, y Nakamura-san comenzó a recibir una mensualidad, llamada de protección sanitaria, de seis mil yenes, cerca de veinte dólares; gradualmente, esta suma se incrementaría hasta casi el doble. Nakamura-san recibía también una pensión, para la cual había cotizado en Suyama, de veinte mil yenes al mes, o sesenta y cinco dólares; y durante varios años había recibido una pensión mensual como viuda de guerra de veinte mil yenes más. Con la bonanza económica, por supuesto, los precios habían subido abruptamente (en algunos años Tokio se transformó en la ciudad más costosa del mundo), pero Toshio se las arregló para comprar un pequeño coche Mitsubishi, y de vez en cuando se levantaba al amanecer y viajaba dos horas en tren para jugar golf con sus socios. El marido de Yaeko tenía una tienda de venta y servicio de calefactores y aparatos de aire
acondicionado, y el marido de Myeko tenía un puesto de dulces y revistas cerca de la estación de trenes.
En mayo de cada año, por la época del cumpleaños del emperador, cuando los árboles de la Avenida de la Paz estaban en su momento más frondoso y las azaleas florecían por todas partes, Hiroshima celebraba un festival de flores. Había cabinas de entretenimiento que flanqueaban el bulevar, y largos desfiles con carrozas, bandas y miles de participantes. Cuarenta años después de la bomba, Nakamura-san bailó con las mujeres de la Asociación de Bailes Populares: había seis bailarinas en cada una de las seis filas. Bailaron Oiwai-Ondo, una canción de felicidad, levantando los brazos con gestos de alegría y aplaudiendo en ritmos de tres: Pinos verdes, grullas y tortugas... Debéis contar la historia de vuestros tiempos difíciles Y reír dos veces.

El bombardeo había ocurrido cuatro décadas atrás. ¡Qué lejano parecía! El sol brillaba ese día. Medir los pasos y levantar los brazos durante horas seguidas era agotador. A media tarde, Nakamura-san se sintió de repente atontada. Lo siguiente fue sentir que la levantaban y la metían en una ambulancia, para su gran vergüenza y a pesar de sus ruegos por que la dejaran quieta. En el hospital dijo que se encontraba bien; sólo quería volver a casa. Así que la dejaron irse. 
En Yasukuni, en Tokio. Este lugar sagrado, establecido en 1869, estaba dedicado a las almas de todos los japoneses que habían muerto en las guerras contra las potencias extranjeras, y podía considerarse análogo, en términos de simbolismo nacional, al Cementerio Nacional de Arlington —con la diferencia de que aquí se santificaban almas, no cuerpos—.
El templo era considerado por muchos japoneses como foco de un militarismo japonés todavía vivo, pero Nakamura-san, que nunca había visto las cenizas de su esposo y se había aferrado a la creencia de que algún día lo vería regresar a su lado, hizo caso omiso de todo aquello. La visita le pareció desconcertante. Aparte de las cien mujeres de Hiroshima, había en los terrenos del templo una multitud de mujeres de otras ciudades. A Nakamurasan le fue imposible sentirse en compañía de su marido muerto, y regresó a casa con la conciencia intranquila.
Eran momentos de auge para Japón.
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Doctor Terufumi Sasaki
Al doctor Terufumi Sasaki todavía lo atormentaban recuerdos de los días y noches atroces que siguieron a la explosión: distanciarse de ellos sería la labor de su vida. Aparte de sus tareas como cirujano subalterno en el hospital de la Cruz Roja, ahora tenía que pasar todos los jueves, en la Universidad de Hiroshima, al otro lado de la ciudad, para ir trabajando poco a poco en su disertación doctoral sobre la tuberculosis del apéndice. Como era costumbre en Japón, le habían permitido comenzar prácticas tan pronto como se graduara de la universidad. A la mayoría de los jóvenes internos, obtener realmente su diploma doctoral les tomaba cinco años de estudio adicional; por varias razones, al doctor Sasaki le tomaría diez.
Durante ese año, el doctor había estado viajando al trabajo desde el pequeño pueblo de Mukaihara, donde vivía su madre, a una hora en tren de la ciudad. Su familia era adinerada; de hecho, a través de los años resultó (y ocurrió igual para muchos médicos
japoneses) que la medicina más eficaz para cualquier enfermedad era el dinero en efectivo o el crédito, y entre más grande fuera la dosis, mejor el resultado. Su abuelo
había sido terrateniente y acumulado en las montañas amplias extensiones de tierra maderera muy valiosa. Su difunto padre, médico, había ganado buen dinero en una clínica privada. Durante los tiempos turbulentos de hambre y crimen que siguieron al bombardeo, unos ladrones habían conseguido entrar a dos depósitos tan sólidos como un fuerte que había junto a la casa de su madre, y se llevaron valiosas reliquias familiares, entre ellas una caja de laca que el padre había recibido del Emperador, un antiguo estuche para tinteros y pinceles de escritura, y una pintura clásica de un tigre que valía por sí sola diez millones de yenes, más de veinticinco mil dólares.
Su matrimonio funcionaba bien. Había tenido la oportunidad de escoger. No había en ese momento muchos solteros tan cotizados como él en Mukaihara; varios agentes matrimoniales lo habían tanteado, y él había seguido el rastro de algunos tanteos. El padre de una de las novias ofrecidas había recibido al agente y lo había rechazado. Quizá debido a que el doctor Sasaki había tenido la reputación de haber sido en su juventud un chico malo, un «gato salvaje», según decían algunos; y el padre habría escuchado los rumores de que el doctor atendía ilegalmente a pacientes de Mukaihara después de sus horas de trabajo en el hospital de la Cruz Roja. Pero también era posible que el padre fuera demasiado cuidadoso. De él se decía que no sólo seguía el refrán japonés «Revisa un puente viejo antes de cruzarlo», sino que tampoco cruzaba después de revisarlo. El doctor Sasaki no había experimentado nunca un rechazo semejante, y decidió entonces que ésta era la chica para él, y, con la ayuda de dos persistentes intermediarios, eventualmente ganó la confianza del cauteloso padre. Ahora, tras pocos meses de casado, se daba cuenta de que su esposa era más sabia y más sensata que él mismo.
Gran parte del trabajo que tuvo el doctor Sasaki en el hospital de la Cruz Roja a través de los cinco años siguientes consistió en eliminar las cicatrices queloides, tumores que causaban comezón, horribles, gruesos y gomosos, parecidos al caparazón de un cangrejo, que se formaban a menudo sobre las quemaduras graves que sufrían los hibakushas, y particularmente quienes habían estado expuestos al calor de la bomba a menos de dos kilómetros del hipocentro. En la lucha con los queloides, el doctor Sasaki y sus colegas andaban un poco a ciegas, porque carecían de cualquier tipo de literatura confiable para usar como guía. Encontraron que a menudo las cicatrices bulbosas se reproducían después de haber sido eliminadas. Si no se las trataba, algunas podían infectarse; otras hacían que los músculos subyacentes se tensaran. Eventualmente, el doctor Sasaki y sus colegas llegaron a la reticente conclusión de que en muchos de los casos no hubieran debido operar. Con el tiempo las cicatrices tendían a encogerse espontáneamente, y entonces podían ser extirpadas con más facilidad o dejarse de lado.
En 1951 el doctor Sasaki decidió renunciar a aquel hospital de malos recuerdos, y establecerse en una clínica privada en Mukaihara como lo había hecho su padre. Era un hombre ambicioso. Había tenido un hermano mayor del cual se esperaba que, según la costumbre de las familias de médicos en Japón, sucediera a su padre en la práctica; el segundo hijo tenía que abrirse su propio camino, y en 1939, llevado por la propaganda de la época a buscar fortuna en las zonas más vastas y atrasadas de China, Terufumi Sasaki había viajado y estudiado en la Universidad japonesa Oriental de Medicina, en Tsingtao. Se graduó y regresó a Hiroshima poco antes de la bomba. Su hermano había muerto en la guerra, así que el camino estaba libre: no sólo para que el doctor Sasaki pusiera una práctica en la ciudad de su padre, sino para retirarse de Hiroshima y dejar de ser un hibakusha. Durante cuatro décadas no le habló a nadie acerca de las horas y los días que siguieron al bombardeo.
Su abuelo había depositado grandes sumas de dinero en el Banco de Hiroshima. El doctor Sasaki fue al banco con la seguridad de que le darían un buen préstamo para ayudarlo a empezar. Pero el banco dijo que una clínica en una ciudad tan pequeña podía fácilmente fracasar, y le dio un crédito máximo de trescientos mil yenes, menos de mil dólares de la época. Así que el doctor Sasaki comenzó a atender pacientes en casa de los padres de su esposa. Realizaba cirugías sencillas —apéndices, úlceras gástricas, fracturas múltiples— pero también practicaba, de forma algo arriesgada, cualquier otro tipo de medicina, excepto ginecología y obstetricia. Le fue sorprendentemente bien. Poco después venían a verlo casi cien pacientes por día. Algunos venían de muy lejos. El banco se percató de ello, y el límite del crédito se elevó a un millón de yenes.
En 1954, el doctor Sasaki construyó una clínica adecuada en el terreno de la familia de su esposa; era una estructura de dos pisos con diecinueve camas para pacientes internos y una superficie total de doscientos ochenta esteras. Financió el edificio mediante un préstamo de trescientos mil yenes de parte del banco y mediante la venta de madera de las tierras heredadas de su abuelo. En la nueva clínica, con la ayuda de un equipo de cinco enfermeras y tres aprendices de prácticas, y trabajando sin descanso seis días a la semana de ocho y media de la mañana a seis de la tarde, el doctor Sasaki siguió prosperando.
Mucho antes de esto, los médicos de Hiroshima habían comenzado a percatarse de que el contacto con la bomba tenía consecuencias mucho más serias que las heridas traumáticas y las cicatrices queloides tan dramáticamente visibles en los primeros días. Para muchos pacientes, los violentos síntomas de la radiotoxemia primaria cesaban con el tiempo, pero pronto fue claro que los hibakushas eran susceptibles a secuelas mucho más peligrosas por las enormes dosis de radiación recibidas de la bomba. Sobre todo fue evidente, hacia 1956, que la incidencia de leucemia en los hibakushas era mucho más alta de lo normal; entre quienes habían estado expuestos a la bomba a menos de un kilómetro del hipocentro, se reportó que la incidencia era entre diez y cincuenta veces superior a la norma. A través de los años, los hibakushas empezaron a temer la aparición de «puntos violetas», diminutas hemorragias superficiales sintomáticas de leucemia. Y después otras formas de cáncer, distintas de la leucemia y con períodos de latencia más largos, empezaron a revelarse a una velocidad mayor que la normal: carcinomas de la tiroides, los pulmones, los senos, las glándulas salivares, el estómago, el hígado, el tracto urinario y los órganos reproductivos, tanto del hombre como de la mujer. Algunos sobrevivientes —niños incluidos— desarrollaban lo que se llamó cataratas de la bomba atómica. Algunos niños afectados por la bomba crecían raquíticos, y uno de los descubrimientos más terribles fue que algunos de los niños que habían estado en el vientre de sus madres al momento de la bomba nacían con cabezas más pequeñas de lo normal. Puesto que se sabía que la radiación afectaba los genes de animales de laboratorio, se esparció entre los hibakushas el temor de que descendientes futuros de los sobrevivientes pudieran ser objeto de mutaciones. (Fue preciso esperar hasta finales de los años sesenta para que los análisis demostraran aberraciones del cromosoma de los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, y sería preciso esperar aún más para saber qué efectos, si los hubiera, sufriría su progenie.) Hubo varias enfermedades —menos mortales que los cánceres— que según muchos doctores eran el resultado del contacto con la bomba: varios tipos de anemia, mal funcionamiento del hígado, problemas sexuales, desórdenes endocrinológicos, envejecimiento acelerado y la innegable debilidad acompañada del no -estar- precisamente-enfermo de la cual muchos se quejaban.
El doctor Sasaki, que salvo esta última debilidad no había sufrido problema alguno, se ocupó poco o nada de aquellas revelaciones. No les seguía la pista en los periódicos
médicos. En su pueblo de las montañas, trató a muy pocos hibakushas. Vivía encerrado en el presente del indicativo. En 1963, con la intención de enterarse de los últimos desarrollos en el campo de la anestesia, el doctor Sasaki fue al hospital de la Cruz Roja de Yokohama para aprender de su director general, el doctor Tatsutaro Hattori. En tanto que jefe de cirugía del hospital de Hiroshima, el doctor Hattori había sido superior del doctor Sasaki, había enfermado de radiotoxemia después de la bomba y se había mudado a Yokohama. El doctor Hattori sugirió que, ya que se encontraba allí, el doctor Sasaki se sometiera a un examen médico riguroso, aprovechando el avanzado equipo médico del hospital. El doctor Sasaki estuvo de acuerdo. Una tomografía de su pecho reveló una sombra en el pulmón izquierdo. El doctor Sasaki era fumador. Sin entrar en los descubrimientos acerca de la incidencia de cáncer de pulmón en los hibakushas (suponiendo quizá que el doctor Sasaki lo sabía todo al respecto), el doctor Hattari recomendó una biopsia. Se llevó a cabo, y cuando el doctor Sasaki salió de la anestesia vio que su pulmón izquierdo había sido extirpado entero. Pocas horas después de la operación, la ligadura de uno de los vasos sanguíneos en la cavidad pulmonar reventó, y el doctor Sasaki sufrió hemorragias severas durante casi una
semana. Hacia el final de ese tiempo, puesto que continuaba tosiendo sangre y debilitándose de forma preocupante, se reunió a su alrededor lo que al doctor le parecía ser un cortejo de muerte: su esposa, el doctor Hattori, la matrona del hospital y varias enfermeras. Les agradeció, le dijo adiós a su esposa, y murió. O, mejor, pensó que moría. Poco tiempo después, recuperó la conciencia y se encontró mejorando poco a poco.
Años después, el doctor Sasaki concluyó que aquella era la experiencia más importante de su vida —más importante que el bombardeo—. Obsesionado por la soledad que había sentido cuando creyó que moría, ahora se esforzaba tanto como fuera posible para acercarse a su esposa y a sus hijos —dos varones y dos mujeres—. Una tía lo asustó un día diciéndole: «Tienes suerte, Terufumi. Después de todo, i wa jinjutsu: la medicina es el arte de la compasión». No había meditado nunca acerca del significado de este refrán, transmitido a los jóvenes japoneses que se preparan para ser médicos. El doctor tomó entonces la decisión de guardar la calma y la compostura, y nunca dejar de hacer todo lo posible por un paciente. Trataría de ser amable con gente a la cual detestaba. Abandonaría la cacería y el mah jongg. Su esposa le decía: «Has llegado a la madurez a los cuarenta. Yo crecí a los veinte años». El doctor Sasaki no dejó el cigarrillo.
En 1972, la mujer del doctor Sasaki murió de cáncer de seno: fue la tercera crisis de su vida. Descubrió entonces un nuevo tipo de soledad relacionado con la muerte, permanente e intenso. Se consagró a su trabajo con más energía que nunca. La muerte de su esposa y su propia agonía, junto a la revelación de que ya no era joven, lo hicieron comenzar a preocuparse por los ancianos, y decidió construir una clínica mucho más grande en la cual practicaría medicina geriátrica. Esta rama del arte de la compasión atraía a algunos de los más hábiles doctores japoneses, y daba la casualidad de que estaba volviéndose extremadamente lucrativa. Como se lo explicó a algunos amigos, que se rieron ante lo que consideraron ambición excesiva, todo el mundo tenía dolores y achaques después de los sesenta, todo el mundo a esa edad necesitaba masajes, terapia de calor, acupuntura, moxa y el apoyo de un médico amigable. Vendrían en bandadas.
Para 1977, el crédito del doctor Sasaki frente al Banco de Hiroshima se había disparado: el último préstamo había sido de diecinueve millones de yenes, o cerca de ochenta mil dólares. Con este dinero construyó, sobre terrenos de las afueras, un imponente edificio de concreto de cuatro pisos, con diecinueve cama para pacientes internos y amplios servicios de rehabilitación, y también con un espléndido apartamento para él mismo. Contrató a un equipo de tres acupunturistas, tres terapeutas, ocho
enfermeras y quince paramédicos, además de personal de mantenimiento. Sus dos hijos, Yoshihisa y Ryuji, que para este momento ya eran médicos, venían a ayudarlo en épocas especialmente concurridas.
Tenía razón acerca de las bandadas. De nuevo se encontró trabajando de ocho a seis, seis días a la semana, y recibía un promedio de doscientos cincuenta pacientes al día. Algunos venían de ciudades tan alejadas como Kure, Ondo y Akitsu, sobre la costa, y otros de pueblos de toda la prefectura. Aprovechando las gigantescas deducciones fiscales que podían reclamar los doctores japoneses, ahorró grandes sumas de dinero, y a medida que devolvía los préstamos el banco levantaba aún más el límite de su crédito. Tuvo la idea de construir un hogar de ancianos que costaría dos millones de yenes. Sería necesario obtener la aprobación de la Asociación Médica del Condado de Takata. Presentó los planes. Fue rechazado. Poco después, un importante miembro de la asociación construyó, en la ciudad de Yoshida, un hogar exactamente como el propuesto por el doctor Sasaki.
Impertérrito, consciente de que para sus pacientes ancianos los tres placeres principales eran las visitas familiares, la buena comida y los turnos generosos en el baño, el doctor Sasaki utilizó los préstamos del banco para construir, en el lugar de su antigua clínica, una lujosa casa de baños, aparentemente para uso de los pacientes, pero abierta también a los habitantes del pueblo, a quienes se cobraba más del costo habitual de una casa de baños pública; sus albercas, después de todo, eran de mármol. El doctor Sasaki gastaba medio millón de yenes al mes (deducibles) en el  mantenimiento del lugar.
Cada mañana, el doctor se reunía con el personal entero de la clínica. Tenía un sermón favorito: no trabajes principalmente por dinero; primero cumple tu deber con los pacientes, y deja que el dinero venga después; la vida es corta, no se vive dos veces; el torbellino alza las hojas y las hace girar, pero luego las deja caer, y las hojas se apilan unas sobre otras. La pila del doctor Sasaki crecía y crecía. Su vida estaba asegurada en cien millones de yenes; tenía un seguro contra negligencia profesional por trescientos millones. Conducía un BMW blanco. Sobre los cofres de su salón había jarrones extraordinarios. A pesar de las enormes deducciones fiscales otorgadas a los doctores japoneses, el doctor había llegado a pagar el impuesto a la renta más alto del condado de Takata (de treinta y siete mil habitantes), y sus impuestos estaban entre los más elevados de toda la prefectura de Hiroshima (doce ciudades y sesenta y ocho pueblos en quince condados; dos millones setecientos mil habitantes).
Tuvo una nueva idea. Perforaría el terreno junto a la clínica en busca de agua caliente  para llenar aguas termales. Contrató a la Compañía de Ingeniería Geológica de Tokio para realizar un estudio, y le aseguraron que si perforaba a una profundidad de ochocientos metros, obtendría de sesenta a cien litros de agua por minuto, a una temperatura entre 26 y 30 grados. Tuvo visiones de balnearios de aguas termales; calculó que podría suministrar agua para las termales de tres hoteles. Comenzó en junio de 1985.
El doctor Sasaki empezó a ser considerado raro por los doctores de Hiroshima. A diferencia de ellos, no se sentía atraído por la exclusiva sociedad de las asociaciones médicas. En cambio le gustaban cosas como patrocinar un concurso de gateball, una variante primitiva del croquet; con frecuencia llevaba una corbata —que le había costado cinco mil yenes, o veinte dólares— con la palabra Gateball bordada sobre ella en caracteres ingleses. Su principal satisfacción, aparte de su trabajo, era hacer un viaje ocasional a Hiroshima para comer comida china en el sótano del Gran Hotel, y encender, al final de la comida, un cigarro de la marca Mild Seven, en cuyo paquete, junto al nombre en inglés, se leía esa amable admonición japonesa

 

Padre Wilhelm Kleinsorge
De vuelta por segunda vez al hospital de Tokio, el padre Wilhelm Kleinsorge sufría fiebres y diarrea, heridas que no sanaban, recuentos sanguíneos terriblemente fluctuantes y agotamiento absoluto. Durante el resto de su vida el padre sería el caso clásico de esa forma vaga y fronteriza de radiotoxemia en la cual el cuerpo de la persona desarrollaba un amplio repertorio de síntomas, pocos de los cuales podían ser atribuidos a la radiación, pero muchos de los cuales aparecían en los hibakushas, en combinaciones y grados diversos, con tanta frecuencia como para que algunos de los doctores y todos los pacientes culparan a la bomba.
El padre Kleinsorge vivió esta vida miserable con un ánimo extraordinariamente desinteresado. Tras darse de alta en el hospital, regresó a la diminuta capilla de Noborimachi, la misma que había ayudado a construir, y allí continuó con su abnegada vida de pastor.
En 1948 fue nombrado sacerdote de la iglesia Misasa, una iglesia mucho más grande de otra parte de la ciudad. No había aún demasiados edificios altos, y la iglesia era conocida por los vecinos como el Palacio Misasa. Un convento de Ayudantes de Santas Almas existía adjunto a la iglesia, y aparte de su tarea sacerdotal de dar la misa, escuchar las confesiones y enseñar la Biblia, el padre organizaba retiros de ochenta días para novicias y hermanas del convento durante los cuales las mujeres recibían del padre la comunión y las instrucciones para el día a día, y guardaban silencio. El padre Kleinsorge visitaba todavía a Sasakisan y a otros hibakushas que se encontraban heridos o enfermos, e incluso hacía de niñero para madres jóvenes. Iba con frecuencia al sanatorio de Saijyo, a una hora en tren de la ciudad, para consolar a pacientes tuberculosos.
El padre Kleinsorge fue hospitalizado brevemente dos veces más, en Tokio. Sus colegas jesuitas alemanes opinaban que en su trabajo se preocupaba demasiado por los demás y no lo suficiente por sí mismo. Más allá de su obstinado sentido de la misión, había adoptado para sí mismo el espíritu japonés de enryo: apartarse a sí mismo, poner a los demás en primer lugar.
Sus colegas pensaban que literalmente se mataría de piedad por los demás; decían que era demasiado rücksichtsvoll: demasiado atento. Cuando le llegaban de Alemania comidas finas como obsequio, las regalaba todas. Cuando consiguió que un doctor de la Ocupación le diera penicilina, se la dio a parroquianos que se encontraban tan enfermos como él. (Entre sus muchos achaques, el padre tenía sífilis; aparentemente se
la habían contagiado en una transfusión, durante alguna de sus hospitalizaciones; acabó por curarse.) Enseñaba el catecismo aunque tuviera una fiebre alta. Tras regresar de una larga excursión de visitas sacerdotales, el ama de llaves de Misasa solía verlo derrumbarse, cabizbajo, en las escaleras de la rectoría, como una figura de extrema derrota. Y al día siguiente estaba de vuelta en la calle.
Poco a poco, a través de años de trabajo sin descanso, recogió su modesta cosecha: unos cuatrocientos bautismos, unos cuarenta matrimonios. El padre Kleinsorge amaba a los japoneses y sus costumbres. Uno de sus colegas alemanes, el padre Berzikofer, decía en broma que el padre Kleinsorge estaba casado con Japón. Poco después de mudarse a la iglesia de Misasa, el padre leyó que una nueva ley de naturalización había sido promulgada por el Diet con estos requisitos: que uno hubiera vivido cinco años en Japón, fuera mayor de veinte años y mentalmente sano, de buen carácter, capaz de la propia manutención y capaz de aceptar una única nacionalidad. Se dio prisa en presentar pruebas de que cumplía con todo ello, y después de algunos meses
de consideración, fue aceptado. Se registró como ciudadano japonés bajo el nombre que llevaría de ese momento en adelante: padre Makoto Takakura.

Durante algunos meses de primavera y verano de 1956, mientras su salud declinaba más todavía, el padre Takakura llenó una ausencia temporal en una pequeña parroquia del distrito Noborimachi. Cinco años antes el reverendo Kiyoshi Tanimoto, a quien el padre Takakura conocía bien, había comenzado a enseñar la Biblia a un grupo de chicas cuyas caras habían sido desfiguradas por los queloides. Más tarde algunas de ellas fueron llevadas a los Estados Unidos —las llamadas Doncellas de Hiroshima—  para sometidas a cirugía estética. Una de ellas, Tomoko Nabakayashi, a quien el padre Takakura había convertido y bautizado, murió en la mesa de operaciones del Hospital Mount Sinai de Nueva York. Sus cenizas fueron llevadas a su familia cuando el primer grupo de doncellas regresó a Hiroshima en el verano de 1956, y le correspondió al padre Takakura presidir el funeral, durante el cual estuvo a punto de desmayarse.
En Noborima-chi comenzó a educar a las mujeres —la madre y dos hijas— de una familia culta y adinerada de nombre Naganishi. Iba cada tarde a verlas, con o sin fiebre, siempre a pie. Algunas veces llegaba antes de la hora; recorría de arriba abajo la calle, y timbraba a las siete en punto. Se miraba en el espejo del zaguán, se acomodaba el pelo y el hábito, y entraba al salón. Daba una hora de clases; entonces los Naganishi servían té y dulces, y el padre y las mujeres conversaban hasta las diez en punto. El padre se sentía como en casa en ese lugar. La hija más joven, Hisako, sentía devoción por él, y dieciocho meses después, cuando los síntomas del padre se agravaron tanto que iba a ser necesario hospitalizarlo, ella le pidió que la bautizara, y él lo hizo el día antes de entrar al hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, donde se quedaría un año entero.
Su achaque más molesto era una rara infección en los dedos, que se habían hinchado de pus y se negaban a mejorar. Tenía fiebre y síntomas de gripe. Su cuenta de glóbulos blancos era alarmantemente baja, y le dolían las rodillas, en particular la izquierda, igual que otras articulaciones. Lo operaron de los dedos y sanó poco a poco. Recibió tratamiento para la leucopenia. Antes de ser dado de alta, un oftalmólogo se percató de que el padre tenía comienzos de las cataratas asociadas a la bomba atómica. El padre regresó a la gran congregación de Misasa, pero le resultó más y más difícil soportar el tipo de sobrecarga que le gustaba. Empezó a tener dolores de espalda causados, según los doctores, por cálculos en los riñones; no les prestó atención. Arrastrado por el constante dolor y las infecciones instigadas por su escasez de glóbulos blancos, pasaba los días cojeando, esforzándose más allá de sus capacidades.
Finalmente, en 1960, la diócesis decidió misericordiosamente mandarlo a cuarteles de invierno, a una iglesia diminuta en el pueblo campestre de Mukaihara: el pueblo en el cual florecía el doctor Sasaki con su clínica privada. El complejo de la iglesia de Mukaihara quedaba sobre la cresta de una pendiente que se empinaba desde el pueblo, y comprendía una pequeña capilla con una tabla de roble como altar y con espacio para un grupo de veinte parroquianos arrodillados al estilo japonés sobre un despliegue de esteras tatami; y, arriba de la colina, una parroquia estrecha. El padre Takakuta tomó por dormitorio una habitación de mucho menos de dos metros cuadrados y tan desnuda como la celda de un monje; comía junto a ésta, en otra celda similar; y la cocina y el baño, al fondo, eran cuartos oscuros, fríos, hundidos, no más grandes que los otros. Cruzando un estrecho corredor que recorría el edificio había una oficina y una habitación más grande, la cual el padre Takakura, fiel a su naturaleza, reservaba para los invitados.
Cuando llegó la primera vez, se sentía emprendedor, y, bajo el principio de que las almas se capturan mejor cuando no están maduras, hizo que unos albañiles le añadieran dos habitaciones más a la capilla y en ellas abrió lo que llamaba el Jardín Infantil de Santa María. Así comenzó una vida desolada para cuatro católicos: el padre, dos hermanas japonesas que se encargaban de la enseñanza de los bebés y una japonesa que cocinaba para ellos. Pocos creyentes venían a la iglesia. La parroquia consistía de cuatro familias previamente convertidas: unos diez feligreses en total. Había domingos en que nadie venía a misa. Tras la primera racha, la energía del padre Takakura flaqueó rápidamente.
Una vez por semana tomaba el tren a Hiroshima e iba al hospital de la Cruz Roja para hacerse un chequeo. En la estación de Hiroshima recogía lo que más le gustaba leer mientras viajaba: los horarios de los trenes que iban por toda la isla Honshu. Los doctores le inyectaban esteroides en sus adoloridas articulaciones y trataban sus síntomas crónicos, parecidos a los de la gripa, y en una ocasión dijo haber encontrado rastros de sangre en su ropa interior, que, supusieron los doctores, venía de nuevos cálculos renales. En el pueblo de Mukaihara trató de ser tan inconspicuo —tan japonés—  como pudiera. Algunas veces usaba ropas japonesas. Por no dar una impresión de buena vida, nunca compraba carne en el supermercado, pero algunas veces la sacaba de la ciudad de contrabando. El padre Hasegawa, un sacerdote japonés que venía a verlo ocasionalmente, admiraba su esfuerzo por naturalizarse hasta la perfección, pero lo encontraba de muchas formas inevitablemente alemán.
Cuando una de sus empresas era rechazada, el padre Takakura tenía tendencia a perseguirla tercamente y con más fuerzas, mientras que un japonés, con más tacto, buscaría otra forma de conseguirla. El padre Hasegawa se percató de que cuando el padre Takakura estaba hospitalizado, respetaba con rigidez las horas de visita del hospital, y si venía gente a verlo fuera de esas horas, aunque viniesen de muy lejos, se negaba a recibirlos. Cierta vez, comiendo con su amigo, el padre Hasegawa declinó el plato de arroz que le ofrecía, diciendo que estaba satisfecho. Pero entonces aparecieron unos pepinillos deliciosos frente a los cuales un paladar japonés pedía a gritos un poco de arroz, y el padre Hasegawa decidió servirse un plato, después de todo. El padre
Takakura se mostró indignado (desde el punto de vista del huésped, se mostró como un alemán): ¿Cómo podía comer arroz y además pepinillos cuando se había sentido demasiado lleno para comer solamente arroz?
Durante este período, el padre Takakura fue una de las muchas personas entrevistadas por el doctor Roben J. Lifton como parte de la preparación para escribir su libro Death in Life: Survivors of Hiroshima. En una conversación el sacerdote sugirió haberse dado cuenta de lograr una identidad más real como hibakusha que como japonés: Si una persona me dice que se siente agotada [darui], me da una sensación distinta 
si se trata de un hibakusha que si se trata de una persona ordinaria. No tiene que dar explicaciones... Lo sabe todo acerca del desasosiego —la tentación de perder el ánimo y sentirse deprimido— y acerca de comenzar de nuevo y ver si logra llevar a cabo su trabajo... Si un japonés escucha las palabras «tenno heika» [Su Majestad el Emperador], es diferente que si las escucha un occidental: en el corazón del extranjero hay un sentimiento muy distinto del que hay en el corazón del japonés. Sucede igual en el caso de alguien que es una víctima y alguien que no lo es, cuando oyen hablar de otra víctima... Una vez conocí a un hombre... [que] dijo: «Yo viví la bomba atómica». Y a partir de entonces la conversación cambió. Ambos comprendimos los sentimientos del otro. No había que decir nada.
En 1966, el padre Takakura tuvo que cambiar a sus cocineras. Una mujer llamada Satsue Yoshiki, de treinta y cinco años, recientemente curada de tuberculosis y recientemente bautizada, había recibido la orden de presentarse para una entrevista en la iglesia de Mukaihara. La sorprendió, puesto que le habían dado el nombre japonés del sacerdote, encontrarse con este gran gaijin, este extranjero, vestido con una bata japonesa acolchada. Su cara, redonda e hinchada (sin duda a causa de las medicinas), le pareció la cara de un bebé. De inmediato comenzó una relación que llegaría a ser de confianza mutua y total, en la cual su papel era algo ambiguo: en parte hija, en parte madre.
La creciente invalidez del padre Takakura la mantenía subyugada; ella lo atendía con ternura. La cocina de ella era primitiva; el temperamento de él,
caprichoso. Él se decía capaz de comer cualquier cosa, incluso fideos japoneses; pero, en lo tocante a la comida de ella, se portaba con más dureza de la que nunca había empleado con alguien. Una vez habló de las «patatas al horno coladas» que su verdadera madre solía hacer. Ella trató de hacerlas. «Esto no es como lo que hacía mamá», dijo él. Le gustaban los langostinos fritos y solía comerlos cuando iba a Hiroshima para los chequeos. Ella trató de cocinarlos. «Están quemados», dijo él. Ella se quedaba de pie junto a él en el minúsculo comedor, y las manos detrás de su espalda apretaban la jamba de la puerta con tanta fuerza que poco a poco la pintura fue gastándose. Y sin embargo él se deshacía en elogios con ella, le confiaba sus problemas, bromeaba con ella, se disculpaba cada vez que se ponía de mal humor.
A ella, él le parecía —bajo la brusquedad, que atribuía al dolor— amable, puro, paciente, dulce, divertido y profundamente bueno. Una vez, un día de finales de primavera, poco después de que Yoshikisan llegara, un grupo de gorriones se posó sobre un caqui justo frente a la ventana de la oficina. El padre Takakura aplaudió para espantarlos, y pronto aparecieron en sus palmas puntos violetas del tipo tan temido por los hibakushas. Los doctores de Hiroshima se mostraron impotentes. ¿Quién podía saber de qué se trataba? Parecían moretones, pero los exámenes de sangre no revelaban leucemia.
El padre tenía leves hemorragias en el tracto urinario. «¿Y si me da un derrame en el cerebro?», dijo una vez. Todavía le dolían las articulaciones. Desarrolló disfunciones hepáticas, presión alta, dolores de pecho y espalda. Un electrocardiograma dio resultados anormales. El padre comenzó a tomar una droga para prevenir un ataque al corazón y otra contra la hipertensión. Tomaba esteroides, hormonas y drogas antidiabéticas. «No tomo medicinas, me las trago», le dijo a Yoshiki-san. En 1971, fue hospitalizado para una operación que determinaría si su hígado estaba canceroso. No lo estaba.
Durante este tiempo de deterioro vino a verlo un torrente de visitantes que le agradecían las cosas que había hecho por ellos en el pasado. Hisako Naganishi, la mujer a la que había bautizado el día antes de su larga hospitalización, era particularmente devota; le traía emparedados abiertos sobre pan de centeno alemán, que a él le fascinaban, y cuando Yoshikisan necesitaba vacaciones, ella se mudaba al 
hospital para atenderlo durante su ausencia. El padre Berzikofer solía venir por temporadas de pocos días, y juntos hablaban y bebían buenas cantidades de ginebra, lo cual también le encantaba al padre Takakura.
Un día de invierno a comienzos de 1976, el padre Takakura resbaló y cayó sobre el sendero empinado y cubierto de hielo que bajaba al pueblo. A la mañana siguiente, Yoshikisan lo escuchó llamarla a gritos. Lo encontró en el baño, apoyado en el lavamanos, incapaz de moverse. Con toda la fuerza de su amor, lo llevó cargado —el padre pesaba setenta y nueve kilos— hasta la cama. Durante un mes fue incapaz de moverse. Ella improvisó una bacinilla, y lo cuidó día y noche. Finalmente tomó prestada una silla de ruedas de la municipalidad y lo llevó a la clínica del doctor Sasaki. Los dos hombres se habían conocido años atrás, pero ahora, el uno viviendo en su celda monacal y el otro en el grandioso apartamento de su clínica de cuatro pisos, era como si años luz los separaran. El doctor Sasaki tomó unas radiografías, no vio nada, diagnosticó una neuralgia y aconsejó masajes. El padre Takakura no podía soportar la idea de la masajista habitual; un hombre fue contratado. Durante los ejercicios, el padre Takakura sostenía la mano de Yoshiki-san, y su rostro enrojecía. El dolor era insoportable. Yoshiki-san alquiló un coche y llevó al padre Takakura a la ciudad, al hospital de la Cruz Roja. En radiografías realizadas por una máquina más potente aparecieron fracturas en la undécima y duodécima vértebras torácicas. El padre fue operado para disminuir la presión sobre el nervio ciático derecho, y se le puso un corsé. Desde entonces se vio postrado en cama. Yoshiki-san le daba de comer, le cambiaba los pañales hechos por ella misma, lo lavaba.
El padre leía la Biblia y también horarios de trenes —los dos únicos textos, le dijo a Yoshiki-san, que nunca mentían—. Podía decirle a uno qué tren tomar para ir a un sitio, el precio de la comida en el vagón comedor, y cómo cambiar de tren en tal estación para ahorrar trescientos yenes. Un día llamó a Yoshiki-san, muy excitado. Había encontrado un error. ¡Sólo la Biblia decía la verdad!
Sus compañeros de sacerdocio lo persuadieron finalmente de ir al Hospital de San Lucas, en Kobe. Yoshiki-san lo visitó, y él sacó de entre las páginas de un libro su gráfico médico, en el cual se leía «Un cadáver viviente». Dijo que quería volver con ella a casa, y ella se lo llevó. «Gracias a ti, mi alma ha podido atravesar el purgatorio», le dijo al llegar a su cama. Se puso débil, y sus compañeros lo mudaron a una casa de dos habitaciones justo debajo del noviciado, en Nagatsuka. Yoshiki-san le dijo que quería dormir con él en su habitación. No, dijo él, sus votos no lo permitirían. Ella mintió diciendo que el padre superior lo había ordenado; más tranquilo, él aceptó. Después de aquello, apenas abría los ojos. Ella no le daba de comer más que helado. Cuando venían a visitarlo, todo lo que lograba decir era «gracias». Entró en coma, y el 19 de noviembre de 1977, acompañado de un doctor, un sacerdote y Yoshiki-san, este hombre afectado por la explosión respiró profundo y murió. Fue enterrado en un pinar sereno en la cima de la colina, sobre el noviciado.
PADRE WILHELM M. TAKAKURA,
S .J.
Q.E.P.D. [144]
Los padres y los hermanos del noviciado de Nagatsuka notaron, a través de los años, que casi siempre había flores frescas en la tumba.



Toshiko Sasaki
En agosto de 1946, Toshiko Sasaki comenzaba lentamente a salir del suplicio de dolor y depresión en que se había visto metida durante el año siguiente a la bomba. Su hermano menor, Yasuo, y su hermana, Yaeko, habían salido indemnes el día de la explosión porque se encontraban en la casa de la familia, en el suburbio de Koi. Ahora, viviendo con ellos, justo cuando comenzaba a sentirse viva otra vez, la sacudió un nuevo golpe. Tres años atrás, sus padres habían entrado en negociaciones matrimoniales con otra familia, y la señorita Sasaki había conocido al joven que le
proponían. Los jóvenes se gustaron mutuamente y decidieron aceptar el arreglo. Alquilaron una casa para vivir, pero el novio de Toshiko fue llamado a filas y repentinamente enviado a China. Ella había sabido de su regreso, pero pasó largo tiempo antes de que él fuera a verla. Cuando al fin lo hizo, fue claro para ambas partes que el compromiso estaba condenado al fracaso. Cada vez que aparecía el novio, el pequeño Yasuo, por quien Toshiko se sentía responsable, escapaba iracundo de la casa. Había indicaciones de que la familia del novio no estaba tan segura de permitir que su hijo se casara con una mujer hibakusha e inválida. El novio dejó de venir. Escribió cartas llenas de imágenes abstractas y simbólicas —en especial mariposas—, tratando,
evidentemente, de expresar su tremenda incertidumbre y, quizá, su culpa.
La única persona capaz de reconfortar realmente a Toshiko fue el padre Kleinsorge, que siguió visitándola en Koi. El padre estaba claramente dispuesto a convertirla. La confiada lógica de sus lecciones no logró convencerla demasiado, pues ella no podía aceptar la idea de que un Dios que le había quitado a sus padres y la había hecho pasar por pruebas tan horribles fuera un Dios de amor y de misericordia. Sin embargo, sentía que la fidelidad cariñosa del padre la curaba, pues era evidente que también él estaba débil y adolorado, y aun así caminaba grandes distancias para ir a verla.
Su casa daba a un precipicio en el cual había un bosquecillo de bambú. Una mañana salió de casa, y la visión de los rayos del sol, reverberando en las hojas de los árboles como sobre un pez, le quitó el aliento. Sintió un sorprendente estallido de alegría —el primero que había experimentado desde que tenía memoria—. Se oyó a sí misma recitando el padre nuestro. En septiembre fue bautizada. El padre Kleinsorge se encontraba en el hospital en Tokio, así que fue el padre Cieslik quien llevó a cabo los oficios.
Sasaki-san tenía algunos ahorros modestos que le habían dejado sus padres, y comenzó a coser para sostener a Yasuo y a Yaeko, pero le preocupaba el futuro. Aprendió a caminar sin muletas. Un día del verano de 1957 llevó a sus dos hermanos a nadar a una playa cercana de Suginoura. Allí comenzó a conversar con un joven coreano, un novicio católico que cuidaba a un grupo de niños de la escuela dominical. Después de un rato, el joven le dijo que no comprendía cómo era ella capaz de continuar viviendo así, tan frágil y con la responsabilidad de sus hermanos. Le contó de un buen orfanato de Hiroshima llamado El Jardín de la Luz. Ella ingresó a los niños al orfanato, y poco tiempo después solicitó allí mismo un empleo como dependienta. Fue contratada, y a partir de entonces tuvo la satisfacción de estar con Yasuo y Yaeko. Era buena en su trabajo. Parecía haber encontrado su llamado, y al año siguiente, convencida de que sus hermanos estaban en buenas manos, aceptó ser transferida a otro orfanato, llamado Dormitorio del Crisantemo Blanco, en un suburbio de Beppu, en la isla de Kyushu, donde podría recibir formación profesional como niñera. En el verano de 1949, comenzó a hacer trayectos de media hora en tren hasta la ciudad de Oita para tomar clases en la Universidad de Oita, y en septiembre presentó los exámenes que la titulaban como profesora de guardería. Trabajó seis años en el Crisantemo Blanco.
La parte inferior de su pierna izquierda estaba gravemente doblada, su rodilla paralizada y su muslo atrofiado por las profundas incisiones que el doctor Sasaki había hecho. Las Hermanas responsables del orfanato se encargaron de que la señorita Sasaki fuera admitida para cirugía ortopédica en el Hospital Nacional de Beppu.
Estuvo interna en el hospital catorce meses durante los cuales fue sometida a tres operaciones de importancia: la primera, no muy exitosa, para restablecer su muslo; la segunda para liberar el movimiento de su rodilla; y la tercera para romper de
nuevo la tibia y el peroné y colocarlos cerca de su posición original. Después de la hospitalización, la señorita Sasaki fue a rehabilitarse a un centro terapéutico de aguas termales cerca de allí. La pierna le dolería por el resto de su vida, y nunca más podría doblar por completo la rodilla, pero sus piernas tenían ahora más o menos la misma longitud, y su caminar era casi normal. La señorita Sasaki regresó al trabajo.
El Crisantemo Blanco, que tenía espacio para cuarenta huérfanos, estaba ubicado cerca de una base militar norteamericana; de un lado había un campo de ejercicio para los soldados, y del otro estaban las casas de los oficiales. Cuando comenzó la guerra de Corea, la base y el orfanato se llenaron de gente. De vez en cuando una mujer traía a un niño cuyo padre era un soldado norteamericano, sin decir que ella era la madre, sino alegando que una amiga le había pedido encomendarle el niño al orfanato. En las noches venían a menudo soldados nerviosos, unos blancos, otros negros, que salían sin permiso de la base para ver a sus hijos. Querían mirar las caras de los bebés. Algunos perseguían a las madres y se casaban con ellas, aunque quizá nunca volvieran a ver a los hijos. Sasaki-san se compadecía de las madres, algunas de las cuales eran prostitutas, tanto como de los padres. Le parecía que éstos no eran más que muchachos confundidos, de diecinueve o veinte años, que estaban involucrados como reclutas en una guerra que no consideraban suya, y que sentían una responsabilidad rudimentaria —o una culpa, al menos como padres. Estos pensamientos la llevaron a una opinión que no era la convencional de un hibakusha: demasiada atención se le prestaba a la bomba atómica, y no la suficiente a la crueldad de la guerra. Según su amarga opinión, eran los políticos hambrientos de poder y los hibakushas menos afectados quienes se concentraban tanto en la bomba, y nadie pensaba demasiado en el hecho de que la guerra había transformado en víctimas, indiscriminadamente, a los japoneses que sufrieron bombardeos atómicos o incendiarios, a los civiles chinos que fueron atacados por los japoneses, a los jóvenes soldados, japoneses y norteamericanos, que fueron reclutados a pesar de sus renuencias para acabar mutilados o muertos, y, por supuesto, a las prostitutas japonesas y sus bebés mestizos. Sasakisan había conocido de primera mano la crueldad de la bomba atómica, pero sentía que más atención debía ser prestada a las causas de la guerra, y menos a sus instrumentos.
Durante ese tiempo Sasaki-san viajaba de Kyushu a Hiroshima una vez al año para ver a sus hermanos menores, y para visitar al padre Kleinsorge, ahora Takakura, en la iglesia de Misasa. En uno de sus viajes vio a su antiguo prometido por la calle, y estaba segura de que también él la había visto, pero no se hablaron. El padre Takakura le preguntó: «¿Te vas a pasar toda la vida así, trabajando tan duro? ¿No deberías casarte? O, si decides no casarte, ¿no deberías volverte monja?». Ella meditó largo tiempo sobre estas preguntas.
Un día, en el Crisantemo Blanco, recibió un mensaje urgente: su hermano había sufrido un accidente automovilístico y era posible que no sobreviviera. Viajó deprisa a Hiroshima. El coche de Yasuo había sido chocado por una patrulla policial; la culpa era del policía. Yasuo sobrevivió, pero tenía cuatro costillas y ambas piernas rotas, la nariz aplastada, una abolladura permanente en la frente, y había perdido la vista de un ojo. Sasakisan pensó que tendría que atenderlo y mantenerlo para siempre. Comenzó a tomar cursos de contabilidad, y después de algunas semanas calificó como contable de tercera clase. Pero Yasuo se recuperó de manera extraordinaria, y, con la indemnización que le pagaron por el accidente, se inscribió en una escuela de música para estudiar composición. Sasaki-san regresó al orfanato.
En 1954 Sasaki-san visitó al padre Takakura y le dijo que ahora estaba segura de que no se casaría nunca, y pensaba que era tiempo de entrar en un convento. ¿Qué convento le recomendaba él? El padre sugirió la orden francesa de las Auxiliatrices du Purgatoire (Auxiliadoras del Purgatorio), cuyo convento estaba allí mismo, en Misasa. Sasaki-san dijo que no quería entrar en una sociedad que la obligara a hablar en lenguas extranjeras. Él le prometió que podría seguir hablando japonés. Sasaki-san entró al convento, y los primeros días se dio cuenta de que el padre Takakura le había mentido. Iba a verse obligada a aprender latín y francés. Le dijeron que cuando escuchara el llamado de diana en las mañanas, debía gritar: «Mon Jesus, miséricorde!». La primera noche se escribió las palabras sobre la palma de una mano, con tinta, para poder leerlas cuando escuchara el llamado a la mañana siguiente, pero resultó que estaba demasiado oscuro.
Comenzó a tener miedo de fracasar. No tenía problemas para aprender acerca de Eugénie Smet, conocida como María Bendita de la Providencia, la fundadora de la orden, que en 1856 había instaurado en París programas para el cuidado de los pobres y de enfermería doméstica, y eventualmente había enviado doce hermanas a China, entrenadas por ella misma. Pero a sus treinta años, Sasaki-san se sentía demasiado vieja para ser una niña de escuela estudiando latín. Fue recluida en el edificio del convento, pero podía hacer caminatas ocasionales —dos horas de ida y dos de vuelta, lo cual era doloroso para su pierna enferma— a Mitaki, una montaña donde había tres hermosas cascadas. Con el tiempo descubrió que era capaz de sorprendentes audacias y tenacidades, y lo atribuyó a todo lo que había aprendido de sí misma durante las horas y las semanas que siguieron a la bomba. Cuando la Madre Superiora, Marie Saint Jean de Kenti, le preguntó un día qué haría si le dijeran que había fracasado y debía irse, Sasaki-san repuso: «Me agarraría de esa viga con todas mis fuerzas». Se agarró, en efecto; y en 1957 tomó los votos de pobreza, castidad y obediencia, y se transformó en la hermana Dominique Sasaki.
Para ese momento, la Sociedad de Auxiliadoras ya sabía de su fortaleza, y apenas hubo salido del noviciado fue nombrada directora de un hogar de setenta ancianos cerca de Kurosaki, Kyushu, llamado jardín de San José. Tenía sólo treinta y tres años, y era la primera japonesa en ser directora del hogar: estaba al mando de un equipo de quince personas, cinco de las cuales eran monjas francesas y belgas. De inmediato tuvo que enfrentarse a negociaciones con burócratas locales y nacionales. Carecía de libros acerca del cuidado de los ancianos. Recibió un decrépito edificio de madera —un antiguo templo— y una institución que había tenido problemas incluso para dar de comer a sus debilitados internos, algunos de los cuales habían tenido que ser enviados en busca de leños para la chimenea. La mayoría de los ancianos eran antiguos mineros de las notoriamente crueles minas de carbón de Kyushu. Algunas de las monjas extranjeras eran malhumoradas, y su manera de hablar, al contrario de la de los japoneses, le parecía a la hermana Sasaki burda, dura, hiriente.
Su merecida obstinación dio resultado, y la hermana Sasaki permaneció veinte años a la cabeza del jardín de San José. Gracias a sus estudios como contable, fue capaz de introducir un sistema racional de contabilidad. Eventualmente la Sociedad de Auxiliadoras, con la ayuda de varias ramas de los Estados Unidos, consiguió dinero suficiente para un nuevo edificio, y la hermana Sasaki supervisó la construcción de una estructura de bloques de concreto tallada en la cima de una colina. Pocos años después, un canal subterráneo comenzó a minar la estructura, y la hermana Sasaki se ocupó de reemplazarla por un moderno edificio de concreto reforzado con habitaciones simples y dobles provistas de lavamanos e inodoros estilo occidental.
Pero se dio cuenta de que su don más grande era su habilidad para ayudar a los internos a morir en paz. Tras la bomba había visto tantas muertes en Hiroshima, y
había visto tantas de las cosas extrañas que suele hacer la gente cuando se ve arrinconada por la muerte, que ya nada la sorprendía ni la asustaba. La primera vez que veló a un interno moribundo recordó vívidamente una noche después de la bomba en que yacía al aire libre, sin nadie que la cuidara, con un dolor terrible, junto a un joven que se estaba muriendo. Había hablado con él toda la noche y se había dado cuenta, sobre todo, de su temerosa soledad. Lo había visto morir en la mañana. En el hogar, junto a los lechos de muerte, siempre tenía presente esta terrible soledad. Le hablaba poco al moribundo, pero podía darle la mano o sostener su brazo, reafirmando simplemente su presencia.
Cierta vez un hombre le reveló en su lecho de muerte —con descripciones tan vívidas que a ella le parecía estar presenciando el acto— que había acuchillado a otro por la espalda y lo había visto desangrarse. Aunque el asesino no era cristiano, la hermana Sasaki le dijo que Dios lo perdonaba, y el hombre murió consolado. Otro anciano había sido un borracho, como tantos mineros de Kyushu. Había tenido una sórdida reputación; su familia lo había abandonado. En el hogar intentaba, con patético entusiasmo, complacer a todo el mundo. Se ofrecía como voluntario para llevar el carbón desde los botes de almacenaje y alimentar la caldera del edificio. Tenía cirrosis del hígado, y le habían advertido que no aceptara la ración diaria de cinco onzas de alcohol destilado que el Jardín de San José regalaba misericordiosamente a los antiguos mineros. Pero él siguió bebiéndola. Una noche, mientras vomitaba sobre la mesa de la cena, sufrió la ruptura de un vaso sanguíneo. Tardó tres días en morir. La hermana Sasaki permaneció a su lado todo ese tiempo, sosteniendo su mano para que muriera con la certeza de que, en vida, la había complacido.
En 1970, la hermana Sasaki asistió a una conferencia internacional de monjas trabajadoras en Roma y después inspeccionó las instalaciones de la seguridad social en Italia, Suiza, Francia, Bélgica e Inglaterra. Se retiró del Jardín de San José a la edad de cincuenta y cinco años, en 1978, y fue premiada con un viaje de vacaciones a la Santa Sede. Incapaz de quedarse ociosa, se instaló en una mesa fuera de San Pedro para dar consejos a los turistas japoneses; más tarde ella misma se transformó en turista por Florencia, Padua, Asís, Venecia, Milán y París.
De vuelta al Japón se presentó como voluntaria por dos años en las oficinas de la Sociedad de Auxiliadoras en Tokio, y luego pasó otros dos años como Madre Superiora en el convento de Misasa, donde había recibido su capacitación. Después de aquello llevó una vida tranquila como superintendente del dormitorio de mujeres en la escuela de música donde su hermano había estudiado; la escuela había sido tomada por la iglesia, y ahora se llamaba Elizabeth College of Music. Tras terminar sus estudios, Yasuo se había titulado como profesor, y ahora enseñaba composición y matemáticas en una secundaria de Kochi, en la isla de Shikoku. Yaeko estaba casada con un doctor que era dueño de su propia clínica en Hiroshima, y la hermana Sasaki podía ir a verlo si necesitaba atención médica. A pesar de las continuas dificultades con su pierna, había soportado durante varios años un patrón de dolencias que —como les sucedía a tantos hibakushas— podía o no ser consecuencia de la bomba: disfunciones hepáticas, sudores nocturnos y fiebres matinales, dudosas anginas, manchas sanguíneas en las piernas y señales de un factor reumatoide en los análisis de sangre.
En 1980, mientras se encontraba emplazada en las oficinas de la Sociedad en Tokio, llegó uno de los momentos más felices de su vida: se celebró una cena en su honor para conmemorar sus veinticinco años como monja. Por casualidad, una segunda invitada de honor esa noche era la directora de la sociedad en París, la Madre General France Delcourt, y sucedió que también ella celebraba su vigésimo quinto año en la orden. La Madre Delcourt le dio a la hermana Sasaki un cuadro de la Virgen María como regalo. La hermana Sasaki pronunció un discurso: «No pensaré demasiado en el pasado. Cuando sobreviví a la bomba, fue como si me dieran una vida de repuesto. Pero prefiero no mirar atrás. Seguiré moviéndome hacia adelante».

 
Doctor Masakazu Fujii
El doctor Fujii, un hombre ameno que había cumplido ya los cincuenta años, disfrutaba de la compañía de los extranjeros, y en las tardes le gustaba, puesto que su práctica en la clínica Kaitachi prosperaba casi sin su ayuda, invitar a los miembros de las fuerzas de ocupación y servirles cantidades aparentemente interminables de whisky Suntory que conseguía de alguna manera. Durante años se había entretenido aprendiendo lenguas extranjeras como pasatiempo, entre ellas el inglés. El padre Kleinsorge era ya un viejo amigo, y lo visitaba en las tardes para enseñarle a hablar alemán. El doctor también había empezado a aprender esperanto. Durante la guerra, a la policía secreta se le había metido en la cabeza que los rusos usaban el esperanto para sus códigos de espionaje, y el doctor Fujii fue interrogado más de una vez acerca de si recibía mensajes del Comintern. Ahora lo entusiasmaba hacerse amigo de los norteamericanos.
En 1948 construyó una nueva clínica en Hiroshima, sobre el lote de la que había sido destruida por la bomba. La nueva era un modesto edificio de madera con media docena de habitaciones para los internos. El doctor había recibido entrenamiento como cirujano ortopédico, pero después de la guerra ese oficio estaba dividiéndose en varias especializaciones. Al principio lo interesaron las dislocaciones prenatales de la cadera, pero ahora se sentía demasiado viejo para avanzar con ésa u otras especializaciones; además, carecía de los sofisticados equipos necesarios para especializarse. Realizó operaciones sobre queloides, realizó apendicetomías y trató heridas varias; también aceptó casos médicos (y, en ocasiones, venéreos). A través de sus amigos de la Ocupación logró obtener penicilina. Llegó a tratar a unos ochenta pacientes diarios.
Tenía cinco hijos adultos que, en la tradición japonesa, siguieron su camino. Sus hijas Myeko y Chieko, la mayor y la menor, se casaron con doctores. El hijo mayor, Masatoshi, doctor, heredó la clínica de Kaitachi y su práctica; el segundo hijo, Keiji, no estudió medicina, pero se hizo técnico en rayos X; y el tercer hijo, Shigeyuki, era uno de los jóvenes médicos del Hospital de la Universidad Nihon en Tokio. Keiji vivía con sus padres en una casa que el doctor Fujii había construido junto a la clínica de Hiroshima.
El doctor Fujii no sufría ninguno de los efectos de la sobredosis radioactiva, y sentía evidentemente que a pesar de todo el daño psicológico que le pudieron haber causado las—efectos de la bomba, la mejor terapia era seguir el principio del placer. De hecho, les recomendaba a los hibakushas que sí tenían síntomas radioactivos que tomaran dosis regulares de alcohol. Se divertía mucho. Era compasivo con sus pacientes, pero no creía en el trabajo demasiado duro. Tenía un salón de baile instalado en su casa. Había comprado una mesa de billar. Le gustaba la fotografía, y se construyó un cuarto oscuro. Jugaba mah jongg. Le encantaba tener huéspedes extranjeros. A la hora de dormir, sus enfermeras le daban masajes y, algunas veces, inyecciones terapéuticas. Empezó a jugar golf, y se construyó un búnker de arena y puso una red de práctica en su jardín. En 1955 pagó una cuota de entrada de ciento cincuenta mil yenes, que entonces eran poco más de cuatrocientos dólares, para asociarse al exclusivo Country Club de Hiroshima. No llegó a jugar mucho al golf, pero conservó la membresía familiar, para eventual felicidad de sus hijos.
Treinta años después, entrar al club costaría quince millones de yenes, o sesenta mil dólares. Sucumbió al furor japonés por el béisbol. Al principio, a los jugadores de Hiroshima se los llamaba, en inglés, the Carps, las Carpas, hasta que el doctor señaló al
público que el plural de ese pescado, y de esos jugadores, no llevaba «s». Iba a menudo a ver partidos al gran estadio nuevo, que no estaba lejos del Domo de la Bomba A —las ruinas del Salón de Promoción Industrial de Hiroshima, que la ciudad había decidido mantener como único recordatorio físico de la bomba—. En sus primeras temporadas, las Carpas obtuvieron resultados desalentadores, y sin embargo contaban con seguidores fanáticos, más o menos como tuvieron los Dodgers de Brooklyn y los Mets de Nueva York en sus buenos años. Pero el doctor Fujii se inclinó, maliciosamente, por las Golondrinas de Tokio; y usaba un botón de las Golondrinas en la solapa de su chaqueta.
En su proceso de regeneración como ciudad recién hecha después de los bombardeos, Hiroshima descubrió que tenía uno de los barrios de entretenimiento más chabacanos de todo Japón: un área en la cual vastos anuncios de neón de colores diversos titilaban en la noche como llamando a los clientes potenciales de bares, casas geisha, cafés, salones de baile y prostíbulos registrados. Una noche el doctor Fujii, que había comenzado a tener reputación de purayboy, o playboy, llevó a la ciudad a Shigeyuki, su hijo inocente —que tenía veinte años y estaba de regreso en casa descansando de los duros estudios de medicina en Tokio— para enseñarle a hacerse hombre. Fueron a una construcción donde había un gran salón de baile con chicas alineadas de un lado. Shigeyuki dijo que no sabía qué hacer; las piernas le temblaban. El doctor Fujii compró un tiquete, escogió a una chica especialmente hermosa y le dijo a Shigeyuki que hiciera una venia, la sacara a la pista e hiciera el paso que el padre le había enseñado en casa. Le dijo a la chica que fuera amable con su hijo, y desapareció.
En 1956, el doctor Fujii participó en una aventura. Un año antes, cuando las llamadas Doncellas de Hiroshima se habían ido a los Estados Unidos para su cirugía plástica, dos cirujanos de Hiroshima las habían acompañado. Aquellos dos no podían estar fuera de la ciudad más de dos años, y el doctor Fujii reemplazó a uno de ellos. Partió en febrero, y durante diez meses, en Nueva York y sus alrededores, jugó el papel de padre cariñoso y comprensivo con sus veinticinco hijas impedidas. Observó sus operaciones en el hospital Mount Sinai e hizo de intérprete entre los doctores norteamericanos y las chicas, ayudando a éstas a entender lo que les ocurría. Le agradó ser capaz de hablar alemán con las esposas judías de algunos doctores; en una recepción, nada menos que el gobernador del estado de Nueva York lo felicitó por su inglés.
A menudo las chicas, hospedadas por familias norteamericanas que hablaban poco o nada de japonés, se sentían solas, y el doctor Fujii inventó varias maneras de alegrarlas. Organizó salidas a comer comida japonesa llevando a dos o tres chicas a la vez. Una vez, un médico norteamericano y su esposa iban a dar una fiesta apenas tres días después de que una de las doncellas, Michiko Yamaoka, pasara por una operación de importancia. Su cara estaba cubierta de gasa, y sus manos habían sido vendadas y sujetadas a su cuerpo. El doctor Fujii no quería que ella se perdiera la fiesta, así que hizo arreglos con un doctor norteamericano para que le permitiera asistir en una limusina abierta de color rojo seguida por una escolta policial con sirena. En el camino se detuvieron en una farmacia, y el doctor Fujii le compró a Michiko un caballo de juguete por diez centavos; le pidió al policía que fotografiara la entrega del regalo.
Algunas veces el doctor Fujii salía solo a divertirse. El otro doctor japonés, de nombre Takahashi, era su compañero de habitación en el hotel. El doctor Takahashi bebía poco y tenía el sueño liviano. El doctor Fujii llegaba tarde en las noches, se estrellaba con todo, se desplomaba sobre la cama y estallaba en una sinfonía de ronquidos que despertaba a cualquiera. Se divertía en grande. ¿Seguía siendo tan despreocupado nueve años después, en Hiroshima? El marido de 
su hija Chieko no lo creía así. El yerno creía ver en él señales de creciente terquedad y rigidez, y una cierta inclinación a la melancolía. Para que su padre pudiera relajarse un poco, Shigeyuki, el tercer hijo, renunció a su práctica en Tokio y regresó para servirle de asistente, mudándose a una casa que su padre había construido sobre un lote baldío a una calle de la clínica. En la vida de su padre había una pequeña mancha: una trifulca en el Club de Leones de Hiroshima, del cual era presidente. En la pelea se había discutido si el club debía intentar, a través de su política de admisión, volverse una organización exclusiva para la alta sociedad, como algunas de las asociaciones japonesas de médicos, o seguir siendo esencialmente una organización de servicio abierta a todo el mundo. Cuando fue evidente que sería derrotado, el doctor Fujii, que apoyaba este último punto de vista, renunció de forma abrupta y defraudada.
Su relación con su esposa se volvía difícil. Desde su viaje a los Estados Unidos había querido tener una casa como la de uno de los doctores del Mount Sinai, y ahora, para desconsuelo de ella, había diseñado y construido, junto a la casa de madera en la que vivía Shigeyuki, una residencia de concreto de tres pisos para él solo. En la planta baja había un salón de estar y una cocina estilo americano; su estudio quedaba en el primer piso, flanqueado por libros encuadernados que, según descubrió después Shigeyuki, eran volúmenes y volúmenes de copias meticulosas que su padre había hecho, durante la universidad, de los apuntes de Iwamoto, un compañero más inteligente que él; y en el último piso había una habitación de estilo japonés, de ocho esteras de superficie, y un baño estilo americano.
Hacia fines de 1963, el doctor Fujii apuró la terminación del edificio para poder albergar a una pareja de norteamericanos que habían hospedado a algunas doncellas y llegarían de visita después del primer día del año. Quería pasar allí algunas noches, para ensayar la casa. Su esposa no estuvo de acuerdo con las prisas, pero él se
mudó, obstinadamente, a finales de diciembre.
Víspera de año nuevo, 1963. El doctor Fujii estaba cómodamente sentado sobre la estera tatami del salón de Shigeyuki, con las piernas en un kotatsu, un recipiente eléctrico abierto en el piso para calentarse los pies. Reunidos allí estaban también Shigeyuki y su esposa y otra pareja, pero no la esposa del doctor Fujii. El plan era beber algo y ver un programa de televisión de Año Nuevo llamado «Ko-haku Uta-Gassen», un concurso entre dos equipos de cantantes populares —uno rojo (femenino) y uno azul (masculino)—, escogidos para el programa por votación de la audiencia; los jurados eran actrices famosas, escritores, golfistas, beisbolistas. El programa se emitía entre las nueve y las once y cuarenta y cinco, y entonces se tocaban las campanas para el Año Nuevo. A eso de las once, Shigeyuki se percató de que su padre, que no había bebido demasiado, estaba cabeceando, y le sugirió que se fuera a dormir. Y así lo hizo él pocos minutos después, antes del final del programa, esta vez sin los cuidados de la enfermera que casi todas las noches masajeaba sus pies y lo metía en la cama. Un rato después, preocupado por su padre, Shigeyuki salió y le dio la vuelta a la casa, y desde el lado del río, mirando hacia arriba, vio una luz encendida en la ventana de la habitación. Pensó que todo estaba bien.
La familia había planeado reunirse a las once de la mañana siguiente para tomar el desayuno tradicional de año Nuevo, con ozoni, una sopa, y mochi, pasteles de arroz. Chieko, su esposo y otros invitados llegaron primero, y comenzaron a beber. A las once y media el doctor Fujii no había aparecido todavía, y Shigeyuki mandó a su hijo de siete años, Masatsugu, a que lo llamara desde afuera. El niño, al no obtener respuesta, intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Tomó prestada una escalera de la casa del vecino, subió hasta el último escalón y desde allí llamó de nuevo, y tampoco hubo respuesta. Cuando se lo dijo a sus padres, se alarmaron: corrieron a la casa y rompieron un cristal junto a la puerta para abrirla, y al sentir el olor del gas 
se apresuraron a subir. Allí encontraron al doctor Fujii inconsciente, con un calentador de gas junto a la cabecera de su futón, encendido pero sin llama. Extrañamente, un ventilador también estaba encendido; la corriente de aire fresco que producía probablemente había mantenido con vida al doctor. Estaba acostado de espaldas; tenía una mirada serena. Tres doctores estaban presentes —hijo, yerno y un invitado—, y, después de traer oxígeno y otros aparatos del hospital, hicieron todo lo que pudieron para revivir al doctor Fujii. Llamaron a uno de los mejores médicos que conocían, un profesor Myanishi, de la Universidad de Hiroshima. Su primera pregunta: «¿Ha sido un intento de suicidio?».
La familia creía que no. Pero no había nada que hacer hasta el 4 de enero; en Hiroshima, todo estaría cerrado durante la fiesta de Año Nuevo, que duraba tres días, y los servicios hospitalarios se mantendrían al mínimo. El doctor Fujii permaneció inconsciente, pero sus signos vitales no parecían ser críticos. El 4 de enero llegó una ambulancia. Mientras los portadores lo cargaban escaleras abajo, el doctor Fujii se sacudió. Emergiendo hacia la recuperación de la conciencia creyó aparentemente que lo rescataban después de la explosión de la bomba atómica. «¿Quiénes sois?», preguntó a los portadores. «¿Sois soldados?»
Comenzó a recuperarse en el hospital universitario. El 15 de enero, cuando empezaron los campeonatos anuales de sumo, pidió que le trajeran el televisor portátil que había comprado en los Estados Unidos, y se sentó en la cama a verlos. Podía comer sin ayuda, aunque su manejo de los palillos era un poco torpe. Pidió una botella de sake. Para este momento, la familia había bajado la guardia. El 25 de enero sucedió que sus heces se pusieron de repente acuosas y ensangrentadas, y el doctor se deshidrató y perdió la conciencia. Llevó la vida de un vegetal durante los once años siguientes. Permaneció en el hospital dos años y medio, alimentándose a través de un tubo, y luego fue llevado a casa, donde su esposa y una sirvienta leal cuidaban de él, alimentándolo a través del tubo, cambiando sus pañales, bañándolo, dándole masajes, medicándolo contra infecciones urinarias que desarrollaba a veces. De vez en cuando parecía responder a las voces, y algunas veces parecía vagamente registrar gustos o disgustos.
A las diez en punto de la noche del 4 de enero de 1973, Shigeyuki llevó a su hijo Masatsugu —el niño que había subido a la escalera el día del accidente para llamar a su abuelo, que ya era un estudiante de preparatoria médica de dieciséis años— a ver al doctor Fujii. Quería que el muchacho examinara a su abuelo con ojo médico. Masatsugu escuchó la respiración y los latidos del corazón de su abuelo y le tomó la tensión; juzgó que su condición era estable, y Shigeyuki estuvo de acuerdo. A la mañana siguiente, la madre de Shigeyuki lo llamó diciendo que le parecía que el padre tenía un aspecto raro. Cuando Shigeyuki llegó, el doctor Fujii estaba muerto. La viuda del doctor se opuso a que se hiciera una autopsia. Shigeyuki quería que se hiciera, y recurrió a una treta. Hizo que el cuerpo fuese llevado a un crematorio; esa misma noche, fue llevado de vuelta a la Comisión de Víctimas de la Bomba Atómica, que quedaba sobre una colina al oriente de la ciudad. Cuando se llevó a cabo el post mortem, Shigeyuki fue a buscar el informe. Al encontrar los órganos de su padre distribuidos en varios contenedores, tuvo la curiosa sensación de un último encuentro, y dijo: «Ahí estás, Oto-chan; ahí estás, papá». Le mostraron que el cerebro de su padre estaba atrofiado, su intestino grueso se había dilatado y había un cáncer del tamaño de una bola de ping pong en su hígado.
Los restos del doctor fueron cremados y enterrados en los terrenos del Templo de la Noche del Loto, de la secta budista Jodo Shinshu, cerca de la casa de su familia materna en Nagatsuka. Esta historia hibakusha terminó de manera triste. La familia se
peleó por la propiedad del padre, y una madre demandó a un hijo.


Kiyoshi Tanimoto
Un año después de la bomba, los habitantes de Hiroshima habían comenzado nuevamente a tomar posesión de los lotes de escombros donde una vez habían estado sus casas. Muchos construyeron crudas chozas de madera después de escarbar tejas de entre las ruinas para construirse un techo. No había electricidad para alumbrar las chabolas, y cada tarde, solitarios, confundidos y desilusionados, se reunían en una zona abierta cerca de la estación de trenes de Yokogawa para negociar en el mercado negro y consolarse mutuamente. Allí llegaba cada tarde el grupo de Kiyoshi Tanimoto y otros cuatro pastores protestantes y, con ellos, un trompetista y un tambor con pitos y redobles: «Adelante, soldados cristianos». Los pastores se paraban sobre una caja y predicaban por turnos. Con tan poco para divertirse, la multitud se acercaba siempre, incluidas unas pocas chicas panpan, como se llegó a llamar a las prostitutas que se ofrecían a los GI.
La ira de muchos hibakushas, dirigida al principio contra los norteamericanos por haber arrojado la bomba, para este momento se había modulado sutilmente hacia su propio gobierno por haber involucrado al país en una agresión precipitada y condenada al fracaso. Los predicadores decían que era inútil culpar al gobierno; que las esperanzas del pueblo japonés consistían en arrepentirse de su pasado de pecadores y confiar en Dios: «Buscad primero el Reino de Dios y su recto camino; y todas estas cosas os serán añadidas. No penséis, por lo tanto, en el mañana: pues el mañana se ocupará de sus cosas. Para el día es suficiente el mal que hay en él».
Puesto que carecía de iglesia hacia la cual atraer a eventuales conversos, si los hubiere, Kiyoshi Tanimoto pronto se dio cuenta de la futilidad de su prédica. Partes de la estructura de concreto reforzado de su iglesia gótica todavía existían en la ciudad, y comenzó a pensar en las formas de reconstruir el edificio. No tenía dinero. El edificio había sido asegurado por ciento cincuenta mil yenes —en esa época, menos de quinientos dólares—, pero los conquistadores habían congelado los fondos bancarios. Tras enterarse de que se estaban distribuyendo provisiones militares para diversas formas de reconstrucción, el señor Tanimoto consiguió del gobierno de la prefectura boletas de requisición para «materiales de conversión», y empezó una cacería de cosas que pudiese usar o vender. En ese tiempo de robos generalizados y de resentimientos hacia el ejercito japonés, muchos de los depósitos de provisiones fueron asaltados. El señor Tanimoto terminó por encontrar una bodega de pintura en la isla de Kamagari. El personal de la Ocupación norteamericana había destrozado el lugar. Incapaces de leer etiquetas en japonés, los norteamericanos habían perforado y derribado los contenedores, aparentemente para ver qué había en ellos. El pastor se hizo de un bote y trajo de vuelta un buen cargamento de contenedores, y logró cambiarlos con un negocio pequeño, la Compañía de Construcción Toda, por un techo de tejas para su iglesia. Poco a poco, a medida que pasaban los meses, algunos parroquianos leales y él trabajaron con sus propias manos en la carpintería del edificio, pero carecían de fondos suficientes para hacer gran cosa.
El 1 de julio de 1946, antes del primer aniversario de la bomba, los Estados Unidos habían probado una bomba atómica en el atolón Bikini. El 7 de mayo de 1948, los norteamericanos anunciaron la terminación satisfactoria de otra prueba.
En su correspondencia con un compañero de clase de la Universidad Emory, el reverendo Marvin Green, pastor de Park Church en Weehawken, Nueva Jersey,
Kiyoshi Tanimoto mencionó sus dificultades para restaurar su iglesia. Green organizó, con el Directorio de Misiones Metodistas, una invitación para que Tanimoto visitara los Estados Unidos con el fin de recaudar dinero, y en octubre de 1948 Tanimoto se despidió de su familia y se embarcó hacia San Francisco en un transporte norteamericano, el «U.S.S. Gordon». En el mar se le ocurrió una idea ambiciosa. Dedicaría su vida entera a trabajar por la paz. Poco a poco se convencía de que la memoria colectiva de los hibakushas llegaría a ser una poderosa fuerza de paz en el mundo, y de que debería haber en Hiroshima un centro donde la experiencia de la bomba pudiera volverse foco de estudios internacionales, asegurando así que nunca más volvieran a usarse armas atómicas. Eventualmente, ya en los Estados Unidos, sin pensar siquiera en hablarlo con el alcalde Shinzo Hamai ni con nadie más en Hiroshima, escribió un memorando haciendo un bosquejo de la idea.
Tanimoto vivía como huésped en el sótano de la parroquia de Marvin Green en Weehawken. El reverendo Green, tras reclutar la ayuda de varios voluntarios, se volvió representante y promotor de la idea. Usó un directorio de la iglesia para compilar una lista de todas las iglesias del país que tuviesen más de doscientos miembros o presupuestos de más de veinticinco mil dólares, y a cientos de ellas envió campañas hechas a mano solicitando que el señor Kiyoshi Tanimoto fuera invitado a dar una conferencia. Éste dibujó una serie de itinerarios, y pronto comenzó a viajar con un discurso armado, «La fe que surgió de las cenizas». En cada iglesia se llevó a cabo una colecta.
Entre viaje y viaje, Tanimoto comenzó a presentar su memorando sobre el centro de paz a personas que podían ser influyentes. Durante una visita que hizo a Nueva York desde Weehawken, un amigo japonés lo llevó a conocer a Peral Buck a la oficina de la editorial de su marido. Ella leyó, y él explicó, el memorando. Ella dijo que la propuesta le causaba muy buena impresión, pero que se sentía demasiado vieja y ocupada para ayudarlo. En cambio, conocía a la persona que sí podría: Norman Cousins, editor de The Saturday Review of Literature. El señor Tanimoto debía enviarle su memo, y ella se encargaría de hablar con Cousins.
Un día, no mucho después, mientras el pastor hacía una gira con su conferencia por una zona rural cerca de Atlanta, recibió una llamada telefónica de Cousins, que dijo sentirse profundamente conmovido por el memorando: podía incluirlo en el Saturday Review como editorial invitada. El 5 de marzo de1949, el memorando apareció en la revista bajo el título «Idea de Hiroshima», una idea que, según decía la nota introductoria de Cousins, «los editores comparten con entusiasmo y con la cual se asociarán ellos mismos». Los habitantes de Hiroshima, ya despiertos del aturdimiento que siguió al bombardeo atómico de su ciudad el 6 de agosto de 1945, reconocen que han sido parte de un experimento de laboratorio que comprobó las viejas tesis de los conciliadores. Casi cada uno de ellos ha aceptado como imperiosa responsabilidad su misión de ayudar a prevenir otras destrucciones como ésta en cualquier lugar del mundo.
La gente de Hiroshima [...] desea de corazón que de su experiencia surja alguna contribución permanente a la causa de la paz mundial. Para este fin proponemos establecer un Centro Mundial de la Paz, internacional y no sectario, que servirá como laboratorio de investigación y planeación para una educación hacia la paz en el mundo entero. En realidad, los habitantes de Hiroshima —casi cada uno de ellos desconocían por completo la propuesta del señor Tanimoto (y ahora de Norman Cousins). Conocían, sin embargo, el rol particular que la ciudad estaba destinada a jugar en la memoria del mundo. El 6 de agosto, cuarto aniversario de la bomba, el Diet nacional promulgó una ley, instituyendo a Hiroshima como Ciudad Conmemorativa de la Paz, y el diseño final del parque conmemorativo, realizado por el gran arquitecto japonés 
Kenzo Tange, fue revelado al público. En el centro del parque habría, en memoria de quienes murieron, un solemne cenotafio en forma de haniwa: un arco de arcilla, presumiblemente una casa de los muertos, que podía encontrarse en tumbas prehistóricas de Japón. Una gran multitud se congregó para la Ceremonia Anual en Conmemoración de la Paz. Tanimoto se encontraba lejos de todo esto, en gira por las iglesias norteamericanas.
Pocos días después del aniversario, Norman Cousins visitó Hiroshima. En su mente, la idea de Kiyoshi Tanimoto había sido desplazada por su propia idea: que una petición internacional en apoyo de los Federalistas Unidos del Mundo —un grupo que exigía un gobierno mundial— fuera presentada al presidente Truman, quien había ordenado arrojar la bomba. En poco tiempo 107.854 firmas fueron recogidas en la ciudad. Después de la visita a un orfanato, Cousins regresó a los Estados Unidos con otra idea más: la «adopción moral» de huérfanos de Hiroshima por parte de norteamericanos que enviarían apoyo económico para los niños. También en los Estados Unidos se recogían firmas para la petición de los federalistas, y Cousins logró entusiasmar a Tanimoto, que hasta ese momento sabía muy poco acerca de la organización, invitándolo a formar parte de la delegación que le presentaría la propuesta al presidente Truman.

Desgraciadamente, Harry Truman se negó a recibir a los peticionarios y se rehusó a aceptar la petición.El 23 de septiembre de 1949, la radio de Moscú anunció que la Unión Soviética había desarrollado una bomba atómica.
Para fines de ese año, Kiyoshi Tanimoto había visitado doscientas cincuenta y seis ciudades en treinta y un estados, y había reunido cerca de diez mil dólares para su iglesia. Antes de que viajara de vuelta, Marvin Green mencionó casualmente que estaba a punto de renunciar a su viejo Cadillac verde. Su amigo Tan¡ le pidió que lo donara a la iglesia de Hiroshima, y así se hizo. A través de un conocido, un japonés del negocio del transporte, Tanimoto logró que el coche fuera llevado sin costo hasta Japón.
Ya de vuelta en casa, a comienzos de 1950, Tanimoto llamó al alcalde Hamai y al gobernador de la prefectura, Tsunei Kusunose, solicitando su apoyo oficial para la idea
del centro de paz. Fue rechazado. A través de un mensaje a la prensa y otras medidas, el general Douglas MacArthur, comandante supremo de las fuerzas de Ocupación, había prohibido estrictamente la diseminación o campaña a favor de cualquier tipo de reportes sobre las consecuencias de las bombas de Hiroshima y Nagasaki —incluida la consecuencia de un deseo de paz—, y los oficiales pensaron evidentemente que el centro de paz de Tanimoto podía meter al gobierno local en problemas. Tanimoto perseveró reuniendo a un grupo de ciudadanos líderes, y, después de que Norman Cousins abriera una Fundación para el Centro de Paz de Hiroshima en Nueva York destinada a recibir fondos norteamericanos, esta gente estableció el centro en Hiroshima, usando como base la iglesia de Tanimoto. Al principio hubo poco que hacer. (Sólo años después, cuando ya se habían construido en el parque un Museo Conmemorativo de la Paz y un Salón Conmemorativo de la Paz, y en la ciudad se llevaban a cabo animadas —y algunas veces turbulentas—conferencias anuales sobre temas de paz, fueron reconocidas, al menos por algunos habitantes de Hiroshima, las semillas plantadas tiempo atrás por Kiyoshi Tanimoto y su valentía al ignorar las restricciones impuestas por MacArthur.)

El Cadillac llegó, y el jubiloso pastor decidió dar una vuelta en ese tragador de gasolina. Cuando iba subiendo por los cerros de Hijiyama, al este de la ciudad, fue detenido por un policía y arrestado por conducir sin licencia. Pero poco antes Tanimoto había comenzado a servir como capellán para la academia de policía, y cuando los altos mandos de la estación de policía lo vieron llegar, rieron y lo dejaron irse.
A mediados del verano de 1950 Cousins invitó a Tanimoto a regresar a los Estados Unidos y hacer una segunda gira para recaudar fondos a favor de los federalistas, la adopción moral y el centro de paz, y a finales de agosto Tanimoto estaba nuevamente en marcha. Como antes, Marvin Green organizó las cosas. Esta vez Tanimoto visitó doscientos y una ciudades en veinticuatro estados a lo largo de ocho meses. El momento culminante de su viaje (y posiblemente de su vida) fue una visita a Washington, organizada por Cousins, donde, el 5 de febrero de 1951, tras comer con miembros del Comité de Asuntos Extranjeros de la Casa Blanca, Tanimoto pronunció esta oración para abrir la sesión de la tarde en el Senado:
Padre Nuestro que estás en los cielos,te damos gracias por la gran bendición que has dado a América al permitirle construir, en esta última década, la más grande civilización de la historia humana... Te damos gracias, Dios, por haber permitido que Japón sea uno de los afortunados destinatarios de la generosidad norteamericana. Te damos gracias por haber dado a nuestra gente el don de la libertad, que les permite levantarse de las cenizas de la ruina y nacer de nuevo... Dios bendiga a todos los miembros de este Senado.
A. Willis Robertson, senador de Virginia, se puso de pie y se declaró «atónito y sin embargo estimulado» por el hecho de que un hombre «al que intentamos matar con una bomba atómica venga a una asamblea del Senado y, dando gracias al mismo Dios que nosotros adoramos, le agradezca por el gran legado espiritual de América, y luego le pida a Dios bendecir a cada miembro del Senado».
El día antes de que cayera la bomba sobre Hiroshima, la ciudad, temiendo bombardeos incendiarios, había puesto a cientos y cientos de niñas a trabajar ayudando a derribar casas y a despejar carriles cortafuegos. Cuando la bomba explotó, estaban a la intemperie. Muy pocas sobrevivieron, y entre ellas muchas sufrieron quemaduras graves y luego desarrollaron queloides de mal aspecto en sus caras, brazos y manos. Un mes después de regresar de su segundo viaje a los Estados Unidos, Tanimoto comenzó, como proyecto de su centro de paz, un curso sobre la Biblia con algunas de ellas —la Sociedadde las Jóvenes Queloides, las llamaba—. Compró tres máquinas de coser y puso a las chicas a trabajar en un taller de confección de vestidos en el segundo piso de otro de sus proyectos, un hogar para viudas de guerra que había fundado. Solicitó fondos al gobierno de la ciudad para la cirugía plástica de las jóvenes queloides.
Fue rechazado. Se presentó entonces a la Atomic Bomb Casualty Commission (Comisión para las Víctimas de la Bomba Atómica), que había sido implementada para analizar los efectos secundarios de la radiación —efectos que no habían previsto en absoluto quienes tomaron la decisión de arrojar la bomba—. La ABCC le recordó a Tanimoto que su campo era la investigación, no el tratamiento. (Por esta razón los hibakushas sentían un profundo desprecio hacia la ABCC; decían que los norteamericanos los consideraban ratas de laboratorio.)
Una mujer de nombre Shizue Masugi llegó de visita a Hiroshima desde Tokio. Había llevado una vida muy poco convencional para una japonesa de su tiempo. Periodista, casada y divorciada siendo muy joven, Shizue Masugi había sido la amante sucesiva de dos famosos novelistas, y después se había casado de nuevo. Había escrito relatos sobre los amargos amores y la soledad amarga de las mujeres, y ahora escribía una columna para enamoradas en el gran diario de Tokio Yomiuri Shimbun.
Antes de morir se convertiría al catolicismo, pero escogería ser enterrada en el Templo Tokeiji, un centro zen fundado en 1285 por un monje que sentía lástima de las mujeres casadas con maridos crueles y decretó que cualquiera de ellas, al tomar asilo como monjas en este templo, podía considerarse divorciada. En su visita a Hiroshima, Shizue
Masugi le preguntó a Kiyoshi Tanimoto qué era lo que necesitaban con más urgencia las mujeres hibakushas. Él propuso cirugía plástica para las jóvenes queloides. Ella inició una campaña para buscar fondos en el Yomiuri, y muy pronto nueve chicas fueron llevadas a Tokio para ser operadas. Más tarde, doce chicas más fueron lleva das a Osaka. Para su gran disgusto, los periódicos las llamaban Genbaku Otome, frase que fue traducida al inglés, literalmente, como Doncellas de la Bomba A.
E
n octubre de 1952, Gran Bretaña llenó a cabo su primera prueba de bomba atómica y los Estados Unidos su primera prueba de bomba de hidrógeno. En agosto de 1953, también
la Unión Soviética probó una bomba de hidrógeno.
Las operaciones realizadas sobre las chicas en Tokio y Osaka no fueron totalmente exitosas, y, en cierta visita a Hiroshima, Marvin Green, el amigo de Kiyoshi Tanimoto, se preguntó si no sería posible que algunas de ellas fuesen llevadas a los Estados Unidos, donde las técnicas de cirugía estética eran más avanzadas. En septiembre de 1953, Norman Cousins llegó con su esposa a Hiroshima para entregar una cantidad de fondos de adopción moral. Tanimoto lo presentó a algunas de las chicas y habló de la idea de Marvin Green. La idea le gustó a los Cousins.
Tras su partida tuvo lugar en la oficina del alcalde una incómoda reunión en la que se discutió la distribución a los huérfanos de los fondos de adopción moral. Cousins había traído mil quinientos dólares, pero resultó que doscientos dólares de esta suma habían sido apartados para seis niños en particular, sesenta y cinco habían sido repartidos entre las doncellas y ciento diecinueve habían sido gastados por Tanimoto comprando maletines en los almacenes Fukuya para ser entregados como regalo por Norman Cousins a los directores de seis orfanatos. Esto dejaba mil ciento sesenta y cinco dólares, sólo dos dólares y setenta centavos para cada uno de los cuatrocientos diez huérfanos. Los funcionarios de la ciudad, convencidos de que eran ellos quienes  dirigían el proyecto, reaccionaron con furia ante las sumas que Tanimoto había deducido. En su crónica de esta reunión, el diario de Hiroshima Chugoku Shimbun informó: «El reverendo Tanimoto respondió: ‘Sólo seguí las instrucciones del señor Cousins, no mi propia voluntad’.
Tanimoto se había acostumbrado últimamente a las críticas. Sus largas ausencias de su iglesia, debidas a viajes a los Estados Unidos, le habían valido el sobrenombre de Pastor de la Bomba A. Los doctores de Hiroshima querían saber por qué las doncellas no eran operadas en Hiroshima. ¿Y por qué sólo chicas? ¿Por qué no chicos? A algunos les parecía que el nombre de Tanimoto aparecía con demasiada frecuencia en los periódicos. El enorme Cadillac no había sido bien recibido, aunque rápidamente se hubiera revelado inútil y hubiera tenido que ser convertido en chatarra.
El 1 de marzo de 1954, el «Dragón con Suerte No. 5 « fue rociado con lluvia radioactiva producida por pruebas atómicas norteamericanas en el atolón Bikini.
Norman Cousins se había ido a Nueva York a trabajar en la idea de las doncellas, y a finales de 1954 el doctor Arthur Barsky, jefe de cirugía plástica de los hospitales Mount Sinai y Beth Israel, y el doctor William Hitzig, un internista del personal del Mount Sinai y médico personal del doctor Cousins, llegó a Hiroshima para escoger de entre las doncellas aquellas que tuvieran mejores posibilidades de transformación quirúrgica. De las muchas chicas desfiguradas de la ciudad, sólo cuarenta y tres se presentaron para ser examinadas. Los doctores escogieron a veinticinco. El 5 de mayo de 1955, Kiyoshi Tanimoto y las chicas despegaron del aeropuerto de Iwakuni en un avión de la Flota Aérea del Ejército de los Estados Unidos. Mientras que las niñas eran acomodadas en hogares de recibo a lo largo de Nueva York, Tanimoto fue llevado precipitadamente a la costa oeste para una gira más de recolección de fondos. Entre otras citas de su itinerario había una programada para la tarde del miércoles m de mayo, en los estudios de la NBC en Los Ángeles, que sería, según dio a entender
Cousins, una entrevista de televisión local útil para el proyecto.
Esa tarde, algo embotado, Tanimoto fue conducido a una silla enfrente de cámaras y luces brillantes, y sobre un plató que imitaba un salón de estar. Un caballero norteamericano al que acababa de conocer, de nombre Ralph Edwards, miró a la cámara con una sonrisa, y se dirigió a la audiencia de aproximadamente cuarenta millones de norteamericanos que atraía cada miércoles por la noche: «Buenas noches, damas y caballeros, y bienvenidos a ‘Ésta es su vida’. El tictac que escuchan al fondo es el de un reloj que cuenta los segundos que faltan para las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945. Y sentado aquí conmigo está un caballero cuya vida cambió cuando el último tictac de ese reloj llegó a las ocho y cuarto. Buenas tardes, señor mío. ¿Podría decirnos cuál es su nombre?»
«Kiyoshi Tanimoto.»
«¿Y a qué se dedica?»
«Soy pastor.»
«¿Y dónde es su casa?»
«En Hiroshima, Japón.»
«¿Y dónde estaba usted el 6 de agosto de 1945 a las ocho y cuarto de la mañana?»
Tanimoto no tuvo tiempo de responder. El tictac se hacía más y más sonoro y hubo un clamor de timbales.
«Esto es Hiroshima», dijo Edwards mientras una nube en forma de hongo crecía en la pantalla de los televidentes, «y en ese segundo fatídico del 6 de agosto de 1945 un nuevo concepto de vida y muerte recibió su bautizo. Y el invitado principal de esta noche —¡usted, reverendo Tanimoto!— fue parte desprevenida de este concepto... En un momento retomaremos el hilo de su vida, reverendo Tanimoto, después de estas palabras de nuestro anunciador, Bob Warren, que tiene algo muy importante que decirles a todas las chicas de nuestra audiencia». Sin que se lo escuchara, el fatídico reloj de la muerte siguió su tictac durante otros sesenta segundos mientras que Bob Warren intentaba quitar el esmalte Hazle Bishop de las uñas de una rubia —un esfuerzo que no tuvo éxito, incluso a pesar de la utilización de una esponjilla metálica con la cual había logrado quitar óxido de un sartén—.
Lo que siguió tomó a Kiyoshi Tanimoto totalmente desprevenido. Permaneció sentado allí, aletargado, sudoroso y cohibido, mientras que su vida era repasada a grandes rasgos según la manera de este famoso programa. Atravesando una entrada en forma de arco llegó la señorita Berta Sparkey, una anciana misionaría metodista que en su juventud le había enseñado sobre Cristo. Entonces entró su amigo Marvin Green, bromeando acerca de la vida en la escuela de la divinidad. Entonces Edwards señaló entre el público del estudio a algunos parroquianos que Tanimoto había tenido poco después de ordenarse, durante un breve desempeño como pastor en la Iglesia japonesa—Americana de la Independencia de Hollywood.
Entonces ocurrió el desastre.
Entró un norteamericano alto y un poco gordo, a quien Edwards presentó como el capitán Roben Lewis, copiloto del «Enola Gay». Con voz temblorosa, Lewis habló del vuelo. Tanimoto mantenía un rostro de piedra. En un momento Lewis se calló de repente, cerró los ojos y se frotó la frente, y cuarenta millones de televidentes a lo largo del país debieron de pensar que estaba llorando. (No era así. Había estado bebiendo. Años después, Marvin Greenle dijo a un joven periodista llamado Rodney Barker, que escribía un libro sobre las doncellas, que Lewis había hecho que la gente del programa entrara en pánico al no presentarse esa tarde para el ensayo de todos los participantes con la excepción de Tanimoto. Se decía que había esperado recibir un cheque jugoso por aparecer en el programa, y al enterarse de que no sería así, se había ido de bar en
bar. Green dijo haberse encontrado con el copiloto a tiempo para llevarlo a tomar un café antes del programa.)
Edwards: «¿Escribió usted algo en su bitácora en ese momento?».
Lewis: «Escribí las palabras ‘Dios mío, ¿qué hemos hecho?‘.
Enseguida, Chisa Tanimoto subió al escenario, caminando con pasitos cortos porque llevaba puesto lo que nunca se ponía en casa: un kimono. En Hiroshima le habían dado dos días para salir de casa junto con los cuatro hijos que tenían ella y su esposo y viajar a Los Ángeles. Allí, los cinco fueron encarcelados en un hotel, estrictamente separados de su esposo y padre. Por primera vez en el programa el rostro de Tanimoto cambió, pero hacia la sorpresa; parecía haberse vuelto inmune a las satisfacciones. Enseguida dos de las doncellas, Toyoko Minowa y Tadako Emori, fueron presentadas como siluetas detrás de una pantalla traslúcida, y Edwards lanzó un discursito al público pidiendo dinero para las cirugías. Finalmente, los cuatro niños Tanimoto —Koko, que era apenas una recién nacida cuando cayó la bomba y ahora había cumplido diez años; Ken, el niño de siete; Jun, la niña de cuatro; y Shin, el niño de dos— corrieron a los brazos de su padre.
TELEGRAMA ENTRANTE CONFIDENCIAL
DE: TOKIO
PARA: SECRETARIO DE ESTADO
FECHA: MAYO 12 DE 1955 SERVICIO
DE INFORMACIÓN DE LA EMBAJADA
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PREOCUPACIÓN WASHINGTON RIESGO PROYECTO CHICAS HIROSHIMA GENERE PUBLICIDAD DESFAVORABLE...
TANIMOTO ES PERCIBIDO AQUÍ COMO CAZADOR DE PUBLICIDAD. PUEDE TRATAR DE APROVECHAR SU VIAJE CONSIGUIENDO FONDOS PARA CENTRO CONMEMORATIVO DE PAZ DE HIROSHIMA, SU PROYECTO CONSENTIDO. NO CREEMOS QUE SEA ROJO O SIMPATIZANTE DE ROJOS, PERO PUEDE FÁCILMENTE VOLVERSE FUENTE DE PUBLICIDAD MALICIOSA.
Por valija diplomática:
SECRETO
El reverendo Tanimoto es percibido como un individuo que parece ser anticomunista y probablemente sincero en sus esfuerzos por ayudar a las chicas... Sin embargo, en su deseo por aumentar su prestigio e importancia podría, por ignorancia, inocencia o con
plena conciencia, prestarse a una línea izquierdista o incluso seguirla...
RALPH J. BLAKE
CÓNSUL GENERAL AMERICANO, KOBE
Tan pronto como regresó a la costa este después del programa, Roben Lewis, que había renunciado a la Fuerza Aérea y ahora trabajaba como director de personal de Henry Heide, fabricantes de golosinas, en Nueva York, fue llamado al Pentágono y recibió un buen regaño de parte del Departamento de Defensa.
La familia Tanimoto permaneció en los Estados Unidos hasta el final de la gira de discursos de Kiyoshi, que lo llevó a un total de ciento noventa y cinco ciudades en veintiséis estados. El programa de televisión había permitido recaudar cerca de cincuenta mil dólares, y Kiyoshi consiguió diez mil más. Chisa Tanimoto y los niños pasaron un magnífico verano en la casa de huéspedes de la granja de Pearl Buck en Bucks County, Pensilvania.
El 6 de agosto, décimo aniversario del bombardeo de Hiroshima, Tanimoto puso una corona sobre la Tumba del Soldado Desconocido en el Cementerio Nacional de Arlington. Ese día, en Hiroshima misma, lejos de Tanimoto, un genuino movimiento japonés por la paz, motivado por la ira que causó el incidente del «Dragón con Suerte», daba sus primeros pasos. Cinco mil delegados asistieron a la primera Conferencia
Mundial contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno.
Los Tanimoto regresaron a Japón en diciembre. Kiyoshi Tanimoto se había dejado llevar por la corriente y acabó cayendo en un remolino. Durante sus giras de discursos por los Estados Unidos había desplegado una energía sorprendente para un hibakusha: pasaba noche tras noche tras noche hablando sin parar en los cansados circuitos. Pero la realidad era que durante varios años se había dejado arrastrar por esa cresta de ola que era la feroz energía de Norman Cousins. Cousins le había proporcionado experiencias embriagadoras que alimentaban su vanidad, pero también le había arrebatado el control de sus propias empresas. Era por las doncellas que Tanimoto había comenzado esta campaña, pero ahora descubría que, aunque el dinero recaudado por «esta es su vida» pagaría los gastos de las doncellas, todo lo que había recogido durante su gira, salvo mil dólares, era controlado por Nueva York. Cousins había pasado por encima del centro de paz en Hiroshima y trataba directamente con el gobierno municipal; Tanimoto había suplicado que el proyecto de adopción moral quedara en manos del centro, pero su papel acabó siendo el de un comprador de maletines. El golpe de gracia llegó cuando las cenizas de la doncella Tomoko Nakabayashi, que había muerto mientras estaba anestesiada en el hospital Mount Sinai, fueron devueltas a los padres, en Hiroshima, y Tanimoto ni siquiera fue invitado al funeral, que fue dirigido por su buen amigo, el padre Kleinsorge. Y cuando todas las doncellas hubieron regresado a casa y, para su sorpresa, se encontraron con que se habían vuelto objeto no sólo de la curiosidad del público sino de su envidia y su lástima, se resistieron a los esfuerzos publicitarios de Tanimoto, que quería formar un «Club Zion» con ellas, y terminaron por alejarse de él.
Tampoco en el movimiento japonés por la paz había lugar para Tanimoto: había estado fuera del país en momentos cruciales para el desarrollo del movimiento, y además su actitud cristiana lo volvía sospechoso ante los grupos radicales que ocupaban la vanguardia del activismo antinuclear. Mientras Tanimoto se encontraba lejos, haciendo su último viaje, fue creada una organización nacional llamada Nihon Gensuikyo, Consejo japonés contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno, y le siguió una oleada de actividad que exigía al Diet cuidados médicos para los hibakushas. Como a muchos hibakushas, a Tanimoto le repugnaba el creciente color político de estos actos, y permaneció alejado de los encuentros masivos que tuvieron lugar en el Parque de la Paz en los subsiguientes aniversarios.
El 15 de mayo de 1957, Gran Bretaña llenó a cabo su primera prueba con bombas de hidrógeno en la isla de Pascua, en el océano índico.
A Koko, la hija que había experimentado el bombardeo siendo apenas un bebé, la habían llevado casi todos los años al ABCC (dirigido por norteamericanos) para un chequeo físico. En general, se encontraba bien de salud, aunque, igual que muchos hibakushas que al momento de la bomba eran todavía bebés, su crecimiento estaba definitivamente atrofiado. Ahora, siendo ya una adolescente de secundaria, fue de nuevo a hacerse el chequeo. Como de costumbre, se desvistió en un cubículo y se puso una bata blanca de hospital. Tras pasar por una serie de pruebas, esta vez Koko fue llevada a una habitación iluminada donde había un escenario de poca altura respaldado por una pared marcada con una cuadrícula métrica. La hicieron pararse contra la pared, frente a luces tan brillantes que sus ojos no veían lo que había detrás; podía escuchar voces japonesas y también norteamericanas. Una de éstas le dijo que se quitara la bata. Ella obedeció, y se quedó allí parada durante un tiempo que pareció eterno, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Esta experiencia la asustó y la hirió tanto que durante veinticinco años fue incapaz de hablar de ella.

Un día, hacia el final de agosto de 1959, una niña pequeña fue abandonada dentro de una canasta frente al altar de la iglesia de Kiyoshi Tanimoto. Una nota pegada a su pañal daba el nombre de la niña, Kanae, y su fecha de nacimiento, abril 28, y enseguida decía: «Me temo que no puedo conservarla en este momento. Dios la bendiga, y podría usted cuidar de ella en mi lugar?». Durante el verano que pasaron en la granja de Pearl Buck, los niños Tanimoto habían jugado con la docena de huérfanos, la mayoría orientales, de los que se había hecho cargo la escritora norteamericana. La generosidad de la señora Buck había impresionado a la familia; ahora, la familia decidió conservar y criar a la niña que les había sido confiada.
El 13 de febrero de 1963, Francia probó un arma nuclear en el Sahara. El 16 de octubre de 1964, China llenó a cabo su primera prueba nuclear, y el y de junio de 1967 hizo explotar una bomba de hidrógeno.
En 1968 Koko viajó con su padre a los Estados Unidos para ingresar al Centenary College para mujeres en Hackettstown, Nueva Jersey. Tanimoto ya había regresado a los Estados Unidos en 1964 - 1965 para visitar su alma mater, la Universidad de Emory, tras lo cual volvió a casa vía Europa; y también en 1966, cuando recibió un diploma honorario del Clark College. Koko fue eventualmente transferida a la Universidad Americana, en Washington, D.C. Allí se enamoró de un chino americano y se comprometió con él, pero el padre del prometido, un doctor, dijo que ella no era capaz de dar a luz a un hijo normal, y prohibió el matrimonio.
De regreso a Japón, Koko tomó un empleo en Tokio, con Odeco, una firma de perforaciones petrolíferas. No le dijo a nadie que fuera hibakusha. Con el tiempo conoció alguien a quien podía confiar estas cosas: el mejor amigo de su novio. Finalmente, fue éste el hombre con el que se casó. Tuvo un aborto, y tanto ella como su familia lo atribuyeron a la bomba. Koko y su marido fueron a la ABCC para hacerse revisar los cromosomas, y aunque no se encontró nada anormal, decidieron no volver a tratar de tener hijos. Con el tiempo, adoptaron dos bebés.
El movimiento antinuclear japonés había comenzado a dividirse a comienzos de los años sesenta. Gensuikyo, el Consejo Japonés, había estado al principio dominado por el Partido Socialista japonés y por Sohio, el Consejo General de Sindicatos. En 1960, el movimiento había intentado bloquear la revisión del Tratado de Seguridad Americano Japonés, sobre la base de que ello alentaba un renovado militarismo en Japón, ante lo cual grupos más conservadores formaron el Kakkin Kaigi, Consejo Nacional para la Paz y Contra las Armas Nucleares. En 1964 ocurrió una división más profunda, cuando infiltrados comunistas en Gensuikyo provocaron que socialistas y sindicalistas se retiraran y formaran Gensuikin, el Congreso Japonés contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno. Para Tanimoto, como para la mayoría de los hibakushas, estas disputas llegaron al colmo del absurdo cuando Gensuikin argumentó que todas las naciones deberían dejar de hacer pruebas, mientras que Gensuikyo argumentaba que los Estados Unidos hacían pruebas en preparación para la guerra y la Unión Soviética hacia pruebas para asegurar la paz. La división persistió, y año tras año las dos organizaciones realizaron conferencias separadas para el 6 de agosto. El 7 de junio de 1973, Kiyoshi Tanimoto escribió la columna «El ensayo de la tarde» para el Chugoku Shimbun de Hiroshima:  «Estos últimos años, al acercarse el fin de agosto, escuchamos voces que lamentan que nuevamente este año los eventos conmemorativos sean llevados a cabo por un movimiento de paz dividido... La frase inscrita en el Cenotafio del monumento— «Descansad en paz, pues no se repetirá el error» — encarna la esperanza apasionada de la raza humana. El atractivo de Hiroshima no tiene nada que ver con la política. Cuando vienen extranjeros a Hiroshima, con frecuencia se los oye decir: «Los políticos del mundo deberían venir a Hiroshima y contemplar los problemas políticos del mundo de rodillas ante este Cenotafio».
El 18 de mayo de 1974, India llenó a cabo su primera prueba nuclear.
Al acercarse el cuadragésimo aniversario de la bomba, el centro de paz de Hiroshima seguía nominalmente operativo, pero en realidad estaba en el hogar de los Tanimoto. Durante los años setenta, su principal proyecto había sido arreglar una serie de adopciones de bebés japoneses huérfanos y abandonados que no habían tenido ninguna relación en particular con la bomba atómica. Los padres adoptivos vivían en Hawai y en los Estados Unidos continentales. Tanimoto había hecho tres giras más como conferencista, en el continente en 1976 y 1982, y en Hawai en 1981. Se retiró de su púlpito en 1982.
Kiyoshi Tanimoto tenía ahora más de setenta años. La edad promedio de los hibakushas era de sesenta y dos. Los hibakushas supervivientes habían sido encuestados por el Chugoku Shimbun en 1984, y el 54,3% de ellos creía que las bombas atómicas serían utilizadas de nuevo. Tanimoto leía en los periódicos que los Estados Unidos y la Unión Soviética iban subiendo lentamente por los empinados escalones de la disuasión. Tanto él como Chisa recibían prestaciones para cuidados médicos en su calidad de hibakushas, y él recibía una pensión modesta de la Iglesia Unida de Japón. Tanimoto vivía en una casa pequeña y acogedora con una radio y dos televisores, una lavadora, un horno eléctrico y un refrigerador, y tenía un automóvil compacto Mazda fabricado en Hiroshima. Comía demasiado. Se levantaba a las seis cada mañana y caminaba durante una hora con Chiko, su pequeño perro lanoso. Su memoria, como la del mundo, se volvía desigual.

 
 
***

La Física Cuántica y la Bomba atómica
 
En el Portal MUNDO MEJOR he destinado varios títulos a la Física Cuántica que considero revolucionó la Ciencia, el Conocimiento y la expansión mental hacia lo Cósmico. Sin embargo, tal parece, no todo en brutilandia es para bien pues; vivimos en el planeta de los brutos. Veamos como ejemplo:

Werner Heisenberg premio Nobel en 1932, el más joven que lo ha recibido, revolucionó la física con su principio de incertidumbre, los nazis lo llamaban el "judío blanco" por su espíritu de lealtad a Alemania sin pertenecer a nada relacionado con el nacional socialismo de Hitler. Él descubrió que si un átomo era separado se liberaba energía la cual aumentaba si la cantidad de átomos era mayor hasta dar la posibilidad de hacer una bomba nuclear que podía arrasar una ciudad. Por esta razón se le instaló un Laboratorio en la universidad de Leipzig el cual estaba bajo régimen militar con del nombre de "Club del Uranio". En 1942 tuvieron un accidente cuando ya estaban cercanos a saber cómo lograrlo. Hitler que no era partidario de los científicos les quitó presupuesto, hasta la caída de Alemania en que los británicos se llevaron a todo el equipo de sabios a Londres. En Londres Heisenberg escucha la noticia de la bomba sobre Hiroshima y decía que eso era imposible, imposible, imposible. Pasado un tiempo después de Hiroshima y Nagasaki los ingleses por el bien de la ciencia deciden que Heisenberg se haga cargo en Alemania de la restauración de los físicos cuánticos de esa nación, pues el sabio dijo que él había saboteado el proyecto nuclear nazi, lo que tal parece no era verdad. Nadie lo señaló como responsable, por el contrario, se llenó de honores a diferencia de:

Julius Robert Oppenheimer, el hombre al frente del famoso Proyecto Manhattan que construyera la primera bomba atómica. Filtrada la noticia de lo que hacía Heisenberg en Alemania, en 1941 el presidente Franklin Roosevelt decide la realización del proyecto de la creación de la bomba atómica, que queda a cargo militar bajo el General Leslie Groves quien busca al sabio indicado y encuentra que el mismo es Oppenheimer un genio cuántico de mente intuitiva, creativa y con don de líder y convicción. Fue Oppenheimer quien señaló el sitio ideal para el Laboratorio situado en Los Álamos. Ignoraban que el trabajo de Heisenberg por decisión de Hitler había perdido liderazgo y ante el temor que Alemania primero lograra la bomba trabajaban contra el tiempo. Tienen éxito ya rendida Alemania y a mediados de 1945 contaban con tres bombas, una de uranio que se lanzó en Hiroshima, y dos de plutonio que fue ideada por la mente de Oppenheimer y una de esas bombas de plutonio dio lugar a la llamada "prueba Trinity" de la primera explosión atómica con éxito el día 16 de julio de 1945, realizada en el extenso campo desértico de Arenas Blancas, para dar paso de inmediato a lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki. A diferencia de Heisenberg, el poder político de su nación a Oppenheimer en lo posible lo culpó, criticó e ignoró. El perdón oficial lo recibió nueve años después por el presidente John F. Kennedy, otorgándole el premio Enrico Fermi, premio que le entregó el presidente Johnson dado que Kennedy había sido asesinado.

 

 

Mundo Mejor  
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Quilpué, Chile
Septiembre de 2016

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